—Lo siento —se disculpa él, estúpidamente.
Ella se sienta con su mirada fija en él durante un rato y después se levanta y se aleja. Cuando vuelve, lleva una hipodérmica en la mano.
—Creo que ya estás listo —dice. Gretchen sostiene la jeringa para que él la vea—. Es Digitalis. Te parará el corazón.
Después morirás. —Ella le toca su rostro afectuosamente con el dorso de la mano—. No te preocupes. Estaré a tu lado hasta que todo termine.
El se siente aliviado. La mira mientras inyecta el Digitalis en la sonda intravenosa y luego toma asiento junto a su lecho de muerte, apoyando ligeramente una mano sobre sus nudillos pálidos y la otra sobre su frente.
Él no piensa ni en Debbie ni en sus hijos, tampoco en el detective Archie Sheridan o el equipo especial de la Belleza Asesina. Sólo se concentra en ella. No existe nadie más que Gretchen. Su único vínculo. Si puede permanecer concentrado en ella, piensa, entonces no tendrá miedo. Su ritmo cardíaco aumenta, y se vuelve cada vez más rápido hasta que pierde toda apariencia de latido, volviéndose tan extraño y ajeno que ya no es capaz de reconocer su propio corazón. Se trata, simplemente, de algo que golpea desesperadamente sobre una puerta lejana. El rostro de Gretchen es lo último que ve cuando el dolor se apodera de su pecho y de su cuello. Aumenta la presión. Después, una llamarada blanca cegadora e intolerable, y por fin la paz.
Ian aparcó en el único espacio libre que quedaba frente al edificio de Susan. A su lado, ella se quitó un largo pelo de perro, de color naranja, de sus pantalones negros, sosteniéndolo un momento antes de dejarlo caer, flotando, a la alfombrilla del coche. El Subaru de Ian olía a Armor All y al perfume Weísh Corgi de su esposa. Unos veinteañeros disfrutaban del sol en la cafetería de la esquina, fumando cigarrillos y hojeando revistas. Normalmente trabajaban como camareros o, simplemente, no tenían trabajo y siempre parecían contar con mucho tiempo libre. Susan los envidiaba. Le recordaban a un maravilloso grupo de alumnos de instituto a los que, si no fuera porque tenía que guardar las apariencias, estaría encantada de unirse. Miró el edificio de la antigua destilería con sus grandes ventanales. Su fachada de piedra parecía avergonzada de todo el ladrillo y metal que la rodeaba.
—¿Quieres subir? —le preguntó a Ian.
Ian puso cara de disculparse.
—Tengo que revisar unos artículos.
—¿Vendrás más tarde? —preguntó Susan, evitando un tono de súplica.
—Sharon tiene invitados a cenar —explicó Ian—. Tengo que ir directamente a casa desde el trabajo. Va a preparar un plato con cardo hervido y necesita que pase por el supermercado a buscar queso.
—¿Cardo hervido y queso? Debe de ser algo importante.
—¿Mañana? —pregunto Ian.
—Olvídalo.
—No —dijo Ian, incómodo—. Lo que quiero decir es que tendrás listo el artículo para mañana, ¿verdad? El próximo de la serie.
Susan se quitó del pantalón otro pelo del perro y lo dejó caer.
—Ah, sí, seguro.
—Para el mediodía, ¿verdad? En serio.
—No hay problema —contestó Susan. Después salió del coche y entró en el edificio.
Archie volvió al jardín. El alcalde se había ido, presumiblemente, a un rincón tranquilo para prepararse para la conferencia de prensa. Los Hardy Boys estaban con las manos en la cintura frente a la puerta del garaje, y Anne acompañaba a Ciarle, cerca del cobertizo. Archie vio a Henry salir del garaje con d gato gris de McCallum en sus brazos, y le hizo una seña.
—¿Han tomado ya huellas dactilares de la bicicleta? —preguntó Archie.
El gato acarició con su cabeza la parte inferior del mentón de Henry y ronroneó.
