—Cómo no —Claire sacó un chicle del recipiente y se lo pasó a Susan.
La periodista lo desenvolvió y se lo llevó a la boca. Le dolían todavía las muñecas a causa de la cinta adhesiva. El chicle era demasiado azucarado y estaba duro.
—Debe de llevar aquí mil años —dijo Susan tristemente.
—Sólo unas preguntas más —anunció Claire—. Antes de que tu madre derribe la puerta.
—¿Mi madre está aquí? —preguntó Susan sorprendida.
—Ahí fuera —contestó Henry—. Casi hemos tenido que atarla para mantenerla alejada mientras resolvíamos todo esto.
Bliss estaba allí. Había ido y estaba esperándola. Se suponía que era lo que una madre haría. Susan se imaginó a la policía teniendo que enfrentarse a ella. Seguramente estaría dando órdenes a todo el mundo, amenazando con ir al Comité de Acción Ciudadana. Susan sonrió feliz.
—¿Qué ocurre? —preguntó Claire intrigada.
—Nada —respondió Susan—. Continuemos.
Habían repasado las mismas preguntas durante más de una hora. A Susan le pareció que ya les había relatado, minuto a minuto, cada encuentro, contacto o conversación que había tenido con Paul desde los catorce años. Les había dicho cómo había manipulado a Addy. Ahora no quería volver a pensar en él. Le dolía la cabeza. El personal sanitario le había hecho un vendaje en la frente, pero estaba segura de que al día siguiente amanecería con un ojo morado. Necesitaba un cigarrillo, darse un baño. Y quería ver a su madre.
Claire estaba reclinada contra una pared; Henry, contra la otra.
—¿Estás segura de que no ha mencionado a otras chicas, que no hemos encontrado o que no han denunciado su desaparición? —preguntó Claire.
—Estoy segura —dijo Susan.
—¿Y no guardaste ninguna de las cartas que te envió?
Habían sido muchas, pero las había tirado a la hoguera del cumpleaños de su padre muerto cuando estaba en la universidad.
—Me deshice de todas. Hace años.
—Bueno, da igual —dijo—. Esto va a sonar cursi, pero gracias por salvarme la vida.
—No es nada cursi.
Ella se inclinó hacia delante y lo besó. Fue un suave beso en los labios. Él no se movió, ni respondió, pero no se apartó. Cuando ella abrió los ojos, una amable sonrisa había aparecido en los labios de él.
—Tienes que sobreponerte a eso —le dijo—, y no sentirte atraída por hombres mayores con autoridad.
Ella hizo una mueca.
—Es verdad. Me aplicaré a ello enseguida.
Susan salió de la oficina y se dirigió al vestíbulo del recinto policial. Vio a su madre antes de que ella la viera. La pintura de labios roja casi había desaparecido. Parecía diminuta con su enorme abrigo de leopardo. Quentin Parker, Derek e Ian Harper estaban a pocos pasos de ella, y Bliss se mantenía un poco alejada, apoyada en la pared. Ian vio a Susan y sonrió, pero ella apenas le echó una breve mirada. Fue directamente hacia su madre. Bliss alzó la mirada, estalló en sollozos y abrazó a Susan. Olía a cigarrillos mentolados y a cuero mojado. Se apretó contra su hija con todas sus fuerzas. Susan era perfectamente consciente de que sus colegas la miraban, pero no le importó en absoluto.
—Me han contado lo de Reston —dijo Bliss en un tembloroso susurro—. Lo siento mucho, mi niña. Lo siento mucho.
—Está bien —dijo Susan. Se despegó de su madre y la besó en la mejilla—. Creo que a partir de ahora todo irá bien.
Miró por una de las ventanas salpicadas de lluvia y durante un segundo pensó que era de día, hasta que se dio cuenta de que eran las luces de las cámaras de televisión Ella era la noticia y todos querían una foto suya para los informativos de la mañana. Definitivamente, tendría que hacer algo con su cabello. Tal vez teñirlo de azul.
