Clara y la penumbra (62 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Clara y la penumbra
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En la
roulotte A
todo el mundo desplegaba una actividad febril. Nikki estaba en contacto permanente con la policía y con el equipo de Thea van Droon. Aunque resultaba absurdo suponer que habían actuado a tiempo, la KLPD había establecido controles de carretera en todas las salidas de Amsterdam. Un inspector de policía quería hablar con Bosch para pedirle detalles, pero éste no disponía de tiempo. «No existo para nadie», dijo. Se sentó junto a Nikki, frente a uno de los terminales informáticos que conectaban con el Atelier.

—Ni rastro de la furgoneta todavía, Lothar —comentó Nikki—. ¿A quién demonios estamos buscando? ¿Se relaciona con nuestra tarea de encontrar a Póstumo Baldi?

No era hora de ocultar nada, pensó Bosch. Al diablo con el gabinete de crisis: en aquel momento todo estaba en crisis.

—Así es. Pero no importa si es Baldi o no lo es. Está loco y va a destruir
Susana
si no lo impedimos...

—Dios mío.

Bosch observaba en el ordenador las imágenes de
Susana sorprendida por los ancianos.
El lienzo femenino era de nacionalidad española, tenía veinticuatro años y se llamaba Clara. Los Ancianos eran un húngaro —Leo Krupka— y un norteamericano —Frank Rodino—, un poco más jóvenes que Bosch. Rodino, el norteamericano, era un individuo inmenso y quizá representara algún tipo de obstáculo para El Artista, en el improbable caso de que hubiera un enfrentamiento entre ambos.

«Piensa en positivo, Lothar.»Durante un instante no hizo otra cosa que contemplar aquellas imágenes. En particular, el rostro de la chica. La muchacha le devolvía tranquilamente la mirada desde la fotografía.

«No es una chica, es un lienzo. Somos lo que los demás pagan para que seamos.»Bosch no la conocía, nunca había hablado con ella. Leyó su nombre completo e intentó pronunciarlo en voz baja. El apellido le costaba cierto trabajo. Rieyes. Reies. Rayes. La señorita Rieyes o Reiyes era de Madrid. Hendrickje y él habían veraneado alguna vez en Mallorca y Bosch había visitado Madrid, Barcelona, Bilbao y otras ciudades españolas debido a diversas exposiciones. Nada de eso importaba en aquel momento, pero recordar tales detalles le ayudaba a pensar en ella como en un ser humano en peligro. Clara Raiyes o Clara Reies miraba de manera expresiva y dulce, pero en el fondo de sus ojos latía una luz que ni siquiera la informática de la foto había podido camuflar. Bosch intuyó que se trataba de una chica llena de vida e ilusiones, de deseos de hacer las cosas bien, de esforzarse al máximo. Pensó en Emma Thorderberg y en su enérgica alegría. Clara le recordaba un poco a Emma. ¿De qué forma iban a pagar Wood y él, y también la Fundación y el maldito pintor cuyas obras custodiaban, de qué manera pagarían
todos
la destrucción de las
ilusiones
de aquella chica? ¿Cómo restauraría «abuelito Paul» la vida y la felicidad que emanaban de su semblante? ¿Acaso Kurt Sorensen conseguiría encontrar alguna compañía de seguros que pudiera devolverle la vida? ¿Cuánto dinero valía torturarla hasta la muerte? Era cosa de preguntarle a Saskia Stoffels.

«No es una chica, es un lienzo...»Se imaginó de repente la mirada de Póstumo Baldi posada sobre ella. Una mirada azul y vacía como un cielo pintado en un cuadro.
Sus ojos son espejos.
Y el giro de la cuchilla del cortalienzos cada vez más cerca de aquel rostro...

Piensa en positivo. Pensemos en positivo. Vamos a pensar todos en positivo.

«Al diablo.»Se apartó del ordenador de un salto.

—Nikki, consígueme una furgoneta y tres agentes. No hace falta que sean de los grupos de asalto. Tres agentes armados, tan sólo.

Ella lo miraba, sorprendida.

—¿Qué piensas hacer, Lothar?

Exacto. Esa era la pregunta. ¿Qué piensas hacer, Lothar?
Algo.
Lo que sea, pero
algo.
No soy artista ni me gusta el arte moderno, de modo que tengo que hacer algo. No sirvo para otra cosa: tengo que hacer, debo hacer. Ya basta de pensar en positivo: ha llegado la hora de
actuar en positivo,
¿no, Hendri?

—Te recuerdo que toda la policía de Amsterdam está detrás de ese tipo ahora mismo —agregó Nikki. En sus ojos, Bosch advirtió un brillo distinto. ¿Era preocupación por él? Le hizo gracia.

—Recordado queda —asintió.

—Tendrás la furgoneta y los hombres en seguida —repuso Nikki, y no hubo más conversación.

