«No llores», se dijo— «Por lo que más quieras, no llores»—. Tus canciones favoritas —continuó él, y sintió los labios rozando su mejilla, provocándole náuseas—. Todavía la tengo. Estaba esa canción de Violent Femmes, Súmalo. «¿Es que no me vas a dar un beso?». Me diste un beso en la mejilla y me dijiste: «Ésta soy yo». Te entregaste a mí. —Él la volvió a besar, pasando el labio inferior por su mejilla, dejando un rastro de saliva—. Habías escrito las letras de todas las canciones con mucho cuidado. Seguramente te habría llevado horas.
Ella apretó aún más fuerte los ojos, hasta sentir dolor.
—Eran para un ensayo, Paul. Me ofrecí voluntaria para grabar esa cinta para el ensayo. Para la obra que preparamos.
—Fue ese día en el aula, después de las clases, cuando nos besamos por primera vez.
Ella podía oler su sudor, dulce y ácido, en el reducido espacio.
—No.
—Oí la música de camino a casa y no pude creerlo. ¡Éramos tan parecidos! —Ella sintió los labios húmedos contra su boca e intentó apartar la cabeza, pero no fue capaz. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Al oír la letra de las canciones, supe lo que intentabas decirme —añadió, con sus labios danzando sobre los de ella—. También supe que era un error que nosotros estuviéramos juntos. —Él se apartó y ella pudo sentir que el cinturón se aflojaba, pero todavía tenía miedo a abrirlos ojos, horrorizada ante lo que podría ver—. Todavía estaba casado. Era tu profesor. Pero tú eras tan madura a para su edad, a pesar de ser tan joven… Te escribí una carta. No debí haberlo hecho. No tenía que haber puesto mis sentimientos por escrito. Pero me arriesgué. Te la di en clase al día siguiente y te dije que la leyeras más tarde, y lo hiciste. —Hizo un ruido, una mezcla de suspiro y sollozo—. Y viniste a verme tras la fiesta para los actores. E hicimos el amor. —Le tomó la cabeza en las manos, y ella sintió los labios de él contra los suyos, la lengua empujando contra su boca cerrada. El cinturón volvió a apretarse—. Abre la boca.
Susan abrió los ojos y lo miró, enfurecida.
—No fue así como sucedió, Paul —le dijo. Por fin se había atrevido a decirlo, por fin salía la verdad—. Me emborraché —le espetó—. Me emborraché por primera vez en la fiesta para los actores después de aquella estúpida obra escolar, y te ofreciste a llevarme a casa en tu coche. —Ella dejó caer su cabeza con tristeza, contra la litera—. Yo era una niña. Mi padre acababa de morir. Dejé que sucediera. No terna ni idea. Y tú eras mi profesor favorito.
El chaleco antibalas obligaba a Archie a respirar de otro modo. Las tiras de velero estaban ajustadas y el peso de la prenda le oprimía el pecho, produciéndole dolor en las costillas, y cada movimiento de su torso se convertía en un suplicio. Intentó tomar aire hasta su vientre, visualizando el oxígeno en movimiento a través de la garganta, hacia los pulmones, alimentado su corazón. Al menos, tenía algo en que pensar mientras él, Henry y Claire se dirigían por el largo camino de cemento que zigzagueaba colina abajo hacia los barcos. Un viejo Passat plateado estaba aparcado al pie de la colina. Era el coche de Res ton. Caminaron con cierta naturalidad, con los chalecos bajo sus ropas de civil, las armas enfundadas, pero sus cuerpos estaban tensos, y cualquiera que los viera tenía que ser un idiota para no alarmarse. Pero no había nadie. Sólo los barcos, balanceándose silenciosamente.
