—¿Cuando se despertó? Nos llevó mucho tiempo convencerlo de que ya no estaba en el sótano. A veces me pregunto si realmente lo convencimos.
—¿Le contó lo que había pasado? —preguntó Susan.
—No —contestó Debbie.
—Pero supongo que debe de haberse formado una idea de lo sucedido.
La mirada de Debbie se oscureció y se heló.
—Ella lo mató. Ella mató a mi esposo. Yo creo que una persona lo sabe. Yo sé lo que sentí. —Miró a Susan como si quisiera que la comprendiera—. Y sé cómo regresó.
Susan echó una mirada a su grabadora digital. ¿Estaba grabando? La lucecita roja sobre el micrófono brillaba tranquilizadora.
—¿Por qué cree eso?
Debbie se mantuvo perfectamente inmóvil durante un momento.
—No lo sé. Pero fuese lo que fuese lo que ella buscaba lo consiguió. Si no, no le hubiera dejado marchar. No es de ese tipo de personas.
—¿Cuánto tiempo transcurrió desde entonces hasta que se separaron? —preguntó Susan.
—Ella lo secuestró por el día de Acción de Gracias. Nos separamos en las vacaciones de Semana Santa. —Apartó la mirada de Susan, la dirigió hacia el jardín, hacia un árbol, una hamaca, un seto—. Sé que suena horrible. Su vida se convirtió en una auténtica tortura. No podía dormir. Tenía ataques de pánico. Perdone, ¿quiere más café?
—¿Qué? —Susan miró su taza, que no había tocado—. No, estoy bien.
—¿Está segura? Puedo hacer más.
—No, gracias.
Debbie asintió varias veces y luego se puso de pie y llevo el puzzle a unos estantes junto a la mesita y las sillas rojas. En las estanterías se amontonaban libros infantiles, juegos de mesa y puzzles de madera. Dejó caer las manos a los costados.
—No quería irse de casa, pero no estaba cómodo juntó al os niños. Tomaba toda clase de medicamentos. Se quedaba sentado durante horas sin hacer nada. Yo temía que ^ tentara hacerse daño.
Dejó aquella idea flotando en el aire unos segundos luego su rostro se desencajó. Se cubrió la boca con una mano y con el otro brazo se apretó el estómago. Susan se levantó, pero Debbie negó con la cabeza.
—Estoy bien —afirmó.
Se tomó un minuto más y después se secó las lágrimas con el pulgar, sonrió como pidiendo disculpas a Susan y se dirigió a la cocina. Cogió la cafetera, la desenchufó, tiró el resto del café por el fregadero y abrió el grifo.
—Tres meses después de que Archie fuera liberado Henry vino a vernos —continuó Debbie—. Le comunicó a Archie que Gretchen Lowell había accedido a revelar el paradero de otros diez cadáveres, gente que seguía desaparecida, como parte de un acuerdo con la fiscalía. Pero dijo que sólo hablaría con Archie. Ésa era la única condición no negociable. O Archie, o nadie. —Enjuagó la jarra, abrió el lavavajillas y la colocó en la bandeja superior. Después puso el filtro bajo el chorro de agua e inclinó la cabeza para ver cómo el agua arrastraba los posos del café—. Ella es una manipuladora obsesiva, y creo que le gustaba la idea de controlarlo, incluso desde la cárcel. Pero él no tenía por qué hacerlo. Henry se lo dijo. Todos lo hubieran entendido. Sin embargo, Archie estaba decidido. —El filtro estaba limpio, pero. Debbie siguió lavándolo, haciéndolo girar bajo el agua—. Había trabajado tanto tiempo en el caso que se sentía en la obligación de ayudar a las familias a cerrar la historia. Gretchen lo sabía, supongo. Sabía que él estaría de acuerdo. Pero había más que eso. Henry lo condujo a Salem, para verla, una semana después. Ella cumplió su promesa. Le dijo el lugar exacto en donde encontrar a una chica de diecisiete años que había matado en Seattle, y que confesaría más asesinatos si el iba a verla todas las semanas, los domingos. Henry lo trajo de regreso el mismo día. Y Archie durmió durante casi diez horas. Sin pesadillas. —La mirada que le dirigió a Susan fue fulminante—. Durmió como un maldito bebé. Cuando se despertó había alcanzado una tranquilidad desconocida hasta entonces. Parecía como si el hecho de verla le hubiera hecho sentirse mejor. Cuanto más la veía, más se alejaba de nosotros. Yo do quería que continuara acudiendo a aquellas visitas. No era sano. Así que lo obligué a elegir: o ella o yo. —Su risa ahogada carecía de todo humor—. Y la eligió a ella.
