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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (13 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Iba muy arreglada y tenía el pelo rubio, cosa que tampoco me había señalado, aunque podía estar teñida, no diferencio una cosa de otra. Al quitarse el abrigo, observé que llevaba debajo la falda de piel de la que me había hablado Álvaro y uno de los jerséis de cuello redondo, muy fino, que se plegaba a su cuerpo de tal modo que hacía que sus pechos, no demasiado grandes, cobraran una dimensión turbadora en un conjunto tan frágil. La enfermedad, fuera cual fuera, la hacía deseable. Tenía los ojos verdes, la nariz muy pequeña, y la mandíbula superior sobresalía un poco del plano del rostro, proporcionando a ese labio un gesto permanente de incredulidad. Quizá ella no lo sabía, pero pertenecía a esa clase de mujer que te mira con una expresión interrogativa, de manera que, si no llevas cuidado, puedes caer en la tentación de ofrecerle respuestas.

Estaba asustada, como si después de haber tomado la decisión de acudir a la cita, tuviera miedo de las consecuencias que se derivaran de ella. Me dio miedo la posibilidad de que se arruinara el encuentro y que no hubiera otro, por lo que antes del segundo plato le dije que era un periodista bastante conocido (ella aseguró que efectivamente le sonaba mi nombre) y que estaba recogiendo material sobre mujeres que utilizaban la sección de contactos del periódico para prostituirse. Se ruborizó al escuchar esta palabra, y como ya digo que era transparente, pareció que su rostro se llenaba de vino. Le señalé que se había ruborizado y sonrió, asegurándome que el rubor estaba incluido en el precio.

—A la mayoría de los hombres les gusta que parezcamos inexpertas —añadió.

Ella parecía inexperta y probablemente lo era. Me pregunté qué rayos la había llevado a anunciarse en el periódico, como no fuera la lógica de un relato fantástico que quizá había empezado a no controlar.

Después puso reparos a aparecer en mi reportaje y tuve que asegurarle que no habría fotos y que utilizaría un nombre supuesto. Dijo:

—Entonces te haré toda la compañía que quieras, y me ruborizaré, pero te saldrá caro.

Acepté el precio, pensando que en algún momento se lo podría cargar al periódico, y luego me contó que se prostituía desde los dieciocho años. Empezó como un juego, dijo, y llegó un momento en el que ya no sabía hacer otra cosa. No era de Madrid. Sus padres se habrían muerto de vergüenza si ejerciera la prostitución en la pequeña ciudad de la que procedía, no dijo cuál.

—Mis padres creen que soy funcionaría y que trabajo en Hacienda. A veces me hacen consultas sobre la declaración y tengo que buscar a alguien que me asesore. Afortunadamente, en esta profesión, porque es una profesión, y tan digna como cualquier otra, conoces clientes de todo tipo y siempre hay alguien que te echa una mano. Te asombrarías si te dijera la gente que ha pasado por mi cama, pero guardamos el secreto profesional, como un abogado o un médico.

Me pareció que estaba armando un discurso más para sí misma que para mí y la dejé hablar.

—¿No tomas notas en uno de esos cuadernos alargados? —preguntó.

—Ahora no, porque las notas interrumpen la conversación. Quizá más adelante, en otros encuentros.

—A lo mejor no te resulto interesante y sacas a otras.

—Aún no sé lo que quiero hacer. De momento, me apetece hablar con unas y con otras. Ahora te ha tocado a ti.

—Yo envidio a la gente que sabe escribir, porque, si yo supiera, escribiría mi vida y se convertiría en un best-seller.

—Todo el mundo cree que su vida es un best-seller.

—Pero algunas lo creemos con razón.

—¿Fina es tu verdadero nombre?

—No, pero mi verdadero nombre no se lo doy a nadie, ni siquiera a ti.

—¿Y por qué te pusiste Fina?

—Porque soy muy delgada, como ves, pero no sólo por eso, sino porque tengo una educación que tampoco es muy frecuente en las putas.

Volvió a ruborizarse y se lo señalé.

—Ya te he dicho que el rubor forma parte de las prestaciones. En mi casa, cuando se quería decir de una mujer que era muy delicada, decían que era muy fina. Fulana es muy fina. Por eso me puse Fina, pero la mayoría de los clientes no lo captan.

—¿Predomina el cliente grosero?

—Yo he aprendido a distinguirlos por teléfono y a los groseros ni los atiendo, no tengo necesidad. ¿Quieres oír los mensajes que me dejan, que me dejáis los hombres?

Tras decir esto, sacó un móvil del bolso, lo conectó y marcó el número del buzón de voz, como había hecho con Álvaro. Escuché tres o cuatro proposiciones brutales y se lo devolví. Comprendí en ese instante que quizá llevaba años jugando a recibir mensajes en ese teléfono móvil, jugando a ser prostituta, y tomé nota mentalmente para comprobar si su número de teléfono figuraba también en otros reclamos más fuertes que el de «discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas».

—Pero he tenido clientes muy educados también. Personalidades políticas y artistas, como tú.

—Yo no soy artista.

