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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (5 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Colocó el espejo retrovisor de manera que en lugar de ver el tráfico se viera a sí misma. De este modo, cada vez que miraba distinguía sus propios ojos e imaginaba que eran los de una pasajera que viajaba a su espalda, persiguiéndola, aunque cada vez se sentía más lejos de sí misma. Iba dejando atrás una vida para abrazarse a otra.

En esto, el ocupante de un automóvil situado a su derecha le gritó algo obsceno y ella salió de su ensimismamiento pensando que quizá había realizado alguna maniobra incorrecta. No le importó. Es más, observó con una indiferencia extraña el rostro del que salían los insultos y sonrió. Después, sin abandonar la expresión, giró el volante y se aproximó al automóvil hasta rozarse con él. Vio la cara de desconcierto del automovilista vociferante, que se apartó a un lado y frenó. Ella, en cambio, aceleró y lo dejó atrás. Cuando miró por el retrovisor, ya no estaban sus ojos.

Había cerca de la casa de Luz un solar en el que siempre encontraba sitio para aparcar el coche, aunque ella solía pasar primero por delante de su portal, por si aparecía un hueco. No vio ninguno, pero sí a la tuerta, María José, de pie, en el portal, con una bolsa de viaje en el suelo, esperando evidentemente que llegara. Dio un par de vueltas más, para observarla, y finalmente aparcó en el solar. Cuando llegó al portal, María José tenía la bolsa en la mano, como si se hubiera cansado de esperar y estuviera dispuesta a irse.

—Hola —dijo Luz.

—Hola, ¿puedo subir?

En las escaleras María José dijo que sus padres la habían echado de casa por negarse a trabajar en la pescadería.

—Puedes quedarte unos días conmigo —dijo Luz.

—¿Cuántos días? —preguntó la tuerta.

—No sé, unos días, hasta que decidas qué vas a hacer.

—Ya te he dicho lo que quiero hacer: escribir algo sobre el lumbago. O sobre el lumbago.

Luz abrió la puerta de su casa y entró seguida de la tuerta. Cuando estuvieron dentro, se volvió y preguntó:

—¿Y cuánto tiempo te llevará escribir ese libro?

—En Madrid me habría llevado toda la vida, pero en Praga es cuestión de semanas.

Comieron juntas, como el día anterior, en la cocina oscura y luego se sentaron en el sofá. Luz contó a María José que Álvaro Abril era adoptado.

—Podría ser mi hijo, fíjate —dijo riéndose—, porque yo entregué en adopción a un hijo que ahora tendría su edad.

—¿Pues cuándo lo tuviste?

—A los quince años. Me quedé embarazada de un hombre que después murió. Nada más tener al niño, me lo quitaron y se lo entregaron a otra mujer que esperaba en la habitación de al lado, para fingir que lo había parido ella. Ni siquiera pude verle la cara. Eso es lo que más echo de menos de él: no haberle visto el rostro.

—¿Cómo sabes que era un niño?

—No lo sé. Pudo ser una niña. Tú también podrías ser mi hija.

—Yo no soy adoptada.

—Pues me parece que te acabo de adoptar. Luz y María José rieron. Estaban sentadas en el sofá, delante de la ventana que daba a María Moliner, y la tarde tenía, como el día anterior, una oscuridad en cuyo interior parecía haber una burbuja de luz. Quizá la burbuja de luz estuviera más en las cabezas de ellas que en la tarde; el caso es que la oscuridad proporcionaba acogimiento y la burbuja de luz prometía futuro.

—¿Te importa que me quite el parche un rato? —preguntó María José.

—Por favor.

La tuerta se quitó el parche y al abrir el ojo derecho proporcionó a su rostro un golpe de luz que deslumbró a Luz.

—Qué guapa eres —dijo.

—No quiero ser guapa. Quiero ser eficaz. Háblame de Álvaro Abril.

—Es tímido.

