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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (15 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Entonces, incomprensiblemente, me eché a llorar convencido de que me había echado a reír.

Cuando abrí el correo electrónico,
tenía un mensaje de Alvaro Abril. Llevaba varios días sin llamarme, ni yo a él, y comprendí que prefería no hablar conmigo. El mensaje decía así:

«Bastaría, para descubrir la identidad de mi padre, revisar la hemeroteca y ver quién, nueve meses antes de que yo naciera, publicó en algún periódico de la época un reportaje sobre la prostitución. He decidido no hacerlo por ahora.

Sigo hablando regularmente con mi madre. Ninguno de los dos ha propuesto que nos veamos. Sólo puedo relacionarme con esa dimensión llamada madre por teléfono. Por teléfono y por carta: te adjunto la
carta a la madre
que he conseguido rematar finalmente estos días. A mi editor no le ha gustado y ha decidido no publicarla. De momento, afortunadamente, no me ha pedido que le devuelva el anticipo.

¿Podrías hacer alguna gestión para que se publicara como un cuento en tu periódico? Gracias anticipadas. Por cierto, me ha vuelto a llamar la ex monja, pero no ha aportado nada nuevo, sólo quería asegurarse de que la información no me había hecho daño».

En ese mismo instante adiviné que la ex monja no era otra que María José. Inmediatamente, abrí el documento adjunto, para leer la
carta a la madre,
y tropecé con el siguiente relato:

EL CUERPO DEL DELITO

Álvaro Abril

Querida madre: te escribo esta carta por dinero. La editorial me ha pagado un anticipo en metálico.

Fue la única condición que puse cuando me hicieron la propuesta: que me pagaran en metálico. Mi editor estaba sentado al otro lado de la mesa, con el respaldo de la silla echado hacia atrás, poniendo entre él y yo una distancia jerárquica. Siempre habla así con los escritores de los que la editorial podría prescindir, aunque se humilla como un perro con los autores estrella. Yo no soy una de sus estrellas, todavía no, de modo que cuando entro en su despacho se echa hacia atrás y me observa desde la lejanía como a una borrasca que avanzara hacia él desde la línea del horizonte. El año pasado publicó un volumen de cartas de escritoras a sus padres que funcionó muy bien. Ahora quiere repetir el experimento con un libro en el que un grupo de autores escribamos una carta a nuestra madre. Le dije que aceptaba el encargo a cambio de que me pagara el anticipo en metálico.

—Ya no se paga así —respondió.

—Ya no se escriben cartas —dije yo—. Además mi madre está muerta.

—¿Qué tiene que ver que esté muerta?

—Es más comprometido. Se echó a reír para contrarrestar la gravedad de mi respuesta y luego dijo que no entendiera el encargo de una forma tan literal.

—Puedes escribir a una madre imaginaria y viva. Lo que importa es que el texto tenga forma de carta.

—Está bien, lo haré si me pagas en metálico.

Al principio dijo que no, pero cuando advirtió que no entraría en el proyecto de otro modo, abandonó el despacho para hablar con alguien y me dejó solo durante quince o veinte minutos durante los que yo mismo me pregunté el porqué de esa exigencia absurda. Las paredes del despacho estaban decoradas con fotografías de los autores de la editorial. Busqué inútilmente una en la que apareciera yo, aunque fuera en segundo plano, y al final tuve que aceptar que soy un escritor insignificante para este cerdo. Entonces me subió hasta las sienes una oleada de rencor y fui presa de uno de mis ataques de odio. Nunca te he hablado de estos ataques que sufro desde pequeño, madre, pero son terribles. Me asaltan en cualquier momento, frente a situaciones que, aunque adversas, cualquier otro ser humano superaría sin dificultad. Se deben al convencimiento de que el mundo tiene conmigo una deuda que se hace más grande cuanto mayor me hago. Cuando pienso que quizá me muera sin que se haya saldado, el rencor me corta la respiración y acelera el pulso de mis sienes con unos latidos enloquecedores. No me preguntes cuándo contrajo el mundo esa deuda conmigo, ni en qué circunstancias, porque no sabría decírtelo, pero siempre supe que me debíais algo y creo que tú tampoco lo ignorabas. De hecho, fuiste la única que intentaste pagarme a tu manera.

