El mira hacia el techo sin parpadear. No hay salida posible. Es una especie de juego demencial. Ella puede mantenerlo allí, vivo, durante años. Está a su merced.
Pero tiene que saber.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
—Me voy a quedar contigo.
—¿Durante cuánto tiempo? —pregunta.
Gretchen se inclina sobre él, esta vez mirándolo a los ojos, para que él no tenga más remedio que dirigir hacia ella su mirada, a sus pupilas azules, a una ceja levemente arqueada, a la piel brillante. Ella sonríe, radiante.
—Hasta que tú quieras —le dice.
El cierra los ojos.
—Me gustaría dormir.
Cuando se despierta, ella tiene el bisturí y está haciéndole un corte en el pecho. Siente el dolor, pero ya no le importa. Es un daño menor, una picadura de mosquito. Pero le recuerda que sigue con vida.
—¿Quieres que me detenga? —le pregunta sin alzar la vista.
—No —responde—. Tengo la esperanza de que cortes una arteria. —Su voz es frágil, su garganta todavía arde de dolor.
Ella pone la palma de la mano en su mejilla y se inclina sobre su oído, como si fuera a compartir un secreto con él.
—¿Y tus hijos? ¿No quieres vivir por ellos?
Los dulces rostros de Ben y Sara se le aparecen delante de sus ojos, pero él intenta borrar aquella imagen de su mente, hasta que se desvanezca por completo. Gira la cabeza hacia la pared.
—No tengo hijos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —le pregunta. En ese continuo vaivén de perder y recuperar la consciencia, pierde también la noción del tiempo. ¿Cuánto tiempo lleva allí? ¿Semanas? ¿Meses? No tiene ni idea. Otra vez ha estado escupiendo sangre. Sabe que eso la preocupa. Su exquisito rostro se pone tenso. Ella está siempre allí, a su lado. Es lo único con lo que puede contar. Él quiere dejar de escupir sangre para complacerla, pero no es capaz.
Gretchen se sienta junto a él. Se coloca un mechón de cabello rubio detrás de la oreja y aprieta los dedos contra su muñeca para sentirle el pulso. Ha hecho eso muchas veces, y él se da cuenta de que se muere. Sabe que ella volverá a tomarle el pulso durante quince segundos, y es lo único que espera con ansia. Su roce lo consuela momentáneamente. Saborea esos quince segundos, memorizando el contacto contra su piel, para poder imaginarse sus dedos cuando ella los retire.
—Desátame —le pide. Tiene que tomar aire varias veces para conseguir suficiente oxígeno para hablar, y aun así su voz suena como un áspero susurro.
Ella no duda. Estira la mano y desata las correas de cuero que inmovilizan sus muñecas. Él está demasiado débil para alzar los brazos ni siquiera unos centímetros, pero ella se lleva la mano hasta sus labios y le besa la palma. Él siente las cálidas lágrimas en las mejillas de Gretchen incluso antes de verlas. Está llorando. Y le parte el corazón. Sus ojos también se llenan de lágrimas al mismo tiempo que las de ella comienzan a humedecer su áspera mano.
—Está bien —le dice, consolándola.
Sonríe, porque lo cree. Todo va bien. Él está donde se supone que tiene que estar. Ella es tan hermosa y él está tan cansado… Y todo está a punto de finalizar.
Archie llamó a la prisión desde el taxi, así que cuan do pagó los 138 dólares y pasó los controles de seguridad a Gretchen ya la habían despertado para trasladarla a la sala de interrogatorios, en donde le esperaba. Al entrar, ella ya estaba sentada a la mesa, con el cabello suelto, sin maquillaje, y sin embargo relativamente arreglada. Como una actriz maquillada para aparentar un cierto abandono.
—Son las cuatro de la mañana —le dijo.
—Lo siento —respondió él, sentándose ante ella—. ¿Estabas ocupada con algo?
