Corazón enfermo (16 page)

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Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Corazón enfermo
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El chico le indicó con un gesto.

—Gracias. —Se dio media vuelta y se encaminó hacia el edificio, pasando delante del hombre del sedán, que, de repente, se había puesto a hojear un ejemplar del
Herald
. Definitivamente era policía, decidió Susan. Subió por las ancha, escaleras de la entrada principal, abrió una de las puertas fue por el pasillo hasta encontrar la secretaría. Pero la puerta estaba cerrada.

—No me lo puedo creer —exclamó en voz alta—.¿Como es posible?

Golpeó la puerta con la palma de su mano. El impacto provocó un ruido seco y fuerte. Susan dio un grito y se llevó la mano, que le ardía, al pecho.

—¿Puedo ayudarte?

Se dio media vuelta y se encontró ante un vigilante que arrastraba un enorme contenedor verde por el pasillo.

—Puede sacar el puto cepo de mi coche —casi le gritó.

El vigilante tenía el cabello oscuro y lacio, una perilla cuidadosamente recortada y un perfil que, seguramente, haría estragos entre las chicas. Los vigilantes del Cleveland no tenían ese aspecto cuando ella formaba parte del alumnado. De hecho, era tan atractivo que estuvo a punto de hacerle olvidar su frustración.

Abrió con sorpresa sus ojos grises.

—¿El Saab en el lugar reservado a los profesores es tuyo?

—Sí.

—Lo siento —exclamó, haciendo un gesto de disculpa—. Supuse que pertenecía a un alumno.

—Porque es un trasto viejo.

Sonrió.

—Por eso, y por la pegatina de los Blink 182.

Susan miró al suelo.

—Ya estaba cuando lo compré.

—De todas formas, tenemos una política de tolerancia cero en lo que respecta a los espacios reservados a los profesores. De lo contrario, los alumnos aparcarían allí. —Todavía le estaba sonriendo—. Pero supongo que puedo quicio. —Sacó el manojo de llaves más grande que Susan había visto en su vida—. Vamos —le dijo, y comenzó a caminar por el pasillo hacia la puerta principal, dejando el contenedor de basura apoyado en la pared. Se detuvo ante la vitrina de los trofeos, sacó un trapo blanco de su bolsillo y limpió el cristal. Ella alcanzó a ver un tatuaje de la Virgen María en su brazo. Él le sonrió y sacudió la cabeza—. Marcas de manos. A veces es como limpiar una jaula de monos.

Susan se pasó la mano nerviosamente por el cabello, por si a él se le ocurría relacionar la palma de su mano con la huella aceitosa, y luego apresuró el paso para ponerse a su lado.

—¿Te gusta ser vigilante? —preguntó, arrepintiéndose incluso antes de haber acabado de formular la pregunta.

—Me encanta —respondió con seriedad—. Aunque es algo que hago sólo mientras termino mi doctorado en Literatura Francesa.

—¿En serio? —preguntó Susan entusiasmada.

Abrió la puerta principal y la dejó pasar.

—No.

Se estaba levantando un viento frío. Susan se esforzó por meter las manos en los pequeños bolsillos de su chaqueta de terciopelo.

—¿Conocías a Lee Robinsón?

Él pareció ponerse rígido.

—¿Por eso has venido?

—Estoy escribiendo un reportaje para el
Herald
. ¿La conocías?

—Una vez limpié su vómito en la enfermería.

—¿En serio?

—Si. Y una vez me trajo una tarjeta en el Día Nacional de Reconocimiento a los Vigilantes.

—¿De verdad?

Habían llegado al aparcamiento. El muchacho del BMW naranja había desaparecido. El tipo del sedán también se había marchado.

El apuesto vigilante se arrodilló junto a su coche.

—No.

—Eres divertido.

—Gracias. —Se inclinó sobre el cepo, lo abrió y, con un rápido y casi violento movimiento, lo separó de la rueda delantera. Luego se puso de pie, sosteniendo el pesado artefacto bajo un brazo, y esperó.

Susan revolvió nerviosa en su bolso.

—¿Cuánto te debo?

—Haremos una cosa —contestó, mientras sus ojos se volvían frío»—. Te dejaré marchar sin multa si aceptas no aprovecharte de una chica muerta para escribir un artículo en el periódico.

Susan sintió como si la hubieran abofeteado. Se quedó muda. Él permaneció inmóvil, con su uniforme impecable.

—No es aprovecharme —tartamudeó. Quería defenderse, explicar la importancia de lo que estaba haciendo. El derecho del público a saber. La belleza de la humanidad compartida. Su papel como testigo. Pero, de repente, tuvo que reconocer que toda aquella palabrería le sonaba a hueco.

Él sacó un ticket de uno de sus innumerables bolsillos y se lo entregó. Ella lo cogió y le dio la vuelta. ¡Cincuenta dólares! Y seguramente irían a parar al puto equipo de fútbol o algo parecido.

