Cuentos completos (201 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—La cabeza no es para… —balbuceó él.

—Es una orden. Si no sabes cómo hacerlo, inténtalo.

Andrew volvió a dudar y luego apoyó la cabeza en el suelo. Intentó levantar las piernas y cayó pesadamente.

—Quédate quieto —le ordenó el alto. Y le dijo al otro—: Podemos desmontarlo. ¿Alguna vez has desmontado un robot?

—¿Nos dejará hacerlo?

—¿Cómo podría impedirlo?

Andrew no tenía modo de impedirlo si le ordenaban no resistirse.

La Segunda Ley, la de obediencia, tenía prioridad sobre la Tercera Ley, la de supervivencia. En cualquier caso, no podía defenderse sin hacerles daño, y eso significaría violar la Primera Ley. Ante ese pensamiento, sus unidades motrices se contrajeron ligeramente y Andrew se quedó allí tiritando.

El alto lo empujó con el pie.

—Es pesado. Creo que vamos a necesitar herramientas para este trabajo.

—Podríamos ordenarle que se desmonte el mismo. Sería divertido verle intentarlo.

—Sí —asintió el alto, pensativamente—, pero apartémoslo del camino. Si viene alguien…

Era demasiado tarde. Alguien venía, y era George. Andrew le vio cruzar una loma a lo lejos. Le hubiera gustado hacerle señas, pero la última orden había sido la de que se quedara quieto.

George echó a correr y llegó con el aliento entrecortado. Los dos jóvenes retrocedieron unos pasos.

—Andrew, ¿ha pasado algo?

—Estoy bien, George.

—Entonces ponte de pie… ¿Qué pasa con tu ropa?

—¿Es tu robot, amigo? —preguntó el alto.

—No es el robot de nadie. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—Le pedimos cortésmente que se quitara la ropa. ¿Por qué te molesta, si no es tuyo?

—¿Qué hacían, Andrew?

—Tenían la intención de desmembrarme. Estaban a punto de trasladarme a un lugar tranquilo para ordenarme que me desmontara yo mismo.

George se volvió hacia ellos. Le temblaba la barbilla. Los dos jóvenes no retrocedieron más. Sonreían.

—¿Qué piensas hacer, gordinflón? —dijo el alto, con tono burlón—. ¿Atacarnos?

—No. No es necesario. Este robot ha vivido con mí familia durante más de setenta años. Nos conoce y nos estima más que a nadie. Le diré que vosotros dos me estáis amenazando y queréis matarme. Le pediré que me defienda. Entre vosotros y yo, optará por mí. ¿Sabéis qué os ocurrirá cuando os ataque? —Los dos jóvenes recularon atemorizados—. Andrew, corro peligro porque estos dos quieren hacerme daño. ¡Ve hacia ellos!

Andrew obedeció, y los dos jóvenes no esperaron. Pusieron los pies en polvorosa.

—De acuerdo, Andrew, cálmate —dijo George, un poco demudado, pues ya no estaba en edad para enzarzarse con un joven y menos con dos.

—No podría haberlos lastimado, George. Vi que no te estaban atacando.

—No te ordené que los atacaras, sólo que fueras hacia ellos. Su miedo hizo lo demás.

—¿Cómo pueden temer a los robots?

—Es una enfermedad humana, de la que aún no nos hemos curado. Pero eso no importa. ¿Qué demonios haces aquí, Andrew? Estaba a punto de regresar y contratar un helicóptero cuando te encontré. ¿Cómo se te ocurrió ir a la biblioteca? Yo te hubiera traído los libros que necesitaras.

—Soy un…

—Robot libre. Sí, vale. ¿Qué querías de la biblioteca?

—Quiero saber más acerca de los seres humanos, del mundo, de todo. Y acerca de los robots, George. Quiero escribir una historia de los robots.

—Bien, vayamos a casa… Y recoge tus ropas, Andrew. Hay un millón de libros sobre robótica y todos ellos incluyen historias de la ciencia. El mundo no sólo se está saturando de robots, sino de información sobre ellos.

Andrew meneó la cabeza; un gesto humano que había adquirido recientemente.

—No me refiero a una historia de la robótica, George, sino a una historia de los robots, escrita por un robot. Quiero explicar lo que sienten los robots acerca de lo que ha ocurrido desde que se les permitió trabajar y vivir en la Tierra.

George enarcó las cejas, pero no dijo nada.

11

La Niña ya tenía más de ochenta y tres años, pero no había perdido energía ni determinación. Usaba el bastón más para gesticular que para apoyarse.

Escuchó la historia hecha una furia.

—Es espantoso, George. ¿Quiénes eran esos rufianes?

—No lo sé. ¿Qué importa? A1 final no causaron daño.

—Pero pudieron causarlo. Tú eres abogado, George, y si disfrutas de una buena posición se debe al talento de Andrew. El dinero que él ganó es el cimiento de todo lo que tenemos aquí. Él da continuidad a esta familia y no permitiré que lo traten como a un juguete de cuerda.

—¿Qué quieres que haga, madre?

