—Está obsesionado con una antigua estudiante —le contestó—. Una historia que acabó hace diez años. Yo diría que está muy desesperado. Si me preguntas si existe la posibilidad de que se suicide, te diría que es muy alta.
Una mujer en uno de los apartamentos de la calle de enfrente encendió la televisión.
—¿Entonces no crees que la haya matado ya?
—No. —Hizo una pausa—. Pero podría estar equivocada.
—¿Adonde puede haberla llevado? —preguntó Henry.
Anne reflexionó un instante.
—La llevaría a algún lugar en donde se sienta seguro. ¿Adonde llevó a las otras? —Era una pregunta retórica.
—Al barco —respondió Archie.
—Al barco de McCaUum —apostilló Henry—. Pero ya no existe.
Archie se quedó pensativo, mirando hacia la calle, en donde alguien, en una camioneta, estaba intentando aparcar.
—A menos que tenga otro barco.
—No —objetó Claire, acercándoseles—. Ya hemos investigado en el departamento de la marina estatal a todos los profesores y personal de los institutos que encajaban en el perfil—. McCallum tenía un solo barco registrado.
—Dijo que éste lo había comprado hacía pocos años —recordó Archie—. Tal vez se hubiera quedado también con el viejo y dejó que expirara el registro.
—¿Se puede hacer eso? —preguntó Claire.
—Llama y averígualo —le ordenó Archie.
Claire cogió el móvil que llevaba sujeto al cinturón.
—De inmediato.
Se apartó para efectuar la llamada.
—¿Estás bien? —le preguntó Henry a Archie.
El detective fue entonces consciente de que se encontraba allí, de pie, mirando al suelo de madera. Susan Ward estaba secuestrada por un maníaco que la iba a matar, si es que no lo había hecho ya, y él no estaba seguro de poder salvarla.
—Sólo necesito un minuto —dijo.
Archie se encerró durante unos minutos en el baño de Susan I Ward. Sentía la preocupación de Henry envolviéndolo como una mortaja. «Aguanta», pensó. Después lo repitió en voz alta:
—Aguanta.
Se mojó el rostro con agua y se secó con una toalla que colgaba al lado del lavabo.
Miró su reloj. Eran casi las nueve. «Una hora de lectura antes de que apaguen las luces».
Se detuvo. No pienses en ella. No ahora. Tenía que concentrarse en Susan. Le picaba la nariz, una respuesta del sistema nervioso a la Vicodina que su cuerpo casi había suprimido, pero que aparecía de vez en cuando. Se la frotó vigorosamente. Bien. Ahora, además, todos iban a pensar que le daba a la cocaína. Gretchen estaba allí de nuevo, diáfana en su mente, acostada en la litera de su celda, apoyada sobre un codo, con La última víctima en sus manos. Su foto de boda estaba en ese libro.
—Jefe —llamó Henry, golpeando suavemente la puerta del baño.
Archie parpadeó para alejar aquella imagen perversa y abrió la puerta. Henry y Claire lo estaban esperando.
—¿Ya tenemos algo? —preguntó Archie.
Claire miró su cuaderno de notas.
—Registró el barco que ardió hace cinco años. Antes tuvo otro, un Chris Craft Catalina 1950. El registro de este último expiró ocho meses después de comprar el nuevo. Pero si lo hubiera vendido, tendría que haber sido registrado por alguna otra persona, y nadie lo ha hecho.
—Tal vez se lo vendió a alguien al otro lado del río —apuntó Archie.
—Tal vez —admitió Claire—. Pero según me explicó una simpática señora del departamento de marina, hasta que unificaron la normativa en 2002, si tu barco no estaba «en el agua» no tenías obligación de tenerlo registrado, es decir, si lo tenías amarrado en un embarcadero, pero no navegabas con él, podías ahorrarte los quince dólares anuales que te cobra el estado.
Archie asintió.
—Ese miserable bastardo se quedó con el barco.
Henry cruzó los brazos.
—Seguramente es el que Reston ha estado usando, porque así McCallum no se habría percatado de que le faltaba.
—¿Percatado? —repitió Claire.
—¿Acaso no puedo usar una palabra elegante? —dijo Henry.
La detective continuó:
—Si estamos en lo cierto, el barco debería estar en el mismo embarcadero, ¿verdad? Quiero decir, es lo más probable.
—Vamos —ordenó Archie.
Anne se había colocado al lado de Henry.
—Ten cuidado. Porque si envías a la caballería y lo asustas lo más probable es que le haga daño y termine con ella inmediatamente.
—Siempre y cuando no nos hayamos equivocado, Reston continúe allí y ella esté todavía viva —replicó Archie.
Anne asintió varias veces. Detrás de ella, en el apartamento del edificio de enfrente, la mujer acababa de apagar el televisor. No había nada que ver.
—Necesito una Coca-Cola light —dijo Anne.
