Corazón enfermo (17 page)

Read Corazón enfermo Online

Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Corazón enfermo
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es secreto. No puede ser abierto.

—Comprendo. —Colgó y volvió a mirar el nombre i el número. Tomó un poco más de café. Observó el nombre de nuevo. ¿A quién le interesaría que ella conociera el expediente juvenil de Justin Johnson? ¿Tendría algo que ver con el Estrangulador Extraescolar? ¿Debía llamar a Archie? — ¿Para qué? ¿Por un extraño sobre que había aparecido en su periódico? Podría tratarse de cualquier cosa, incluso de una broma. Ni siquiera conocía a nadie que se llamara Justin. De repente se acordó del estudiante que vendía marihuana en el aparcamiento del Cleveland. Su matrícula era JEY2. ¿La letra J al cuadrado?. Valía la pena corroborarlo. Marcó el número de teléfono de la secretaría del Cleveland.

—Hola —saludó Susan—. Soy la señora Johnson me he enterado de que últimamente mi hijo se ha ausentado de clase sin permiso y quería saber si podía informarme de si ha ido hoy al instituto. Se llama Justin.

La secretaria le dijo a Susan que esperara un minuto luego regresó.

—¿Señora Johnson? —dijo—. Sí, no se preocupe, Justin está hoy en clase.

Bueno, quién lo diría. Justin Johnson asistía a clase en el Instituto Cleveland. Y tenía un expediente judicial.

Marcó el número de teléfono de Archie, que respondió después de que sonara dos veces.

—Puede que esto te resulte extraño —comenzó, y le contó la historia del aparcamiento y del sobre.

—Tiene coartada —dijo Archie.

—¿Sabes del asunto sin mirar en ningún sitio?

—Le hemos investigado —dijo Archie—. Estuvo detenido. Los tres días. Está cubierto.

—¿No quieres su número de expediente?

—Ya lo conozco —afirmó Archie.

—¿Ya lo conoces?

—Susan, soy policía.

No pudo resistirse.

—¿Has leído mi artículo?

—Me ha gustado mucho.

Colgó, retorciéndose de placer. A él le había gustado su artículo. Dejó el sobre encima de un montón de correspondencia sobre la mesa de centro. Aún no eran las diez de la mañana. Justin Johnson saldría del instituto dentro de cinco horas y media. Y ella estaría esperándolo. Mientras tanto, estaba mucho más interesada en Archie Sheridan. Se sirvió un poco más de café y llamó a Debbie Sheridan por teléfono. Era viernes» pero Archie le había dicho que su ex mujer trabajaba en su casa los viernes. Y así era; Debbie contestó al teléfono.

—Hola —saludó Susan—. Soy Susan Ward, otra vez. Me pidió que volviera a llamar.

—Ah, hola —dijo Debbie.

—¿Es éste un buen momento? Me gustaría que nos reuniéramos para conversar.

Hubo una breve pausa. Después, Debbie suspiró.

—¿Podría venir ahora? Los chicos están en la escuela.

Susan se sintió exultante.

—Eso es estupendo. ¿Dónde vive?

Recibió las indicaciones, se puso unos vaqueros ajustados, una camiseta de rayas rojas y azules y unos botines de color rojo, cogió su abrigo negro y bajó por el bonito ascensor de acero y cristal. Susan observó cómo los números disminuían hasta el sótano, donde estaba el garaje, pero, en el último instante, antes de llegar al final, tuvo una idea y apretó el botón del bajo. Las puertas se abrieron, salió al vestíbulo y se encaminó hacia la oficina de administración del edificio. Fantástico, Mónica estaba trabajando.

Susan puso su mejor cara de chica universitaria —le salía bien, incluso con el pelo rosa— y se acercó a la mesa de bambú tras la cual Mónica estaba sentada, con el ceño fruncido, leyendo una revista de moda.

—Hola —dijo Susan, arrastrando las sílabas.

