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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (9 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Fueran o no ciertas, las descripciones que María José hacía de ese lado parecían sacadas de un relato fronterizo. Luz la escuchaba encandilada, aunque a veces también con expresión condescendiente, y a cambio de aquellas historias le hacía confidencias sobre sus encuentros con Alvaro Abril, que era el tema de conversación preferido de las dos.

—¿Se muerde las uñas? —Las uñas no. Te dije que se mordía el labio inferior, de este modo.

Más tarde, cuando conocí personalmente a María José, obtuve mucho material de ella, pero no me fue fácil distinguir lo verdadero de lo falso. Tampoco supe si en su cabeza estas categorías permanecían separadas. Procuré, a la hora de seleccionar unos hechos y desestimar otros, aplicar el sentido común —mi sentido común—, lo que quizá significa que este relato es la suma de dos invenciones (de tres, si contamos el material aportado por Álvaro). Lo interesante es que todos los materiales, pese a su procedencia, siempre fueron compatibles.

En la vida cotidiana, María José adoptó un poco el papel de hija: hacía con gusto los recados que le pedía Luz y ordenaba la casa con ella. Nunca le preguntó por la habitación cerrada, y en la práctica actuaban como si no existiera. La adecuación entre ambas era tal que cualquiera habría dicho que llevaban toda la vida juntas.

Una tarde que Luz fue al ambulatorio a por una baja, o eso dijo, María José salió a la calle, telefoneó desde una cabina a Talleres Literarios y preguntó por Álvaro Abril.

—Escúcheme con atención —le dijo— porque no se lo repetiré más de una vez: Yo era monja. Trabajé varios años como ayudante de quirófano en el hospital de Príncipe de Vergara donde usted vino al mundo. Nada más nacer, usted fue entregado en adopción a otra mujer distinta de la que le alumbró. Aunque esto se hacía sin dejar rastros ni por el lado de la donante ni de los receptores, yo fui haciendo unas fichas que he conservado todos estos años en una caja de zapatos. Ya no soy monja. Me salí y llevo algún tiempo tratando de ponerme en contacto con las personas que fueron adoptadas mientras estuve allí. Escuche: usted fue entregado a un matrimonio llamado Abril, pero la persona que le alumbró era una chica que entonces no tendría más de quince o dieciséis años, una chica llamada María de la Luz Acaso. No puedo decirle más, corro un gran riesgo con lo que ya le he dicho. El apellido Acaso, por otra parte, tampoco es muy común. Ahora actúe usted según su conciencia, que yo ya he actuado de acuerdo con la mía.

Álvaro Abril estaba en su despacho, solo, preparando una clase. Dice que se le cayó el auricular del teléfono sobre la mesa y que lo primero que pensó fue que él jamás se habría atrevido a poner en un cuento o en una novela que a un personaje se le cayera el auricular del teléfono al recibir una noticia sorprendente.

No le parecía creíble en la ficción, y sin embargo le acababa de suceder en la realidad. Y no tuvo fuerzas durante un buen rato para acercar la mano y colocarlo en su sitio. La descripción de su estado de ánimo, o de su estado físico, pues en ese momento eran indistinguibles el uno del otro, se acercaba mucho a la de un pequeño episodio catatónico semejante a los que se dan en el sueño, cuando uno quiere gritar, pero la lengua no obedece. Su cabeza, sin embargo, permanecía activa. Tenía, de súbito, ocho o diez años. En su casa había un pasillo que comunicaba, como un tubo, la entrada del domicilio con el salón. En la pared de ese pasillo, muy cerca de la puerta del salón, estaba colgado el teléfono. Su madre tenía la costumbre de hablar con un pie en el salón y otro en el pasillo, observando las imágenes de la televisión, siempre encendida, mientras sostenía el auricular aplicado a la oreja izquierda, de la que se había quitado un pendiente con el que jugaba en el hueco de su mano libre.

Un día Álvaro Abril la oyó decir algo que le llamó la atención y se volvió hacia ella para continuar escuchando. Su madre, como si hubiera sido sorprendida en algo indecente, se dio la vuelta internándose en el fondo del pasillo todo lo que el cable telefónico daba de sí para continuar hablando. Entonces, el pequeño Álvaro Abril se dijo: soy adoptado.

Cuando le pregunté qué le había oído decir a su madre, aseguró que no lo recordaba, pero que era algo que una madre jamás habría dicho delante de un hijo de verdad.

—Pero qué era —insistí.

—Dijo: «Estoy arrepentida; ahora no volvería a hacerlo».

Esa noche, dice, se metió en la cama pensando en sus padres reales, en su madre real especialmente, y se juró que dedicaría su vida a encontrarla.

Primero, no obstante, necesitaba la confesión de la madre falsa, de manera que un día, al volver del colegio, mientras merendaba, dijo que tenía un compañero adoptado.

—Pero se ha enterado de casualidad —añadió—, porque sus padres querían ocultárselo.