—Será porque no quieres, porque si yo supiera escribir sería artista. ¿Sabes cómo empieza una novela titulada
Memorias de África
?

—Yo tenía una casa en África —dije.

—¿Es un buen comienzo? —preguntó.

—Es bueno, sí.

—¿Y por qué no sería bueno empezar un libro diciendo yo tenía un acuario en el salón? —No lo sé, dímelo tú.

—Porque las palabras casa y África son evocadoras. Acuario y salón no.

Sentí un poco de vergüenza por la posición de privilegio que ocupaba sin que ella lo supiera, pero acallaba mi conciencia repitiéndome que no necesitaba que nadie me hubiera dado su teléfono, puesto que estaba al alcance de cualquiera, en el periódico.

—¿Te gusta leer? —pregunté.

—He leído a Isabel Allende. Si yo escribiera, elegiría ese estilo. No te rías, hay más escritores interesados en mi biografía.

—Yo no soy escritor.

—No eres artista, no eres escritor... ¿Se puede saber qué eres?

—Ya te lo he dicho: periodista.

—Pero sabes escribir, ¿no?

—Sí, pero sólo sobre cosas reales.

—Qué manía tiene todo el mundo con la realidad. Pues las cosas irreales también existen.

—Quizá lleves razón. Un amigo mío dice que si hubiera tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años.

—Ahí lo tienes. Y en las biografías supongo que todo el mundo miente, ¿no?

—Es posible.

Advertí que Fina (o Luz Acaso) había desarrollado una habilidad notable para hacer como que comía sin comer. Apenas probó lo que había pedido, pero al final la comida estaba distribuida por el plato de tal manera que daba la impresión de haber podido al menos con la mitad. Tenía en la cabeza mil preguntas, pero me pareció que era mejor no presionarla para que aceptara que nos encontráramos más veces. Cuando nos levantamos, yo me eché las manos atrás, casi siempre lo hago, en el gesto característico de las personas que padecen lumbago.

—¿Tienes lumbago? —preguntó.

—Sí, unos días más que otros. Hoy estoy fatal.

—Pues te tengo que presentar a una amiga escritora que quiere escribir un libro sobre el lumbago.

—Cuando quieras —dije—, pero no sé qué tiene de interés.

—Ya te lo dirá ella. En realidad, no está segura de si quiere escribir sobre el lumbago o sobre el lumbago. Déjame un bolígrafo que te lo escriba.

Saqué el bolígrafo y escribió lumbago sobre la palma de su mano mientras nos dirigíamos hacia la puerta.

—¿Sabes qué quiere decir lumbago en rumano? —preguntó.

—Pues no, no lo sé.

—Quiere decir el ojo vago. Por eso no sabe si escribir sobre la región lumbar o sobre el ojo.

Me reí y me miró un poco ofendida. Luego cogió un taxi en la puerta del restaurante y me dejó solo.

Al día siguiente revisé la sección de contactos del periódico
, buscando el número del móvil de Fina, y comprobé que estaba en varias partes, como me había imaginado, con otros nombres y bajo leyendas más provocadoras que la de «discreción y compañía» para caballeros serios. Así, por ejemplo, aparecía en un reclamo que decía: «Follame, follame toda y luego cuéntaselo a tu madre por teléfono».

Y en otro que prometía un viaje «de la boca al culo, o del cielo al infierno del sexo» a quien se atreviera a llamarla. Entonces, fui al periódico, me dirigí al departamento de documentación, busqué en ediciones atrasadas y comprobé que Luz Acaso, si se llamaba Luz Acaso, llevaba mucho tiempo jugando a las putas.

Lo primero que se me ocurrió (deformación profesional) es que en la idea de utilizar un teléfono móvil secreto para jugar a las putas podría haber un reportaje interesante, de modo que esa misma tarde compré un móvil barato para repetir el experimento de Luz (o Fina o Eva o Tatiana, pues con todos estos nombres aparecía en la sección de contactos) y ver qué ocurría. Una vez activado el aparato llamé a una agencia y ordené colocar durante varios días el siguiente anuncio en la sección de contactos: «Hombre casado admitiría contactos esporádicos con mujeres discretas». Di el número del móvil que había comprado para ese fin y luego lo dejé en un cajón, desconectado.

Durante los siguientes días, cuando abría el teléfono, encontraba en el buzón de voz una colección de barbaridades que por lo general me horrorizaban, aunque me excitaban también. Había mensajes de mujeres tímidas y solas, que buscaban una salida imposible a su sexo, pero lo normal eran proposiciones directas y brutales hechas indistintamente por hombres o mujeres cuyas voces daba pánico escuchar. Me llamó la atención uno de los mensajes, dejado por una mujer de voz muy dulce y seductora. Decía que si sólo buscaba sexo, no podía ayudarme, pero que no dejara de llamarla si lo que necesitaba era una razón para vivir. Daba el número de teléfono de un móvil también. Llamé desde el mío y en seguida apareció la dulcísima voz al otro lado.

—Soy el hombre casado que busca mujeres discretas —dije.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Enrique —mentí—, ¿y tú?

—Rosa.

—Hola, Rosa.