En aquel instante, oyeron un ruido a sus espaldas, una especie de profundo resoplido. Todos los policías se dieron la vuelta y miraron hacia la entrada para encontrarse frente a una mujer madura, ataviada con un ridículo sombrero hecho a mano, un abrigo de piel de leopardo y unas botas de plataforma con cordones. Su peinado estaba compuesto por un montón de largas trenzas rubias, y su boca, pintada de rojo oscuro, estaba abierta con un gesto de sorpresa.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. ¿Y dónde esta mi hija?
—Has matado a esas chicas —acusó Susan en la oscuridad.
La voz de Reston salió entrecortada a causa de la tristeza:
—Lo siento.
A Susan su propia respiración le parecía el sonido más fuerte que jamás hubiera oído. Trató de relajarse y respirar más lentamente, para que él pensara que no tenía miedo. Terna que convencerlo de que ella era fuerte, y de que podía controlar la situación.
—¿Lo sientes? Paul, estás enfermo. Necesitas ayuda. Yo puedo ayudarte.
—No deberías haberme abandonado —le dijo pasando algo por encima de su cabeza, alrededor de su cuello. Pudo sentir la suave tira de cuero contra su piel, más abajo de su cabello, y después notó sobre la clavícula algo frío y duro —la hebilla del cinturón—. Las marcas de color púrpura del cuello de Kristy Mathers acudieron a su mente. Intentó frenéticamente pasar sus manos atadas por debajo del cinturón, pero éste se ajustó a su garganta. Se ahogó y trató de resistirse, pero Reston empujó hacia abajo sus manos y tiró todavía más fuerte de la correa. Le dolía la cabeza como si estuviera llena de fuego. Volvió a tirar hacia abajo con tanta fuerza que cuando las rodillas de Susan se doblaron y cayó al suelo hicieron un crujido extraño, como un hacha que astilla la madera. Por un momento, se sintió flotando libremente en el espacio y, de repente, todo se detuvo. Todos sus sentidos volvieron a la vida, y en ese instante sus ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad. Pudo verlo, ante ella. No distinguía sus rasgos, sólo una oscura sombra. Notó su pulgar trazando el contorno de su boca. Su dedo estaba helado. Sus labios temblaron.
—Tienes una boca tan hermosa… —dijo. La mente de Susan se estaba despejando, ordenando la información. Secuestrada. Barco. Paul. Asesino. Y Addy.
—Paul —carraspeó Susan—. ¿Dónde está Addy?
Ella notó que titubeaba unos segundos, y luego dio un naso atrás, aflojando el cinturón. Se encendieron las luces. Susan retrocedió y cerró instintivamente los ojos, cegada por la repentina claridad. Cuando volvió a abrirlos, un minuto más tarde, Reston se encontraba de nuevo ante ella, y tenía un arma apuntándole a la frente. Susan trató de contener la náusea que la invadió como una oleada, tragando la tibia saliva que le llenaba la garganta.
Tenía razón. Estaban en un barco, en lo que parecía un camarote. Las paredes y el techo eran blancos. Se trataba de un espacio muy reducido, a lo sumo de un metro, y medio de ancho. La pared estaba cubierta de estantes y pequeños armarios. En la pared opuesta, había un par de literas de madera. En la litera superior, sobre la que hasta aquel momento había estado acostada Susan, estaba Addy Jackson.
Estaba semiconsciente y desnuda, excepto por una braga rosa, con los brazos y los tobillos atados con cinta adhesiva. Tenía los ojos entrecerrados, su boca estaba húmeda de saliva y su cabello apelmazado por el sudor. Se movió y se rascó las mejillas empapadas de lágrimas con sus manos atadas. Entonces Susan la reconoció. Lee. Dana. Kristy. Addy. El cabello castaño. Las facciones armoniosas. Supo con devastadora claridad que se trataba de ella misma, siempre había sido ella. También supo que él las mataría. A ambas. No le cabía ninguna duda. Miró a Addy, que parecía confusa e incapaz de reconocer en dónde estaba, y la envidió.
—Todo es culpa tuya —explicó Paul, pasando su mano por la nuca de Susan—. No deberías haber sido tan hija de puta conmigo.
En aquel momento, Susan se hizo una promesa en silencio: ella no iba a morir. De ninguna manera. Y mucho menos a manos del bastardo de su profesor de teatro.
La encargada del embarcadero River Haven no vivía en un barco, sino en una casa prefabricada, colina arriba. La temperatura había descendido unos diez grados y la noche empezaba a caer sobre la ciudad. Archie casi podía percibir el sabor del río, como papel de plata en la boca, mientras esperaba ante la casa de planta baja, de color tostado, junto a la puerta, sobre un cartel de madera clavado en la pared se leía: «Oficina». Le picaba la nariz. «Abre la maldita puerta», pensó.
Henry y Claire estaban junto a él. Detrás de ellos, tres coches de policía sin identificación. Había ordenado que los coches patrulla y los vehículos del SWAT aparcaran en la antigua carretera, fuera de la vista. Estiró el cuello para mirar al embarcadero, en donde varias docenas de barcos se balanceaban en triste silencio.
En el interior se oyó el ladrido de un perro, y casi al instante se abrió la puerta. Ante ellos apareció una mujer mayor, Archie alcanzó a ver un animalillo peludo dando saltos antes de que ella lo empujara hacia el interior y parar la puerta a su espalda. Archie levantó su placa y se la mostró.
