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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (14 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Al mismo tiempo que yo veía a Fina sin que nadie conociera estos encuentros, Álvaro Abril me telefoneaba de forma regular para contarme sus conversaciones telefónicas con ella, con su madre. La culpa que me proporcionaba este doble juego era semejante a la que en otro tiempo me había proporcionado el adulterio, por lo que en el fondo creo que en aquel triángulo esperaba encontrar de nuevo una verdad fundamental. Me da un poco de vergüenza esta expresión,
verdad fundamental,
pero para qué vamos a engañarnos, creo que no he buscado otra cosa en la vida que una verdad fundamental. Lo que no había previsto, conscientemente al menos, es que Fina (o Luz Acaso) utilizara mis confidencias para tejer una trama, en la que Álvaro y yo quedaríamos enredados también como dos cordeles dentro de un bolsillo.

Un día, Álvaro me llamó por teléfono y me dijo que por fin le había preguntado a su madre por su padre.

—Le he preguntado quién es mi padre.

—¿Y qué te ha dicho?

—Al principio no quería ni oír hablar del asunto, aseguraba que era mejor que no supiera nada, pero poco a poco fue cediendo y por lo visto es un periodista, fíjate qué casualidad. Quizá hay en mi afición a escribir algo genético.

Me puse pálido y tragué una porción de saliva que cogió el camino equivocado, provocándome un acceso de tos que me impidió continuar hablando.

—Te llamo en unos minutos —dije— y colgué.

Vomité sobre la taza del retrete y al tirar de la cadena, mientras veía descender violentamente el agua en forma de torbellino, comprendí lo que había ocurrido: Fina (o Luz Acaso) había estado sonsacándome hábilmente cosas de mi propia vida que utilizaba con Álvaro para describirle un padre imaginario (aunque real, pues se trataba de mí) cuya imagen fuera gratificante para ambos. Ella no conocía la relación existente entre Álvaro y yo, no podía saber que al mentir abrochaba sin embargo una verdad. Fui a la cocina, bebí lentamente un vaso de agua y a cada sorbo fui haciéndome cargo de que estaba siendo víctima de una ficción que mi propio deseo había contribuido a levantar. Era todo mentira, de acuerdo, sí, pero empezaban a encajar tan bien los materiales de esa quimera, que tenía que repetirme continuamente es mentira, es mentira, porque a medida que pasaban los minutos era más verdad. Yo siempre había trabajado con materiales reales y sabía de qué manera manipularlos para alcanzar el significado o la dirección que convenía a mis intereses. Mi experiencia con la ficción, en cambio, se reducía a aquel cuento,
Nadie,
en el que incluí por otra parte tantos elementos autobiográficos que en cierto modo era también un reportaje disimulado. No sabía, en fin, de qué manera se defiende uno de lo irreal.

Cuando me calmé, llamé a Álvaro.

—Perdona, chico, pero me ha dado un ataque de tos.

—No te preocupes. Te decía que Luz, mi madre, me ha hablado de mi padre. Dice que es un periodista con el que se acostó hace veinticinco años cuando ella comenzó a prostituirse y él estaba haciendo un reportaje sobre las putas que se anunciaban en la prensa.

Dios mío, yo mismo le había contado a Fina que había hecho ese reportaje y que quería hacer ahora otro para ver las diferencias entre una época y otra. El reportaje antiguo se había publicado, de manera que si Álvaro quería saber quién era «su padre», no tenía más que revisar las hemerotecas. Y yo no podría decirle es mentira, Álvaro, es mentira, porque eso habría significado confesar que me veía con Fina. Por otro lado, Álvaro no necesitaba consultar ninguna hemeroteca. Sabía que su padre era yo e iba cercándome para que al menos entre los dos quedara establecido de manera implícita ese conocimiento.

—Por lo visto —añadió—, mi padre ni siquiera sabe que aquella puta con la que se acostó se había quedado embarazada. Ella no quiso decírselo para no complicarle la vida y porque quería tener el hijo sola.

Pero luego, cuando nació, las cosas se pusieron difíciles y tuvo que darlo en adopción.

—¿Todavía continúas empeñado en eso? —le reproché.

—¿Tú qué crees? —preguntó él con cierta dureza.

Un día, después de que hubiéramos comido
de nuevo en el restaurante de Príncipe de Vergara donde nos encontramos por primera vez, Fina propuso que tomáramos el café en su casa. Vivía en María Moliner, muy cerca de allí, y quería que conociera a esa amiga suya que escribía un libro sobre el lumbago, o sobre el lumbago, para que le contara mi experiencia, pero también, añadió, para que la orientara un poco, pues se trataba de una chica muy joven y dudaba si hacerlo en forma de reportaje o de novela.

María José nos esperaba impaciente, con un parche de cuero negro en el ojo. Dijo, con un punto de resentimiento, que se le había enfriado el café dos veces, y cuando nos lo sirvió sabía, en efecto, a recocido. Se movía de forma extraña, procurando utilizar lo menos posible el costado derecho. Fina me explicó en un aparte que no era tuerta ni coja ni nada parecido, sino que tenía inmovilizado todo ese lado para descubrir las posibilidades del izquierdo, pues pretendía escribir un libro zurdo. Me pareció que la casa olía a comida y a medicinas. El ambiente, en cualquier caso, estaba un poco enrarecido por una estufa de butano con ruedas colocada cerca del sofá.

