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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Otros, #Biografía, #Memorias

Descanso de caminantes (43 page)

BOOK: Descanso de caminantes
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La congoja por el fin de un gran amor duró del 26 de septiembre al 4 de octubre. Es claro que ella se había ido; con ella cerca, la congoja hubiera sido más larga.

Computadoras
. Mientras el hombre no tuvo más computadora que el propio cerebro, lo cultivó. Sería lamentable que por disponer de computadoras de mayor comprensión y rapidez lo descuide. Las mejores máquinas de nada sirven en un mundo de tontos. Me pregunto si un temor parecido no se dejaría sentir cuando inventaron los libros.

Ganas de ir a buscar a la amiga que veo en mis fotografías de 1963. Conozco el número de teléfono y la dirección donde encontrarla, en 1886; pero yo quiero encontrarla en 1963.

Idiomáticas. Es un poco ida
. Es un poco falta, un poco tarada. No es completa, como decía Oscar. Dícese de personas un poco raras, o lentas, como la que me visitó y callaba, o como la que se distrae y mira hacia abajo, entre la máquina de escribir y su propio cuerpo, como si se le hubiera caído algo.

Sueños y moraleja
.

I. En el sueño, mi casa está en la vereda de los impares (no en la de los pares, como en la realidad) y no en la calle Posadas, sino en una avenida, con una curva, que los automóviles toman velozmente. Yo estoy parado en la vereda de los pares, esperando a alguien, y no sé por qué temo que un auto, fuera de control, suba a la vereda y me atropelle. El portón de hierro de una casa está entreabierto. Me guarezco detrás del portón. Llegan en automóvil unos muchachos, que seguramente viven en la casa, y me preguntan qué hago ahí. Evidentemente desaprueban mi presencia (explico quién soy, digo que vivo enfrente y que todo el mundo en el barrio me conoce. Doy nombres de porteros, de vecinos, del electricista, del diariero, etcétera).

Ya despierto, pienso que en cierto modo —digamos, jurídicamente— los muchachos tenían razón. Que me desaprobaran era, de parte de ellos, bastante mezquino; que desconfiaran de mí, hubiera sido pero yo debía reconocer que el verdadero motivo que tuve para estar ahí era increíble. No había antecedentes de autos que hubieran subido a la vereda y provocado víctimas. Por no encontrar razones para justificarme, no podía dormirme de nuevo.

II. Entro en la casa ajena en cuyo portón estuve en el otro sueño. Subo al primer piso, me dispongo a bañarme, abro las canillas del agua fría y del agua caliente, para llenar la bañadera. El cuarto de baño y el cuarto donde me desvisto tienen un zócalo alto, de madera oscura. Me recuerdan el departamento de mis amigos Menditeguy.

De pronto se abre una puerta y entra en el cuarto un muchacho, sin duda dueño de casa, que me mira con algún asombro.

Le digo: «Soy Adolfo Bioy. En casa me dijeron que viniera a bañarme acá».

Mi explicación le hace gracia y comenta algo, que tal vez no entiendo, sobre el prestigio. Le contesto:

—Busquemos la verdad y dejemos el prestigio al cuidado de una asamblea de locos. Si nos premian en el reparto, no debemos desairarlos ni envanecernos.

Me parece que pienso con facilidad y que mi interlocutor no entiende. No pone objeciones, ni da importancia alguna, a mi presencia en su casa.

Cuando despierto me digo que en el mundo jurídico no había excusa para una mínima desviación de conducta y que en el mundo de la gente inteligente la excusa no era necesaria.

La represión, la condena sobreviene cuando uno cree que está en un mundo y está en otro.

Mi tarde con J
. Quiere verme. ¿Para qué?, me pregunto. ¿Para acostarse conmigo? (lo que prefiere mi vanidad) o ¿para conocer al escritor famoso? Aparece con una flor en el pelo: buen indicio, me digo. Nos sentamos en las mesitas del bar de La Biela, debajo del gomero. Un oasis de frescura, con un sutilísimo perfume casi cítrico, en el verano de Buenos Aires. Hablamos de esto y aquello. De pronto una señora, que estaba en una de las mesas vecinas, se levanta, se acerca, dice, en voz muy baja, unas palabras a mi acompañante, le deja una servilleta de papel en la que escribió algo, vuelve a su mesa. Mi amiga echa una mirada al papel escrito y lo guarda en la cartera. Está muy triste. El hecho me parece extraño. No lo comento. Hablo de diversos temas, trato de levantarle el ánimo. Creo que lo consigo. De otra mesa próxima se levanta una señora, se acerca, le dice unas palabras al oído, le deja una servilleta con algo escrito. Mi amiga la guarda en la cartera y de nuevo se entristece. Hablo de diversos temas, trato de levantarle el ánimo. Creo que lo consigo. Me dice que escribió un artículo para el periódico del hospital donde trabaja como psicóloga y que le gustaría que yo lo leyera. Le digo que estoy a su disposición. Abre la cartera y me da el artículo. Pienso: Le dije que estaba a su disposición, pero no creí que lo iba a estar tan pronto. El artículo contiene ideas de sentido común expresadas infantilmente en dos breves carillas. Le digo que está muy bien y no creo necesario sugerirle que
razonamiento
se escribe con zeta. Pienso que soy incurablemente vanidoso. Cuando una mujer quiere verme, ya lo dije, no veo más que dos posibilidades: que guste de mí o que le interese conocer a un escritor. El motivo siempre es otro. Toda la gente escribe y quiere mostrar un texto, para conseguir felicitaciones y elogios. Mientras pienso todo esto, de una mesa próxima se levanta una señora y le entrega una servilleta en la que hay unas líneas escritas. Me parece absurdo fingir que no he visto nada y comento en broma: «Parece que estuviéramos en la Viena del
Tercer Hombre
, en una película de espionaje».

