Corazón enfermo (33 page)

Read Corazón enfermo Online

Authors: Chelsea Cain

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Corazón enfermo
8.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando oyó el golpe en la puerta, su primer pensamiento se dirigió hacia Bliss. Había llamado a su madre al llegar a casa; Bliss era la única persona en el mundo que no tenía móvil ni buzón de voz. Susan había dejado un triste mensaje en el contestador, que funcionaba de vez en cuando y con frecuencia reproducía los mensajes con una extraña y lenta cadencia que hacía que Bliss se retorciera de risa. Al oír el golpe en su puerta, Susan pensó que habría escuchado el mensaje y lo habría dejado todo para correr a su lado a ver si estaba bien. Pero, en su interior, sabía que aquélla sería una situación inimaginable. Al alcanzar la edad adulta, se había pasado mucho tiempo cuidando de Bliss. Sin embargo, en su determinación por tratar a su hija como una adulta, Bliss rara vez había cuidado de ella. Además, su madre se negaba a tener coche y habría tenido que coger dos autobuses para llegar hasta Pearl. Tenía que ser lan. Sonrió ante aquella perspectiva, sintiendo un reconfortante orgullo al saber que él, a fin de cuentas, no había podido resistirse a sus poderosos encantos femeninos. Sí. Con toda seguridad, era lan.

Sonó otro golpe.

Se puso de pie y se encaminó descalza a la puerta, deteniéndose un minuto para mirarse en un antiguo espejo biselado. El Gran Escritor le había dicho que lo había comprado en una tienda de antigüedades en París, pero ella había visto uno idéntico en Pottery Barn. Gretchen Lowell tenía razón. En la frente de Susan empezaba a resultar permanente una arruga cuyo aspecto no le gustaba en absoluto. ¿Era posible que hubiera envejecido en aquella semana? Dejó la copa de vino sobre la mesa ante al espejo y con su pulgar alisó la ofensiva arruga hasta que su entrecejo se relajó, y luego colocó algunos mechones de su cabello rosa detrás de sus pequeñas orejas. Ya estaba lista. Con una de sus sonrisas más encantadoras, abrió la puerta. Pero no era Ian.

Se trataba de Paul Reston.

Habían pasado diez años. Él había llegado ya a los cuarenta, su cabello castaño claro empezaba a ser escaso, y había echado una ligera panza. Parecía más grande, su espalda más huesuda, las arrugas de su rostro más pronunciadas, fío llevaba ya sus gafas rectangulares de montura de plástico rojo, sino unas ovaladas de metal. Susan se quedó sorprendida al no encontrarse con el apuesto y joven profesor que ella recordaba. ¿Lo había sido alguna vez?

—Paul —exclamó Susan sorprendida—, ¿qué estás haciendo aquí?

—Me alegro de volver a verte —dijo Paul—. Tienes muy buen aspecto. —Sonrió con amabilidad, dispuesto a darle un abrazo, ella dio un paso adelante dejándose abrazar. Olía al salón de actos del Cleveland, a pintura, serrín y naranja.

—Paul —dijo ella, apoyando la mejilla contra su jersey marrón con escote de pico—. En serio.

Él la soltó y la miró. En sus ojos castaños aparecía reflejada una enorme decepción.

—Un detective vino a verme.

Susan enrojeció de vergüenza.

—Lo siento muchísimo —se disculpó—. Retiré todas las acusaciones. Le dije que me lo había inventado. Ya no te molestará más.

Paul suspiró con pesadez y entró en el apartamento, sacudiendo la cabeza.

¿En qué estabas pensando? Si sacas a la luz esa historia puede causarme un montón de problemas en el instituto.

—No importa —replicó Susan, tratando de tranquilizarlo—. No podrán hacerte nada si negamos todo lo ocurrido.

La frustración brilló en sus ojos.

—No hay nada que negar. No pasó nada, Suzy. —Cogió el rostro de ella entre sus manos y la observó detenidamente—. Es la verdad.

Susan retrocedió, apartando su rostro.

—Vale. No pasó nada.

—Cuando eras adolescente pasaste una mala época. Lo enriendo. Pero tienes que dejar atrás tu pasado.