—Pues éste es el periodista que tiene lumbago —dijo Fina señalándome, después de que yo hubiera abandonado el abrigo sobre una silla y tomáramos asiento.

—Cuando quieras —añadió María José cogiendo de la mesa un cuaderno de notas alargado.

—Bueno, a mí el lumbago sólo me molesta a temporadas —dije algo cohibido por la situación y por la rapidez con la que sucedía todo—, y no sé muy bien de qué depende, quizá de los cambios de estación. En otoño lo noto más, pero el médico asegura que el otoño no tiene nada que ver, que el problema es que paso muchas horas sentado en malas posturas.

—¿Te sientas peor en el otoño que en el resto de las estaciones? —preguntó con expresión sagaz.

—Es lo que yo pienso —dije—, que si me siento siempre igual, me tendría que doler lo mismo en primavera, o en invierno. Mi médico lo cura todo caminando. «Ande usted», me dice, pero la verdad es que he hecho de todo: paseos, acupuntura, masajes... sin ningún resultado. Ahora me acabo de comprar una silla alemana que dicen que es muy buena y creo que me alivia un poco, aunque me debería aliviar más para el precio que tiene.

María José tomaba notas torpemente con la mano izquierda. Daban ganas de arrancarle el cuaderno y escribir por ella, pero Fina la miraba con admiración y respeto, como a esa hija que ha logrado estudiar la carrera en la que han fracasado todos los hombres de la familia.

—¿En qué piensas cuando oyes la expresión región lumbar? —preguntó.

—¿Cómo que en qué pienso?

—Sí, ¿qué te pasa por la cabeza?

—Pues no sé, esta zona del cuerpo.

—¿Y nunca te has imaginado la región lumbar como un territorio mítico, a la manera del Macondo de García Márquez o del Yonapatawpha de Faulkner?

—Pues no, francamente.

—Imagínate este principio para un relato: «Cuando los enviados del dolor atravesaban la región lumbar, se desató una tormenta eléctrica en la cresta ilíaca».

Miré con perplejidad a Fina, que compuso la expresión de fíjate lo lista que es, y yo mismo empecé a considerar la posibilidad de que se tratara de un genio.

—La verdad es que suena bien —dije al fin, entregado a la lógica literaria de aquellas dos mujeres.

—Ya lo sabía yo que sonaba bien. El problema es que no estoy segura de si debo escribir sobre el lumbago o sobre el lumbago, que en rumano creo que quiere decir el ojo vago. Hay que hacer caso de la dirección que toman las palabras. Yo creo que escribir consiste en averiguar lo que quieren decir las palabras más que en lo que quieres decir tú.

Fina bostezó, como si la conversación se hubiera vuelto de repente demasiado técnica, y dijo que iba a descansar un rato, pero que yo me podía quedar todo el tiempo que quisiera. Abrió la puerta de la derecha y desapareció en lo que supuse que era su dormitorio. Cuando nos quedamos solos, María José dijo:

—Si no te importa, voy a quitarme el parche un rato, para descansar.

Se quitó el parche negro y sufrí una erección desproporcionada. Creo que la vi entonces por primera vez, como si hasta entonces hubiéramos permanecido en una penumbra que su ojo derecho, al levantar el párpado, hubiera iluminado. Se hizo la luz, en fin, de un modo espectacular, y tras la luz, de forma sucesiva, fue apareciendo ante mí el resto de la creación: su cuello, sus hombros, sus pechos, sus caderas... Llevaba una camiseta blanca muy ceñida y unos pantalones vaqueros, pero estaba descalza, pese a que la temperatura no invitaba a ello. El pelo, corto y desigual, dejaba adivinar la forma perfecta del cráneo.

—Tengo un tatuaje —dijo.

—¿Dónde?

—En la región lumbar —añadió volviéndose de espaldas y subiéndose la camiseta.

En efecto, se había hecho dibujar sobre la piel, a todo color, un pequeño paisaje vacío, sin otra línea que la del horizonte. En su sencillez, era sobrecogedor.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Mucho —dije.

—Justo por aquí —añadió pasando una uña mordida cerca de la línea del horizonte— está situada la cresta ilíaca.

—Pero no se ve —añadí, como esperando que me enseñara más.

—No se ve porque está al otro lado. Es una sierra misteriosa por la que cabalgan los enviados del dolor.

Me pidió que le enseñara mi región lumbar y le dije que no, que me daba vergüenza, pero había caído en el delirio de que me estaba pidiendo otra cosa, e intenté atraerla hacia mí, para darle un abrazo. Ella me separó sin violencia y dijo:

—En otras circunstancias no me habría importado, pero me estoy reservando para Álvaro Abril.

—Álvaro Abril, ¿el escritor?

—Sí, ¿lo conoces?

