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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Despedida (3 page)

BOOK: Despedida
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—Guardar nuestras cosas no es huir, ¿entiendes? Es algo que necesitamos hacer porque vamos a tener que largarnos de aquí, ya sea durante o después de la batalla.

—No si ganamos —comenzó Raquel, pero se detuvo al ver la expresión de Dana.

—Ahora ya conocen nuestro escondite —dijo Lucas—. Vendrán más vampiros. Tenemos que huir. Ayúdanos a preparar las cosas para poder escapar. Ahora mismo es lo mejor que puedes hacer.

Raquel siguió mirando a Dana mientras la expresión de su cara pasaba de la determinación a la resignación.

—La próxima vez —dijo—, la próxima vez estaré preparada para pelear.

—La próxima vez estaremos en esto juntas —le aseguró Dana. Se volvió hacia la maleza y los perseguidores. Ya no se necesitaban poderes vampíricos para saber lo cerca que estaban—. Moved el culo.

Cogí a Raquel de la mano y me la llevé al almacén. Tras todos estos días de confinamiento, rodeada siempre de una veintena de personas, se me hacía extraño verlo casi vacío. Las mantas estaban desbaratadas y con las prisas algunos catres habían sido volcados. Todavía aturdida, me puse a doblar una manta.

—Olvida las mantas. —Lucas se dirigió a los armarios de las armas. Los cazadores se habían llevado la mayor parte, pero todavía quedaban algunas estacas, flechas y frascos de agua bendita—. Guardaremos las municiones. Todo lo demás podemos reemplazarlo.

—Sí, claro. —Hubiera debido ocurrírseme. Pero ¿cómo? Tenía el cerebro embotado, como cuando la aguja del tocadiscos de mi padre quedaba atrapada en los rayones de sus viejos discos de jazz: «¿Están mis padres ahí fuera? ¿Y Balthazar? ¿Matará la Cruz Negra a gente a la que quiero, gente que probablemente solo desea rescatarme?».

Oí un bramido procedente del exterior, seguido de un chillido.

Los tres nos quedamos inmóviles. Fuera el sonido pasó de unos cuantos gritos a un fuerte clamor, y la puerta del almacén tembló con un fuerte golpe. Aunque el causante del ruido no era un cuerpo —una piedra, quizá, o una flecha fallida—, Raquel y yo pegamos un respingo.

Lucas fue el primero en reaccionar.

—Recoged todo esto. Cuando nos avisen, tendremos dos minutos para meterlo en las furgonetas. Ni uno más.

Nos pusimos manos a la obra. Me costaba concentrarme. El fragor del exterior me asustaba, no solo porque temía por los demás, sino porque me recordaba la última batalla de la Cruz Negra que había presenciado: el incendio de Medianoche. Todavía me dolía la espalda de la caída que sufrí cuando corría por el tejado en llamas, y tenía la sensación de que aún notaba el regusto a humo y ceniza. En aquel momento me consolé pensando que todo había terminado, pero estaba equivocada. Mientras Lucas y yo siguiéramos en la Cruz Negra, nos perseguirían los combates. El peligro siempre estaría acechando.

A cada grito y a cada golpe, Lucas parecía un poco más nervioso. No estaba acostumbrado a permanecer fuera de la lucha; de hecho, estaba en su naturaleza iniciarlas.

«Baúl cerrado, llave echada, una cosa menos. ¿Querrán llevarse la madera para hacer estacas? Seguramente no, pueden conseguir madera en cualquier parte, ¿no?». Trataba de hacer una criba mientras trabajaba todo lo deprisa que podía. A mi lado, Raquel simplemente agarraba las cosas a puñados y las echaba en las cajas sin echarles siquiera una ojeada. Probablemente fuera lo más práctico.

De nuevo, algo golpeó con fuerza la puerta metálica y solté una exclamación ahogada. Esta vez Lucas, en lugar de decirme que todo iría bien, agarró una estaca.