—Lo he hecho —insistió Susan—. Lo haré.

Él se volvió hacia ella con una mirada implorante.

—Entonces, quiero que me lo digas.

—No pasó nada —repitió Susan con el tono más firme y confiado que pudo encontrar—. Yo lo inventé todo.

Paul asintió varias veces, aliviado.

—Eres una buena escritora. Tienes un enorme potencial. Siempre fuiste muy creativa.

—Todavía lo soy —exclamó Susan, algo irritada. La puerta de entrada había quedado entreabierta, y ella no quería cerrarla. No le apetecía que Paul confundiera aquel gesto con una invitación a quedarse.

—Ven —dijo él, abriendo los brazos—. Somos amigos, ¿verdad? —Le sonrió y su rostro se relajó. Entonces, ella reconoció a su profesor favorito tal como había sido hacía años, con el cabello hasta los hombros, las chaquetas de pana, los comentarios irónicos y los estúpidos poemas. La atracción casi le resultó irresistible. Una pequeña parte de ella todavía amaba a Paul Reston. Pero se impuso la parte más racional, que sabía que todo aquello era falso.

Su espalda se puso rígida y dio un breve paso hacia atrás cuando él se aproximó.

—Ya no quiero jugar más a esto —declaró ella. Su voz, pronto, sonó hueca, extraña, distinta.

Él se detuvo y dejó caer los brazos.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Esto me resulta muy extraño, Paul. —Alzó una mano y la agitó señalando al interior de su apartamento—. Estamos solos. Podemos hablar de lo que pasó. Entonces, ¿a qué viene este juego de «esto nunca sucedió»?

Él inclinó la cabeza, arqueando una ceja con expresión interrogante.

—¿A que te refieres con lo de este juego?

Vaya. Aquello sí que era retorcido.

—Por Dios, Paul —dijo Susan.

Con el rostro enrojecido, él soltó una fuerte y corta carcajada, como un ladrido.

—Bueno, lo siento. Sólo me estaba divirtiendo. ¿Desde cuándo eres tan seria? —La miró de buen humor—. Antes te encantaba actuar.

—Han muerto tres chicas —dijo Susan—. Y otra ha desaparecido; probablemente también esté muerta.

Él se encaminó hacia la puerta, la cerró y se reclinó contra ella, con las manos a la espalda, aferrando el picaporte. Su voz y su actitud se volvieron repentinamente tranquilas.

—Ya me he enterado. Dan McCallum, ¿eh? Nunca lo hubiera imaginado.

McCallum. Ella sintió otra vez el ardor de las lágrimas. Todavía no entendía cómo McCallum podía haberlo hecho. Siempre se había mostrado exageradamente justo. Era un pe— cierto, pero muy sensato. Nunca dejaba de sorprende al imaginar hasta dónde podía llegar la gente.

Y Paul. Ella había seducido a su profesor y luego se había contado a un policía. Después de haberle prometido una y otra vez que nunca diría nada a nadie. Probablemente él la odiaría.

—Por lo menos, todo ha terminado —declaró Susan. Él le acarició la mejilla con el dorso de la mano con amabilidad, y ella se sintió agradecida ante aquella delicadeza.

—Me dio la sensación de que necesitarías compañía. Déjame que te prepare algo de cenar —dijo él, mirando con escepticismo hacia la cocina—. ¿Tienes algo de comer?

—Sólo una lata de corazones de alcachofas y mantequilla de cacahuete —respondió ella.

—Bueno, algo puedo preparar —dijo, haciendo una graciosa reverencia—. Por ejemplo, un fantástico revuelto de alcachofas con mantequilla de cacahuete.

Susan echó una mirada a su ordenador, deseando, de pronto, volver a la soledad de su vino y su trabajo.

—Tengo que entregar mañana mi artículo, así que debo terminar esta noche. —Alcanzó a ver su reflejo en el espejo de Pottery Barn, de nuevo había fruncido el ceño. La copa de vino seguía allí donde la había dejado, sobre la mesa.

—Tienes que comer algo. —Él la miró expectante.

Ella se volvió hacia él repentinamente.

