Authors: Greg Egan
—¿Qué?
—¡Dispárale con el Introdus! —Inoshiro permanecía inmóvil y en silencio, hablando urgentemente por IR—. ¡No podemos dejar que muera!
Aislados por el marco de hojas, los ojos del mono soñador parecían extrañamente desprovistos de expresión.
—Pero no podemos obligar...
—¿Qué quieres hacer? ¿Le vas a dar una clase sobre la física de las estrellas de neutrones? ¡Ni siquiera los enlazadores se pueden comunicar con los monos soñadores! Nadie va a explicarle las opciones... ¡ahora no, ni nunca!
Yatima no dio el brazo a torcer.
—No tenemos derecho a hacerlo a la fuerza. Dentro no tendría amigos, ni familia...
Inoshiro emitió un sonido de desagrado e incredulidad.
—¡Podemos clonarle algunos
amigos
! ¡Le damos un panorama como éste y apenas notará la diferencia!
—No hemos venido a secuestrar gente. Imagínate cómo te sentirías si unos extraterrestres entrasen en las polis y te arrancasen de todo cuanto conoces...
Inoshiro estuvo a punto de gritar por la frustración.
—¡No, imagina
tú
cómo se sentirá
este
carnoso cuando su piel se queme hasta el punto de que los fluidos que hay debajo empiecen a escapar!
Yatima empezó a sentir dudas. Podía imaginarse al niño mono soñador, allí de pie temeroso, esperando a que los extraños pasasen... y aunque apenas podía comprender la idea del dolor físico, el concepto de integridad corporal resonaba en su ser. La biosfera era un mundo desordenado, repleto de toxinas y patógenos potenciales, gobernado por nada excepto las colisiones aleatorias de las moléculas.
Una piel rota
sería como un exoyó que funcionase horriblemente mal, que dejase entrar los datos al azar, corrompiendo y sobrescribiendo al ciudadano desde el interior.
Dijo con esperanza:
—Quizá su familia encuentre una cueva en la que refugiarse una vez que perciban los efectos de los ultravioletas. No es imposible; la cubierta arbórea los protegerá durante un tiempo. Pueden vivir de hongos...
—Yo lo haré. —Inoshiro agarró el brazo derecho de Yatima y apuntó al niño—. Déjame el control del sistema de inoculación y lo haré yo mismo.
Yatima intentó liberarse. Inoshiro se resistió. La lucha confundió a sus dos copias distintas del interfaz, que era demasiado estúpido para darse cuenta de que luchaba contra sí mismo; los dos pedieron el equilibrio. Al caer en la maleza, Yatima estuvo a punto de sentirlo: el descenso, el impacto inevitable.
Indefensión
. Pudo oír al niño escapando.
Ninguno de los dos se movió. Después de un rato, Yatima dijo:
—Los enlazadores encontrarán la forma de protegerlos. Crearán alguna protección para su piel. Pueden difundir los genes con un virus...
—¿Y lo harán todo en un día? ¿Antes o después de descubrir cómo alimentar a quince mil personas con cultivos destrozados, la tierra congelada y una lluvia que está a punto de volverse ácida?
Yatima no pudo responder. Inoshiro se puso en pie para luego ayudar a il. Anduvieron en silencio.
A medio camino del límite de la jungla se encontraron con tres enlazadores, dos mujeres y un hombre. Eran adultos, pero jóvenes y cautelosos. La comunicación resultó ser difícil.
Inoshiro repitió pacientemente:
—Somos Yatima e Inoshiro. Vinimos aquí una vez, hace veintiún años. Somos amigos.
El hombre dijo:
—Todos vuestros amigos robóticos están en la Luna: aquí ya no hay ninguno. Dejadnos en paz. —Los enlazadores se mantuvieron apartados varios metros; retrocedieron alarmados cuando Yatima se les acercó con la mano extendida.
Inoshiro se quejó por IR:
—Incluso si son demasiado jóvenes para acordarse... nuestra última visita debería ser legendaria.
—Aparentemente no lo es.
Inoshiro persistió:
—¡No somos gleisners! Venimos de la polis Konishi; simplemente usamos estas máquinas. Somos amigos de Orlando Venetti y Liana Zabini. —Los enlazadores no dieron muestras de reconocer los nombres; Yatima se preguntó con sobriedad si era posible que hubiesen muerto—. Tenemos noticias importantes.
Una de las mujeres preguntó con furia:
—¿Qué noticias? ¡Hablad o iros!
Inoshiro negó con la cabeza en gesto de firmeza.
—Sólo podemos hablar con Orlando o Liana. —Yatima estaba de acuerdo con esa postura; una información medio comprendida podía causar un daño impredecible.
Inoshiro preguntó por IR:
—¿Qué crees que harán si nos limitamos a avanzar hacia la ciudad?
—Nos detendrán.
—¿Cómo?
—Deben tener armas. Es demasiado arriesgado; los dos hemos agotado gran parte de nuestro nanoware de mantenimiento... y en cualquier caso, jamás confiarán en nosotros si entramos sin permiso.