—Se quien es usted —dijo, mirándolo a los ojos. Lo he visto en la televisión. —Se quitó las gafas. Tenía el cabello tenido de color castaño y recogido en un moño a la altura de la nuca y llevaba un jersey de cuello alto metido por dentro de los pantalones vaqueros. Sostenía en la mano una novela policíaca, marcando la página que estaba leyendo con su pulgar. Las gafas le dejaron una marca roja sobre su nariz—. Usted es el policía que fue secuestrado por Gretehen Lowell.
El nombre de Gretechen le hizo sentir un escalofrío. Cerró el puño en torno al pastillero que reposaba en su bolsillo.
—Necesito saber cuáles son los barcos que Dan McCallum tiene amarrados aquí.
Ella apartó la mirada y jugueteó con el picaporte de la puerta.
—El barco de Dan ardió la otra noche.
—¿No tenía otro?
La mujer dudó.
—Es importante —apremió Archie.
—Yo le dejaba que lo tuviera aquí, aunque no está registrado. Era un buen inquilino.
—Está bien —la tranquilizó Archie—. No se preocupe, que usted no tendrá problemas. ¿Dónde está?
Ella examinó a Archie un momento, y después señaló hacia los muelles, hacia la parte inferior.
—Embarcadero 28, allí abajo. El segundo barco, contando desde el último, a la izquierda.
—Puedes hacer lo que quieras conmigo —dijo Susan—. Pero deja marchar a Addy.
Veía parcialmente el rostro de Reston, sumergido entre las sombras y la luz. Las comisuras de sus labios temblaron.
—No puedo.
Susan trató de reunir sus dispersas fuerzas para mantener la compostura.
—¿La vas a matar?
—Tengo que hacerlo.
La periodista sintió que el estrecho camarote se le venía encima. Aunque no estuviera atada, no sería capaz de empujar a Reston, llegar a la puerta, salir del barco. ¿Y después qué? ¿Nadaría? El ojo de buey que podía ver sobre la litera de Addy era del tamaño de un plato. No tenía escapatoria.
—¿Y a mí?
—Mírala. —Reston estiró su mano, tanteando, y tocó la cadera de la muchacha, dejando que su dedo recorriera la profunda curva hasta su cintura y sobre las costillas. En el exterior, el agua golpeaba contra el casco. El barco se balanceaba, subiendo y bajando de forma irregular—. ¿No es hermosa?
Susan no podía entender cómo la había secuestrado.
—Dijeron que te habían estado vigilando, y que no habías salido de tu casa.
—Yo no la secuestré, Suzy —dijo suavemente—. Ella vino hasta mí. —Cerró los ojos—. Le dije que podíamos estar juntos, que rompiera la ventana de su dormitorio desde el exterior. Le di el número del autobús que debía tomar para llegar hasta aquí. Me esperó en el barco hasta que yo salí de clase. —Parpadeó y miró a Susan con un odio que ella no había visto jamás. La embarcación volvió a balancearse y las bisagras de la puerta del camarote crujieron—. Ella hizo exactamente todo lo que yo le dije.
—Estás loco —exclamó Susan.
Reston sonrió mientras admiraba a la chica casi inconsciente.
—Roinol. Lo conseguí por Internet.
Susan se sintió asqueada de haberle dejado que la tocara alguna vez. Vio todos y cada uno de los encuentros que había tenido con él; las imágenes pasaron por su mente, como una triste película de su desgraciada adolescencia. Y ella había querido desesperadamente tener el control sobre aquella situación. Se había convencido a sí misma de que así era, pero la verdad resultaba más patética.
La respiración de Reston se hizo más acelerada y su rostro enrojeció de excitación. Acariciaba el pecho de Addy, trazando círculos con su pulgar en torno a su pequeño pezón rosado. Ella se agitó ligeramente.
—Yo sólo las quería porque me recordaban a ti.
Susan se dijo a sí misma que tenía que ser fuerte, para salir de aquella situación.
—Ésa es una forma de autojustificarte. Siempre te gustaron las muchachitas jóvenes.
—No —dijo él, con voz quebrada—. No. Tú me convertiste en lo que soy. Yo nunca deseé a mis estudiantes, hasta que llegaste tú. Tú eres la única culpable de esto. —Pasó su mano por el pecho de Addy, descendiendo por las costillas, su cintura y su cadera, y después a lo largo del elástico de su braguita.
—No hagas eso —le dijo Susan, girando la cabeza, incapaz de mirar—. Por favor.
—¿Alguna vez he sido algo para ti?
Susan apretó los párpados.
—Por supuesto.
—Pienso a todas horas en aquel día después de clase. La expresión que tenías, qué ropa llevabas, las palabras que dijiste. Me grabaste aquella cásete, ¿te acuerdas? —Le toco el rostro y ella se apartó rápidamente, sintiendo cómo el cinturón se apretaba en torno a su cuello, asfixiándola de nuevo, obligándola a permanecer quieta, incapaz de moverse.