Le hubiera gustado decir algo inteligente, algo que le hiciera sentirse algo mejor que una carroñera, pero antes de poder articular ninguna palabra oyó, amortiguada, la música de Kiss. Se detuvo un momento. Se trataba de la canción
Llamando al Doctor Amor
. Vio cómo una sombra de vergüenza atravesaba el rostro del vigilante mientras buscaba en el bolsillo de su pantalón. Era su teléfono móvil.

Y él había pensado que ella era la adolescente.

Sacó el teléfono de su bolsillo y observó el identificador de llamadas.

—Será mejor que conteste —dijo—. Es mi jefe, llamándome para despedirme.

Después se alejó.

Susan se quedó mirando hacia él, confundida, y luego se subió a su coche. La canción de Kiss seguía sonando en su cabeza. «Aunque estoy lleno de pecado, al final me dejaos entrar».

Mientras salía del aparcamiento, una idea furtiva cruzó su mente: los vigilantes, seguramente, tenían acceso a grandes cantidades de lejía.

—¿Qué es lo que tienen en común? —le preguntó Archie a Henry.

Estaban caminando a lo largo de la playa de la isla Sauvie, en donde Kristy Mathers había sido hallada. Era el recurso de Archie. ¿No hay pruebas? ¿No hay pistas claras que investigar? Entonces se vuelve hacia el escenario del crimen. Los años que había pasado siguiendo los pasos de Gretchen Lowell le habían enseñado que siempre había alguna posibilidad de encontrar una pista. Necesitaba una pista.

El río lamía la playa, donde un reguero de espuma y barro marcaba la línea de la marea. Un carguero con un cartel en chino pasó a lo lejos. Sobre los caracteres asiáticos, la traducción: «El triunfo del amanecer». No había nadie en la playa. El día llegaba a su fin y la luz del atardecer empezaba a ser escasa, aunque hacia el noroeste, fuese la hora que fuese, el cielo invernal siempre aparecía iluminad como si el sol acabara de ponerse. De todas formas, pronto oscurecería del todo. Archie llevaba una linterna para poder encontrar el camino de vuelta al coche.

—Son parecidas —respondió Henry.

—¿Es tan sencillo? ¿Las espía en el instituto? ¿Se lleva chicas de un tipo particular? —Después de la visita que Archie y Henry habían hecho al Jefferson, habían pasado], mañana entrevistando a todos los profesores y miembros del personal del Instituto Cleveland que podían encajar con el perfil. En total eran diez. No habían conseguido nada. Claire había llamado al amigo de Evan Kent, que había confirmad la historia sobre el coche averiado. Pero mencionó que había sido más temprano, alrededor de las cinco y media, lo que le dejaba tiempo suficiente para desplazarse hacia el norte, al Jefferson.

—Son todas de segundo curso.

—¿Qué tienen en común las chicas de segundo curso? —preguntó Archie. Seis empleados del Cleveland tenían coartadas, cuatro no. Había investigado sus coartadas nuevamente y todas eran correctas. Eso dejaba, además de Kent, a tres sospechosos en el Cleveland: un conductor de un autobús escolar, un profesor de Física, y otro de Matemáticas y entrenador de voleibol. Y unos diez mil pervertidos sueltos por la ciudad. Vigilarían a Kent, pero los diez mil pervertidos seguirían sueltos.

—¿Que todas estuvieron el año anterior en primero! —sugirió Henry.

Archie se detuvo. ¿Podía ser tan sencillo? Chasqueó los dedos.

—Tienes razón —afirmó.

Henry se rascó la calva. A esa hora del día se le comenzaba a notar una leve pelusa gris.

—Estaba bromeando.

—Dime que hemos investigado si todas procedían del mismo primer curso.

—Las tres asistieron a sus respectivos institutos el año anterior —dijo Henry.

—¿Hubo algún examen que hicieran las tres en primero? —preguntó Archie.

—¿Quieres que averigüe si algún conserje degenerado las está matando?

Archie buscó un antiácido en el bolsillo y se lo puso en la boca. Le supo a tiza con un toque de limón.

—No lo sé —dijo. Se obligó a masticar la tableta y a tragarla. Encendió la linterna y la sostuvo en un ángulo oblicuo en relación a la arena. Varios cangrejos pequeños huyeron ante la luz—. Sólo quiero atrapar a ese hijo de perra. —A Archie le gustaba utilizar la linterna para revisar el escenario de un crimen, incluso a pleno día. Concentraba su mirada, lo obligaba a examinar las cosas centímetro a centímetro—. Poned más vigilancia en los institutos. Y no me importa que tengamos que acompañar a todos los alumnos a su casa.

Henry enganchó sus pulgares detrás de la hebilla turquesa de su cinturón, se echó hacia atrás y observó el cielo oscuro.

—¿No deberíamos volver? —preguntó esperanzado.

—¿Hay alguien esperándote en tu casa? —se mofó Archie.

—¡Eh! —exclamó Henry—. Mi deprimente apartamento es más agradable que el tuyo.


Touché
—respondió Archie—. ¿Cuántas veces has estado casado?

Henry sonrió.

—Tres. Cuatro si contamos el que fue anulado y cinco si incluyes el que sólo fue legal con algunas reservas.