Yatima intentó hablar con los enlazadores.
—Somos amigos, pero no logramos comunicarnos. ¿Podéis encontrar un traductor?
La segunda mujer habló casi en tono de disculpa.
—No tenemos traductores para robots.
—Lo sabemos. Pero debéis tener traductores para estáticos. Consideradnos estáticos.
Los enlazadores intercambiaron miradas de perplejidad, luego hicieron corrillo, susurrando.
La segunda mujer dijo:
—Traeré a alguien. Esperad.
Se fue. Los otros dos se quedaron haciendo guardia, negándose a hablar. Yatima e Inoshiro se sentaron en el suelo, mirándose uno al otro en lugar de mirar a los carnosos, con la esperanza de tranquilizarlos.
Era ya finales de la tarde para cuando llegó la traductora. Se les acercó y les dio la mano, pero les trató con franca sospecha.
—Soy Francesca Canetti. Afirmáis ser Yatima e Inoshiro, pero cualquier podría ocupar esas máquinas. ¿Podéis decirme lo que visteis aquí? ¿Lo que hicisteis?
Inoshiro repitió los detalles de la visita. Yatima sospechaba que la helada recepción era debida en parte a los «asaltos» bienintencionados de Carter-Zimmerman a la red de comunicación carnosa, y volvió a sentir vergüenza. Il e Inoshiro habían tenido veintiún años para reestablecer un diálogo entre las redes; incluso considerando el problema de los diferentes tiempos subjetivos, a estas alturas podrían haber resultado en cierta confianza. Pero no habían hecho nada.
Francesca dijo:
—Bien, ¿qué noticias traéis?
Inoshiro le preguntó:
—¿Sabes qué es una estrella de neutrones?
—Claro qué sí. —Francesca rió, claramente ofendida—. Es una pregunta irónica viniendo de un par de lotófagos. —Inoshiro se mantuvo en silencio y tras un momento Francesca respondió con un tono de resentimiento controlado—. Es el resto de una supernova. El núcleo denso que queda cuando una estrella es demasiado masiva para dejar una enana blanca, pero no tanto como para formar un agujero negro, ¿Debo seguir o es suficiente para garantizaros que no estáis tratando con un montón de primitivos agrícolas que han retrocedido hasta una cosmología anterior a Copérnico?
Inoshiro y Yatima hablaron por IR y se decidieron a arriesgarse. Francesca parecía comprenderles tan bien como Orlando y Liana: insistir tercamente en sus viejos amigos provocaba demasiada hostilidad y malgastaba demasiado tiempo.
Inoshiro explicó muy claramente la situación —y Yatima se resistió a intervenir con matizaciones y detalles técnicos— pero estaba claro que Francesca se mostraba cada vez más suspicaz. Era muy, muy larga la cadena de inferencias que iba desde las ondas débiles detectadas por TERAGO a una visión de la Tierra congelada y cocida por los rayos ultravioletas. Con un asteroide o cometa, los carnosos podrían haber usado sus propios telescopios ópticos para sacar sus propias conclusiones, pero no disponían de detectores de ondas gravitatorias. Todo debía aceptarse ciegamente, de tercera mano.
Finalmente, Francesca se rindió:
—No lo comprendo lo suficientemente bien como para hacer las preguntas adecuadas. ¿Vendréis a la ciudad y hablaréis ante una convocación?
Inoshiro respondió:
—Por supuesto.
Yatima preguntó:
—¿Te refieres a que hablaremos con representantes de todos los enlazadores, a través de traductores?
—No. Una convocación significa todos los carnosos con los que podamos hablar. No me refiero sólo a Atlanta. Hablo del mundo.
Mientras atravesaban la jungla, Francesca les explicó que conocía bien a Liana y a Orlando, pero que Liana estaba muy enferma, así que nadie la había molestado con la noticia del regreso de emisarios de Konishi.
Cuando Atlanta apareció a la vista, rodeada por sus vastos campos verdes y dorados, fue como si la escala del problema al que pronto se enfrentarían los enlazadores se manifestase en toda su amplitud en forma de hectáreas de terreno, megalitros de agua, toneladas de grano. En principio, no había ninguna razón para que la vida orgánica adecuadamente modificada no pudiese prosperar en el nuevo entorno creado por Lacerta. Los cultivos podrían emplear pigmentos robustos que usasen los fotones ultravioletas, sus raíces segregar glicoles para fundir la dura tundra, su bioquímica adaptada a agua y suelo ácidos y nitrogenados. Otras especies esenciales para la estabilidad química a medio plazo de la biosfera podrían recibir modificaciones protectoras, y los propios carnosos podrían desarrollar un nuevo integumento para protegerles de la muerte celular y el daño genético incluso bajo la luz directa del sol.
Pero en la práctica, esa transición sería una carrera contra el reloj, limitada a cada paso por las realidades de la masa y la distancia, la entropía y la inercia. Era muy simple: al mundo físico no se le podía ordenar cambiar; se le podía manipular, pacientemente, paso a paso... no era como un panorama sino más bien como una demostración matemática.