—He dicho que eres abogado, ¿es que no me escuchas? Prepara una acción constitutiva, obliga a los tribunales regionales a declarar los derechos de los robots, logra que la Legislatura apruebe las leyes necesarias y lleva el asunto al Tribunal Mundial si es preciso. Estaré vigilando, George, y no toleraré vacilaciones.

Hablaba en serio, y lo que comenzó como un modo de aplacar a esa formidable anciana se transformó en un asunto complejo, tan enmarañado que resultaba interesante. Como socio más antiguo de Feingold y Martin, George planeó la estrategia, pero dejó el trabajo a sus colegas más jóvenes, entre ellos su hijo Paul, que también trabajaba en la firma y casi todos los días le presentaba un informe a la abuela. Ella, a su vez, deliberaba todos los días con Andrew.

Andrew estaba profundamente involucrado. Postergó nuevamente su trabajo en el libro sobre los robots mientras cavilaba sobre las argumentaciones judiciales, y en ocasiones hacía útiles sugerencias.

—George me dijo que los seres humanos siempre han temido a los robots —dijo una vez—. Mientras sea así, los tribunales y las legislaturas no trabajarán a favor de ellos. ¿No tendría que hacerse algo con la opinión pública?

Así que, mientras Paul permanecía en el juzgado, George optó por la tribuna pública. Eso le permitía ser informal y llegaba al extremo de usar esa ropa nueva y floja que llamaban «harapos».

—Pero no te la pises en el estrado, papá —le advirtió Paul.

Interpeló a la convención anual de holonoticias en una ocasión, diciendo:

—Si en virtud de la Segunda Ley podemos exigir a cualquier robot obediencia ilimitada en todos los aspectos que entrañan daño para un ser humano, entonces cualquier ser humano tiene un temible poder sobre cualquier robot. Como la Segunda Ley tiene prioridad sobre la Tercera, cualquier ser humano puede hacer uso de la ley de obediencia para anular la ley de autoprotección. Puede ordenarle a cualquier robot que se haga daño a sí mismo o que se autodestruya, sólo por capricho.

»¿Es eso justo? ¿Trataríamos así a un animal? Hasta un objeto inanimado que nos ha prestado un buen servicio se gana nuestra consideración. Y un robot no es insensible. No es un animal. Puede pensar, hablar, razonar, bromear. ¿Podemos tratarlos como amigos, podemos trabajar con ellos y no brindarles el fruto de esa amistad, el beneficio de la colaboración mutua?

»Si un ser humano tiene el derecho de darle a un robot cualquier orden que no suponga daño para un ser humano, debería tener la decencia de no darle a un robot ninguna orden que suponga daño para un robot, a menos que lo requiera la seguridad humana. Un gran poder supone una gran responsabilidad, y si los robots tienen tres leyes para proteger a los hombres ¿es mucho pedir que los hombres tengan un par de leyes para proteger a los robots?

Andrew tenía razón. La batalla por ganarse a la opinión pública fue la clave en los tribunales y en la Legislatura, y al final se aprobó una ley que imponía unas condiciones, según las cuales se prohibían las órdenes lesivas para los robots. Tenía muchos vericuetos y los castigos por violar la ley eran insuficientes, pero el principio quedó establecido. La Legislatura Mundial la aprobó el día de la muerte de la Niña.

No fue coincidencia que la Niña se aferrara a la vida tan desesperadamente durante el último debate y sólo cejara cuando le comunicaron la victoria. Su última sonrisa fue para Andrew. Sus últimas palabras fueron:

—Fuiste bueno con nosotros, Andrew.

Murió cogiéndole la mano, mientras George, con su esposa y sus hijos, permanecía a respetuosa distancia de ambos.

12

Andrew aguardó pacientemente mientras el recepcionista entraba en el despacho. El robot podría haber usado el interfono holográfico, pero sin duda era presa de cierto nerviosismo por tener que tratar con otro robot y no con un ser humano.

Andrew se entretuvo cavilando sobre esa cuestión. ¿«Neviosismo» era la palabra adecuada para una criatura que en vez de nervios tenía sendas positrónicas? ¿Podía usarse como un término analógico?

Esos problemas surgían con frecuencia mientras trabajaba en su libro sobre los robots. El esfuerzo de pensar frases para expresar todas las complejidades le había mejorado el vocabulario.

Algunas personas lo miraban al pasar, y él no eludía sus miradas. Las afrontaba con calma y la gente se alejaba.

Salió Paul Martín. Parecía sorprendido, aunque Andrew tuvo dificultades para verle la expresión, pues Paul usaba ese grueso maquillaje que la moda imponía para ambos sexos y, aunque le confería más vigor a su blando rostro, Andrew lo desaprobaba. Había notado que desaprobar a los seres humanos no lo inquietaba demasiado mientras no lo manifestara verbalmente. Incluso podía expresarlo por escrito. Estaba seguro de que no siempre había sido así.

—Entra, Andrew. Lamento haberte hecho esperar, pero tenía que concluir una tarea. Entra. Me dijiste que querías hablar conmigo, pero no sabía que querías hablarme aquí.