—Esas cosas no se deben ocultar —dice que respondió la madre falsa.

Álvaro Abril supuso que mentía y aunque durante algunos años se olvidó del asunto y la vida regresó al cauce anterior, en la adolescencia volvió a atacarle un sentimiento de orfandad insoportable. Entonces empezó a escribir. Cuando se quedaba solo en casa, registraba los armarios y los cajones en busca de alguna prueba que certificara su sospecha. Encontró partidas de nacimiento, fotos en cajas de zapatos, cartas manuscritas dentro de sobres abiertos con cuidado o con desesperación, pero ni una sola prueba de su bastardía. Había, sin embargo, un dato real: sus padres eran personas mayores en relación al menos a los padres de sus compañeros. Quizá habían intentado tener un hijo propio y sólo cuando perdieron la esperanza decidieron adoptar. Álvaro, por otra parte, jamás se reconoció en los gestos de los tíos, ni en los de los parientes lejanos de las fotografías. Se encontraba en aquella familia como un extranjero y durante una época tuvo fantasías sexuales con su madre, lo que en un hijo biológico, aseguraba, habría sido inconcebible.

Cuando me lo contó, le expliqué que no era raro que los hijos se sintieran sexualmente atraídos por su madre, que eso, en fin, no constituía una prueba, pero él insistió en considerarlo patológico.

Y bien, pasó el resto del día presa de una excitación insoportable. La llamada de la falsa monja, de la falsa tuerta, se había producido a media tarde y no tenía programado ningún encuentro con Luz Acaso hasta el día siguiente, a las doce. Dio una clase de escritura delirante y al acabar fue a casa de sus padres, de su padre en realidad, pues su madre había muerto el mismo año en el que él publicó su novela.

El padre, muy mayor, vivía con una señora que había empezado haciéndole la comida y que había acabado instalándose en la vivienda, no se sabía muy bien en calidad de qué. La mujer era árabe y ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, pero se entendían con una precisión misteriosa en una lengua intermedia que iban creando día a día. El entendimiento quedaba reducido al ámbito de lo esencial, pero eso —pensaba Álvaro— es lo que posibilitaba la convivencia. De hecho, temía que si aquel idioma inventado se perfeccionara o se hiciera más complejo, podrían empezar a intercambiarse a través de él productos existenciales que separaran lo que la simpleza había unido.

—Quizá el problema de la torre de Babel —llegaría a decirme— no fue que aparecieran diferentes lenguas, sino que la que tenían se hizo más complicada ofreciendo a sus usuarios la posibilidad de dudar, de contradecirse, de atribuir al otro el miedo propio.

Desde que falleciera la madre, por otra parte, padre e hijo se habían ido distanciando y apenas intercambiaban monosílabos cuando estaban juntos. De manera que vieron la televisión los tres juntos, en el sofá, mientras comían ensalada y pan duro. Alvaro no había ido a confirmar que era adoptado, ya no tenía ninguna duda, sólo quería saber cuánto habían pagado por él, pues suponía que las monjas, al tiempo de solucionar el problema a las jóvenes embarazadas, cobraban gastos de internamiento, de quirófano, y sin duda también alguna plusvalía cuya cantidad le obsesionaba. Carecía de referencias, pero cuando intentaba imaginarse una cantidad, pensaba absurdamente en lo que había cobrado por su novela y se preguntaba si él habría costado más o menos. La ex monja había colgado el teléfono tan pronto que no había tenido tiempo de reaccionar. De otro modo, le habría preguntado si hacían recibos, si se dejaba algún rastro escrito de la transacción.

Cuando llevaban media hora viendo la televisión, su padre y la mujer árabe se durmieron en el sofá y Álvaro Abril comprendió que era absurdo plantear la cuestión, de modo que se levantó, entró con sigilo en el dormitorio del padre y abrió el cajón de un mueble en el que convivían, en confuso desorden, los recibos de la luz y los del agua con los recordatorios de su primera comunión o la escritura de la casa. Revisó cuantas carpetas le salieron al paso sin dar con ningún rastro documental.

Salió de allí dejándolos dormidos y entonces se acordó de mí, recordó que en mi correo electrónico de respuesta al suyo le había dicho que trabajaba en un reportaje sobre la adopción. Corrió a casa, abrió el ordenador y me puso el siguiente mensaje: «Me gustaría que conocieras mi caso. ¿Cuándo podemos hablar?».

Aunque era algo tarde, yo estaba trabajando y vi entrar el mensaje. Contesté en seguida, con la esperanza de que él no se hubiera apartado del ordenador y viera mi respuesta. Le decía que podíamos hablar en ese mismo instante y le daba mi número de teléfono, para que me llamara.

Crucé los dedos, pasaron unos minutos y sonó el teléfono. Era él.

—Hola —dijo.

—Hola —respondí yo.

Le pregunté, por iniciar la conversación de algún modo, cómo iba su
carta a la madre
y me dijo que mal, que no conseguía arrancar, aunque había cobrado un anticipo en metálico.