Muy tristemente me pregunta si quiero saber el significado de esos mensajes. Le aseguro que no soy curioso (ay, la verdad) y que si se calla o si explica pensaré que hace bien, pero que noto su tristeza y eso me preocupa.

—Me pasó una cosa desagradable —dice—. Me manché.

Me sentí avergonzado. Pasé la vida con mujeres y, como un chico estúpido, hago bromas con películas de espionaje. Qué manera de no ponerme en el lugar del otro. De la otra, mejor dicho.

Me dijo:

—No sé cómo vaya salir de aquí.

—Espéreme un momento —le dije—. Voy al negocio de unas mujeres amigas y le compro una pollera. Es acá a la vuelta.

—Bueno —dijo—. Talle 40.

Fui a La Solderia, donde en esos días (fiestas de fin de año) compré blusas para Marta y mi secretaria, y dije a mis amigas las vendedoras:

—Ahora necesito una pollera de talle 40.

—Ésta es lindísima —me dijeron.

Era una pollera colorada. No sabía cómo estaba vestida (había pasado más de dos horas con ella). Cuando vi que tenía una blusa negra, pensé «acerté».

Reflexiones acerca de una conversación de Solyenitzin con un periodista francés
. Pasó por la guerra, el Gulag, el cáncer. Considera que al reprocharle que se aísle para trabajar y que no haga declaraciones ni conceda entrevistas, le reprochan que quiera escribir. No admiten que un escritor escriba. Obviamente comparto su criterio. Cree que todos los países pasarán por una pesadilla semejante a la revolución rusa. Es probable que eso ocurra, o que no énfasis que pone al expresar el vaticinio no es propio de un pensador; corresponde al estilo de los charlatanes. Agrega que no podemos responsabilizar a Dios por la cruel prueba a que nos somete, porque Dios nos dio el libre albedrío. También no habría dado la prueba esa. Dijo que desea volver libremente a Rusia antes de morir y cree que lo hará porque intuye que lo hará y porque ha comprobado que sus intuiciones se cumplen. De nuevo, al decir esto, me parece que emplea un énfasis de charlatán. En su lugar, una persona seria diría que por momentos cree en la posibilidad de volver porque lo intuye y porque ha no lado que algunas de sus intuiciones se cumplen.

La música a la que no estamos acostumbrados suele llegarnos como ruidos caóticos. Martínez Estrada (
Panorama de los Estados Unidos
) se preguntan si la música de jazz puede satisfacer a un pueblo, a una ciudad, a un individuo. Mis padres, que no eran demasiado aficionados a la música, en una época en que yo los tenía un poco hartos con mis discos de jazz y de tangos, cuando puse en el fonógrafo el segundo concierto de Brahms no aguantaron la exasperación y dijeron que era demasiado.

Una larga unión con la musa
. Solyenitzin se admira porque desde hace treinta y cinco años escribe… Yo no sé cuándo escribí
Iris y Margarita
, tal vez en el 25, tal vez en el 26. En el 28 escribí «Vanidad o Una aventura terrorífica», en el 29 publiqué
Prólogo
, en el 33,
Diecisiete disparos contra lo porvenir
. Desde el 30, en que empecé mi novela (inconclusa) del voluntarioso inmigrante y, con mayor dedicación, desde 1932, en que empecé a trabajar en los cuentos de
Diecisiete disparos
, escribo siempre, todos los días invento historias y medito sobre cómo contarlas. Puedo celebrar mis 56 o siquiera 54 años de escritor… Desde luego, soy más viejo que Solyenitzin; pero nunca, ni cuando tuve su edad, pensé que 35 años de escritura fueran muchos.

Santoral
. Una paloma se posó en la cabeza de Severo, un tejedor. El hecho se interpretó como señal divina. Severo fue nombrado obispo de Ravena. Asistió al Concilio de Sárdica y difundió los decretos de fe de Nicea contra los arrianos. Este santo murió en el año 384.

Silvina
. Baraja continuamente hipótesis erróneas y molestas.

Poema (de mi juventud).

«En la separación de las tordillas».