—Si estás ocupado, Paul, estoy dispuesto a esperar.

Paul miró el juego de sombras cambiantes en el cuadrante de la pared que servía como reloj.

—Dispongo de un rato. ¿Has venido solo?

—Alquilé un automatomóvil.

—¿Algún problema? —preguntó Paul, con cierta ansiedad.

—No esperaba ninguno. Mis derechos están protegidos.

La ansiedad de Paul se agudizó.

—Andrew, te he explicado que la ley no es de ejecución obligatoria salvo en situaciones excepcionales… Y si insistes en usar ropa acabarás teniendo problemas, como aquella primera vez.

—La única, Paul. Lamento que estés disgustado.

—Bien, míralo de este modo: eres prácticamente una leyenda viviente, Andrew, y eres demasiado valioso para arrogarte el derecho de ponerte en peligro… ¿Cómo anda el libro?

—Me estoy acercando al final, Paul. El editor está muy contento.

—¡Bien!

—No sé si se encuentra contento exactamente con el libro en cuanto tal. Creo que piensa vender muchos ejemplares porque está escrito por un robot, y eso le hace estar contento.

—Me temo que es muy humano.

—No estoy disgustado. Que se venda, sea cual sea la razón, porque eso significará dinero y me vendrá bien.

—La abuela te dejó…

—La Niña era generosa y sé que puedo contar con la ayuda de la familia. Pero espero que los derechos del libro me ayuden en el próximo paso.

—¿De qué hablas?

—Quiero ver al presidente de Robots y Hombres Mecánicos S.A. He intentado concertar una cita, pero hasta ahora no pude dar con él. La empresa no colaboró conmigo en la preparación del libro, así que no me sorprende.

Paul estaba divirtiéndose.

—Colaboración es lo último que puedes esperar. La empresa no colaboró con nosotros en nuestra gran lucha por los derechos de los robots. Todo lo contrario, ya entiendes por qué: si les otorgas derechos a los robots, quizá la gente no quiera comprarlos.

—Pero si llamas tú, podrás conseguirme una entrevista.

—Me tienen tan poca simpatía como a ti, Andrew.

—Quizá puedas insinuar que la firma Feingold y Martin está dispuesta a iniciar una campaña para reforzar aún más los derechos de los robots.

—¿No sería una mentira, Andrew?

—Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Por eso debes llamar tú.

—Ah, no puedes mentir, pero puedes instigarme a mentir, ¿verdad? Eres cada vez más humano, Andrew.

13

No fue fácil, a pesar del renombre de Paul.

Pero al fin se logró. Harley Smythe-Robertson, que descendía del fundador de la empresa por línea materna y había adoptado ese guión en el apellido para indicarlo, parecía disgustado. Se aproximaba a la edad de jubilarse, y el tema de los derechos de los robots había acaparado su gestión como presidente. Llevaba el cabello gris aplastado y el rostro sin maquillaje. Miraba a Andrew con hostilidad.

—Hace un siglo —dijo Andrew—, un tal Merton Mansky, de esta empresa, me dijo que la matemática que rige la trama de las sendas positrónicas era tan compleja que sólo permitía soluciones complejas y, por lo tanto, mis aptitudes no eran del todo previsibles.

—Eso fue hace un siglo. —Smythe-Robertson dudó un momento; luego, añadió en un tono frío—: Ya no es así. Nuestros robots están construidos con precisión y adiestrados con precisión para realizar sus tareas.

—Sí —asintió Paul, que estaba allí para cerciorarse de que la empresa actuara limpiamente—, con el resultado de que mi recepcionista necesita asesoramiento cada vez que se aparta de una tarea convencional.

—Más se disgustaría usted si se pusiera a improvisar —replicó Smythe-Robertson.

—Entonces, ¿ustedes ya no manufacturan robots como yo, flexibles y adaptables? —preguntó Andrew.

—No.

—La investigación que he realizado para preparar mi libro —prosiguió Andrew— indica que soy el robot más antiguo en activo.

—El más antiguo ahora y el más antiguo siempre. El más antiguo que habrá nunca. Ningún robot es útil después de veinticinco años. Los recuperamos para reemplazarlos por modelos más nuevos.

—Ningún robot es útil después de veinticinco años tal como se los fabrica ahora —señaló Paul—. Andrew es muy especial en ese sentido.

Andrew, ateniéndose al rumbo que se había trazado, dijo:

—Por ser el robot más antiguo y flexible del mundo, ¿no soy tan excepcional como para merecer un tratamiento especial por parte de la empresa?

—En absoluto —respondió Smythe-Robertson—. Ese carácter excepcional es un estorbo para la empresa. Si usted estuviera alquilado, en vez de haber sido vendido por una infortunada decisión, lo habríamos reemplazado hace muchísimo tiempo.

—Pero de eso se trata —se animó Andrew—. Soy un robot libre y soy dueño de mí mismo. Por lo tanto, acudo a usted para pedirle que me reemplace. Usted no puede hacerlo sin consentimiento del dueño. En la actualidad, ese consentimiento se incluye obligatoriamente como condición para el alquiler, pero en mi época no era así.

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