—¿Y qué más es?

—Nervioso. Se muerde el labio inferior así —dijo Luz mordiéndose el suyo—, por eso lo tiene siempre un poco enrojecido.

—¿Y qué más?

—No sé qué más. Hoy estaba un poco acatarrado.

Permanecieron en silencio y al poco María José adoptó la postura del día anterior, para dormir un rato. Dice que antes de perder la conciencia, oyó un golpe de viento, y al abrir los ojos vio cómo el cristal de la ventana se llenaba de gotas de lluvia que en seguida formaron regueros. También vio que Luz abría su bolsa de viaje y comenzaba a vaciarla. Al final encontró
El parque,
la novela de Álvaro Abril. Se sentó junto a María José y comenzó a leerla.

Yo, entretanto, trabajaba en un reportaje sobre la adopción
. Tengo la flaqueza de atribuir a la casualidad una intención oculta. Quizá el mundo se sostiene sobre una red invisible de casualidades. Si un fragmento de esa red queda al descubierto ante tus ojos, cómo evitar la tentación de tirar del hilo. Cuando estábamos juntos, mi mujer me acusaba de tener un temperamento religioso. No me importa llamarlo así, puesto que la red de la que hablo
religa
o une lo disperso y le otorga un sentido.

Había recogido suficiente material sobre la adopción para un libro, pero lo tenía aparcado, a la espera de que se me ocurriera el hilo conductor en torno al que organizar toda esa documentación. Mientras el material reposaba, conocí por casualidad a Álvaro Abril en las circunstancias que ya han quedado descritas.

Entonces, no sabía que era adoptado. ¿Lo era?

Dos o tres días después de que me presentaran a Álvaro, me sucedió algo curioso: un soltero sin hijos, un amigo al que conocía desde la adolescencia, pronunció delante de mí una frase enigmática:

—Si yo hubiera tenido hijos —dijo—, el mayor tendría ahora veinticinco años.

Habíamos cenado juntos, solos, y luego habíamos ido a tomar una copa, como siempre que nos veíamos, una o dos veces al mes desde hacía treinta años. Los dos éramos cincuentones y a mí me parecía un milagro conservar aquella costumbre a la que sacrificaba cualquier otro compromiso. En algún momento hice un comentario sobre mi hija y entonces él dijo aquello de que si hubiera tenido hijos el mayor tendría ahora veinticinco años.

—¿Y el pequeño? —pregunté conteniendo la respiración, pues no estaba seguro de haber oído bien.

—El pequeño tendría veintidós —dijo llevándose el vaso a los labios con gesto de nostalgia.

Yo tenía muchos testimonios sobre mujeres que se habían desprendido de sus hijos sin llegar a verlos. Durante años, fue una práctica habitual en algunos sanatorios de monjas. La joven que no podía hacerse cargo de su bebé paría en una habitación mientras que en la de al lado esperaba la madre falsa. No se trataba propiamente de una adopción, puesto que a efectos legales la madre falsa registraba al niño como si lo hubiera tenido ella. Pasado el tiempo, algunos de estos bebés, convertidos en hombres o mujeres, descubrían por azar el engaño y caían en la obsesión de conocer sus orígenes. Las madres a quienes se los habían arrebatado sin permitirles disfrutar de ellos siquiera unos segundos soñaban, por su parte, con encontrar a esos hijos de los que no se pudieron despedir. Muchas iban por la calle diciéndose: éste podría ser; este otro no; aquélla quizá; aquella otra, de ninguna manera.

Algunos colegas sabían que yo llevaba tiempo inmerso en esa investigación y me facilitaban datos, o me los solicitaban. Por eso, el día en el que Luz Acaso llegó diez minutos antes de las doce a su segundo encuentro con Álvaro Abril y permaneció dentro del coche escuchando por la radio un programa sobre la adopción, yo estaba al otro lado, en la emisora, aportando los testimonios que ella oía: ahí está la red de casualidades con las que se teje la realidad. Naturalmente, esto lo supe mucho después, pero creo que debo decirlo ahora.

