El doctor Fergus la hizo esperar treinta y cinco minutos. No era una sala de espera desagradable. Se veían las colinas occidentales, el monte Hood y el serpenteante Willamette. Pero olía como cualquier sala de espera que Susan recordaba de las visitas al médico de su padre. A claveles y yodo. Era el jabón que usaban para cubrir el olor de los moribundos.
Un montón de revistas In-Style estaban colocadas en un sugerente abanico en una mesita, pero Susan resistió el impulso de perder el tiempo y, en cambio, pasó veinte minutos redactando en su cuaderno una introducción para el siguiente artículo. Luego miró sus mensajes. Nada. Llamó a Ethan Poole. Saltó el contestador.
—Ethan —dijo—. Soy yo. Sólo te llamo para saber si has tenido oportunidad de hablar con Molly Palmer. Estoy empezando a considerarlo una cuestión personal. —Se dio cuenta de que la recepcionista la estaba mirando con mala cara al tiempo que señalaba un cartel con el dibujo de un móvil atravesado en diagonal por una línea roja—. Llámame. —Cerró el teléfono y lo dejó caer en su bolso.
Había un ejemplar del
Herald
sobre la mesita encima del
US. News y el World Report
. Susan estaba sacando del interior la sección en donde aparecía su artículo para ponerla encima y que quedara a la vista de todo aquel que estuviera interesado, cuando Fergus apareció y, encogiéndose de hombros a modo de disculpa, le estrechó la mano y le indicó que la siguiera a su despacho, al otro lado de las consultas. Tenía más de cincuenta años y llevaba los grises cabellos cortados con aire casi militar, como si fuera una especie de entrenador de fútbol de un instituto de Texas. Empezó a caminar con rapidez por el pasillo, con su estetoscopio colgando, los hombros encogidos y los puños en los bolsillos de su bata blanca. Susan tuvo que apresurarse para seguirle el paso.
Su despacho estaba, decorado con esmero, con un estilo clásico típico de su generación, y las ventanas daban hacia las siempre verdes colinas occidentales y los edificios chísmales de la costa este, con el ancho río marrón curvándose en medio. En Portland, en un día claro, uno podía ver tres montañas: el monte Hood, el Santa Helena y el Adams. Pero cuando la gente hablaba de «la montaña», se refería al Hood. Era éste el que se podía ver desde la ventana de Fergus, un privilegio que no debía subestimarse. Su cima estaba todavía cubierta de nieve. A Susan le recordó un diente de tiburón mordiendo el cielo azul. Después de todo, nunca había sentido demasiado interés por la nieve.
Una cara alfombra oriental tejida a mano cubría todo el suelo. A lo largo de la pared, en una enorme estantería se amontonaban tratados médicos, pero también novelas contemporáneas y libros sobre religiones orientales, y una gran fotografía en blanco y negro de Fergus reclinado sobre una Harley Davidson en otra pared, mucho más grande que los habituales diplomas médicos que colgaban a su alrededor. Al menos tenia claras sus prioridades. Susan observó que había una radio en uno de los estantes, y apostó a que estaba sintonizada en una emisora de rock clásico.
—Entonces… Archie Sheridan —comenzó el doctor Fergus, abriendo una carpeta azul que tenía sobre su mesa.
Susan sonrió.
—Me imagino que ya ha hablado con él.
—Sí, me envió un fax con una autorización para hablar con usted sobre su historial clínico —dijo Fergus, señalando un papel que había sobre su escritorio—. Hoy en día tenemos que tomar todas las precauciones posibles en cuestes de privacidad. Las compañías de seguros se pueden Atetar de cualquier cosa sobre un paciente, pero la informaba sobre un familiar o un amigo es imposible sin los formularios correspondientes.
Susan dejó su grabadora digital sobre la mesa, enarcando de una forma interrogadora sus cejas. Fergus asintió— Ella apretó el botón de grabar.
—Entonces, ¿puedo preguntarle cualquier cosa?
—Estoy dispuesto a hablar, brevemente, de las heridas el detective Sheridan sufrió en cumplimiento de su deber en noviembre de 2004.
—Adelante. —Susan abrió su cuaderno y sonrió, alentándolo.
Fergus relató la información sacada del historial de Sheridan. Su tono era brusco y profesional.
—Llegó al servicio de urgencias en ambulancia a las nueve y cuarenta y tres de la noche, el 30 de noviembre de 2004. Se encontraba en estado crítico: seis costillas fracturadas, laceraciones en el torso, una herida punzante en el abdomen y niveles tóxicos en sangre muy altos. Tuvimos que operar de urgencia para reparar el daño en el esófago y en las paredes estomacales. Cuando llegamos al esófago, éste estaba tan dañado que terminamos reconstruyéndolo con una sección del intestino. Y además, ella le había extirpado el bazo.
Susan estaba tomando notas. Dejó de hacerlo y alzó la vista.
—¿El bazo?
—En efecto. En su momento, esa información no se lo a conocer. Ella había realizado un buen trabajo deteniendo la hemorragia y suturándolo, pero hubo algunos deseos menores que tuvimos que corregir.
