José Luis conoció a Cristina en 1993, cuando llegó a Pinamar por primera vez, como enviado especial de
Noticias,
para cubrir la temporada. La chica tenía veinticuatro años, era lánguida y delgada,
como una bailarina,
había nacido en el balneario y trabajaba en el hotel La Posada del Rey, donde se alojó el fotógrafo. Se enamoraron y, al finalizar la temporada, Cristina se fue con José Luis a vivir en Buenos Aires. Pero en los meses y años que siguieron regresaron con frecuencia a visitar a la familia de la muchacha. No sólo en los trajinados veranos, en los que José Luis andaba cazando "la gran nota" que le asegurase los honores de "la tapa", mientras cumplía con el picadillo de rostros y cuerpos frívolos para "la vidriera". También solían ir en los inviernos, cuando desaparecían los turistas ocasionales y los lugareños hablaban en confianza, llegando a considerar a José Luis casi como uno de ellos. Al fin y al cabo, aquél era un pueblo aluvional en el que todos eran, un poco más o un poco menos, recién llegados. Y allí, en largas caminatas sobre las playas desiertas, en mates y whiskys del anochecer, fue conociendo gente, lugares, chimentos. Muchas veces llamaba a la redacción y pasaba datos para posibles notas y cuando llegaba, con Michi o con otro compañero, en diciembre, apoyaba con pistas y consejos atinados la tarea del que debía sentarse a escribir. Pero no tenía, como no suelen tenerla los fotógrafos, la responsabilidad de investigar por su cuenta un tema. Y ninguno de los redactores y editores que trabajaron con él en el semanario recuerdan que estuviera "detrás de algo" en solitario, sin comunicarlo a la redacción.
Con Gabriel Michi le habían hecho una nota a Oscar Andreani, el empresario postal que temía a Yabrán, y José Luis había logrado retratarlo en la playa disfrazado de cartero. Después lo frecuentó, porque Andreani, a diferencia del otro
Cartero,
solía cultivar socialmente a los periodistas. Y hasta es probable, aunque no seguro, que el empresario le hubiera comentado a Cabezas lo que nunca se atrevería a decir en público: que en la terrible masacre perpetrada por los "Patas Negras" de la Bonaerense en el playón de su correo en Avellaneda, sobraban algunos muertos rematados en el suelo, pero faltaba uno. Y ese cadáver, que seguía respirando contra lo previsto, era él mismo. O al menos eso es lo que había temido aquella mañana lluviosa del 6 de noviembre de 1996, mientras apretaba la nariz contra el piso, temía cagarse encima y rogaba que parasen de una vez los más de quinientos balazos que acribillaron autos, paredes y personas e instalaron la sospecha, en algunos medios y en la Justicia, de que se trataba de una "opereta" prefabricada, que por alguna razón extraña había fallado causando bajas policiales. Una "opereta" que había terminado con la carrera visible de uno de los grandes "porongas" de la Policía Bonaerense, el duro entre los duros, Mario
el Chorizo
Rodríguez, candidato de Alberto Pierri para suceder a Pedro Klodczyck como jefe de policía y primo hermano de Alberto Gómez,
la Liebre,
comisario de Pinamar.
En agosto de ese año, un valiente informe del malogrado Carlos
Memo
Dutil, publicado en la revista
Noticias,
había provocado un cataclismo en esa policía que Eduardo Duhalde amamantó amorosamente durante cinco años. La portada, que llevaba el título "Maldita policía", mostraba al jefe, Pedro Klodczyck, mirando a la cámara con una expresión que decía más que mil palabras. Detrás de la lente, caminando irreverente sobre el escritorio del jerarca, demandándole con una sonrisa nuevas poses, estaba José Luis Cabezas. En el texto, Dutil refrescaba las múltiples denuncias de corrupción y gatillo fácil que salpicaban al Jefe y a varios de los "porongas"; develaba los lazos orgánicos entre policías, tahúres, ladrones, asaltantes y "narcos" y hasta llegaba a detallar las tarifas ilegales que se cobraban para "proteger" cada tipo de delitos. Aparecían nombres inquietantes como los de los comisarios Juan José Ribelli (preso en la causa AMIA), Mario Naldi y el
Chorizo
Rodríguez. Sobrevolaba el artículo una certeza descalificadora para la dirigencia política que apañaba a la Policía Bonaerense: esa fuerza, formada en los lineamientos fascistas del general Ramón Camps y el comisario Miguel Etchecolatz, integrada por un ejército de cuarenta y ocho mil hombres y mantenida con un presupuesto de seiscientos cincuenta millones de dólares anuales, causaba terror a la sociedad que debía proteger.