—¿Cómo sabías dónde vivo?

—Tenemos acceso a Nexus en el instituto. Puedes encontrar a cualquiera. Sólo con teclear su nombre. —Reston guardó silencio un instante, como si estuviera pensando su próximo paso, deseando que sus palabras fueran exactas—. Después de tu graduación, lo pasé fatal. —Apartó la vista—. Nunca respondiste a mis cartas.

—Estaba en la universidad.

Él se encogió de hombros con naturalidad, y le ofreció una encantadora sonrisa.

—Yo te amaba.

—Porque yo era una adolescente —intentó explicar Su san—. Yo te adoraba. ¿No es eso también amor? —Ella se acercó al espejo, cogió su copa de vino de la mesa y bebió. La fotografía que Bliss le había dado la semana anterior estaba enganchada en una esquina del espejo. Susan con tres años, de la mano de su padre. Segura. Feliz.

Todo cambia, definitivamente.

—Nunca dejé de pensar en ti —dijo Paul.

Susan miró su reflejo.

—Vamos, Paul. —Susan le habló a su propia imagen—. Ni siquiera me conoces.

Él se acercó por detrás, con expresión seria y algo dolida.

—¿Cómo puedes decir eso?

Susan cogió un cepillo de la mesa y comenzó a cepillarse su melena rosa. No hacía falta, pero le brindaba la oportunidad de hacer algo.

—Porque cuando me conociste yo no era una persona completamente desarrollada. Era una adolescente. —Siguió cepillándose enérgicamente. Su padre, con barba, la miraba desde la fotografía, agarrando con su mano protectora la de la niña.

Paul le tocó la nuca.

—Nunca fuiste una adolescente.

Ella dejó el cepillo con rapidez, provocando un ruido seco contra la superficie de la mesa que la sobresaltó.

—Mira —le dijo, mirando su reloj—. Tienes que marcharte. Tengo poco tiempo.

—Déjame que te invite a cenar.

Ella se dio media vuelta, de espaldas al espejo, a la fotografía, a su padre, y lo miró.

—Paul.

El volvió a ofrecerle su sonrisa seductora.

—Sólo una hora. Te contaré anécdotas de Dan McCallum. Para tu artículo. Después te traeré de vuelta a casa para que puedas terminar tu trabajo.

Susan volvió a sentirse una quinceañera, incapaz de decepcionarlo. Además, no tenía fuerzas para discutir.

—Una hora.

—Te lo prometo.

El ascensor tardó mil años en llegar hasta el aparcamiento que había en el sótano del edificio. Paul no dijo nada y, por primera vez en su vida, Susan no intentó ahuyentar el silencio. Paul la miraba, con una ligera sonrisa en los labios, mientras ella jugueteaba con el cinturón de su gabardina, apoyaba el peso de su cuerpo en uno y otro pie y miraba fijamente a los números iluminados junto a la puerta del ascensor. Podía ver sus imágenes reflejadas en la pared de acero, una mezcla de colores brillando en el metal.

Las puertas se abrieron y Paul dejó que ella saliera primero.

—Lo he dejado por este lado —dijo él, señalando un coche en un extremo del garaje, lejos del ascensor y de los otros vehículos aparcados.

«Bueno —pensó Susan—, al menos tendré tiempo de fumarme medio cigarrillo». Buscó en su bolso y encendió uno.

—¿Conocías a Lee Robinsón? —preguntó Susan, dando una calada.

Paul hizo un gesto de desagrado.

—¿Todavía fumas?

—No, Sólo en acontecimientos sociales —respondió Susan agitada.

Él lanzó una mirada a su alrededor.

—¿Éste es un acontecimiento social?

Susan lanzó un gruñido.

—Ya no eres mi profesor, Paul. No me sermonees.

—Cuatrocientas cuarenta mil personas mueren al año en EE UU a causa del tabaco. Cincuenta personas por hora.

Susan dio una profunda calada a su cigarrillo.

—¿Conocías a Lee Robinsón? —volvió a preguntarle.

Él se tocó la cabeza como si, de pronto, le doliera.

—No muy bien —contestó.

Susan tiró de su cinturón, atándolo y desatándolo.