—Sí Está limpia.
—¿Completamente? —preguntó Archie.
—Sí —contestó Henry. El gato miró, con aire suspicaz a Archie—. La han limpiado, no hay ni una huella en ella.
Archie se mordió el labio inferior y se quedó con las manos en la cintura mirando hacia la casa. No tenía sentido ¿Para qué tomarse el trabajo de limpiar la bicicleta y después guardarla? Si estaba preocupado por no dejar pruebas, para qué quedarse con algo que era prácticamente equivalente a una confesión?
—¿Por qué crees que haría algo así? —musitó Archie en voz alta.
Henry se encogió de hombros.
—¿Un obsesivo de la limpieza?
—¿Y las huellas del arma?
—Todavía no la han examinado. —Henry acarició distraídamente la cabeza del gato—. Lo harán en el laboratorio, cuando le hayan quitado los trozos de masa encefálica.
—Una buena idea —declaró Archie.
El gato comenzó a lamer el cuello de Henry.
—¿Has llamado a la protectora de animales? —preguntó esperanzado.
—No.
Archie bajó los escalones que daban al jardín y se dirigió hacia donde se encontraban Anne y Claire. Un par de niños, poco impresionados por el despliegue policial, los helicópteros y las furgonetas de las televisiones, se perseguían en círculos, al otro lado de la verja. Su madre observaba el espectáculo en medio de su jardín con los brazos cruzados. ¿Estaba loco por pensar que McCallum no era el culpable? Anne y Claire estaban en medio de una conversación, pero Archie no tenía tiempo para cortesías. Necesitaba la habilidad de Anne para trazar perfiles. Y sabía que ella estaría encantada de poder ayudarle.
—¿Encaja McCallum en el perfil? —preguntó.
Claire y Anne dejaron de hablar, sorprendidas por la interrupción. Claire abrió aún más los ojos. Anne apretó ligeramente la mandíbula e inclinó la cabeza.
—Si —respondió la agente, pero luego se detuvo. Las arrugas en torno a sus ojos aumentaron y añadió—: Aunque no del todo exactamente.
—¿No del todo exactamente? —repitió Archie.
Ella hizo un gesto de impotencia.
—Si fueras una chica de quince años y Dan McCallum ofreciera para llevarte a casa, ¿irías con él? Tenía el aspecto de un sapo. No era muy apreciado. ¿Y cómo explicas que conociera a las chicas de las otras escuelas?
Archie pensó en el apuesto vigilante, Evan Kent.
—Por Dios —dijo Claire—. Piensas que no fue un suicidio.
Se miraron unos a otros, esperando.
De reojo, Archie vio al gato gris caminar por el jardín.
Arqueó las cejas, apenado.
—No lo sé —exclamó—. No lo sé. —Hizo señas a Mike Flanagan para que se acercara. Había ordenado a los Hardy Boys que abandonaran la vigilancia de Reston cuando encontraron el cuerpo de McCallum. Ahora Archie se maldijo a sí mismo por ello.
—¿Ha habido alguna otra persona que no haya apareado hoy por el Cleveland? —le preguntó a Flanagan.
El policía mascaba un chicle mentolado. A juzgar por dolor parecía como si hubiera tragado un tubo entero de dentífrico de menta. Mascar chicle para encubrir el olor a muerte era algo que enseñaban en la academia.
—No —dijo Flanagan—. Pero el vigilante al que Josh ha seguido se subió al tren de Seattle con una mochila y una guitarra. Y hay una cosa más que también me ha parecido rafa. —Hizo una gesto con su pulgar señalando al edificio—. Cuando revisamos la casa pudimos damos cuenta de que, a pesar de que McCallum no fuese un profesor muy popular, sus alumnos le importaban de verdad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Archie.
Flanagan desenvolvió otro chicle y se lo puso en la boca.
—En la estantería del salón, tiene todos los anuarios escolares de los últimos veinte años —dijo. Lanzó un gruñido, mascando su chicle—. Son muchos recuerdos para un tipo que supuestamente detesta su trabajo.