Me dio un ataque de odio tan fuerte como los que padecía en la infancia contra mis profesores o mi padre. Mi padre era ahora el editor y me estaba regateando el éxito, la gloria, al no hacerme un hueco en aquella galería fotográfica. Quizá sea un escritor minoritario, pero soy un escritor sólido y él lo sabe. Estoy traducido a siete lenguas y se han hecho tesis sobre mi obra en Estados Unidos, Alemania y Francia. Le pago en prestigio el dinero que deja de ganar con mis libros. ¿Qué le costaría colocar una fotografía mía en su despacho, aunque volviera a descolgarla cuando saliera por la puerta?

Un día, tendría yo nueve o diez años, comimos en un restaurante con otro matrimonio amigo vuestro.

Lo recuerdo muy bien porque no era normal que yo estuviera allí: quizá no habíais encontrado con quién dejarme. El caso es que durante la comida, y debido seguramente a mi presencia, empezasteis a hablar de los hijos, y en un momento dado el hombre del matrimonio amigo sacó la billetera y mostró la foto de un hijo suyo que tenía mi edad. Me impresionó que llevara a su hijo en la cartera y lo mostrara con aquel orgullo.

De vuelta a casa, registré a escondidas la cartera de papá y no encontré mi foto dentro de ella. Fue una de las primeras veces que noté el latido en las sienes y la falta de aire en los pulmones. Combatí el ataque de odio en mi cuarto, debajo de la cama, alimentando la fantasía de que me haría famoso por algún medio y que papá llevaría ya siempre mi foto para enseñársela a todo el mundo con orgullo.

Ahora, tantos años después, levantaba una fantasía semejante en el despacho de mi editor. Imaginaba que mi próximo libro era un éxito mundial y que él se arrastraba para que no le abandonara. Imaginaba eso y también que todas las paredes de la editorial, desde la entrada hasta el cuarto de las fotocopias, estaban forradas con fotografías en las que sólo aparecería yo recibiendo premios o impartiendo conferencias.

Puede parecerte una fantasía loca, madre, pero ni aun así me pagaría el mundo el uno por ciento de lo que me debe. Dios mío, si lo pienso, todo en la vida lo he hecho por miedo: fui un buen estudiante por miedo a que tú no me quisieras. Fui obediente por miedo a que papá no estuviera orgulloso de mí. Soy un buen escritor por miedo a decepcionar a mis críticos, para quienes escribo siempre la misma obra que ellos halagan del mismo modo mecánico. Y soy un ciudadano ejemplar por miedo a ir a la cárcel o a que no se reconozca la deuda que el mundo contrajo conmigo en algún tiempo remoto. Seguramente, acepté el encargo de escribirte esta carta también por miedo a parecer un autor difícil. La condición de que me pagaran en metálico era casi una broma, una excentricidad si quieres. Los editores aceptan nuestras excentricidades porque a cambio de ellas van quedándose con pedazos de nuestra alma. Si el diablo tuviera que manifestarse hoy en forma humana, lo haría en forma de editor.

Y bien, el caso es que con estos pensamientos remitió el ataque de odio y el pulso de las sienes recuperó su ritmo habitual. Entonces me pregunté qué clase de carta escribiría y a cuál de todas mis madres:

¿a la imaginaria?, ¿a la real?, ¿a la soñada?, ¿a la muerta?, ¿a la viva?

En esto, se abrió la puerta del despacho y entró el editor diciendo que había hablado con el director financiero y que estaban intentando arreglar lo del pago en metálico. Mientras lo arreglaban o no, hablamos un rato de mi próxima novela. No tengo próxima novela, pero le dije con una afectación retórica que estaba trabajando en una obra maestra, lo que pareció inquietarle un poco, porque colocó el respaldo de la silla en la posición vertical, como cuando despegamos y aterrizamos, que son los momentos más delicados del vuelo, y preguntó para cuándo la tendría lista.

—Aún no lo sé —respondí.

—Sería fantástico que la tuvieras para la primavera —dijo.

Por lo visto, le había fallado uno de sus autores estrella y andaba escaso de novedades para esa época en la que las editoriales hacen sus mayores apuestas.

—Ya veremos, pero tienes que colocar alguna foto mía en las paredes —añadí con tono irónico, como si se tratara de una broma, aunque él notó en seguida que se trataba de una broma seria.

—La colocaré —dijo—, pero fíjate que sólo tengo colocados a los que más detesto. El problema es que los que más detesto son también los que más venden.

A continuación me contó algunas de las miserias de aquellos autores, a cuyos pies se habría arrojado si en ese instante hubiera entrado uno de ellos por la puerta. En ese mismo instante decidí que ya no quería el afecto de mi editor, sino su respeto, su miedo: había comprendido que un editor sólo respeta a aquellos autores de los que habla mal.