—Sí, me parece que es mejor mantenerte ocupado meó Archie. Hizo girar la linterna a su alrededor, observando cómo se escabullían los cangrejos—. Todavía no he examinado el escenario del crimen.

—Los CSI ya lo han hecho.

—Entonces veremos si se les ha pasado algo por alto.

—Ya casi no se ve.

Archie se puso la linterna encendida debajo de la barbilla. Parecía el monstruo de un espectáculo de terror.

—Para eso tenemos las linternas.

CAPÍTULO 21

Susan se despertó acurrucada en su viejo quimono, cogió el ascensor hasta la planta baja y buscó entre los periódicos amontonados en el suelo de granito del vestíbulo, hasta que encontró el que llevaba su nombre. Esperó a volver a su apartamento antes de sacar el periódico de su envoltorio de plástico. Siempre sentía un aleteo en la boca del estómago cuando leía uno de sus artículos, como una mezcla de expectación y miedo, orgullo y vergüenza. La mayoría de las veces ni siquiera le gustaba leer su trabajo una vez que aparecía impreso. Pero el apuesto vigilante con su desprecio había avivado las llamas de sus dudas. Lo cierto es que, en ocasiones, sentía que sus artículos eran un fraude, y otras le parecía que abusaba de sus entrevistados. Había enfurecido a un concejal del ayuntamiento al que había descrito como un gnomo calvo —y lo era—. Pero esto era diferente, las apuestas eran más fuertes.

Era la primera vez que un artículo suyo era titular de primera página. Se sentó sobre la cama y, respirando pesada y nerviosamente, abrió el
Herald
, esperando, en su fuero interno, que no hubieran publicado el artículo; pero allí estaba, en primera plana, con una indicación de que continua en la sección de noticias locales. En portada. Casi no podía créelo. Una fotografía aérea del escenario del crimen en la isla Sauvie acompañaba a su artículo. Con una risa sorprendida, se reconoció en la pequeña figura de la foto, y a su lado, entre otros detectives, estaba Archie Sheridan. Al diablo el vigilante. Se sentía feliz.

Se encontró deseando tener a alguien con quien partir su pequeño triunfo periodístico. Bliss había cancelado su suscripción al
Herald
años atrás, después de que los propietarios del periódico hubieran talado, en una controvertida maniobra, unos antiguos bosques. Ella habría comprado un ejemplar si lo hubiera sabido. Pero Susan no le había comentado nada sobre los reportajes. Y no lo haría. Recorrió con sus dedos la imagen de Archie Sheridan sobre el periódico y se sorprendió preguntándose si él ya habría visto el artículo y qué opinión le merecería. Aquella idea le produjo un ligero malestar, así que se apresuró a deshacerse de ella.

Se levantó y se preparó una taza de café, luego servio a sentar y hojeó el periódico hasta encontrar la sección local, en donde se desarrollaba el resto del artículo. Un sobre cayó sobre la alfombra. Al principio pensó que se trataba de alguna estúpida promoción a la que el periódico había accedido a cambio del pago publicitario. Después vio su nombre venía mecanografiado, no en una etiqueta, sino en el propio sobre: «Susan Ward». ¿Quién escribía a máquina hoy en día?

Se trataba de un sobre blanco común. Le dio la vuelta varias veces y luego lo abrió. Una hoja de papel blanco estaba cuidadosamente doblada en su interior. Había una línea escrita en el centro de la página: «Justin Johnson: 031038299».

¿Quién demonios era Justin Johnson?

No conocía a nadie llamado así. ¿Y por qué alguien mandaba una nota secreta con su nombre y unos números?

Susan notó que su corazón había comenzado a latir agitadamente. Anotó los números en el borde del periódico con la esperanza de que el simple hecho de escribirlos le ayudara a comprender. Eran nueve cifras. No era un número de teléfono, ni de la seguridad social. Lo estuvo observando unos momentos y luego descolgó el teléfono y llamó a la línea directa de Jefferson Parker en el
Herald
.

—Parker —gruñó su colega al otro lado de la línea.

—Soy Susan. Te voy a leer unos números y quiero que me digas a qué crees que pueden referirse. —Leyó los números.

—El número del expediente de un caso judicial —respondió Parker inmediatamente—. Los primeros dos números son el año: 2003.

Susan le contó a Parker la historia del sobre misterioso.

—Parece que alguien ha conseguido una fuente anónima —bromeó Parker—. Déjame llamar a mi contacto en los tribunales y veré qué puedo averiguar de tu expediente.

Su ordenador portátil se encontraba sobre la mesa de centro. Lo abrió y buscó «Justin Johnson» en Google. Aparecieron más de 150.000 direcciones. Después tecleó «Justin Johnson Portland». Esta vez, sólo 1.100. Comenzó a revisarlas.

Sonó el teléfono. Susan contestó.

—Es un expediente juvenil —informó Parker—. Y clasificado. Lo siento.

—Un expediente juvenil —repitió Susan—. ¿Qué tipo de delito?

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