Ella miró por encima de su hombro, con aire cansado, hacia el panel de cristal.
—¿Henry está ahí?
—Estoy solo. No hay nadie detrás del espejo. He dicho a los guardias que esperaran al otro lado de la puerta. Así que estamos solos tú y yo. He venido en taxi.
—¿Desde Portland? —preguntó Gretchen, escéptica.
—Soy un héroe policía —dijo Archie, cansinamente—. Tengo una cuenta para gastos.
Ella le dedicó una sonrisa lenta, somnolienta.
—Supongo que lo has detenido.
Archie sintió que se relajaba, por fin, aunque, en realidad, se trataba más de una rendición. Él había empleado mucha energía en mantener las apariencias, pero con ella no importaba, porque sabía exactamente hasta dónde llegaba su dolor. Así que podía relajarse, dejar que sus párpados cayeran, que su voz se volviera torpe y turbia. Podía rascarse la cara si sentía un escozor, y decir lo primero que le viniera a la mente sin preocuparse si dejaba traslucir sus pensamientos con demasiada claridad.
—Un francotirador le dio en la cabeza hace unas tres horas. Hubieras disfrutado. —Alzó una ceja, reconsiderando el asunto—. Con la salvedad de que murió en el acto.
—Bueno, tú no eres el sanguinario asesino en serie. ¿A qué has venido? ¿A jactarte de su detención?
—¿No puedo venir a saludarte, sin ningún otro motivo?
—No es domingo. —Ella inclino su cabeza y lo examinó, frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Estás bien?
Él se rió. Aquella pregunta le parecía absolutamente ridícula. No, no estaba bien. Había tenido un día agotador, estresante, y, a pesar de haber sido recompensado en su trabajo, ¿adonde se había dirigido? A la penitenciaría estatal. ¿Qué podía resultar más tranquilizador que pasar el tiempo con una mujer que había incrustado un clavo en su pecho?
—Sólo quería verte. —Se frotó los ojos con la mano—. ¿Qué tiene eso de extraño?
—¿Conoces el origen de la expresión «síndrome de Estocolmo»? —preguntó dulcemente Gretchen. Extendió sus manos esposadas y las puso, con las palmas hacia abajo, sobre la mesa de modo que la punta de sus dedos casi rozó la mano derecha de Archie—. En 1973, un criminal de poca monta llamado Janne Olsson entró en el Banco de Crédito de Estocolmo con una ametralladora. Exigió tres millones de coronas y que un amigo suyo fuera liberado de prisión. La policía liberó a su compañero y lo envió al banco, y los dos mantuvieron como rehenes, durante seis días, a cuatro empleados, en la cámara acorazada. Finalmente la policía hizo un agujero en la cámara, introdujo un gas y Olsson y su compañero se rindieron. —Ella acercó sus suaves manos, con las uñas cuidadas, a la de Archie—. Todos los rehenes fueron liberados sin un rasguño. Sus vidas habían sido amenazadas, habían sido obligados a colocarse cuerdas en torno al cuello y, sin embargo, todos defendieron a Olsson. Una de las mujeres dijo que ella había querido escaparse con él. Olsson pasó ocho años en prisión. ¿Sabes dónde está ahora? —Rozó con delicadeza el pulgar de Archie con sus dedos—. Tiene una tienda de comestibles en Bangkok.
Archie dirigió la mirada hacia las manos, pero no movió un solo músculo.
—Deberían considerar la posibilidad de dictar sentencias algo más severas en Suecia.
—Estocolmo es un lugar encantador. El jardín botánico Bergianska tiene un vivero con plantas de todas las zonas climáticas del mundo. Un día te llevaré a visitarlo.
—Nunca saldrás de la cárcel.
Ella arqueó las cejas en un gesto ambiguo y trazó un pequeño círculo con el dedo en la articulación del pulgar de Archie.