En ese momento, dos figuras cruzaron violentamente una de las puertas laterales del almacén. Estaban tan enredadas, formando una pelota borrosa de movimiento, sudor y gruñidos, que mis sentidos vampíricos no fueron capaces de distinguir cuál de ellos era de los míos y cuál el cazador de la Cruz Negra. Avanzaron hacia nosotros a trompicones, ajenos a nuestra presencia, enfrascados en su lucha a vida o muerte. La puerta entreabierta mostraba una rendija de luz y dejaba que los gritos nos llegaran aún más fuertes.

—Haz algo —susurró Raquel—. Lucas, sabes lo que tienes que hacer, ¿no?

Lucas saltó hacia delante, mucho más lejos y más deprisa de lo que debería haber sido capaz un simple mortal, e insertó la estaca en mitad de la refriega. Una de las figuras se detuvo en seco; la estaca había paralizado al vampiro. Contemplé su rostro rígido —los ojos verdes, el cabello rubio, la mueca de horror— y sentí un destello de compasión por él un segundo antes de que el cazador de la Cruz Negra se sacara del cinturón un cuchillo largo y ancho y le cercenara la cabeza de un tajo. El vampiro tembló una vez antes de caer al suelo transformado en una especie de polvo aceitoso.

Así pues, se trataba de un vampiro viejo; apenas quedaba nada del hombre mortal que había sido en otro tiempo. Mientras los demás contemplaban los restos, yo solo podía preguntarme si era uno de los amigos de mis padres. No había reconocido su cara, pero quienquiera que fuera había venido aquí con el convencimiento de que me estaba ayudando.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Raquel—. Fue algo, no sé… como sobrehumano.

Pretendía ser solo un cumplido, y por suerte el cazador de la Cruz Negra estaba demasiado exhausto para caer en la cuenta de que Lucas acababa de recurrir a su poder vampírico.

Mis ojos buscaron los de Lucas. Me tranquilizó comprobar que no había triunfo en ellos, que solo suplicaban comprensión. Al verse obligado a elegir, había tenido que proteger a su compañero. Lo entendía. Lo que no hubiera entendido era qué habría pasado si el vampiro hubiera sido mi madre o mi padre.

Eduardo asomó la cabeza por la puerta, jadeando pero vigorizado por la pelea.

—Hemos conseguido repelerlos, pero no tardarán en volver. Tenemos que cargar ahora.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A algún lugar donde podamos entrenar de verdad, poner en forma a las nuevas. —Eduardo me miró, y aunque su expresión no era amable, tuve la impresión de que me detestaba un poco menos. Ahora que era una soldado en potencia tal vez viera finalmente en mí a alguien útil. Su sonrisa burlona se tornó en cínica cuando se volvió hacia Lucas—. La próxima vez ya no tendrás más excusas para evitar la lucha.

Presentí que Lucas se disponía a encajarle un puñetazo en la mandíbula, de modo que le cogí la mano. A veces su genio amenazaba con dominarlo.

—¡En marcha, muchachos! —dijo Kate desde el exterior—. ¡Nos vamos!

Capítulo tres

E
n menos de veinte minutos estábamos todos subidos a la destartalada flota de camiones, furgonetas y coches de la Cruz Negra. Lucas y yo nos habíamos asegurado de entrar en la furgoneta que conducía Dana, y Raquel ocupaba el asiento del copiloto. Con el resto del vehículo cargado de material hasta los topes, íbamos a hacer el viaje los cuatro solos.

—¿Adónde vamos? —grité a Dana por encima de los alaridos de la radio.

Dana arrancó para unirse a la caravana.

—¿Has estado alguna vez en Nueva York?

—Es una broma, ¿verdad? —No lo era. Lucas me miró desconcertado, como si no pudiera entender por qué me parecía tan raro. Traté de explicarme—. Viajáis con todas esas armas y vais por ahí atacando a vampiros. En una gran ciudad como Nueva York, ¿no… no llamaréis la atención?