—Eh —dijo Susan a su madre—, ¿me puedes dar un cigarrillo?
Bliss frunció el ceño.
—Te causará cáncer de pulmón —le dijo.
Susan le dedicó una mirada fría.
—Dame un cigarrillo, Bliss.
Bliss sacó un paquete de mentolados de su enorme bolso y le ofreció uno. Cuando Susan intentó coger uno, lo retiró.
—Llámame «mamá» —le dijo.
—Dame un cigarrillo. —Susan hizo una pausa y frunció el ceño por el esfuerzo—. Mamá.
—Ahora prueba: «Querida mamá».
—Dame el maldito cigarrillo.
Ambas rieron mientras Bliss le entregaba el cigarro y un encendedor de plástico.
Parker se acercó.
—Tenemos que hablar —le dijo a Susan—. Y sólo en parte porque quiero quitarles la primicia a los imbéciles que están ahí fuera como lobos hambrientos.
—Te daré todos los datos —dijo Susan—. Pero voy a escribir un estremecedor relato en primera persona para mañana por la mañana.
Allí estaba Ian. Llevaba una camiseta de los Yankees y vaqueros, y era evidente que lo habían despertado después de medianoche. En lo único que pudo pensar fue en que se había ido a dormir sabiendo que ella había desaparecido. «Hijo de puta».
Pero él la miraba como si nada hubiera cambiado. Como si ella no hubiera cambiado. Bueno, ella no había cambiado. Pero sí iba a hacerlo. Se puso el cigarrillo en la boca, lo encendió y devolvió el encendedor a su madre. Su mano todavía temblaba ligeramente.
Dio una calada al cigarrillo haciendo un pomposo gesto, como había visto en las antiguas películas francesas, y lo miró evaluándolo —arrogante, condescendiente, académica—. Y vio en Ian a todos los jefes, a todos los profesores con los que se había acostado. Sí. Probablemente había llegado el momento de hacer terapia. Se preguntó vanamente si el seguro del periódico le cubriría los gastos del psiquiatra, aunque ya se enteraría de ello. Aquél no le parecía el momento adecuado para preguntar.
—Cuando termine todo esto —le dijo a Ian—, quiero trabajar sobre la historia de Molly Palmer. A plena dedicación.
—Es un suicidio periodístico —se quejó Ian, intentando disuadirla—. Es periodismo amarillo.
—¡Eh! —interrumpió Bliss—. Hija mía…
—Mamá —le advirtió Susan, y Bliss se calló. Susan se había recuperado, indomable—. Molly era una adolescente, Ian. Quiero saber qué pasó. Quiero enterarme de su versión de la historia.
Ian suspiró y se balanceó sobre sus talones. Abrió la boca como si fuera a contradecirla, pero después pareció pensarlo mejor y alzó sus manos, claudicando. El humo del cigarrillo de Susan le estaba irritando los ojos, pero ella no se molestó en apartarlo.
—No vas a conseguir que hable —le dijo—. No ha hablado con nadie. Pero si quieres intentarlo… —Dejó la frase inconclusa.
Bliss no tenía carnet de conducir y el coche de Susan había quedado en el barrio de Pearl.
—Supongo que no tendrás dinero para un taxi —le dijo Susan a su madre.
Bliss frunció el ceño.
—No llevo dinero encima —respondió.
—Tu cartera —le dijo Parker a Susan, extrayendo una pequeña cartera negra del bolsillo de su impermeable y envegándosela—. La encontraron en el coche de Reston.
—Os llevaré yo cuando queráis —dijo Derek. No había tenido tiempo para secarse el pelo con el secador, por lo que lo tenía de punta, como hierba seca.
—Voy a necesitarte para escribir el artículo, muchacho— le dijo Parker—. Tienes que colgarlo en la red antes que nadie. Si te vas a casa temprano, no esperes ver tu crónica publicada.