—Resulta extraño —dijo Archie, sin apartar los ojos del dedo de ella— que Reston esperara diez años para empezar a matar. Anne dice que tiene que haber habido un detonante.
—¿Ah sí?
Archie alzó la vista.
—¿Como os conocisteis?
Gretchen sonrió.
—¿Conocernos?
—Reston —repitió Archie, enlazando su mano con las de ella. Era la primera vez que hacía un esfuerzo por tocarla y creyó ver un destello de sorpresa en sus ojos—. Era uno de tus cómplices. Quizá uno de los que estabas entrenando para matar. —Parecía disfrutar de la calidez de la mano de Gretchen sobre la suya—. Aquel día él estaba allí. Era el segundo hombre que me arrastró hasta la camioneta. Tú acabaste en prisión. Y la semilla en él fue creciendo, hasta que estalló. ¿Cómo lo conociste?
Ella lo miro y, en ese momento, Archie se dio cuenta de que Gretchen nunca le había dicho nada, nunca le había dejado ver nada que ella no hubiera querido que él viera Siempre había mantenido el control, y había ido un paso por delante de él.
—Lo elegí, como a todos los demás —explicó feliz—. Su perfil en Internet era perfecto. Divorciado desde hacía mucho. —Sonrió—. Me gustan los divorciados porque se sienten solos. No tenía aficiones ni pasiones. Y presentaba un alto coeficiente intelectual. De clase media. —Ella hizo un gesto despectivo con sus ojos—. Trató de atribuirse un poema de Whitman. Narcisismo clásico. —Se inclinó hacia delante—. Los narcisistas son fáciles de manipular, porque son muy predecibles. Él estaba deprimido. Obsesionado con una fantasía. —La sonrisa se hizo más amplia—. Y le gustaban las rubias. Salimos. Le dije que estaba casada y que él tenía que mantener nuestro amor en secreto. Le di lo que él quería. Poder. Sumisión. Le hice creer que él tenía el control de todas las situaciones. —A Archie le resultó familiar—. Hice que me confesara su pasión por las adolescentes, y no fue difícil que manifestara su furia.
Archie entrelazó sus dedos aún más con los de Gretchen. Sentía la boca seca. Casi no se atrevía a mirarla, pero no quería dejarla ir. Todo se estaba volviendo horriblemente claro.
—Permitiste que pensara que la idea de traer a Susan era mía. Pero Reston te había hablado de ella. Reconociste su nombre en el periódico. Tú sembraste la idea. Dejaste de entregarme a tus victimas, y mencionaste su nombre de pasada. Nos engañaste a todos. —Archie sacudió la cabeza y se rió—. Y luego te sentaste a observar. —Le pareció absurdo incluso en el momento en que lo dijo, totalmente paranoico, una alucinación de drogadicto—. Aunque no creo que pueda probarlo.
Ella le sonrió con indulgencia.
—Lo importante es que has vuelto a trabajar —dijo—. Que hayas salido de ese apartamento.
Henry le creería. Sabía que Gretchen era capaz de eso y de mucho más. Pero ¿qué conseguiría con ello? Su compañero se aseguraría de que Archie nunca volviera a ver a Gretchen.
—Deberías estarle agradecido a Paul —dijo Gretchen, maliciosa—. Él te dio casi un litro de sangre.
Archie apartó su rostro, mareado. La imagen de Reston sobre la alfombra verde, con la cabeza convertida en una masa sanguinolenta, apareció en su mente.
—¿Es cierto que te gusta Godard? —le preguntó Archie.
—No —respondió ella—, pero sé que a ti sí.
Estaba comenzando a preguntarse si había algo que Gretchen Lowell no supiera sobre él.
—Ahora quiero que contestes a una pregunta —pidió ella, poniendo una mano sobre la de Archie—. ¿Te sentiste atraído hacia mí el día que nos conocimos, cuándo creías que yo era una psiquiatra que estaba escribiendo un libro?
—Estaba casado.