—No —dijo Dana—. Nunca ha estado en Nueva York.

Raquel rió mientras golpeaba el salpicadero al ritmo de la canción.

—Te va a encantar, Bianca —me aseguró—. Mi hermana Friday solía llevarme a Manhattan una vez al año. Hay unas galerías alucinantes, unas muestras de arte tan raro que cuesta creer que se le haya ocurrido a alguien.

—No vamos a tener mucho tiempo para visitar museos —dijo Dana. Los dedos de Raquel flaquearon solo por un instante; en cuanto volvió a sonar el estribillo, se puso a aporrear el salpicadero con renovado entusiasmo.

—De todos modos, me sigue pareciendo extraño —dije a Lucas—. ¿Cómo vamos a encontrar un lugar para todos nosotros?

—Tenemos amigos en Nueva York —contestó—. Allí vive uno de los comandos de la Cruz Negra más grandes del mundo, y tienen una red de apoyo bastante amplia.

—En otras palabras —gritó Dana por encima de la música—, esos tipos están forrados.

—¿Dónde viven? ¿En áticos de lujo? —bromeé.

—Qué va —dijo Lucas—, pero deberías ver su arsenal. Juraría que hay ejércitos que no tienen el potencial que tiene el comando de Nueva York.

—¿Y por qué el comando de Nueva York es tan grande? —pregunté. Pese a la gravedad de nuestra situación, sentía que mi estado de ánimo iba mejorando a cada kilómetro que dejábamos atrás. Era un gusto estar en movimiento—. ¿Por qué no son como el resto de vosotros?

—Porque Nueva York es una ciudad con un serio problema vampírico. —Lucas torció el gesto—. Los vampiros llegaron allí casi al mismo tiempo que los holandeses en mil seiscientos y algo. Están afianzados en esa región y gozan de mucho poder e influencia. Este comando de la Cruz Negra necesita todos los recursos que pueda conseguir para hacerles frente. En realidad, ese fue nuestro primer comando en el Nuevo Mundo. Por lo menos, eso cuentan. Nosotros no aparecemos en los libros de historia.

Me vinieron a la cabeza los vampiros de la vieja Nueva Amsterdam, y en Balthazar y Charity, que ya vivían en aquellos tiempos. Cuando Balthazar me contó que había crecido en la América colonial, pensé que sonaba increíblemente antiguo y misterioso. Me resultaba extraño creer que la Cruz Negra también se remontaba a aquella época.

Raquel debía de estar pensando lo mismo, porque preguntó:

—¿Fue entonces cuando se fundó la Cruz Negra? ¿En torno al año mil seiscientos?

Dana rió.

—Prueba a ir mil años más atrás.

—Venga ya —dije—. ¿En serio?

—Comenzó en el Imperio bizantino —explicó Lucas. Hice un esfuerzo por recordar quiénes eran los bizantinos. Me dije que quizá fueran los que venían después del Imperio romano, pero no estaba segura. Imaginé la indignación de mi madre de haber sabido lo pez que estaba en el tema; cualquiera diría que era hija de una profesora de historia—. Al principio la Cruz Negra fue la guardiana de Constantinopla, pero no tardó en extenderse por toda Europa y luego Asia. Fue a las Américas y Australia con los exploradores. Por lo visto, los reyes y reinas insistían en que con cada expedición debía viajar por lo menos un cazador.

Ese último detalle me sorprendió.

—¿Reyes y reinas? ¿Me estás diciendo que el gobierno sabe de vuestra existencia? —Traté de imaginarme a Lucas como una especie de agente secreto paranormal. No tuve que esforzarme demasiado.

—Actualmente, ya no tanto. —Lucas apoyó la frente en la ventanilla. La carretera pasaba tan deprisa que la cuneta era una línea borrosa—. Vosotros… esto, vosotras sabéis que los vampiros pasaron a vivir prácticamente en la clandestinidad poco después de la Edad Media.