21.30 h

Gustavo Onfretti los contemplaba uno a uno. Seguían pintados y disfrazados. Los alumnos de
Lección de anatomía
llevaban sus puritanos trajes oscuros y sus gorgueras, y los
Síndicos,
sus sombreros de ala ancha. Kirsten, la mujer
-
cadáver, flexionaba su fantástica y cruda anatomía en un asiento del extremo final de la
roulotte.
Él mismo estaba sentado junto a las modelos del
Buey
y todavía vestía el taparrabos de color ocre. Su cuerpo pintado de tierra y amarillo resplandeciente le dolía debido al dilatado esfuerzo en la cruz, de la que acababa de ser descolgado hacía apenas media hora. Conservación había reunido a todos los lienzos en las
roulottes
de Arte. Querían asegurarse, sin duda, de que se encontraban en buen estado y no habían sufrido desperfectos.

El estado de Onfretti era aceptable, pero la expresión asombrada de su rostro parecía la de un resucitado.

¿Por qué
nadie
sabía
nada
sobre los efectos especiales de su cuadro, si todo había sido planeado por el Departamento de Arte con mucha antelación? ¿Por qué Conservación no había sido informada de que el
Cristo
era una
acción
interactiva y en determinado momento «fallecía» y la tierra temblaba y se oscurecía?

Recordaba la dedicación con que Van Tysch lo había planeado todo durante las largas semanas de trabajo en Edenburg. «Una experiencia estremecedora», había anotado Onfretti en su diario. El instante de su supuesta «muerte», con los gritos y el temblor mecánico del Túnel, había sido pintado y retocado hasta la saciedad. El Maestro le había advertido que era muy importante que aquel acontecimiento se produjera en el momento preciso, y había hecho instalar una pequeña luz de aviso en el extremo opuesto del Túnel para que Onfretti supiera cuándo debía empezar a gritar. Pero se suponía que el público y el personal de Conservación y Seguridad estaban al tanto y que los «temblores» serían de escasa entidad. Eso, al menos, le había dicho Van Tysch.

Se preguntaba por qué el Maestro le había mentido.

Al acabar de pintarlo, Van Tysch lo había besado en la mejilla. «Quiero que te sientas traicionado por mí», le había dicho, sutilmente.

Ahora Onfretti pensaba que quizás aquella frase había sido algo más que una sutileza.

21.31 h

Mientras Bosch salía de la
roulotte,
razonó algo.

Si El Artista había sacado el cuadro fuera de Amsterdam, entonces no se podía hacer nada. Tendría que dejar que la policía o el equipo de asalto dieran con el paradero de la furgoneta y rogar para que llegaran a tiempo. Pero ¿y si había decidido destrozarlo
en Amsterdam?
Pensó en varios lugares posibles, y descartó de inmediato los parques y zonas públicas. También los hoteles, ya que las figuras aún estaban pintadas y podían llamar la atención. Entonces pensó en el hombre que ayudaba a El Artista desde la Fundación. ¿Podía haberle facilitado un lugar tranquilo para que la destrucción se llevara a cabo sin problemas? Si era así, debía de haber previsto que toda la policía de Amsterdam iba a lanzarse a buscar el cuadro de inmediato. El lugar, por tanto, tenía que ser
completamente seguro.
Un sitio amplio, abandonado...

Entonces recordó lo que Nikki le había comentado momentos antes.

En la última reunión, Van Hoore había propuesto que los cuadros evacuados
no
se dirigieran al Viejo Atelier, porque estaría «cerrado y vacío», según le había dicho el propio Stein.

Cerrado y vacío.

Era una oportunidad entre mil, y estaba seguro de que iba a equivocarse, pero era necesario apostar. Hagamos caso a las intuiciones, ¿verdad, Hendri, cariño?

Vio aproximarse a los agentes. Supuso que eran los que Nikki le enviaba. Corrió hacia ellos pensando que quizá resbalaría en el empedrado húmedo. La lluvia, ahora, era densa.

—¿Y la furgoneta? —le preguntó al primero. Reconoció a Jan Wuyters, con quien había charlado en el Túnel antes de que todo se viniera abajo. Le pareció buen presagio el hecho de que siguieran juntos.

La furgoneta estaba aparcada en Museumstraat. Corrieron hacia ella bajo el diluvio. La gente de la plaza se había ido dispersando, pero aún quedaban coches de policía y ambulancias.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Wuyters mientras entraban en el vehículo.

—Al Viejo Atelier.

Podía estar equivocado, desde luego, pero había que apostar, había que apostar.

La cara de la muchacha. La cuchilla giratoria.

Era preciso apostar.

21.37 h

—Es extraña la sensación que causa todo esto sin mobiliario ni adornos, ¿verdad? Los cuartos de huéspedes tienen camastros, y no son ni peores ni mejores que el del Maestro. Más que monacal, parece vacío, abandonado... Pero este olor a pintura le da un aire distinto: como si fuese algo nuevo, a punto de ser estrenado, ¿no le parece...?

Stein era como un guía comentando las características del lugar a los turistas. Indicó a Wood que lo siguiera con un gesto de la mano. Escogieron una salida a la izquierda y se introdujeron en un mundo de ecos y tinieblas.