Mónica alzó la vista. Ella estaba decidida a ser una rubia platino, sin mostrar jamás las raíces. Tenía ese tipo de sonrisa automática que, por definición, no significa nada. Su no estaba segura de a qué se dedicaba con exactitud, excepto a leer revistas. Parecía funcionar como cebo en el equipo de ventas del edificio. Supuso que tendría poco más de veinte años, pero con la cantidad de maquillaje que se aplicaba difícil adivinarlo. También sabía que Mónica no podía encasillarla del todo. El pelo rosa debía de confundirla completa mente, y a la muchacha posiblemente le parecería que Susan estaba sometiéndose a una especie de automutilación. Pero por eso mismo, se esforzaba aún más en mostrarse agradable.

—Oye —dijo Susan—, tengo un admirador secreto.

Mónica se entusiasmó.

—¡No te creo!

—Totalmente. Y me ha dejado una nota de amor en el periódico esta mañana.

—¡Dios mío!

—¡Sí, lo sé! Por eso me preguntaba si podrías pasar el vídeo de seguridad de hoy para poder ver quién es.

Mónica aplaudió excitada y desplazó su silla tapizada con una imitación a piel de cebra hasta un brillante monitor blanco. Aquél era el tipo de ocupaciones que daban sentido a su trabajo. Empuñó el mando a distancia y la imagen en blanco y negro de la pantalla comenzó a retroceder a saltos. Miraron durante unos minutos mientras la gente caminaba hacia atrás dirigiéndose a los ascensores, hasta que el vestíbulo quedó desierto. Bajo los buzones se podían verlos periódicos en un montón.

—Ahí —señaló Susan.

Rebobinaron la cinta un minuto más y vieron ama mujer con un café en la mano que salía del ascensor y se encaminaba a la puerta principal. Cuando salió, un hombre del traje oscuro entró en el edificio, se dirigió hasta los pericos, buscó en el montón y depositó, con toda claridad algo en uno de ellos. Seguramente había estado espejo en el exterior a que saliera alguien para poder entrar.

—¡Es apuesto! —chilló Mónica.

—¡Cómo lo sabes? —preguntó Susan, decepcionada—. No se le ve la cara.

—Lleva puesto un buen traje. Apuesto que es abogado y rico.

—¿Podrías imprimirme una copia de la imagen?

—Por supuesto —dijo Mónica. Apretó una tecla e hizo rodar su silla hasta la blanca impresora para esperar a que saliera la imagen, que entregó a Susan de inmediato. La periodista la examinó. Era totalmente inidentificable. Aun así, se la enseñaría a Justin Johnson para ver si averiguaba algo, la dobló por la mitad y se la guardó en el bolso.

—Gracias —dijo Susan, dándose media vuelta para marcharse.

—¿Sabes? —comentó Mónica con una expresión preocupada—. Deberías teñirte de rubia. Estarías mucho más guapa.

Susan la miró detenidamente durante un minuto. La chica le devolvió la mirada, inocente.

—Ya lo he pensado —replicó Susan—. Pero un día oí alas noticias que el tinte rubio platino provoca cáncer a los jatos de laboratorio.

—¿A los garitos? —preguntó Mónica con ojos desorbitados.

Susan se encogió de hombros. —Tengo que irme.

CAPÍTULO 22

Debbie Sheridan vivía en un chalet con paredes de estuco en Hillsboro, a unos minutos déla autopista. Susan había vivido en Portland la mayor parte de su vida, y podía contar con los dedos de una mano las veces que había estado en Hillsboro. Era un barrio que atravesaba cuando iba a la costa; pero nunca pensaba en él como destino. El mero hecho de estar en un barrio residencial la ponía nerviosa. La casa de Debbie Sheridan era la típica de aquella zona. El césped estaba bien cortado y los setos perfectamente alineados, lo que denotaba que recibía cuidados de un profesional. Había un parterre con flores, un arce japonés, algunos abetos azules y varias plantas ornamentales. Un garaje para dos coches estaba adosado a la casa. Era la imagen de la perfecta armonía familiar, y una casa en la que Susan no podía ni siquiera pensar en vivir.