El tiro fue certero: Duhalde empezó a pensar que los "Patas Negras" podían taclearlo en su carrera hacia la Presidencia y relevó a su viejo amigo Klodczyck y a su no menos amigo,
el Tano
Piotti, que comandaba la Secretaría de Seguridad y había dejado que esa situación se desarrollara. Varios jefes fueron pasados a retiro. El Gobernador nombró en Seguridad a Eduardo De Lazzari, un hombre del foro que intentaría una reforma y tuvo el valor de bancar la primera purga. En el puesto de Klodczyck puso al comisario Adolfo Vitelli. Pero la policía es como la política: nadie quiere jubilarse. Dutil y Ricardo Ragendorfer revelarían en su libro
La Bonaerense
dos anécdotas que lo prueban. Cuando el
Chorizo
Rodríguez se tuvo que alejar, numerosos colegas en actividad y en retiro le organizaron una fiesta de despedida en una quinta del Gran Buenos Aires. No sólo perdía el puesto, también su aspiración de llegar a la jefatura de la mano de Pierri. "Esto tiene vuelto", sentenció el
Chorizo
a la hora de los brindis. Los comisarios presentes festejaron la amenaza. Uno de ellos era el primo de Marito, la
Liebre
Gómez. Días después hubo una reunión mucho más íntima, a la que asistieron los desplazados por Duhalde y De Lazzari. Un informe de inteligencia que le llegó al secretario reportaba que hubo un juramento secreto, subrayado por un ritual: en un rincón del arbolado jardín alguien puso un muñeco con la foto del nuevo secretario de Seguridad, los "porongas" hicieron fila al atardecer y uno a uno lo fueron meando. De Lazzari lo tomó como una "pendejada". Hasta el 25 de enero de 1997.
En aquel año clave de 1996, José Luis Cabezas recibió algunas amenazas telefónicas en su casa de Buenos Aires. Pero no les dio mayor importancia. En noviembre de ese mismo año, el ex capitán del Ejército, Héctor Pedro Vergez, que en los setenta fue jefe de torturadores del campo de concentración de La Perla y en los noventa hacía trabajos para la SIDE de la democracia, llamó por teléfono a Carlos Dutil y le soltó una inquietante premonición: "¿Escuchaste que se estuviera preparando algo contra
Noticias?
"
.
El periodista, que se había hecho negar varias veces porque el tipo le daba náuseas, respondió que no sabía nada y preguntó a su vez a qué se refería. Vergez le dijo que había escuchado comentarios sobre un posible atentado contra Héctor D'Amico (director de
Noticias)
o el patrón Fontevecchia y reiteró su pregunta:
—¿Pero vos no sabés nada?
—No.
—¿Después de los palos que le pegaron a la policía de Buenos Aires?
—Nada.
—¿Y vos no tuviste amenazas?
—No.
—¿Por qué mejor no averiguan? —sugirió el agente de la SIDE a mo
do
de despedida.
El aviso quedó flotando en el aire y aunque Dutil no lo olvidó, fue tapado por los escalofríos derivados de otra saga: la cacería fotográfica de Yabrán.