Derek se encogió de hombros y miró a Susan.
—Ya habrá otros artículos.
—Necesito un nuevo ayudante —le dijo Parker a Ian—. Éste no está funcionando. —Pero Susan pudo ver que no lo decía en serio.
—¿Qué coche tienes? —le preguntó Susan a Derek—. Déjame adivinar. ¿Jetta? No. ¿Taurus?
Derek jugueteó con un llavero que colgaba de su mano.
—Un viejo Mercedes —respondió—. De combustible ecológico.
Susan trató de ignorar la lenta sonrisa que había aparecido en el rostro de Bliss.
—Primero necesito ir a mi apartamento a buscar mi ordenador portátil —le dijo Susan a Derek, mientras daba una profunda calada a su cigarrillo—. Luego quiero irme a casa. A casa de Bliss. —Derek arqueó las cejas—. A casa de mi madre —explicó rápidamente Susan, buscando en el bolso su móvil —vive en la zona sureste—. Miró la pantalla del teléfono. Tenía dieciocho mensajes nuevos. El teléfono vibró en su mano y Susan dio un respingo, sorprendida. Era una llamada. —¿Bliss? —repitió Derek.
Bliss tendió su mano.
—Encantada de conocerte.
Susan respondió la llamada.
Supo que era Molly incluso antes de oír su voz.
—Soy yo otra vez —comenzó Molly—. Lamento llamar tan tarde. Pero Ethan me ha dado tu último mensaje.
—Hizo una pausa—. ¿Estás ocupada?
Susan echó un vistazo a su alrededor, deslizando la mirada por las oficinas de las Avispas Verdes, el aparcamiento abarrotado de coches patrulla, sus colegas expectantes, su madre.
—No —le dijo.
—Qué bien —exclamó Molly, tomando aliento—. Por— que necesito contarte algunas cosas que quiero quitarme de encima.
Anne se abrochó su abrigo de cuero, encogiéndose de hombros. Ya no la necesitaban, pero siempre le gustaba ver cómo terminaba todo. Le daba la sensación de que el caso estaba cerrado. Buscó las llaves de su coche y salió de la oficina. El húmedo clima del noroeste había vuelto con toda su crudeza. Anne no entendía cómo los habitantes de Portland podían soportar semejante tiempo. Para ella, parecía que el mundo entero se estuviera pudriendo a su alrededor.
—Buen trabajo. —Era Archie, parado bajo la persistente llovizna, junto a la puerta.
Anne sonrió.
—¿Quieres que te lleve? —le preguntó—. Regreso al Heathman. Puedo dejarte de camino.
—No. Ya he llamado a un taxi.
Anne miró hacia el interior, donde Claire y Henry estaban conversando con los técnicos forenses.
—Cualquiera de los chicos puede llevarte.
Archie se encogió de hombros.
—Tengo que hacer una parada en el camino.
—¿ A estas horas de la noche? —preguntó Anne. Sabía perfectamente adonde se dirigía. Ella también había ido a ver a Gretchen Lowell, en aquellos primeros días, cuando Archie estaba en coma. Su error al trazar el perfil todavía le irritaba, y pensó que podía aprender algo de la Belleza Asesina. Pero Gretchen se había negado a hablar. Se sentó silenciosa durante una hora en su celda, mientras Anne la acribillaba a preguntas. Y cuando la agente se levantó para marcharse, la asesina lo único que le había preguntado era si Archie todavía estaba vivo.
—¿ A qué hora te vas mañana? ¿Vas a quedarte a las felicitaciones durante la rueda de prensa? —le preguntó Archie.
Anne dejó que cambiara de tema.
—Mi vuelo sale por la noche. —Sabía perfectamente que no podía obligarlo a recibir ayuda si él no estaba dispuesto. Pero le dolía verlo sufrir, y todavía le dolía más no poder hacer nada por él—. Así que estaré por aquí durante el día —dijo. Iba a saltarse la rueda de prensa. Había dos pares de zapatillas del número 14 en la tienda Nike con el nombre de sus hijos, pero, por si le quedaba alguna duda, añadió—: Si quieres hablar.