La punta del bolígrafo de Susan permaneció inmóvil, apoyada en el cuaderno.
—¿Puede hacerse? ¿Se puede quitar el bazo a una personal?
—Si uno ya lo ha hecho antes… —respondió Fergus—. No es un órgano esencial.
—¿Qué hizo…? —Susan dio unos nerviosos golpecitos con el bolígrafo—. ¿Qué hizo con el bazo?
Fergus respiró hondo.
—Creo que se lo envió a la policía. Junto con su cartera.
Susan abrió los ojos con incredulidad y escribió algo en su libreta.
—Eso es lo más retorcido que he oído jamás —exclamó, sacudiendo la cabeza.
—Sí —dijo Fergus, derecho en su silla, su curiosidad profesional alerta—. También nos sorprendió a nosotros. Si ella no lo hubiera tratado en su sótano, habría muerto.
—Leí que le practicó un masaje cardíaco —comentó Susan.
Fergus la observó por un instante.
—Eso dijeron los médicos de la ambulancia, y también que usó Digitalis para detener su corazón, y luego lo resucitó con Lidocaína.
Susan hizo un gesto de horror y de interés al mismo tiempo.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea. Sucedió varios días antes de que lo rescataran. Eso tuvo lugar cuando ella empezó a curar sus heridas. Lo cuidaba con diligencia. —Hizo una pausa, tomó aliento y se pasó una mano por la frente—. A partir de ese momento, vendas limpias y suturó sus heridas. Tuvo quedarle medicación intravenosa, hacerle una transfusión sanguínea. Pero no podía hacer nada contra la infección. No tenía los antibióticos adecuados, ni el equipamiento para mantener sus órganos en funcionamiento hasta que los antibióticos funcionaran.
—¿De dónde sacaría la sangre?
Fergus se encogió de hombros, sacudiendo la cabeza.
—No tenemos ni idea. Era cero negativo, donante universal» y era fresca, pero no era suya. Y el hombre que asesinó delante de Sheridan era del tipo AB.
Susan escribió la palabra «sangre» en su libreta, seguida de un signo de interrogación.
—Ha mencionado que sus niveles de tóxicos en sangre eran altos. ¿Qué le dio exactamente?
—Todo un cóctel. —Fergus miró una página del historial. —Morfina. Anfetaminas. Sucinilcolina. Bufotenina. Benzilpiperacina. Y eso era lo que quedaba en su organismo.
Susan estaba tratando de deletrear «sucinilcolina» fonéticamente.
—¿Cuál sería el resultado de la combinación de todas esas drogas?
—Sin saber el orden en el que fueron suministradas, no hay forma de averiguarlo. Diversos niveles de insomnio, parálisis, alucinaciones y, probablemente, un cierto grado de placer.
Susan intentó imaginarse cómo se sentiría. Solo, dolorido, tan drogado que el cerebro estaría paralizado. Completamente a merced de la persona que te está asesinando. Miró a Fergus. No se trataba exactamente de una persona parlanchina. Pero le gustaba que intentara proteger a Archie. Por Dios, alguien tenía que cuidarlo. Inclinó la cabeza y le mostró su mejor sonrisa de confianza.
—¿Le cae bien el detective Sheridan?
Fergus frunció los labios.
—No estoy muy seguro de que Archie tenga amig0s I Pero si los tuviera, creo que sería uno de ellos.
—¿Qué opina de los artículos que estoy escribiendo sobre todo lo sucedido?
Fergus se recostó en su silla y cruzó las piernas. La montaña brillaba bajo el sol, a su espalda. Con el paso del tiempo, seguramente uno se acostumbraría a su silueta y casi pasaría desapercibida.
—Intenté convencerlo de que no lo hiciera.
—¿Cómo reaccionó? —preguntó ella.
—No fui capaz de disuadirlo —respondió Fergus.
—Pero no está siendo completamente franco conmigo.
—En ningún momento he dicho que le fuera a contar todo. Él es mi paciente. Y yo soy capaz de elegir su bienestar por encima de un artículo periodístico. Independientemente de lo que él piense. Hubo multitud de reporteros invadiendo el hospital durante las semanas que siguieron a la liberación de Archie. Mi personal los enviaba a todos a la oficina de relaciones públicas del hospital. ¿Sabe porqué?
«Espere», pensó Susan. «¡Conozco la respuesta a esta pregunta!».
—Porque los periodistas son buitres que publican cualquier cosa sin pensar en las consecuencias, significado o veracidad.
—En efecto. —Fergus echó una ojeada a su reloj de quinientos dólares—. Si quiere saber alguna cosa más, puede preguntarle a Sheridan. Tengo que irme. Soy médico y me esperan mis pacientes. El hospital se molesta si no hago por lo menos un esfuerzo.
—Seguro —replicó rápidamente Susan—. Sólo un par de preguntas más. ¿El detective Sheridan continúa tomando medicación?
Fergus la miró a los ojos.
—Nada de lo que toma puede interferir en su capacidad para desarrollar su trabajo.