Miré a Lucas con esos ojos abiertos como platos que querían decir: «Cierra el pico, ¿quieres?». Puso cara de disculpa. Era obvio que había estado a punto de soltar: «Vosotros pasasteis a vivir en la clandestinidad»; en otras palabras, había estado en un tris de referirse a mí como una vampira delante de Dana y Raquel. Solo había sido un lapsus, pero no habría hecho falta más.

Por suerte, ni Dana ni Raquel lo habían pillado. Raquel dijo:

—De ese modo, los vampiros consiguieron que la gente dejara de creer en ellos. Eso significaba que podían actuar con más libertad y la Cruz Negra dejaba de ser tan poderosa, ¿no es así?

—Muy bien, listilla. —Dana miró la carretera con expresión de enojo—. Diantre, parece que Kate tiene el pie pegado al acelerador. ¿Quiere que nos multen a todos por exceso de velocidad? ¡No podemos deshacer la formación!

Lucas fingió no haber oído esa queja sobre su madre.

—El caso es que ya no recibimos grandes subvenciones de la corona. Hay otras personas que tienen dinero que saben lo que hacemos y son las que nos mantienen a flote. Esa es más o menos la historia.

Me imaginé a Lucas como un hombre de la Edad Media, flamante en su armadura, trabajador y corajoso yendo a festines en las cortes más importantes. Entonces caí en lo mucho que habría detestado eso, tener que vestir elegantemente y mostrarse amable en fiestas selectas.

«No —me dije—, su lugar está aquí, ahora, conmigo».

—Eh —dijo Dana—, mirad a las once en punto.

Entonces vi que estaba dirigiendo nuestra atención a la silueta de la Academia Medianoche que se dibujaba en el horizonte.

No estábamos cerca. Medianoche se encontraba lejos de cualquier carretera, y Kate y Eduardo no eran tan insensatos como para arrastrarnos de nuevo a los dominios de la señora Bethany.

Pero Medianoche tenía un perfil inconfundible, siendo como era un enorme edificio gótico con torres que se elevaba sobre las colinas de Massachusetts. Incluso a esa distancia, y aunque no era más que un contorno escarpado, lo reconocimos. Nos encontrábamos demasiado lejos para poder ver los daños causados por el incendio. Parecía como si la Cruz Negra no hubiera conseguido tocar el internado.

—Sigue en pie —dijo Dana—. Mierda.

—Tarde o temprano nos lo cargaremos. —Raquel apretó la mano contra la ventanilla, como si quisiera atravesar el cristal y derribar ella misma el edificio.

Pensé en mis padres, y se me ocurrió que quizá estuvieran cerca. Puede que eso fuera todo lo cerca que volvería a estar de ellos en toda mi vida.

Durante mis últimos días en Medianoche había llegado a estar terriblemente enfadada con mis padres. Nunca me contaron que los espectros habían intervenido en mi nacimiento y que algún día podrían venir a buscarme por esa misma razón. Me habían perseguido un año fantasmas que creían que yo les pertenecía, y seguía sin saber qué podía significar eso. Pero mis padres también se negaron a decirme si tenía otra opción que no fuera convertirme en una vampira completa. Después de haber conocido a vampiros que eran verdaderos asesinos dementes, estaba decidida a averiguar si tenía alguna posibilidad de llevar una vida normal como ser humano.

«Sigo sin saber la verdad. ¿Qué va a ser de mí?». Carecer de respuestas me aterraba tanto que procuraba no pensar en ello, pero ahora la incertidumbre me invadía prácticamente a cada instante.

No obstante, cuando contemplé el internado mi miedo y mi rabia se desvanecieron. Recordé únicamente lo cariñosos que eran mis padres y lo unidos que habíamos estado hasta no hacía mucho. Me habían sucedido muchas cosas en los dos últimos días, y ninguna me parecía enteramente real si no podía contársela a ellos. Sentí un deseo intenso, casi irrefrenable, de saltar de la furgoneta y echar a correr hacia Medianoche mientras los llamaba a gritos.

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