—Hola, Enrique. ¿Buscas una razón para vivir?

—Busco dos, pero me conformaría con una.

—Yo estoy enferma, ¿sabes?

—¿Qué tienes?

—No importa. Estoy enferma, en la cama, con una almohada doblada debajo de la cabeza. En la mano derecha tengo el mando del televisor y en la izquierda el teléfono móvil. Son mis dos únicos instrumentos para navegar por la realidad. Tú tienes otros, ¿no?

—¿A que te refieres?

—¿Tienes dos piernas?

—Sí.

—Ahí tienes dos razones para vivir.

Yo permanecía de pie, algo encogido, junto a mi mesa de trabajo. Creo que jamás había escuchado una voz tan cautivadora. Podría haberme diluido en ella. No deseaba otra cosa que desvanecerme en la voz como se disuelve una obsesión en el sueño, pero había en ella al mismo tiempo una advertencia.

—¿Cuántos años tienes, Rosa? —pregunté.

—Doce. ¿Y tú, Enrique?

Colgué el teléfono aterrado y permanecí jadeando unos instantes, como si hubiera hecho un esfuerzo físico insufrible. Comprendí que los teléfonos móviles tejían sobre el universo una red de ansiedad que se superponía a la de la telefonía fija. Agujereábamos la capa de ozono, pero creábamos en su lugar otras capas, densas como mantas, de palabras que atravesaban la atmósfera buscando destinatarios imposibles.

Abrí la ventana, pese al frío, para que entrara el aire, y cuando me recuperé (es un decir: nunca me he recobrado de aquella llamada), regresé a la mesa de trabajo. Intenté comprender a Luz Acaso. La imaginé escuchando los mensajes de su móvil, y atendiendo esporádicamente, de forma personal, algunas de las llamadas. El móvil permitía llevar a cabo multitud de juegos sin el riesgo de los teléfonos fijos, pues al no estar a nombre de nadie, no hay manera tampoco, si tú no quieres, de que lo relacionen contigo, y puedes desprenderte de él cuando te canses arrojándolo simplemente al cubo de la basura. Utilizado del modo en el que lo utilizaba Luz, el móvil devenía en un sexo artificial, en una prótesis.

Me pregunté si habría más gente que lo estuviera usando como ella. Llamé al periódico, hablé del asunto con un experto en sucesos, y me dijo que no tenía noticias de que se hubiera generalizado ese uso del móvil, aunque había oído hablar de gente, en cambio, que compraba uno de estos teléfonos de usar y tirar y no le daba jamás el número a nadie.

—¿Para qué los compran? —pregunté.

—Para recibir una llamada de Dios —me dijo—. Los llevan siempre encima por si algún ser de otra dimensión decide telefonearles. Te puedes imaginar que a veces, el teléfono suena porque alguien se equivoca, pero ellos interpretan esas equivocaciones como mensajes de otros mundos. Hay mucho loco suelto.

Yo, por mi parte, guardaba el mío en un cajón de la mesa de trabajo. De vez en cuando lo abría, escuchaba los mensajes y me masturbaba excitado por toda aquella brutalidad provocada por la incomunicación de los seres humanos. Comprendí que el móvil era indistintamente un falo o un clítoris, pero cuando me di cuenta de que estaba entrando en esas dimensiones infernales del sexo de las que hacía tiempo que había logrado escapar, arrojé el aparato a la basura y volví a mi sexualidad habitual, que era una sexualidad, por entendernos, escéptica, descreída, una sexualidad para ir tirando.

Entretanto, Fina y yo nos veíamos ya de un modo regular. Conseguí que me cogiera confianza, lo que no fue difícil, pues los dos nos encontrábamos bien juntos (y ella, para decirlo todo, se ganaba un dinero). A su lado, advertí que en los últimos años me había aislado de la realidad casi sin darme cuenta. El proceso debió de comenzar cuando me convertí en un reportero de lujo y me liberaron de la obligación de ir al periódico todos los días. Es cierto que desde entonces había escrito mis mejores reportajes, haciendo hablar a los demás de su vida o relatando lo que veía al otro lado de mi cabeza, pero yo no hablaba de mí mismo con nadie (ni siquiera con Nadie). Fina tuvo la habilidad de convertirse en una confidente perfecta: no hacía otra cosa que escuchar. Le hablé de mi ex mujer, de mi hija, le conté con detalle la época en la que creí que podría encontrar alguna verdad fundamental en el adulterio, le relaté la frustración de no haber tenido un hijo varón, quizá un discípulo, que se identificara conmigo, o con el que yo hubiera podido identificarme. Le conté mi vida, en fin, como hacen muchos borrachos con las putas, y a medida que se la contaba la ordenaba para mí mismo intentando encontrarle un sentido. Nos veíamos siempre en restaurantes, pues para ella resultaba tranquilizador que estuviéramos rodeados de gente. Después del primer encuentro, ya no volví a pensar que estuviera enferma, sino que era así. Incorporé su enfermedad a su constitución y dejó de producirme extrañeza, como cuando aceptas que el otro sea cojo, o impuntual, o tuerto.

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