Mientras se acercaban, las nubes oscuras y bajas cubrían la ciudad. En la avenida principal la gente se detuvo para contemplar la llegada de los robots con su escolta, pero las multitudes parecían extrañamente letárgicas bajo la luz sin sombra. Yatima veía que tenían las ropas húmedas, con los rostros relucientes por el sudor. La piel del gleisner le indicó la temperatura ambiente y la humedad: cuarenta y cinco grados centígrados y noventa y tres por ciento. Buscó en la biblioteca; habitualmente no se consideraban agradables, y podrían tener consecuencias metabólicas y de comportamiento, dependiendo de la adaptación concreta de cada exuberante.
Algunas personas les saludaron y una mujer llegó hasta el extremo de preguntarles por qué habían regresado. Yatima vaciló y Francesca intervino.
—Los emisarios pronto hablarán a una convocación. Entonces todos lo sabrán.
Los llevaron hasta un enorme edificio bajo y cilindrico cerca del centro de la ciudad, y los guiaron por un pasillo hasta una habitación dominada por una enorme mesa de madera. Francesca los dejó con los tres guardias —era imposible considerarlos otra cosa— diciendo que volvería en una o dos horas. Yatima estuvo a punto de protestar, pero entonces recordó que Orlando había dicho que llevaría dias reunir a todos los enlazadores. Organizar una convocación planetaria en una hora —para hablar sobre las afirmaciones de dos supuestos, pero posiblemente fraudulentos, ciudadanos de Konishi al respecto de una amenaza para la vida en la Tierra— seria un importante logro diplomático.
Se sentaron a un lado de una larga mesa. Los guardias siguieron de pie y el silencio se volvió tenso. Habían escuchado toda la conversación sobre Lacerta, pero Yatima no tenía claro qué habían entendido.
Después de un rato, el hombre preguntó nervioso:
—Dijisteis algo de radiación desde el espacio. ¿Es el comienzo de una guerra?
Inoshiro fue firme:
—No. Es un proceso natural. Probablemente ya pasase antes en la Tierra, hace cientos de millones de años. Quizá muchas veces. —Yatima se contuvo para no añadir:
Sólo que nunca tan cerca, con tal intensidad
.
—Pero ias estrellas se están acercando más rápido de lo que deberían. ¿Cómo sabéis que no las están usando como arma?
—Están acercándose más rápido de lo que creían los astrónomos. Así que los astrónomos se equivocaban, se confundieron con la física. Eso es todo.
El hombre no parecía estar convencido. Yatima intentó imaginarse a una especie extraterrestre con la moralidad retrasada necesaria para la guerra y con capacidad tecnológica para manipular estrellas de neutrones. Era una idea profundamente inquietante, pero tan probable como el virus de la gripe inventando la bomba atómica.
Los tres enlazadores hablaron juntos en voz baja, pero el hombre se siguió mostrando muy agitado. Yatima dijo para tranquilizarle:
—Pase lo que pase, siempre seréis bien recibidos en Konishi. Vengáis de donde vengáis.
El hombre rió, como si lo dudase.
Yatima alzó la mano derecha, mostrando el índice.
—No, es cierto. Hemos traído algo de nanoware Introdus...
Inoshiro le envió etiquetas de advertencia incluso antes de que la expresión del hombre cambiase. Se echó hacia delante y agarró la mano de Yatima por la muñeca, para luego golpearla contra la mesa. Gritó:
—¡Traed un soplete! ¡Algo para cortar! —Uno de las guardias salió de la habitación; el otro se acercó con cautela.
Inoshiro habló con tranquilidad:
—Jamás lo usaríamos sin permiso. Queríamos estar preparados para ofrecer la migración si las cosas se ponían mal. El hombre alzó el puño libre.
—¡Mantente lejos! —Le caía sudor de la cara; Yatima no se resistía en absoluto, pero la piel del gleisner informaba de que el hombre apretaba con fuerza, como si se estuviese peleando con un oponente monstruoso.
Le habló a Yatima, sin apartar la vista de Inoshiro.
—¿Qué va a pasar realmente? ¡Dímelo! ¿Los gleisners detonarán sus bombas espaciales para que nosotros entremos pacíficamente en vuestras máquinas?
—Los gleisners no tienen bombas. Y os respetan más a vosotros de lo que nos respetan a nosotros; lo último que querrían es obligar a los carnosos a entrar en las polis. —Ya antes se habían enfrentando a extraños malentendidos, pero nada que alcanzase este nivel de paranoia.
La mujer volvió, cargando con una máquina pequeña con una barra metálica en forma de semicírculo saliendo de un extremo. Tocó un control y apareció un arco de plasma azul, uniendo las puntas de la barra. Yatima dio instrucciones al nanoware para que fuera retirándose por los conductos del sistema de reparación, para volver al torso. El hombre apretó todavía con más fuerza, la mujer se aproximó y se puso a cortar el miembro por encima del codo.