Pues bien, cuando mi amigo pronunció aquella frase
(si hubiera tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años)
pensé que en la vida de las personas era más importante lo que no sucedía que lo que sucedía. Aquel soltero aparente tenía en otra dimensión oculta una familia imaginaria, una familia que llevaba construyendo al menos desde hacía veinticinco años. Pensé entonces que cada uno de nosotros lleva dentro un «lo que no», es decir, algo que no le ha sucedido y que sin embargo tiene más peso en su vida que «lo que sí», que lo que le ha ocurrido. Es posible que haya personas en las que misteriosamente se cumpla «lo que no» y deje de cumplirse «lo que sí», pero no tengo ningún caso documentado de lo que, de existir, sería una aberración pavorosa. Pensé en mí mismo: era un buen autor de reportajes, pero lo que pesaba en mi vida no eran esos reportajes tantas veces premiados, sino una novela inexistente, que sin embargo estaba escrita en una dimensión distinta a aquella en la que me desenvolvía. Muchas de las mujeres que habían entregado a sus bebés a una madre falsa habían tenido después una vida feliz, en ocasiones llena de descendencia. Pero el hijo más importante de todos era «el que no». Algunos de esos hijos, por su parte, habían crecido en familias falsas envidiables, pero una vez que se enteraban de su condición espuria no hacían sino añorar aquella otra familia inexistente, «la que no».

Todo el mundo tiene una herida por la que supura un «lo que no», que ningún «lo que sí», por extraordinario que sea, logra suturar.

Imaginé a mi amigo hacía veinticinco años, el día en el que no nació su hijo mayor y también el día en el que no se casó. Supe en seguida con quién no se había casado porque habíamos sido compañeros de facultad y conocía a todas las chicas con las que no había salido, aunque sólo se había enamorado de una con la que —ahora me daba cuenta— no había vivido durante todos aquellos años, y con la que tampoco había tenido dos hijos, el mayor de los cuales no tenía ahora veinticinco años.

Esa noche no pude dormir. Continué hilvanando la biografía paralela de mi amigo. Lo recordé sentado en la playa algunos veranos que había pasado las vacaciones con mi mujer y conmigo, cuando éramos jóvenes y nuestra hija era pequeña. Siempre había tenido una habitación disponible en nuestra casa, donde se adaptaba con gusto a las rutinas familiares. Lo recordé, decía, sentado en la playa con un libro entre las manos. A ratos, dejaba caer el libro y se perdía en la ensoñación de los hijos que no había tenido con la mujer con la que no se había casado. Quizá cuando yo le veía perder la vista en el horizonte estaba echándoles un vistazo, para que no se ahogaran. Tal vez veía cómo sus hijos jugaban con la mía. Recordé entonces que mi amigo, a medida que mi hija crecía, me había hecho preguntas curiosas, de orden práctico, un poco inexplicables en alguien sin familia. Un día se interesó por el calendario de vacunas. Quería saber a qué edades se vacunaban los niños y de qué. Tal vez llevaba una cartilla imaginaria de vacunas. Siempre se interesó también por sus estudios y tomaba nota de la edad en que se aprendía a dividir o a hacer quebrados o ecuaciones.

—¿Tiene tu hija más dificultad con la lengua o con las matemáticas? —preguntaba con un interés que para mí resultaba enigmático.

Comprendí entonces el sentido de todas aquellas preguntas. Cada vez que yo llevaba a vacunar a mi hija, él llevaba a no vacunar a sus hijos. Podía verle, en esa otra dimensión paralela a su vida de soltero sin hijos, no llevando a sus hijos al colegio, no llevándolos al cine, al circo, a la hamburguesería, a los museos.

Me pregunté si en esa existencia de «lo que no» ocurrirían desgracias, como en la existencia de «lo que sí».