Al poco, recibió una llamada telefónica y en seguida entró la secretaria con un sobre lleno de billetes que conté sonriendo delante de él. Sabía que estaba preguntándose qué pasaba por mi cabeza, pero por mi cabeza, la verdad, no pasaba nada, excepto la satisfacción de que hubieran aceptado aquel capricho de pagarme en metálico. Luego, traje el sobre a casa con el mismo respeto que si en él estuvieran encerradas, más que mi anticipo, tus cenizas, madre. No me preguntes el porqué de esta asociación entre el dinero y tus cenizas, porque no tengo ni idea. Quizá he empezado a escribir esta
carta a la madre
para averiguarlo.

Cuando llegué a casa, guardé el sobre en el cajón superior de la mesa de trabajo, que se transformó así en un columbario, y cada día, antes de ponerme a trabajar, esparcía sobre el escritorio los billetes, como si distribuyera tus restos, y me quedaba contemplándote, contemplando el dinero, a la espera de que tú misma me dictaras la carta que te tenía que escribir, pues yo no sabía qué decirte, aún no lo sé. Ni siquiera sabía si debía escribírtela a ti o a una madre imaginaria, ni si escribirla desde mí o desde un narrador imaginario. Tampoco lo sé. El caso es que con estas dudas, que quizá no eran más que una coartada para no escribir, se cumplió el plazo acordado para la entrega de la carta sin que ni siquiera la hubiera comenzado, de modo que llamé al editor y me disculpé.

—No puedo hacerlo, no me sale —dije, asegurándole que al día siguiente le haría una transferencia para devolverle el anticipo.

—Nada de transferencias —respondió de mal humor—. Te empeñaste en que te pagara en metálico y yo te pagué en metálico, así que devuélveme el dinero del mismo modo.

Discutí todavía un poco con él y al fin dijo que me había pagado con dinero negro. Me quedé espantado. Tengo un miedo casi religioso a todo lo que se relaciona con el fisco, de modo que por un momento creí que acabaría en la cárcel. Le grité que no tenía derecho a hacer eso conmigo y respondió que cuando alguien solicita un anticipo en metálico está pidiendo que le paguen con dinero negro, para no declararlo.

—Ése es el código —añadió—. Y me costó mucho conseguirlo, ya casi no hay dinero negro en circulación, en nuestro sector al menos.

Colgué el teléfono lleno de remordimientos, saqué los billetes del sobre (de la urna más bien) y los extendí de nuevo sobre la mesa. Aquel dinero no sólo era tu cuerpo, madre, sino que era de repente también el cuerpo del delito. Era un cuerpo ilegal. Nadie debía saber que se encontraba en mi poder. Ese día cerré el cajón con llave. Esa noche no dormí. A la mañana siguiente saqué del banco una cantidad idéntica y fui a devolvérsela al editor, que miró los billetes de uno en uno al tiempo que consultaba una lista que le había pasado la secretaria.

—Éstos no son los billetes que yo te di —dijo al fin—. Tienen otra numeración.

—¿Y qué más da eso? —pregunté un poco angustiado. Tenía la impresión de haberme metido sin querer en un asunto demasiado turbio para mi resistencia moral.

—El dinero negro tiene sus normas —dijo—. Si no quieres escribir la carta, no la escribas, pero devuélveme los billetes que te di a cambio. Éstos no me sirven.

—Me los he gastado —argumenté.

—Mala suerte, chico —dijo él—. Tendrás que ir tras ellos, o escribir la carta a tu madre. Tú verás.

—Sé que esto es una broma —le dije con un nudo en la garganta—. Pero empieza a ser una broma de mal gusto.

—No es ninguna broma. Si quieres, le digo al director financiero que te lo explique él mismo.

Entonces hizo el gesto de levantar el teléfono, pero le frené espantado. No quería complicar más las cosas y tengo más miedo a los directores financieros que a la policía.

—Está bien —respondí intentando ocultar mi angustia—, mañana mismo tendrás tus billetes.

Abandoné la editorial con la determinación de devolvérselos, pero cuando llegué a casa y los toqué a través del sobre comprendí que no sería capaz de continuar traficando con tu cuerpo, y ello pese a la sospecha de que el editor me había mentido para forzarme a escribir esta carta, madre.