—No es tan extraño, de todas formas. Solemos decorar nuestros hogares con cosas que encontramos en nuestros viajes. Van Tysch ha hecho lo mismo. Pero es que sus viajes siempre han sido interiores. Todo esto es producto de lo que encontró
dentro de sí.
Los souvenirs de su mente. Cuando entré por primera vez en el castillo ya reformado pensé que era muy holandés. Ya sabe, el constructivismo, el pulcro arte de Mondrian, las figuras ilusorias y geométricas de Escher... Pero me equivocaba: en Van Tysch la desnudez no es decoración, sino vacío; no arte, sino su ausencia. Venga por aquí.

En la voz de Stein había fatiga. Un acento de cosa irremediable se desprendía de sus palabras. Parecía distraído por una idea inconcreta, como si sus pensamientos fueran seres vivos y diminutos revoloteando a su alrededor.

La señorita Wood sostenía la acuarela que se había llevado de casa de Victor Zericky. Mostraba a una mujer desnuda arrodillada en el suelo e inclinada hacia adelante con la cabeza ladeada mirando al espectador. Wood había reconocido en seguida la postura de
Susana
tal como la había visto en el Atelier durante la sesión de firmas. Podía comprender que, al contemplar aquella acuarela de niño, la mente del pequeño Bruno se hubiera encendido de sueños. Y también podía comprender que, de adulto, deseara repetirla en la figura indefensa y deseable de la
Susana
de Rembrandt. Los puentes tendidos entre el pasado y el presente, entre la vida y la obra, eran frecuentes en cualquier pintor. Lo desconcertante en este caso eran las
implicaciones.
Había decidido ir al castillo a conocerlas. «Tendrá que dejarme pasar y responder a mis preguntas», pensaba. Pero quien la recibió, de pie en la puerta del patio interior, fue Jacob Stein.

Ahora recorrían un pasillo. Al fondo podía vislumbrarse un patio con el suelo ajedrezado. La noche derramaba su tintura de luna sobre las lejanas baldosas.

—¿Quién ayuda a Póstumo Baldi? —preguntó Wood—. Es obvio que no ha trabajado solo. ¿Quién le ha informado de todo? ¿Quién le ha facilitado tarjetas, códigos, accesos, turnos de agentes de recogida, costumbres de los cuadros? ¿Y quién le avisó de lo que ocurriría hoy en el Túnel y de la hora exacta a la que ocurriría?

En el rostro de Stein flotaba una sonrisa desvaída.

—De modo que sabe, incluso, que se trata de Póstumo Baldi... Ah,
galismus,
nuestro perro guardián, nuestro querido y hermoso perro guardián... Van Tysch solía decirme: «Ten cuidado con ella. Olfateará el rastro y morderá la presa antes de tiempo. Es la única que puede hacerlo». Y tenía razón. Es usted perfecta.

El elogio la estremeció.

—Conteste a mis preguntas, por favor.

—¿Cuándo supo que éramos nosotros? —preguntó Stein a su vez.

El cerebro de Wood pensaba a velocidad vertiginosa.

—No lo he sabido nunca —dijo. Y añadió—: ¿Por qué Van Tysch iba a querer destruir sus propias obras?

—¿Destruir?
Fuschus,
señorita Wood, ¿quién dice tal cosa? Nosotros somos creadores, no destructores. Somos artistas.

Atravesaron el patio embaldosado. La señorita Wood jamás había visitado aquella zona del castillo de Edenburg. Era impresionante: suelos y paredes desnudas, sin pintar. El único detalle arquitectónico consistía en columnas de fuste liso. La noche, por encima, tenía el mismo aspecto terso del mar en la oscuridad.

—Aunque, a decir verdad, no quiero atribuirme la autoría de esta obra —agregó Stein, en tono distraído.

Penetraron en una nueva sala, embaldosada y vacía. Al fondo había otra puerta, pero ésta parecía diferente de algún modo. Wood continuaba tensa. Sabía que la actitud de Stein tenía como fin dejarla indefensa sin necesidad de enfrentarse a ella. Stein estaba acostumbrado a manipular a las personas, no a superarlas. Tal pensamiento la mantenía alerta.

La puerta era metálica y poseía una cerradura con combinación de seguridad. Stein tecleó en el panel, abriéndola con un chasquido y desvelando un interior oscuro. Luego se volvió hacia Wood con aire teatral.

—La obra es sólo del Maestro. Pero él estaría satisfecho de saber que usted será una de las primeras personas en contemplarla.

Y la invitó a pasar.

21.40 h

El joven llamado Matt había ido de uno a otro alzando la grabadora portátil frente a ellos como un objeto sagrado. Los párrafos eran breves y no habían tardado mucho en leerlos. Krupka y Clara tuvieron que repetir una frase en la que habían titubeado demasiado. A Clara le costaba cierto esfuerzo concentrarse en lo que leía, y no menos en lo que escuchaba decir a los Ancianos. Era una lástima, porque parecían reflexiones muy interesantes sobre el verdadero significado del arte. La palabra
«destruction»
se repetía en los tres párrafos. Por otra parte, intuía que el hecho de que entendieran o no lo que estaban leyendo carecía de importancia. Una de las frases que le tocó leer le resultó llamativa. Podía traducirse como: «El arte que sobrevive es el arte que está muerto». La pronunció con la debida reverencia.

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