A Susan no se le ocurrió nada que decir.
—Lo siento.
Abandonó el filtro de café en el fregadero, y dejó que su mirada vagara por la ventana, con los ojos brillantes de lágrimas.
—Ella me envió flores. Lo hizo por Internet, supongo que antes de que la arrestaran. Una docena de girasoles. —Retorció los labios—. «Mis condolencias en estos tristes momentos. Con cálido afecto, Gretchen Lowell», ponía en la nota. Llegaron a casa cuando él estaba en el hospital. Nunca se lo dije. Girasoles. Mi flor favorita. A mí me encantaba la jardinería. Ahora contrato una empresa que me arregle el jardín. Ya no me gustan las flores. —Sonrió para sí misma—. Ya no puedo soportar su olor.
—¿Todavía habla con él?
—Todos los días, por teléfono. Pregúnteme cada cuánto nos vemos.
—¿Cada cuánto? —preguntó Susan.
—Cada dos semanas. Nunca con más frecuencia. A veces, cuando está con Ben, con Sara y conmigo, creo que quiere arrancarse los ojos. —Miró a los animales de peluche al fregadero, a la encimera—. Por regla general, no soy tan ordenada.
Susan respiró profundamente. Tenía que formular pregunta:
—¿Por qué me cuenta todo esto, Debbie?
Debbie frunció el ceño, pensativa.
—Porque Archie me pidió que lo hiciera.
Cuando Susan regresó a su coche, lo primero que hizo fue rebobinar la mini casete de su grabadora unos segundos y apretar el botón de play, para asegurarse de que la entrevista había quedado grabada. La voz de Debbie surgió de inmediato. «A veces, cuando está con Ben, con Sara y conmigo, creo que quiere arrancarse los ojos». «Gracias a Dios», pensó Susan. Se quedó sentada varios minutos sintiendo cómo le latía el corazón. Un padre y su hijita caminaban de la mano por la acera, cerca de su coche. La niña se detuvo, su padre la cogió en brazos y la llevó hasta la casa que estaba junto a la de Debbie. Susan bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. «Esta historia era por el bien de todos, ¿no?».
—Cierto —se respondió en voz alta. El papel del testigo, se recordó. La compartida humanidad. Cierto.
Usó el móvil para ver los mensajes del trabajo. Había uno de Ian comentándole las reacciones positivas a su artículo sobre el equipo especial, que estaba intentando conseguir la grabación de la llamada al 911 y que tendría novedades la semana siguiente. Susan miró la pequeña grabadora digital que tenía en la mano. El segundo artículo se estaba escribiendo solo. Pero no había mensaje alguno de la consulta del medico de Archie. Probablemente estaría muy ocupado salvando vidas, cobrando cifras astronómicas a sus pacientes, o algo similar. Abrió su libreta de notas, buscó el número telefónico y marco.
—Si dijo—. Quisiera hablar con el doctor Fergus. Soy Susan Ward. Lo llamo en relación con un paciente suyo Archie Sheridan.
Al fin y al cabo, estaba teniendo una buena racha.
Ves algo? —preguntó Anne.