Archie miró a Anne con gesto interrogante. Ella frunció un poco el ceño y se volvió a Flanagan.
—Enséñamelos —dijo.
Archie se pasó la mano por la boca.
—Cuando termines —le ordenó—, quiero que vuelvas con Jeff a seguir los pasos de Reston.
Flanagan arqueó las cejas.
—¿Y qué hay de Kent? —preguntó.
—No ha sido Kent —afirmó Archie.
—¿Por qué? —preguntó Flanagan.
—Porque lo digo yo.
Flanagan siguió mascando su chicle.
—Estuvimos con él desde las seis de la tarde de ayer hasta las nueve de esta mañana —insistió—. Te repito que Reston no salió de su casa ayer por la noche. No puede haber secuestrado a la muchacha.
Archie suspiró.
—Haced lo que os ordeno.
—Siempre lo hacemos —murmuró Flanagan mientras se alejaba con Anne.
—Te he oído —le gritó Archie.
Archie se dirigió a hablar con el alcalde, que se encontraba enfrascado en una intensa discusión con uno de sus asistentes.
—Creo que tendrías que suspender la rueda de prensa —interrumpió Archie.
El alcalde palideció visiblemente.
—No puedo hacer eso.
—Esto te parecerá una locura —dijo Archie con calma—. Así que voy a pedirte que confíes en que estoy completamente cuerdo en este momento. Lo cierto es que tengo dudas de que McCallum sea nuestro asesino.
—Dime que estás bromeando —rogó el alcalde, quitándose las gafas de sol.
—Creo que hay muchas posibilidades de que todo esto haya sido preparado.
El asistente del alcalde miraba a su alrededor, desconcertado. Su traje, de una tela barata, brillaba bajo el sol.
Buddy se inclinó hacia Archie.
—No puedo suspender la rueda de prensa. Ya se conoce la historia. Un profesor ha muerto. La bicicleta de una de las víctimas ha aparecido en su garaje. Ha salido en directo en todas las televisiones. —Enfatizó angustiosamente las últimas palabras.
—Entonces evita comprometerte —le dijo Archie.
Las venas del cuello del alcalde se hincharon notablemente.
—¿Que evite comprometerme?
Archie extendió su mano y dio un golpecito al capó del Ford Escort plateado que estaba aparcado a la entrada, justo frente al garaje.
—Este coche no es lo suficientemente grande —afirmó—. ¿Cómo pudo meter la bicicleta y la chica en un vehículo pequeño?
El alcalde comenzó a frotar un objeto imaginario entre sus dedos.
—¿Qué se supone que debo decir?
—Tú eres el político, Buddy. Siempre lo has sido. Busca el modo de decirles que no sabemos qué demonios está sucediendo de forma que parezca lo contrario.
Archie apretó el brazo del alcalde, haciendo un gesto que significaba que tenía plena confianza en que sabría hacerlo, y se alejó.
Susan estaba sentada en el sofá con su ordenador portátil y una copa de vino tinto, escribiendo sobre Gretchen Lowell. Por lo que sabía, la historia del Estrangulados Extraescolar había concluido con el suicido de Dan McCallum. Estaba segura de que encontrarían el cadáver de Addy Jackson en alguna parte. Al igual que las otras, la habría matado y habría sumergido su cuerpo en el barro, en donde esperaría que la descubriera algún desafortunado paseante o un grupo de excursionistas. Imaginó el cadáver a medio enterrar de Addy, y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Mierda. No podía dejar que aquel asunto la desbordara, no ahora. Sacudió la cabeza tratando de alejar aquella horrible imagen, pero fue reemplazada por el cuerpo destrozado de Kristy Mathers, retorcido en la oscura arena de la isla Sauvie. Luego, acudieron a su mente los padres de Addy, y la desesperación de sus ojos cuando hablaban con Archie, suplicando que salvara a su hija, para salvarlos a ellos. No pudo evitar tampoco el recuerdo de su propio padre.