El embarcadero se extendía sobre el río en forma de T, con los barcos amarrados a cada uno de sus lados. Las luces de segundad que señalaban la explanada proporcionaban un perezoso brillo blanco que se reflejaba sobre la superficie negra del agua y hacia que todo se viera con enorme claridad. Era el aire frío, supuso Archie. Todo se veía con nitidez a causa del aire frío. Abrió la funda de su pistola y dejó que el pulido metal de la 38 hiciera presión contra la palma de su mano.
A un lado del embarcadero se alineaban los números pares, en el otro los impares. Incluso antes de llegar al número 28, Archie ya sabía que el barco no estaría allí. No creía, simplemente, que fuera a tener esa suerte.
—Demonios —exclamó Archie, cuando llegaron al lugar vacío.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Claire.
—Quiero decir que tendremos que ir en barca explicó Archie.
—Navegar —especificó Henry—. Es un barco. Se dice navegar.
—Demonios —repitió Archie.
Archie estaba de pie en la cubierta de un barco con cabina de ocho metros y medio de eslora. No le gustaban los barcos. Uno de los policías le había explicado qué tipo de embarcación era aquélla. La patrulla fluvial del condado llevaba uniforme verde, pintaba sus barcos de color esmeralda y se autodenominaban las Avispas Verdes. El personal de invierno estaba formado por un teniente, un sargento, ocho agentes y un mecánico. Aún no había transcurrido media hora desde que Archie los había llamado y se habían presentado todos en sus puestos.
A los cuarenta y cinco minutos, cinco embarcaciones de las Avispas Verdes ya estaban en el agua, rastreando el río en busca de un barco Chris, ayudados desde el aire por dos helicópteros de la policía y uno de la guardia costera.
—Es un barco —dijo uno de los pilotos a Archie con confianza—. Está en el río. Lo encontraremos.
Una hora mas tarde, uno de los pilotos daba el aviso por radio de que habían encontrado la embarcado» anclada justo fuera del canal, en la isla Sauvie, en el lado del Columbia.
Archie transmitió la información de la ubicación al SWAT. Reston habría avistado los reflectores de 10.000 megavatios del helicóptero de la policía cuando sobrevolaban la zona. Y quizá había anclado y tratado de escaparse, en cuyo caso el helicóptero lo seguiría. Al haber rehenes, Archie no quería correr ningún riesgo. Pero le llevaría tiempo al SWAT llegar allí y el barco de las Avispas Verdes no estaba lejos. También tendrían que confirmar que aquélla era la embarcación que buscaban. No le haría ninguna gracia enviar a un equipo del SWAT para irrumpir en el barco equivocado y arruinar las vacaciones de una familia. Así que Archie ordenó a los tres agentes que iban en uno de los barcos de la patrulla fluvial con Henry, Claire, Anne y él mismo que dieran la vuelta a la isla y vieran si era posible acercarse.
Allí estaba. Las luces exteriores estaban apagadas, pero las de la cabina estaban encendidas. Rick, un oficial de la edad de Archie de pelo corto y barba canosa, dirigió un reflector montado sobre cubierta hacia él. El helicóptero trazaba círculos en el oscuro cielo, sobre ellos.
—Ahí está —gritó por encima del ruido de los motores.
—Tengo al SWAT y a un negociador en camino —gritó Archie como respuesta.
—No queda mucho tiempo —le previno Anne a Archie. Sus trenzas le golpeaban el rostro y ella se las sostuvo con una mano enfundada en un guante de cuero—. Él debe de estar deseando terminar con todo esto.
—¿Hasta dónde puede acercarse? —le preguntó Archie a Rick.
—Lo suficiente como para abordarlo.
—Hágalo.
Henry, Claire y Archie sacaron sus armas, mientras el piloto disminuía la velocidad del barco al mínimo para acercarse. Dos de los hombres aseguraron un par de cuerdas en torno a las abrazaderas del barco policial y se mantuvieron de pie a estribor. Cuando se aproximaron lo suficiente, Rick apagó los motores para deslizarse por inercia los últimos metros. Al rozarlo, los otros dos oficiales pasaron las cuerdas por la barandilla y las ataron a las abrazaderas.