Cerró el coche, se encaminó hasta la puerta de apariencia medieval y tocó el timbre.

Debbie Sheridan abrió la puerta y tendió una mano para saludarla. Susan la estrechó. Debbie no era como Susan se había imaginado. Pasados los treinta, tenía el pelo oscuro muy corto, y un cuerpo atlético. Llevaba unas mallas negras, una camiseta y zapatillas deportivas. Era atractiva y elegante, y parecía no encajar en aquel barrio. Susan por la casa. Estaba repleta de obras de arte. Grandes oleos abstractos colgaban de las blancas paredes. Los suelos estaban cubiertos por alfombras orientales. Había libros amontonados en todas las estanterías. Todo tenía un aspecto muy cosmopolita muy mundano, con un estilo que Susan no se esperaba.

—Me gustan sus cuadros —comentó Susan. Siempre se sentía algo incómoda junto a mujeres más sofisticadas que ella.

—Gracias —dijo Debbie amistosamente—. Soy diseñadora de Nike. Y, cuando quiero volver a sentirme artista, me dedico a esto.

Sólo entonces fue cuando Susan se fijó en la firma «D. Sheridan» en la esquina de una de las telas.

—Son fantásticos.

—Me mantienen ocupada, aunque a veces creo que mis hijos tienen más talento que yo.

Debbie condujo a Susan por un pasillo en cuyas paredes colgaban fotografías en blanco y negro de dos hermosos niños de cabellos oscuros. En algunas de las fotos aparecían los niños solos, en otras Archie y Debbie con ellos. Todos parecían radiantes de felicidad y encantados de estar juntos.

Llegaron a una luminosa y moderna cocina con puertas acristaladas que daban a un jardín con un gran cobertizo estilo inglés.

—¿Quiere un café? —preguntó Debbie.

—Por favor —contestó Susan.

Aceptó una taza que Debbie sirvió de una cafetera francesa tomó asiento en una de las sillas altas frente a la encera de la cocina. Observó que había un crucigrama resuelto
New York Times
encima de la mesa.

Debbie seguía de pie.

Cerca de la cocina, pudo ver que había otra habitación también con puertas acristalad as que se abrían al jardín. a juzgar por el tablero de dibujo y una pared cubierta de bocetos, Debbie utilizaba ese cuarto como estudio, aunque d sudo estaba cubierto de juguetes. Debbie vio que Susan miraba los bocetos y sonrió tímidamente.

—Estoy diseñando una zapatilla para practicar yoga.

—¿No se supone que el yoga hay que practicarlo descalzo?

Debbie sonrió.

—Digamos que es un mercado inexplorado.

—¿Eso es lo que diseña? ¿Zapatos?

—No la parte estructural. Parto de lo que los del laboratorio me pasan e intento que tenga un diseño bonito. Leí tu artículo en el periódico de hoy. Interesante. Y bien escrito.

—Gracias —dijo Susan, avergonzada—. Me he limitado, simplemente, a señalar el territorio. Quiero profundizar un poco más en el próximo. ¿Quiere que nos sentemos?

Debbie puso una mano sobre una silla, pero luego dudó y la retiró. Miró hacia el estudio y a los juguetes diseminados sobre la alfombra.

—Tendría que recogerlos —dijo. Dio la vuelta por detrás de Susan dirigiéndose hacia allí y se inclinó para levantar un gorila de peluche—. ¿Qué quiere saber?

Susan sacó una pequeña grabadora digital de su bolsa.

—¿Le importa que grabe la conversación? Es más fácil que tomar notas.

—Adelante —la alentó Debbie, mientras continué con su tarea, recogiendo un gato, un conejo, un oso panda.

—Bueno —comenzó Susan. «Ve al grano, a toda velocidad», pensó—. Debe de haber sido duro.

Debbie se enderezó, con los brazos repletos de animales de peluche, y suspiro.