¿Tendrían fiebre los hijos no reales? ¿Cogerían el sarampión, la gripe? ¿Toserían por las noches, en la cama, al otro lado del pasillo oscuro?

De súbito, comprendí muchas cosas de mi amigo, y quizá de mí mismo, que hasta entonces había tomado por rarezas inexplicables. Tal vez en esa existencia de «lo que no» su vida había sufrido reveses que yo no era capaz de imaginar. Advertí lo cruel que había sido cuando le decía que él no tenía preocupaciones. Vaya si las tenía, y quizá más grandes que las mías.

Había un vínculo misterioso entre todo aquel material sobre la adopción que había acumulado y el descubrimiento de «lo que no». Quizá, pensé, había estado reuniendo documentación para trabajar en una cosa creyendo que estaba trabajando en otra. Esa noche, me desperté a las cuatro de la madrugada y comencé a escribir un cuento titulado
Nadie.

El tercer encuentro entre Luz Acaso y Álvaro Abril
empezó como los dos primeros. Él salió a recibirla al vestíbulo de Talleres Literarios y la acompañó hasta el despacho dudando si debía ir delante o detrás. Ella se sentó y se desabrochó el abrigo sin llegar a quitárselo. Llevaba un jersey muy parecido al del día anterior, aunque de color malva, y una falda de tela cuyo borde quedaba por debajo de las rodillas incluso al sentarse. Álvaro abrió el cuaderno y cuando consideró que ella estaba preparada encendió el magnetofón. Luz Acaso tosió, se ruborizó un poco y comenzó a hablar:

—Quizá debería comenzar diciendo que ayer también mentí al decir que cuando era adolescente había tenido un hijo. Acababa de oír por la radio, en el coche, un programa sobre adopciones y me impresionó tanto que hice mío el problema de esas pobres mujeres a las que les arrebataron el bebé nada más nacer. Pero se trataba de una mentira que no era una mentira, porque mientras la contaba era verdad. ¿Puede usted entender esto, que una cosa sea al mismo tiempo mentira y verdad?

—Sí, creo que sí —pronunció, turbado, Álvaro Abril, al tiempo que desviaba la mirada del cuerpo de Luz Acaso, cuyos senos acababa de descubrir. El día anterior había descubierto sus clavículas. Parecía que se le revelaba por partes, aunque siempre se le hubiera presentado entera.

—De hecho —continuó ella—, en el mismo instante de mentir recordé perfectamente el día en el que había entrado en el sanatorio con el bebé en el vientre y una maleta pequeña, que me había preparado mi madre a toda prisa. Rompí aguas de noche, una semana antes de salir de cuentas, y mis padres se asustaron muchísimo. En tales circunstancias, se suele pedir ayuda a los vecinos, pero ningún vecino sabía que yo estaba embarazada, porque se lo habíamos ocultado a todo el mundo. Un embarazo en una cría de quince años era en mi medio una vergüenza. Hasta el último mes llevé una faja que me disimulaba el vientre y trajes ceñidos que quizá perjudicaron al bebé. Yo tenía la obsesión de no dañar al niño, y mi madre la de que no se me notara. Pedimos un taxi por teléfono y bajamos clandestinamente las escaleras. Mis padres estaban más preocupados por la posibilidad de que nos tropezáramos con un vecino que con que al bebé o a mí nos sucediera algo. Fuimos a un sanatorio de monjas que hay en Príncipe de Vergara, donde ya estaba todo pactado para que le entregaran el niño, o la niña, nada más nacer, a un matrimonio del que no sabíamos nada. Sólo nos aseguraron que eran personas acomodadas y de formación religiosa. El matrimonio receptor ignoraba también quién era la madre. Lo hacían así para que en el futuro no hubiera la mínima posibilidad de que nos encontráramos. Perdone, ¿me podría conseguir un poco de agua?

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