—Estupendo. Y una cosa más, sólo para estar seguro de si he comprendido bien. Usted afirma que Gretchen Lowell torturó a Sheridan, lo mató, luego lo resucitó y lo cuidó durante unos días antes de llamar a urgencias.
—Exactamente —dijo Fergus.
—¿ Y Sheridan confirma estos hechos? —preguntó Susan.
Fergus se recostó aún más en su silla y entrelazó los dejos sobre su pecho.
—Él procura no hablar sobre lo que pasó. Dice que no recuerda demasiado.
—¿Usted no le cree?
Fergus la miró con determinación.
—Me parece que miente. Y ya se lo he dicho a la cara.
—¿Cuál es su película favorita? —preguntó Susan.
—¿Cómo dice?
Susan sonrió amablemente, como si no fuera una pregunta extraña.
—Su película favorita.
El pobre doctor parecía confundido.
—No tengo tiempo para ver películas —respondió por fin—.Me gusta esquiar.
—Por lo menos no ha dicho la primera que se le ha ocurrido —replicó Susan, asintiendo satisfecha. La gente mentía todo el tiempo con respecto a las películas. Ella siempre decía a todo el que le preguntaba que su película favorita era
Annie Hall
, y ni siquiera la había visto—. Gracias por su tiempo, doctor.
—Ha sido un placer —dijo Fergus, dejando escapar un suspiro.
Eran las tres y media y Susan volvía a encontrarse ante el Instituto Cleveland. Quería sorprenderá Justin en su coche, pero en el aparcamiento no veía el BMW naranja por ninguna parte. Estupendo. En persona, ella no podía hacerse pasar por su madre, y además tampoco quería entrar. No quería cruzarse con ningún otro de sus antiguos profesores. Y no tenía muchas ganas de que la volviera a sermonear el vigilante.
Había muchas cosas que deseaba preguntarle a Justin. Qué era lo que había hecho exactamente para tener un expediente judicial, y por qué tenía que importarle a ella. Y todavía más, por qué alguien pensaba que a ella podía interesarle, y quién podía ser ese alguien.
Y ahora no podía encontrarlo.
Los chicos iban vestidos como si fuera verano: camisetas, pantalones cortos, faldas sin medias, sandalias. Brillaba el sol e incluso los charcos más grandes se habían secado, pero la temperatura apenas alcanzaba los doce grados. La mayoría de los árboles estaban sin hojas. Los alumnos pasaban alrededor de Susan en dirección a sus coches, con enormes mochilas y carteras con libros. Ella continuó allí de pie, en medio del aparcamiento, rascándose, literalmente la cabeza.
En ese momento, vio a un chico parecido a Justin. El mismo corte de pelo, ropas similares, la misma edad. Se dirigía a un Ford Bronco, mientras enviaba un mensaje de texto en su teléfono. Recordando la mentalidad tribal del instituto dedujo que los chicos que se parecen suelen ser amigos.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Justin Johnson? —preguntó, intentando no parecer ni loca ni peligrosa.
—J. J. se ha ido —contestó el muchacho con el ceño fruncido.
—¿Se ha ido?
—Vinieron a buscarlo al final de la mañana. Se ha muerto su abuelo o algo así. Se iba directamente al aeropuerto para tomar un avión a Palm Springs.
—¿Cuándo vuelve?
El chico se encogió de hombros.
—Se supone que tengo que guardarle los deberes durante una semana. McCallum se enfadó. Dijo que estaba mintiendo. Que su abuelo ya había muerto el año pasado. Amenazó con enviarlo a la dirección. —Examinó a Susan y pareció legara una conclusión positiva—. ¿Andas buscando algo de hierba?
—Sí —respondió Susan—. Y he perdido el teléfono de J.J. ¿Me lo podrías pasar?
Archie estaba sentado a la mesa, frente a Dan McCallum. Tenía el informe de los expertos en incendios ante él. McCallum era un hombre pequeño de abundante cabello castaño y un bigote de morsa que había pasado de moda hacía siglos. Sus brazos y piernas parecían demasiado cortos para su grueso torso, y sus manos eran pequeñas y cuadradas. Llevaba una camisa metida por dentro de un pantalón con un grueso cinturón de cuero. La hebilla del cinturón era una cabeza de puma, de bronce. Estaban sentados en la cámara acorazada ¿el banco, convertida en sala de interrogatorios, en las oficinas del equipo especial. Claire Masland estaba reclinada contra la puerta de sesenta centímetros de espesor, con los brazos cruzados. McCallum estaba corrigiendo exámenes. En sus dedos podían verse algunos callos de sostener el lápiz. Archie pensó que ya casi no se veía a nadie con esos callos.
—¿Puedo interrumpirlo un minuto? —preguntó el detective.
McCallum no alzó la vista. Sus cejas parecían otros bigotes.
—Tengo que corregir ciento tres exámenes de Física para mañana. He sido docente durante quince años. Me pagan cuarenta y dos mil dólares al año, sin incluir descuentos. Eso son cinco mil menos que el año pasado. ¿Quiere saber porqué?.