—¿Cuándo estuvo secuestrado? Sí. —Se acerco hasta una pequeña mesa baja, roja, con dos sillas infantiles también de colore rojo, y comenzó a colocar los animales sobre ella uno por uno. — Me llamó justo antes de ir a verla. Y luego ya no volvió a casa. —Hizo una pausa y miró al gorila que llevaba todavía en sus manos. Era del tamaño de un bebé. Hablo con cuidado, como si buscara las palabras—: Al principio pensé que era a causa del tráfico. Estamos cerca de Nike, pero el viaje por la 26 puede ser terrorífico. Llamé a su móvil unas cien veces, pero no respondía. —Alzó la vista y se obligó a sonreírle a Susan—. Aunque su retraso todavía encentro délo habitual. Pensé que quizá habrían encontrado otro cadáver. Pero entonces… —Guardó silencio un Amento para tomar aliento—. Finalmente llamé a Henry, él fue a la casa de esa mujer. Encontraron el coche de Archie frente a su edificio, pero él no estaba allí. Entonces todo empezó a desmoronarse. —Miró al gorila por un instante y lo coloco con cuidado sobre la mesa, acomodándolo entre el y el gato—. Obviamente no sabían qué había sucedido ni que estaba relacionado con Gretehen Lowell. Pero fueron capaces de encajar todas las piezas del rompecabezas. —Su voz se puso tensa—: Sin embargo no pudieron encontrarlo.

—Diez días es mucho tiempo.

—Debbie se sentó cruzando las piernas sobre la alfombra y cogió un gran puzzle de madera.

—Pensaron que estaba muerto —dijo con voz neutra.

—¿Y usted?

Respiró un par de veces, con cuidado. Después hizo un gesto y dijo:

—Yo también.

Susan empujó discretamente la grabadora un par de centímetros hacia Debbie.

—¿Dónde estaba cuando se enteró de que lo habían encontrado?

Debbie comenzó a reunir las piezas del puzzle espadas a su alrededor.

—Estaba aquí —dijo mirando al estudio—. Justo aquí —sonrió con tristeza—. En este estudio. —Cada una de las piezas tenía la forma de un vehículo diferente; agarró un coche de bomberos y lo colocó en su sitio—. Había un sofá. Café. Muchos policías. Claire Masland. —Se quedó inmóvil, con una pieza del rompecabezas en la mano—. Y flores. La gente había comenzado a enviar flores. Nuestra casa apareció el informativo. Y la gente acudió de todos lados a dejar ramos de flores en nuestro jardín. —Miró a Susan, que la observaba con una mezcla de desamparo, angustia e ironía—. Animales de peluche. Cintas. Notas de condolencia. —Miró la pieza del puzzle que tenía en la mano: un coche de policía—. Y flores. Todo el frente de la casa estaba cubierto de flores marchitándose. —Apretó la pieza mientras su frente se ponía, tensa—. Todas esas putas notas de condolencia garabateadas en papeles y tarjetas. «Lamentamos su pérdida. Nuestro más sincero pésame». Recuerdo mirar por la ventana y ver el jardín cubierto de coronas fúnebres. Las podía oler desde dentro, el hedor de flores podridas. —Colocó el coche de policía en su sitio, apartó la mano y lo contempló—. Y yo sabía que él estaba muerto. —Volvió la vista hacia Susan—. Dice que uno se entera, ¿sabes? Cuando alguien a quien uno ama profundamente muere. Yo lo sentí. Su ausencia. Sabía que había acabado. Mis entrañas me decían que Archie estaba muerto. Luego llamó Henry. Lo habían encontrado. Y estaba vivo. Todos se sintieron entusiasmados. Claire me llevo al hospital Emanuel. Y yo no salí de allí durante cinco días.

—¿Cómo se encontraba él?

Debbie tomó aliento y pareció considerar la pregunta.

Other books

The Splintered Kingdom by James Aitcheson
A Hero Scarred by April Angel, Milly Taiden
Blue Ruin by Grace Livingston Hill
Women in Lust by Rachel Kramer Bussel
Neighbor Dearest by Penelope Ward