Archie jugueteó con algo en el bolsillo de su chaqueta, y miró sus zapatos.
—Tengo que hablar con alguien.
—Pero no conmigo —aventuró Anne.
Archie alzó la vista, la miró y sonrió. A Anne le pareció que estaba agotado, y se preguntó si ella tendría el mismo aspecto.
—Que tengas un buen viaje —le deseó con calidez—. Me alegro de haberte visto de nuevo.
Anne dio un paso hacia él.
—Sea lo que sea lo que te haya sucedido cuando estuviste con Gretchen, te haya hecho lo que te haya hecho y hayas sentido lo que hayas sentido, no estás en condiciones de juzgarlo. Se trataba de una situación extrema. Ella creó esa situación extrema para forzarte.
Él apartó la mirada, y dejó que vagara perdida hacia la noche.
—Abandoné todo lo que amaba en ese sótano —explicó Archie en voz baja, controlada—. Mis hijos, mi esposa, mi trabajo, mi vida. Iba a morir. En sus brazos. Y estaba satisfecho con eso. Porque ella estaba allí. —Miró fijamente a Anne—. Cuidándome.
—Es una psicópata.
Un taxi amarillo se acercó hasta el aparcamiento situado detrás de la oficina.
—Tienes razón —afirmó Archie, dando un paso en dirección al coche—. Pero es mi psicópata.
Archie se despierta completamente desorientado. Todavía está en el sótano. En la camilla. Pero algo ha cambiado. La camilla ha sido colocada contra la pared. El hedor a carne putrefacta ha desaparecido. Busca el cadáver. No está; el suelo de cemento está limpio. Sus vendas son nuevas. Las sábanas han sido cambiadas. Lo han bañado. La habitación huele a amoníaco. Busca en las dispersas imágenes de su mente algún recuerdo reciente.
—Has dormido durante dos días. —Gretchen aparece detrás de él. Se ha cambiado de ropa. Lleva pantalones negros y un jersey gris de cachemir, y su cabello rubio está limpio y cuidadosamente recogido en una brillante coleta.
Archie parpadea al verla, su mente todavía confusa.
—No entiendo —alcanza a decir débilmente.
—Has muerto —le explica Gretchen—. Pero he conseguido traerte de vuelta. Diez miligramos de Lidocaína. No estaba segura de que funcionara. —Le sonrió alegre—. Debes de tener un corazón muy fuerte.
Él trató de asimilar aquella idea.
—¿Por qué?
—Porque todavía no hemos terminado.
—Yo sí estoy acabado —le dice con toda la autoridad que puede.
Gretchen lo mira levemente irritada.
—Tú no eliges, ¿entiendes? Yo tomo todas las decisiones. Soy la que está al mando. Todo lo que tienes que hacer es obedecerme. —Se acerca, colocando el rostro a escasos centímetros del suyo, con la cálida mano sobre su mejilla—. Es lo más sencillo del mundo —le dice, consolándole—. Has trabajado tanto durante tanto tiempo… Siempre dispuesto. Con toda esa responsabilidad. Siempre te buscaban para obtener respuestas. —Él puede sentir su aliento contra su boca, cosquilleándole en los labios. No la mira. Es demasiado difícil. Mira más allá de su rostro—. Ahora, todos creen que estás muerto, querido. Han transcurrido muchos días. Nunca mantengo vivo a nadie tanto tiempo. Henry lo sabe. Pensé que te gustaría. Nadie te necesita. —Ella le sonríe y lo besa en la frente—. Disfrútalo.
El siente el beso mientras ella va quitando la venda que cubre la herida producida por la extirpación del bazo. Llega a ver las suturas negras que mantenían su carne unida. Ella parece complacida.
—La hinchazón ha bajado, y también el color es más normal —comenta.