Cabezas lamentaba no haber tomado personalmente las primeras fotos, la noche de La Pérgola. Pero la cena con sus padres era sagrada y el 31 de diciembre de 1994 brindó con los viejos en Buenos Aires. Antes, había proporcionado un dato posta: "El chabón va a estar en La Pérgola viendo
los
fuegos artificiales". Las imágenes fueron tomadas a la distancia
por
dos fotógrafos que no llevaban bolsos para no llamar la atención. Haciéndose los turistas boludos, simulando retratarse entre ellos, dispararon hacia el hombre canoso que había llegado a la una y veinticinco en una caravana de 4 X 4 con vidrios polarizados que cortaron con sus faros la noche playera: la custodia que, según él, nunca usaba. Ni Yabrán ni
los
ocho gorilas que lo escoltaban se dieron cuenta de la actividad de los fotógrafos: Carlos Nava y Patricio
Pato
Haimovici, otro conocedor de Pinamar que de día trabajaba como bañero en las playas. Desde la redacción, en Buenos Aires, llamaron al empresario para decirle que ya tenían su imagen y ahora querían que les diera la nota.
—Eso es imposible, ustedes no tienen ninguna foto —rugió Don Alfredo.
Le explicaron entonces cómo la habían obtenido y Yabrán cortó. Al rato llamó Bunge para insultar a D'Amico y poco después se apersonó en el despacho del director. La reunión fue a puertas cerradas, pero varios redactores escucharon los gritos del vocero. La foto más buscada del periodismo argentino, que hasta ese momento era "tapa segura", se convirtió en una pequeña "ventana" debajo de la inmensa figura de Valeria Mazza y del título "El negocio de gustar". A pesar de eso, cuando los periodistas de
Noticias
llegaron a Pinamar, el 8 de enero de aquel verano, alguien se entretuvo en romper los vidrios y tajear los neumáticos de todos los autos de la revista.
Una tarde, José Luis Cabezas y el editor de
Personajes,
Rubén Giordano, que iba al volante, daban una vuelta de rutina por la Calle de la Ballena, cuando divisaron al Hombre Invisible tomando mate en el jardín, con su mujer, a escasos diez metros de la calle. Todos se vieron y se produjo un
gag
de El Gordo y El Flaco. José Luis sacó la cámara por la ventanilla, pero el equipo no estaba preparado y la visión era mala. Don Alfredo se levantó de un salto perdiendo las ojotas. Pero cometió el error de regresar a recoger el termo. José Luis, que no había logrado armar el equipo, vociferaba para que el
Gordo
Giordano colocara el auto en el mejor ángulo. El Gordo iba para adelante y para atrás, torpemente. Y Yabrán logró colarse en el chalet, con el termo y el mate, aunque descalzo. Los periodistas regresaron "a la base" sin la foto, pero "cagándose de risa".
Las fotos históricas, las que según la hipótesis vigente de la causa Cabezas habrían sido el móvil del crimen, fueron tomadas el 18 de febrero de 1996. Seis meses antes del retrato de Klodczyck. José Luis estaba en la playa con su mujer y detectó al magnate que venía caminando en short con su esposa María Cristina Pérez. Simulando que le tomaba fotos a su mujer, Cabezas disparó con teleobjetivo hacia el hombre canoso, de generosa barriga al aire, que conversaba desprevenido. El "chabón" no se avivó hasta unos días más tarde, cuando volvieron a llamarlo. Se reiteró el diálogo áspero con el
Elefante
Bunge y esta vez lograron que el
Cartero
les contestara un breve cuestionario por escrito, que sería la última entrevista formal con la publicación. El vocero dio entonces esta definición deportiva de su patrón: "No es violento, juega fuerte". Una de las fotos de esa serie, que nunca terminaron de gustarle al perfeccionista Cabezas, mostraba a Don Alfredo y sus cicatrices. El título decía esta vez: "Yabrán ataca de nuevo".