Ya tenían treinta años
.

Cuánto silencio, juntas
.

Pero Dios ejercita

sus dones poéticos

en las separaciones
.

Caída en un zanjón
,

muerta, inversa, enorme
,

una yegua se afirma

en el oblicuo cielo
.

La otra está paciendo

plácidamente, cerca
.

Arriba grita un círculo

furioso de chimangos
.

Rincón Viejo, 1937.

Santoral
. San Blas. El más famoso de sus milagros fue el de arrancar una espina de pescado, clavada en la garganta de un hombre. Es el patrono de los enfermos de garganta y de los locutores.

«No conozco mujer más exasperante». Frase aplicable a muchas mujeres y, con mayor justicia, a ella.

En el cementerio de Olivos
. Gente que está limpiando, ordenando, poniendo orden en sus sepulcros. Plácidamente se asoman, para ver quién pasa. Como si vivieran ahí. Tal vez demuestran la irrealidad de toda tarea; la vocación de irrealidad, propia del hombre y necesaria para vivir.

Observación de un biólogo
. De matrimonios de grandes caminadores, hijos y nietos de grandes caminadores, suelen nacer hijos cuadrúpedos.

Espagnolade
.

Tras largar su palabrota
,

bailó con bríos la jota
.

¿La civilización llegará
? La civilización nos habrá llegado cuando nuestros gobiernos pierdan la insolencia del cargo. Cuando muera un ministro y no tengamos que oír veinticuatro cañonazos y, lo que es peor, los discursos por todas las radios y todos los canales de televisión (sometimiento del país al pesar de la familia o partido reinante).

Comparaciones odiosas
. Arnold Bennett empezó su excelente novela corta
Buried alive
un 2 de enero y la entregó a su agente, para que vendiera los derechos, el 28 de febrero (1908). Empecé mi cuento «El nóumeno» un 24 de noviembre (1985) y concluí sus veintidós páginas el 7 de febrero (1986). Todavía estoy corrigiéndolo.

Necesitamos un interlocutor inteligente. Yo siempre lo tuve. Drago, Borges, Vlady. Sin contar a Resta y a Wilcock. De Mastronardi, César Dabove y Peyrou traté de sacar uno.

Quise poner como número clave 1616, porque no lo olvidaría: ese año murieron Cervantes y Shakespeare. Por ofuscación ante la máquina, puse el año
[22]
de
Grace Abounding
de Bunyan, de
Le Misanthrope
y de
Le Médicin malgré lui
, de las
Satires
de Boileau y,
horresco referens
, del incendio de Londres. Con más placer hubiera puesto el año del nacimiento de Jonson, o de Boewell, o de Hume, o de Byron, o de Montaigne, o Toulet, o de Eça de Queiroz, o de Italo Svevo.

Creo que un personaje de alguna novela de Jane Austen dice que la gente comete locuras para entretenernos y que nosotros las cometemos para entretenerla. Considero que ésta es una muy indulgente y agradable interpretación de la conducta humana. En cuanto a la verdad, sospecho que es otra. Los prójimos no se preocupan de entretenernos, sino de atormentarnos. ¿Hay algo que no vea a quienes lo rodean como a sus torturadores? (Si me dicen: «Quiero hablarte» no siento curiosidad).

En un número de la revista
Letras
(Buenos Aires, octubre, noviembre, diciembre de 1980) descubro el artículo de Anderson Imbert, «Manuel Peyrou: las tramas de sus cuentos». Empieza así: «Siempre me interesaron los cuentos de Peyrou. Para hablar de ellos lo visité y desde entonces nos hicimos muy amigos». En estas páginas, seguramente escritas con afecto, Anderson Imbert examina, uno por uno, los cuentos y, por si fuera poco, las novelas, sin encontrar una pieza que realmente le guste. ¿Por qué escribió el artículo, entonces? Porque es un profesor, es decir un hombre a quien nada le gusta profundamente, para quien toda la literatura tiene igual derecho a ser analizada. No escribe, como uno, movido por admiración, o por algo que estimula nuestras observaciones y reflexiones, o siquiera para destruir un libro de más fama que méritos. De todos modos, porque el artículo hablaba de mi querido amigo, me conmovió.

Apuntes para «El fin de Fausto
».
[23]
El cometa Halley
.

1910. Domingo Barisane vende por 10 centavos de casa en casa entregas sucesivas de su folletín
La fin del mundo
. Gana mucho.

Un italiano Muzzio instala en Cuyo (Sarmiento) y Florida un catalejo. «Vea por 5 centavos el cometa de Halley y conozca la causa de su futura muerte».

Odorico Tempesta y Flavio Laguin ofrecen, en cómodas cuotas, trajes de goma, para protegerse de los nocivos gases (cianógeno) de la cola del cometa.

Francisco Tulio Míguez construye tres refugios, para guarecerse de esas maléficas emanaciones. Vende dos refugios, por $ 29.500 cada uno, y se reserva el tercero.

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