Trató de mirar mientras Claire Masland se encontraba en la pasarela de cemento de la Explanada de la orilla este que daba hacia el Willamette, donde habían encontrado a Dana Stamp. Claire llevaba una gorra de pescador griego sobre sus cortos cabellos y miraba al otro lado del río, hacia la parte oeste de la ciudad, donde el parque Waterfront formaba un cinturón verde en torno a la mezcla de edificios nuevos y antiguos que constituían el centro urbano.
—No —respondió Claire—. Estoy oliendo el río. Las cloacas tienen un aroma especial, ¿no te parece?
Anne le había pedido a Claire que la llevara a los lucres en donde habían encontrado los cadáveres. Era algo que había aprendido de Archie, cuando trabajaban en el caso de la Belleza Asesina: recorrer los escenarios del crimen. Habían ido a la isla Ross y a la isla Sauvie. En eso habían ocupado casi toda la mañana. Anne tenía las botas empapadas y los pies helados, y amenazaba lluvia. Suspiró y se ajustó la chaqueta de cuero en torno al pecho. Un hombre pasó haciendo footing a su lado, sin prestarles atención. Debajo, dos enormes y sucias gaviotas daban vueltas en círculo sobre las embarradas y oscuras aguas.
—¿ Qué tienen en común estos lugares? —se preguntó Anne en voz alta.
Claire suspiró.
—Todos están en el Willamette, Anne. Tiene un barco. De eso no hay duda.
—Pero resulta incómodo. La isla Ross, la Explanada, la isla Sauvie. Está trabajando en dirección norte. Pero ¿Por qué?. Los asesinos se deshacen de los cadáveres en lugar que consideran seguros. Las islas Ross y Sauvie puede sean zonas solitarias durante la noche, pero no este lugar. — Entrecerró los ojos en dirección a la autopista que atravesaba la Explanada y miró hacia las antiguas farolas que iluminaban la zona por la noche. El sonido del tráfico era ensordecedor.
—Desde aquí no puedes ver la orilla —dijo Claire—. Si tiene un barco pequeño, podría haberse mantenido oculto al as miradas de todo el que pasara andando. Así que nalgudo verlo deshacerse del cuerpo desde este lado. Y estaría demasiado lejos para que alguien, desde la otra parte, para lo que estaba haciendo.
—Pero ¿por qué arriesgarse? —preguntó Anne—. Si desuna embarcación, ¿por qué no tirar el cuerpo en algún bar seguro, como los otros dos sitios?
Claire se encogió de hombros.
—A lo mejor quería que la encontraran antes que a Lee Robinsón.
—Tal vez. Pero no tiene sentido. Ese tipo es un asesino meticuloso. Quizá el primer sitio lo haya elegido un poco al azar, pero después tiene que haber cierto método. Deshacerse de un cuerpo en un lugar tan a la vista como éste es arriesgado. No lo haces a menos que conozcas la zona lo suficiente como para pensar que puedes salirte con la tuya. Tiene que haber alguna razón.
De repente, una de las gaviotas soltó un graznido y salió volando hacia el puente Steel. La otra miró a Claire con sus ojos negros como el azabache.
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos? Claire.
—¿ Antes de que mate a otra chica? Una semana. Dos si tenemos suerte. —Anne se abrochó el abrigo, porque d pronto sintió mucho frío—. Podría ser antes.