—Pero eras bastante amigo de McCallum, ¿no? Creo recordar que me contaste que ibas de pesca con él en su barco.

—Suzy, eso fue hace veinte años —dijo Paul con una sonrisa exasperada.

—Entonces, solíais pasar tiempo juntos.

—Fuimos de pesca juntos una vez, hace veinte años. —Él se acercó y pasó su brazo por el hombro de Susan, que dio un paso adelante para quitárselo de encima.

La periodista se rió nerviosa.

—¿No podías haber aparcado más lejos? —preguntó.

Paul se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos.

—No había sitio cuando llegué.

—Bueno, si me derrumbo por mi escasa capacidad pulmonar, deja mi cuerpo a merced de las ratas —bromeó Susan.

—Fumar no es un chiste. Es una adicción muy peligrosa. Te va a matar.

Por fin llegaron al coche. Susan nunca se había sentido tan feliz al ver una furgoneta Passat de hacía diez años. Sonrió ante las dos pegatinas cuidadosamente colocadas a uno y otro lado del parachoques. En ellas se leía: «Salvemos nuestras escuelas» y «Si no está furioso, es que no está prestando atención».

Paul entró primero agachándose y abrió la puerta del lado de Susan. Ella subió, se puso el cinturón de seguridad y dio una última calada a su cigarrillo. Después buscó el cenicero para deshacerse de él. Era el coche más limpio que había visto nunca. El salpicadero brillaba. No había un pelo, ni un lápiz, ni un sobrecito de ketchup por ningún lado. Se inclinó y abrió el cenicero. El de su coche estaba repleto de chicles y ceniza. El de Paul estaba vacío. Si hubiera querido, se podría haber usado para comer. Susan miró su cigarrillo; era una pena ensuciar un cenicero tan inmaculado como aquél. Tampoco quería tirar la colilla en el suelo del aparcamiento —estaba tratando de ser más cuidadosa con la limpieza en los lugares públicos—. Tal vez Paul tuviera algo en la guantera para que ella pudiera envolver el cigarrillo y luego guardarlo en su bolso. Abrió la guantera. En su interior, había una linterna y un mapa.

—Por Dios, Paul —dijo—. ¿Te pasas el día limpiando? —El coche olía incluso a desinfectante, como un baño público recién fregado—. ¿Qué has hecho? ¿Sumergir tu coche en lejía? —preguntó—. Porque huele como a… —Sacó el mapa de la guantera y lo examinó. Era una carta náutica del Willamette—… cloro.

Él la agarró por detrás al tiempo que ella forcejeaba con el tirador. Intentó agarrarse a la puerta, pero él apretó el botón que bloqueaba automáticamente todas las cerraduras. Susan luchó por alcanzar el botón en el tirador de su puerta y desbloquearla, pero él pasó el antebrazo por su cuello y puso algo sobre su boca y su nariz, dejándola inmovilizada. Trató de resistirse con las rodillas y los codos, pero no fue suficiente. Él tenía ventaja sobre ella. Por su mente pasaron las ideas más absurdas: por qué no habría ido a las clases de defensa personal; por qué no se le había ocurrido ponerse las botas estrechas con la puntera metálica; por qué no se habría dejado las uñas largas, para arrancarle los ojos a aquel decente; o simplemente, por qué nada de aquello le sorprenda. Se las ingenió para coger el cigarrillo encendido y se lo aplastó en el cuello hasta que gritó, pero Reston le retorció u muñeca hasta que Susan tuvo que soltar el cigarrillo. Le hubiera gustado matarlo, pero se conformaba con dejarle un agujero en la alfombrilla de su impecable coche. Ése sería su legado: una quemadura en una superficie impoluta. Maldita perfección. Fue su último pensamiento antes de que la oscuridad la envolviera.

Other books

Pulling Home by Mary Campisi
The Battered Heiress Blues by Van Dermark, Laurie
King of the Worlds by M. Thomas Gammarino
Pet's Pleasure by Zenobia Renquist
The Game of Denial by Brenda Adcock
From This Moment by Higson, Alison Chaffin
Breaking Point by Tom Clancy