Seis meses más tarde, el semanario publicó una nota de Fernando Amato sobre las inversiones de Yabrán en el Sur, que fue ilustrada con otras fotos, en San Martín de los Andes, donde se ve a Don Alfredo dándole un beso en la boca a su esposa, en plena calle y a la luz del día. Tal vez su imagen más simpática. Pero la foto no era de Cabezas.
Con abundante información, que en buena medida fluía de los alrededores de Cavallo, la revista siguió ocupándose del
Cartero
y su entorno. El 23 de noviembre reveló que el ministro de Justicia Elías Jassan, que hasta ese momento (y aun mucho después, hasta ser degollado por el Excalibur), juraba desconocer al
Amarillo,
había sido vicepresidente de Interbaires en 1994. Pero la nota más fuerte, más inquietante, sería publicada el 21 de diciembre de 1996. Y, curiosamente, no sería tomada muy en cuenta en la investigación del comisario Fogelman y el juez de instrucción Macchi. Tal vez porque con esa nota, Cabezas —que ya estaba en Pinamar para esas fechas— no tenía nada que ver.
Lo vieron a través de un vidrio opaco, como en las películas de la serie negra. El hombre estaba vistiéndose. Se acomodaba los faldones de la camisa. Era el martes 17 de diciembre de 1996 y hacía un calor insoportable. Fueron primero al búnker de Bridees, en la calle Paraná, y allí les dijeron que Dinamarca no estaba. Rumbearon entonces hacia Tecnipol, en Santiago del Estero 474, séptimo piso, oficina 27. La empresa que le vendía esposas, chalecos antibala y materiales para la investigación a la Federal y a la Bonaerense. Les sudaban los sobacos, pero sobre todo las palmas de las manos. Los periodistas eran Edi Zunino y Joe Goldman. El fotógrafo Leo Cosin estaba alerta para sacar una foto de apuro. Tocaron el timbre. El hombre que se vestía tardó unos segundos y luego entreabrió la puerta acristalada. Los miró de refilón y comenzó a cerrar la puerta. Tenía un rostro duro y la mirada desconfiada. Preguntaron esta vez por el capitán Donda Tigel y el hombre negó con la cabeza. Joe Goldman intentó impedirlo con una revelación que sonó aún más fuerte por su acento norteamericano:
—Usted es
Palito.
Donda terminó de cerrar la puerta sin darse por aludido.
Zunino ubicó los teléfonos del marino y lo llamó. Esta vez parecía interesado en hablar y el diálogo fue inusitadamente largo. Reconoció que "lamentablemente" había estado en la ESMA y hasta insinuó una "autocrítica" que debían discutir por separado para otra eventual nota. "Hemos pasado a ser moneda de cambio", se quejó. También se definió como "jamón del sándwich" en la guerra entre Cavallo y Yabrán. Se reconoció amigo y socio de Dinamarca, pero negó lazos actuales con el
Amarillo.
"Competimos con algunas empresas de Yabrán, como Orgamer", explicó, refiriéndose a sus tareas en Ezeiza. También reivindicó su trabajo en Zapram —que según él había quebrado debido a la persecución de la DGI y Cavallo— porque habían "limpiado de contrabandistas los depósitos fiscales". "No me perjudique", rogó varias veces, "yo laburo como usted para ganarme el mango". "Yo le digo, sinceramente, yo tengo una familia, seis hijos... laburo como un perro todo el tiempo para que venga gente y me esté ensuciando". "Si usted me menciona me ensucia, y lo único que puede mencionar usted de mí es que estuve, lamentablemente, en la Escuela de Mecánica. Yo le aseguro que de mi trabajo no tiene nada que decir". "Le pido por favor, si me va a mencionar... yo necesito laburar... le pido que no me lastime". Zunino le solicitó una entrevista formal y
Palito
le dijo que, "con todo gusto", más adelante, porque al día siguiente se iba a Pinamar donde pensaba pasar las fiestas con su familia. Y cerró el diálogo deseándole al periodista: "que tenga una feliz Navidad".