Dejé que pasaran unos días y el editor no llamó. Tampoco esperaba que lo hiciera inmediatamente, desde luego. Él sabía que la deuda continuaba en pie y conocía de sobra la debilidad de mi carácter. Ya no me atrevía a abrir el cajón en el que reposaba el dinero negro, el dinero clandestino, aquel dinero poseído de manera ilícita, del mismo modo que de niño te había poseído ilegalmente en mis fantasías sexuales. ¿Lo sabías? ¿Sabías que durante mucho tiempo deliraba contigo? Quizá sí. ¿Recuerdas que en el cuarto de baño de casa había un cesto de mimbre para la ropa sucia? Muchas veces, cuando adivinaba que ibas a darte una ducha, yo me ocultaba dentro de ese canasto y te veía por entre los vacíos del tejido de mimbre.

Aún podría reproducir cada uno de los gestos con los que te enjabonabas el cuerpo, pues te tengo en fotos y en película archivada dentro de mi cabeza. Recuerdo, por cierto, la sorpresa, y el susto, que me di al descubrirte los pezones, pues durante mucho tiempo pensé que los pechos de las mujeres eran lisos. El descubrimiento del pezón fue como el de una enfermedad adictiva, pues si bien al principio lo detesté, luego ya no podía vivir sin él. Tampoco tú tenías unos pezones normales, madre, pues carecían prácticamente de areola y surgían del seno casi sin transición, como si no estuvieran incluidos en el diseño original y alguien te los hubiera incrustado de forma algo cruel. Los he buscado luego en mil mujeres distintas sin hallarlos en ninguna. Hace tiempo, me relacioné con una estudiante de medicina a la que se los dibujé y me dijo que era imposible, que esos pezones sólo existían en mi imaginación, pero creo que me mentía para que dejara de buscar, pues quizá esa particularidad anatómica (¿anatómica?) era lo único que nos separaba. Nunca he dejado de preguntarme dónde termina la anatomía y comienzan las emociones. De hecho, no sé si desde aquel cesto de mimbre estudiaba emociones o anatomía, pues lo cierto es que procuraba controlarme para que la excitación no me impidiera tomar notas de todos tus rasgos para reproducirlos después imaginariamente en la soledad de mi habitación. Nunca lo logré. Era capaz de reconstruirte por partes, pero luego, cuando intentaba verte entera, las partes perdían su contorno, se diluían en el conjunto, como si hubiera entre el todo y las partes un conflicto que aún no he logrado resolver.

Allí estaba yo, observando tus volúmenes desnudos, cubierto por la ropa sucia de la casa, por tus camisones, tus blusas, por tu ropa interior, aunque también por la de mi padre, que inexplicablemente convivía con la tuya. Mi memoria olfativa me devuelve siempre que se lo pido el olor de aquellas prendas que también he buscado en la ropa de otras mujeres, con poco éxito para decirlo todo.

Has de saber, madre, que con frecuencia contrato a prostitutas que vienen a mi casa y a las que pido que se duchen delante de mí mientras yo huelo su ropa. Y cuando se agachan para enjabonarse los tobillos, entregando sus pechos a la fuerza de la gravedad, yo voy buscando un instante, uno solo, que reproduzca uno de aquellos que viví entonces. Recuerdo que a veces observabas desde la bañera, significativamente, el cesto de la ropa, como si me buscaras por entre las ranuras del mimbre. Quizá no ignorabas mi presencia, aunque me dejabas hacer porque conocías la deuda que el mundo tenía conmigo y pensabas que ése era un modo de empezar a pagarla. De hecho, recuerdo tu mirada de complicidad cuando entraba en tu habitación sin llamar para sorprenderte a medio vestir, o tu tono de voz cuando me pedías que te abrochara un vestido a cuyos botones no llegaban tus manos. Mi pasión hacía un recorrido de ida y vuelta, pues tú me devolvías parte de ella siempre en forma de detalles ambiguos que podían interpretarse de un modo o de otro. Te he dicho que pagabas la deuda de la que yo me sentía acreedor, pero también me pregunto si no contribuiste a hacerla más grande, pues una vez que salí a la vida comprendí que ninguna otra mujer me daría tanto como tú. Me habría ido con cualquiera que me hubiera garantizado la mitad. Hay personas que tienen esta capacidad de aumentar la deuda al tiempo de saldarla. Me ocurrió no hace mucho con un amigo que me prestó dinero para hacer frente a unos pagos. Cuando se lo devolví, lo aceptó de tal modo que tuve la impresión de que le debía más. El problema es que ahora se trataba de una deuda moral, es decir, de las que no hay manera de saldar.

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