Su móvil saltó y vibró sobre la mesa. En la pantalla de identificación de llamadas se leía: «Número desconocido». Se puso el teléfono al oído.
—¿Sí?
—Mí nombre es Molly Palmer.
¡Por todos los demonios! —exclamó Susan.
Hubo una pausa.
—Mira, estoy llamando para decirte que no quiero hablar contigo. No tengo nada que decirte.
—No es culpa tuya —dijo Susan rápidamente—. Él era un adulto. No tiene disculpa posible.
Oyó una risa amarga.
—Seguro. —Guardó silencio durante un instante.
Me enseñó a jugar al tenis. Puedes poner eso en el artículo que estás escribiendo. Es lo único bueno que puedo decir de él.
Susan intentó controlar la desesperación en su voz. Molly era la historia. Si podía convencerla para que hablara, el periódico tendría que publicar el artículo; si no, no tenía nada, y el senador quedaría libre de cualquier cargo.
—Tienes que sacarlo de tu interior, Molly —le rogó Susan—. Si no lo haces, te comerá viva. Envenenará todo lo que hagas. —Enredó un mechón de su cabello alrededor de un dedo y tiró hasta que le dolió—. Yo lo sé.
—Mira —dijo Molly, intentando contenerse—. Hazme un favor, ¿quieres? No vuelvas a llamar a Ethan. Todo este asunto está empezando a volverme loca. No quiero volver a tener contacto con mucha de la gente de aquella época. Y no quiero perderlo a él.
—Por favor —suplicó Susan.
—Es agua pasada —replicó Molly. Y colgó.
Susan sostuvo el teléfono en su oído un instante, escuchando el silencio en la línea.
Agua pasada. Y sin Molly, así continuaría siendo. Cerró con fuerza los ojos, frustrada. Ian podría haber convencido a Molly de que hablara, y también Parker. Susan había tenido la oportunidad y la había perdido. Dejó el teléfono, tomo aliento, se secó la nariz y los ojos con el dorso de la mano y se sirvió un poco más de vino. No había nada más reconfortante que una buena copa de vino.
Consideró la posibilidad de volver a llamar a Ethan. Estaba claro que él le había dado a Molly sus mensajes. Pero después pensó en el dolor palpable que se percibía en la voz de Molly y en su deseo de que la dejaran tranquila, para poder olvidar su pasado.
¿Era eso algo tan malo?
Al diablo. Agarró el teléfono y marcó el número de Ethan. Una vez más salió el contestador.
—Hola —dijo—. Soy yo. Susan Ward. Otra vez. Escucha. Acabo de hablar por teléfono con Molly y quiero que le digas que la entiendo. Yo tuve una historia… —se detuvo un instante—… o como quieras llamarla, con un profesor, cuando tenía quince años. Y me pasé muchísimo tiempo justificándola. Pero ¿sabes qué, Ethan? No tiene justificación posible. Así de simple. Díselo a Molly. Ella lo entenderá. Y yo no volveré a llamarte. —¿A quién quería engañar?—. Al menos durante algunos días.
Dejó el teléfono sobre la mesa y volvió a su trabajo. Tena que terminar el artículo sobre Gretchen Lowell; Gretchen, que seguía bien viva, que le había hecho hervir la sangre. Susan estaba convencida de que si ella era capaz de describir a Gretchen sobre el papel, podría, de alguna manera, entender a Archie, a McCallum y todo lo que los rodeaba. Podía percibir aquella historia, oscura y amorfa, en la habitación, junto a ella. Sólo necesitaba darle forma. Bebió un largo trago de vino. Era de la reserva del Gran Escritor, que había encontrado en el fondo de un armario bajo un montón de ejemplares de su última novela. Susan se dijo que a él no le importaría. Eran circunstancias especiales. El vino era afrutado y ligeramente dulce, y ella disfrutó de su calidez en la lengua antes de tragarlo.