Los dos barcos chocaron. Todos permanecieron en silencio. Hacía frío. Archie se llevó las manos a la boca, sopló sobre ellas y flexionó los dedos varias veces para hacerlas entrar en calor. Sus mejillas ardían por efecto del viento helado que soplaba sobre el río. En el otro barco no se apreciaba movimiento. El detective examinó el río. No había más luces sobre el agua.
—Voy a subir a bordo —anunció.
Le entregó el arma a Henry.
Su compañero aferró el revólver con una mano, pero puso la otra con firmeza sobre la de Archie de modo que el arma quedó sostenida por ambos. Se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño.
—Vas a subir porque piensas que es lo que hay que hacer —le susurró a Archie— o porque sientes lástima de ti mismo?
Archie miró a su amigo a los ojos. «No puedes salvarme», pensó.
—No vengas, a menos que oigas un disparo. Trataré de hacerte una señal si considero que los del SWAT deben entrar.
—Llévate un chaleco —le recomendó Henry.
El chaleco. Archie se lo había quitado cuando habían subido. Le parecía absurdo llevar algo pesado cuando lo que en realidad debería llevar era algo que lo mantuviese a flote si caía al agua. Apartó su mano, soltando el arma para que Henry la sostuviera.
—Me hace daño en las costillas y pasó sobre la barandilla del barco policial para saltar al otro, antes de que nadie puchera detenerlo. Las suelas de goma de sus zapatos se adhirieron a la cubierta de fibra de vidrio Se agachó para avanzar unos pocos pasos hasta la puerta de la cabina.
—¡Reston! —gritó—. Soy el detective Archie Sheridan. Voy a abrir la escotilla, así podremos hablar, ¿vale? —No esperó respuesta. ¿ Qué iba a hacer si Reston le decía que no? Seguir adelante, hablar, tratar de distraerlo. Archie miró la cerradura. No estaba cerrada. Abrió la escotilla cuadrada de madera. Un cartel sobre el marco lo prevenía: «Cuidado al bajar».
Pudo ver parte del interior del camarote de madera, un pequeño habitáculo con un lugar para comer. Pero Reston no estaba, ni Susan, ni Addy Jackson.
—No voy armado. Voy a entrar, así podremos hablar, ¿de acuerdo? —Esperó. Nada. Eso era una mala señal. Tal vez ya estuvieran muertos. Tomó aliento, preparándose para cualquier espectáculo sangriento. No sabía en qué grado podría afectarle—. Voy a entrar.
Se escurrió por la escotilla y bajó los cuatro escalones que conducían directamente al camarote principal.
Parpadeó ante la fuerte luz. El espacio constituía el equivalente a un salón en un barco. Había un pequeño sofá con un tapizado de flores, una silla de esterilla con un almohadón también floreado frente a una pequeña mesita pintada de blanco con un cristal. La alfombra era de color verde. El techo era bajo y el espacio reducido, pero las paredes parecían estar revestidas con paneles de cedro y la madera brillaba con calidez bajo la luz amarilla del interior. Un gran barómetro de madera y bronce colgaba como decoración sobre el sofá. En el otro extremo, estaba la zona habilitada como comedor que había visto desde arriba.
Reston estaba de pie junto al sofá, frente a una entrada que llevaba hacia lo más profundo del casco. Vestía pantalones de color caqui y una camiseta. Sus ojos eran agujeros negros. Con un brazo agarraba firmemente a Susan Ward por la cintura, y con el otro sostenía un arma bajo su mandíbula. Un cinturón de cuero marrón colgaba, flojo, de su cuello. Archie no dudó ni un instante que coincidiría con las marcas de las ligaduras en torno a los cuellos de las otras muchachas. Las muñecas y tobillos de Susan estaban atados con cinta adhesiva. Pero estaba viva. Y despierta. Y a juzgar por su agotada pero furiosa expresión, enfadada.