—Mentiroso. Sé sincero.
Ya había traicionado a Debbie completamente. ¿Por qué no en esto también?
—Sí.
Ella retiró sus manos y se reclinó.
—Déjame verlo.
Él supo de inmediato a qué se refería y dudó sólo un instante antes de comenzar a desabrocharse la camisa, para mostrarle su pecho cubierto de cicatrices.
Gretchen se inclinó hacia delante sobre la mesa, apoyando en ella sus codos para poder ver mejor. Él no hizo el menor movimiento, ni siquiera parpadeó cuando ella se adelanto y rozó con la punta de su dedo el corazón que ella había trazado con el bisturí. Archie se preguntó si ella sería capaz de notar su pulso acelerándose en su cuello. Podía oler su cabello. Ya no olía a lilas, sino a algún champú industrial de la prisión, fuerte y afrutado. Ella deslizó sus dedos por la cicatriz vertical que le dividía el pecho, y Archie sintió que los músculos de su estómago y de su vientre se tensaban.
—¿Esto ha sido por la operación del esófago? —preguntó.
Él asintió.
Después sus dedos danzaron hacia la izquierda sobre su diafragma, hacia el lugar en donde había estado su bazo.
—Esta incisión no es mía.
Archie carraspeó.
—Tuvieron que volver a abrirme. Estaba perdiendo sangre.
Ella asintió y movió los dedos sobre las heridas más pequeñas, provocadas por el bisturí que había usado. Recorrió las cicatrices en forma de media luna a lo largo de su clavícula, después sobre sus pezones, para dirigirse hacia las profundas marcas dejadas en la delicada piel de su costado. Habían pasado más de dos años desde la última vez que se habían tocado. Él tenía miedo de moverse. ¿Miedo a qué? ¿A que ella se detuviera? Cerró los ojos. Se permitiría aquel fugaz momento de placer. ¿Qué daño podía hacerle? Se sentía bien.
Y hacía tanto tiempo que no se sentía bien que ya no podía recordarlo. Los dedos de Gretchen descendieron. Notó un estremecimiento en su entrepierna. Ella le estaba desabrochando el cinturón. «Demonios». Abrió los ojos, agarró una de sus manos por la muñeca y la detuvo.
Ella alzó la vista, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas.
—Conmigo no tienes que disimular que eres bueno, Archie. —Él le sostuvo las manos, a pocos centímetros de su miembro erecto—. Puedo hacer que te sientas mejor. Suéltame la muñeca. Nadie tiene por qué enterarse.
Pero él la retuvo. Su cuerpo le pedía a gritos que la dejara continuar. Pero, en lo más recóndito de su mente, algo le decía que si lo hacía ella habría conseguido su objetivo accediendo a la última parte de él. Todo habría terminado. Ella lo poseería por completo. Era realmente extraordinaria. Podía torturarlo sin tocarlo. No pudo evitar una sonrisa ante aquella idea, y le apartó las manos.
—¿Qué te resulta tan gracioso? —preguntó ella.
Él sacudió la cabeza.
—Has hecho un trabajo impecable arruinándome la vida —dijo. Buscó el pastillero en el bolsillo del pantalón, lo abrió y tomó un puñado de pastillas en su mano. Después se las fue poniendo una a una en la boca y se las tragó.
—Ya tomas suficientes pastillas —observó Gretchen.
—Cuidado —dijo Archie—, empiezas a parecerte a Debbie.
—Tienes que tener cuidado con las pastillas. La acetaminofina te matará. ¿Te duelen los riñones?
—A veces.
—Si tienes fiebre, la piel adquiere un color amarillento o vomitas, necesitas ir a urgencias antes de que tu hígado falle. ¿Bebes?
—Estoy bien, amor mío —dijo Archie.
—Hay modos más sencillos de matarse. Yo lo haré por ti. —Lo miró a los ojos—. Si me traes una hoja de afeitar.