Archie había leído el artículo de Susan nada más levantar se. No estaba mal. Proporcionaba la perspectiva de alguien que no participaba en la investigación. La foto era buena, pero, a pesar de lo que le había dicho por teléfono, no era lo que necesitaba. ¿Justin Johnson? Eso era interesante. Lo habían detenido, a los trece años, por vender marihuana aun policía. Medio kilo de marihuana. Y se había librado de su sentencia, quedando en libertad provisional, lo que resultaba muy interesante. Así que lo habían investigado. Pero su coartada era sólida, por tanto la nota que había recibido Susan le preocupaba a Archie menos que la persona que la había dejado. Alguien estaba intentando manipular el reportaje de la periodista o la investigación. Alguien con acceso al expediente del muchacho. Archie hizo una llamada y pidió a un policía que pasara con más frecuencia por el domicilio de Susan las próximas noches. Probablemente estuviera exagerando, pero así se quedaba más tranquilo. Ahora estaba sentado en su mesa en las oficinas del grupo, rodeado de fotografías de las jóvenes asesinadas, totalmente ajeno ala actividad que se desarrollaba a su alrededor. Su equipo estaba agotado y cada vez más desmoralizado. No había pistas nuevas. Kent había sido despedido por haber mentido sobre sus antecedentes cuando había solicitado el empleo y, según los policías que lo vigilaban, se había pasado las últimas veinticuatro horas tocando la guitarra. El control el Jefferson no había proporcionado ninguna pista más. Rabian sido incapaces de encontrar casos de violación fuera del estado que siguieran el mismo modus operandi y, hasta ahora, ninguno de los preservativos recogidos en la isla Sauvie coincidía con nadie en la base de datos. El teléfono de su mesa sonó. Miró al identificador de llamadas y vio que era Debbie.
—Hola —saludo.
—Tu biógrafa acaba de irse. Pensé que te interesaría saberlo.
—¿Le has contado lo jodido que estoy?
—Sí.
—Bien.
—Hablaremos por la noche.
—Vale.
Archie colgó el auricular. Se había tomado seis vicodina y tenía una inestable sensación en los brazos y en la nuca, como si flotara. El primer impacto de la codeína era el mejor. Relajaba todos sus músculos. Cuando era policía y recorría las calles en el coche patrulla, se había encontrado con muchos drogadictos. Siempre estaban forzando coches para robar cualquier cosa que sus dueños hubieran dejado en el asiento trasero: libros, ropa vieja, botellas que pudieran devolver para cobrar el envase. Rompían una ventanilla y se arriesgaban a que los arrestaran por treinta y cinco centavos. Una de las primeras cosas que los policías aprendían era que los drogadictos tenían su propio sistema de razonamiento. No les importaba lo que pudiera sucederles si existima mínima posibilidad de conseguir una dosis. Eso los volvía impredecibles. Archie nunca había entendido esa actitud. Pero pensaba que se estaba acercando.
Los Hardy Boys aparecieron en la puerta de su despacho, obligando a Archie a despejarse y a ponerse la mascara de detective. Los Boys estaban nerviosos y excitados. dio unos pasos vacilantes hacia la mesa. Archie suponía que era el más hablador. Y tenía razón.
—Hemos investigado la lista del personal escolar que nos dio ayer y uno de ellos nos ha llamado la atención —anunció Heil.
—¿Kent? —preguntó automáticamente Archie. Había algo en aquel vigilante que le hacía sentirse incómodo.
—McCallum, el profesor de Física del Cleveland. Resulta que su barco no está donde debería.
—¿En dónde está?
—Ardió ayer en el muelle, cerca de la isla Sauvie.
Archie arqueó las cejas.
—Sí —dijo Heil—. Pensamos que puede ser una pista.
El hospital Emanuel era uno de los dos centros sanitarios de la región. Allí habían llevado a Archie cuando lo encontraron en el sótano de Gretchen Lowell. Era el hospital preferido por el personal de las ambulancias y se rumoreaba que mucha gente tenía camisetas impresas con la frase «Llevadme al Emanuel», para el caso de sufrir un accidente. La estructura principal había sido construida en 1915, pero luego le habían ido añadiendo una multitud de edificios anexos que habían ocultado casi completamente el núcleo de piedra original, rodeándolo de metal y cristal. También era el hospital en donde había muerto el padre de Susan de un linfoma día antes de que a ella le quitaran el aparato dental. Dejó el coche en el aparcamiento para visitantes y se dirigió al edificio de las consultas, en donde el doctor de Archie haba accedido a recibirla. Cuando tomó el ascensor hasta el cuarto piso, tuvo cuidado de apretar el botón con el codo, y no con el dedo, para evitar contagios de los enfermos. Las precauciones nunca eran suficientes.