—¡Ah del barco! —exclamó Archie.
—Addy está ahí atrás… —alcanzó a escupir Susan antes de que Reston tirara del extremo del cinturón, asfixiándola. Mantuvo el arma contra su cabeza mientras ella caía al suelo de rodillas.
—Shhh —ordenó con ferocidad—. ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué no eres buena conmigo?
Susan intentó agarrar el cinturón con ambas manos, pero no pudo introducir los dedos para aflojar el lazo. Su rostro estaba distorsionado, sus ojos desorbitados, la boca abierta, escupiendo. Archie sólo tenía un par de minutos.
No quería lanzarse contra Reston. El arma apuntaba directamente a la cabeza de Susan, y si Archie se abalanzaba, él podría dispararle. La periodista había caído al suelo con todo su peso, así que no era probable que fuera a romperle el cuello. Realizar un estrangulamiento con éxito era más difícil de lo que parecía. No era sólo la falta de aire lo que le mataba a uno, sino también la presión de las arterias y vasos sanguíneos del cuello. Si Archie no hacía nada, ella moriría. Pero tardaría unos minutos. Y eso era bastante tiempo. El detective terna una oportunidad.
Se dio media vuelta y se alejó unos pasos de Reston y Susan hacia la cocina del rincón. En ella había un hornillo y un fregadero de metal, rodeados por una encimera verde. Las alacenas estaban pintadas de blanco. Archie abrió varias hasta que encontró algunos vasos. Cogió uno y se sirvió agua. Susan había dejado de forcejear y ya no se resistía. ¿Estaría inconsciente? ¿Había fracasado también en esto? Pero, de golpe, pudo oír una enorme inspiración. Reston había aflojado el cinturón. Susan estaba tratando de tomar aire. Tosió, ahogada. Archie cerró los ojos, sintiendo que la sangre fluía hacia sus dedos. Había funcionado.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó Reston.
Archie esperó unos instantes antes de contestarle. No podía darle pistas a aquel bastardo.
—Necesito tomar unas pastillas —le explicó, todavía de espaldas—. Puedo tomarlas sin agua, pero hacen efecto más rápido si las tomo con algo.
Se volvió hacia Reston y le sonrió cortés. Después se sentó sobre un banco cubierto con unos cojines de color tostado ante la mesa de la zona destinada a comedor, procurando no poner las piernas debajo de la mesa, para poder moverse rápidamente en caso necesario. Colocó el vaso de agua encima de la mesa. Pudo distinguir las luces del barco de la guardia costera a través del pequeño ojo de buey. Eso significaba que podían verlo. Bien.
—Voy a meter la mano en mi bolsillo y sacar las pastillas —dijo, y antes de que Reston pudiera responderle, hizo lo que había dicho, sacando su pastillero metálico. Lo abrió, contó ocho pastillas y las puso una por una sobre la mesa verde oscuro. Incluso en aquellas circunstancias, sintió que sus endorfinas enloquecían sólo con mirarlas—. Sé que parecen muchas. —Miró a Reston, arqueando irónicamente las cejas—. Pero las tolero estupendamente.
Reston había vuelto a agarrar a Susan por la cintura. Ella todavía seguía tosiendo mientras tragaba aire a grandes bocanadas, como si quisiera convencerse de que su tráquea ya no estaba obstruida. Pero se las había ingeniado para quitarse del cuello el cinturón, que había caído enrollado a sus pies. «Una chica lista», pensó Archie.
—Susan —dijo con tono tranquilo y amable—, ¿estás bien?
Ella asintió, levantando el rostro para mirarlo, con una expresión desafiante de nuevo en sus ojos. Reston la atrajo todavía más hacia él. Archie agarró una pastilla, se la puso en la lengua y la tragó con un poco de agua. Después volvió a colocar el vaso sobre la mesa.