—Un poco.

—Es un genio y, aunque él todavía no lo sabe, me está destinado.

Nunca había oído a nadie pronunciar disparates con aquella firmeza. Me volví partidario del disparate, aunque no me sirvió de nada, pues ella continuaba decidida a consagrarse a Álvaro.

—Estoy colonizando mi lado izquierdo —dijo—, porque mi lado izquierdo es el camino que conduce a él.

—Yo daría la vida por ser tu lado izquierdo —dije.

Ella sonrió y se recostó en el sofá, con expresión nostálgica y lejana. La erección comenzó a ceder y de sus cenizas brotó de nuevo mi instinto periodístico.

Le pregunté qué relación tenía con Fina y sin gran esfuerzo comencé a conocer la historia de Luz Acaso desde un lado diferente al de Álvaro. Supe cómo había llegado a Talleres Literarios encontrándose con un huérfano vocacional que podría haber sido su hijo. Supe también de qué modo casual María José había entrado en relación con Luz y me enteré de los pormenores de su convivencia, como que vivían en Praga y que dormían juntas.

—¿Conoces Praga? —preguntó.

—Estuve una vez —dije.

—¿Y no te parece que este piso está allí?

Me pareció que sí y se lo dije. También estuve de acuerdo en que era buen título para una novela.

—Dos mujeres en Praga, suena bien.

—Te lo regalo —dijo ella.

—No escribo novelas, pero si algún día me decido, te tomaré la palabra.

—¿Por qué no escribes novelas?

—Porque prefiero trabajar sobre datos de la realidad.

—Qué obsesión con los datos. Luz piensa que la historia del lumbago debería ser una novela, mientras que la del lumbago debería ser un reportaje.

—¿Quién piensa eso?

—Luz —repitió haciendo con la cabeza una señal en dirección al dormitorio.

—Creí que se llamaba Fina —dije.

—Fina, Luz, qué más da. No pretenderás que ponga en el periódico su verdadero nombre.

Dejé pasar unos segundos y añadí:

—Yo creo que no es una verdadera puta.

—¿Por qué dices eso?

—Las conozco y no da el tipo.

—¿Y qué más da si lo es o no?

Comprendí que tampoco María José me ayudaría a trazar la frontera entre las fantasías de Luz (o Fina), y la realidad, pero por primera vez en mi vida disfruté de aquel estado de indefinición. Las tardes de invierno en Praga son cortas, y la luz, en efecto, se iba por la estrecha calle a la que daban las ventanas como un chorro de agua por un canal. María José podía ser enormemente minuciosa en la descripción de los hechos, y disfrutaba con ello. Me hizo un dibujo concienzudo de su vida cotidiana con Luz (había dejado de ser Fina definitivamente). Supe en qué lado de la cama dormía cada una y quién aliñaba las ensaladas o preparaba el desayuno. Supe que existía también la posibilidad de que fuera una funcionaría deprimida.

Supe que podía ser viuda o no, y que podía haber tenido un hijo de adolescente o no. María José era indiscreta por ingenua, pero no era infiel. Habría dado la vida por Luz, aunque su temperamento narrativo la empujaba a contar sin pausa. Le dije eso mismo, que tenía un temperamento narrativo, pero me respondió que todo el mundo tiene un temperamento narrativo de derechas.

—Sin embargo —añadió—, no sabría cómo contarte todo esto desde el lado izquierdo, y desde el lado izquierdo te garantizo que sería distinto.

—¿En qué sentido distinto?

—No lo sé. Si lo supiera, no tendría necesidad de probarlo. Es como si el lado izquierdo estuviera no exactamente vacío, sino lleno de fantasmas a los que no se ha dado la ocasión de expresarse. Yo quiero darles y darme esa oportunidad, de modo que si me lo permites voy a ponerme de nuevo el parche, para continuar practicando.

Entonces pregunté qué había en la habitación de la izquierda.

—No lo sé —dijo—. Nunca lo he preguntado. Está cerrada con llave desde el día en que llegué.

Una vez que se colocó el parche y sometió su lado derecho a la inmovilidad anterior, se apagó su belleza. Se lo dije, le dije que cuando había abierto el párpado derecho se iluminó toda y que al cerrarlo se había oscurecido, y me respondió que me imaginara cómo sería el izquierdo cuando diera con el interruptor de la luz de ese lado.

—Pero vamos a trabajar —añadió tomando el cuaderno—. Has venido aquí a hablar del lumbago.

Miré el reloj y dije que continuaríamos otro día. Me levanté, cogí el abrigo para irme y cuando estaba despidiéndome me dio un papel.

—Lee esto despacio y dime qué te parece como principio para una novela.

Cuando llegué a la calle, bajo un farol, leí el texto. Decía así: «Yo tenía un acuario en el salón. En ese acuario, en vez de peces de colores, había dos langostas con las pinzas sujetas con gomas elásticas, para que no se hirieran. Mi padre alimentaba durante todo el año aquellas dos langostas que nos comíamos en Navidad. Dios mío, era como comerse a dos hermanas gemelas».

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