—¿Por qué en metálico? —pregunté sorprendido.

—Cuando el editor me propuso el encargo, dije que sí a condición de que me pagara de ese modo, pero no sé por qué lo hice. La verdad es que no tengo tarjeta de crédito y siempre me ha gustado manejar dinero real, pero de eso a pedir un anticipo en metálico...

—A lo mejor se pensó que querías cobrar en dinero negro.

—¿Por qué? —preguntó con expresión de alarma.

—No sé, nadie paga así, si no es por desprenderse de dinero negro.

Estuvimos un rato dando vueltas al asunto del dinero negro. Me pareció que Alvaro intentaba dar una imagen de escritor excéntrico y atormentado, aunque quizá fuera un escritor excéntrico y atormentado, ¿cómo saberlo? Cuando logré reconducir el diálogo al asunto de la adopción, él regresó a la
carta a la madre,
que le tenía obsesionado. No sabía si escribirla a su madre adoptiva y muerta o a su madre real, pero desconocida. Me pregunté si estaría bajo los efectos de algún estupefaciente, porque tenía tendencia a hablar formando círculos, pero en seguida me di cuenta de que sólo pretendía alargar la conversación.

—¿Tienes miedo? —le pregunté de súbito.

Tras permanecer unos segundos en silencio, dijo:

—Sí, no me acostumbro a vivir solo. Por la noche, esta casa se llena de fantasmas.

—¿Qué clase de fantasmas?

—No sé, fantasmas.

Entonces me contó que el día que nos conocimos, al volver a casa, contrató a una prostituta a la que confundió con su madre muerta. Me relató la escena de la ducha y la conversación posterior sobre carbunclos, o carbúnculos. Yo pensé que trataba de seducirme, y lo cierto es que lo estaba consiguiendo, pero aún necesitaba distinguir lo verdadero de lo falso. Mi olfato periodístico había empezado a señalarme que quizá Álvaro no era un adoptado verdadero, sino vocacional.

—¿Cuándo te dijeron que eras adoptado? —pregunté al fin en un intento por tomar las riendas de la conversación.

—En realidad, no sé que soy adoptado porque me lo hayan dicho, pero siempre he tenido esa sospecha.

—¿Por qué?

—Porque un día, tenía yo ocho o diez años, estaba viendo la televisión mientras mi madre hablaba por teléfono. Entonces ella pronunció una frase que una madre jamás habría dicho delante de un hijo verdadero.

—¿Qué frase?

—No me acuerdo, pero sé que me dije: soy adoptado.

Insistí en que tratara de recordar y aunque al principio no parecía dispuesto, finalmente pronunció la frase de su madre que ya he reproducido más arriba: «Estoy arrepentida; ahora no volvería a hacerlo».

Le dije dos cosas: que esa frase no significaba nada (aunque yo había perdido a mi hija real por una frase de mi mujer que tampoco significaba mucho) y que la fantasía de haber sido adoptado era relativamente común. Me respondió irritado que él también había leído a Freud (no lo había leído, yo tampoco, pero los dos éramos capaces de citarlo con cierta solvencia). Luego rebajó el tono y añadió que de pequeño se había sentido atraído sexualmente por su madre.

—Si has leído a Freud —dije con maldad—, sabrás que tampoco eso es anormal.

Volvió a irritarse y dijo que no me había llamado para discutir sobre Freud, sino para comentarme su caso si todavía estaba interesado en él.

—Lo estoy —dije.

Entonces me contó que había recibido la llamada de una ex monja que había trabajado como ayudante de quirófano en el sanatorio donde él había nacido.

—¿Puedes tú verificar —añadió— si en la época de la que hablamos se hacían esas cosas?

—Se hacían —dije, pues me sobraba documentación sobre el tema.

—¿Y podrías comprobar mi caso?

—Puedo intentarlo, pero no será fácil con los datos de que dispones. Las monjas se cierran como valvas cada vez que te acercas. Dame de todos modos unos días.

Mientras hablaba, percibí que la respiración de Alvaro Abril, al otro lado, era muy agitada. Intuí que no me había dicho aún lo más importante y le di un poco de hilo para que bajara la guardia. Al poco, fue incapaz de resistirse más y dijo:

—Lo mejor de todo es que no puedes ni imaginarte quién sería mi madre según esta ex monja.

—No, no puedo.

—¿Recuerdas la mujer de la que te hablé el día que nos conocimos en casa de mi editor?

—¿Qué mujer? ¿La de la biografía?

—Sí.

—¿Es ella?

—Eso dice la monja. Dice que se llamaba María de la Luz Acaso y esta mujer se llama Luz Acaso. No creo que haya muchas mujeres con ese nombre. Estoy hecho un lío.

—No me extraña —dije—, es todo demasiado novelesco.

Le dije eso, que me parecía todo demasiado novelesco, pero para mis adentros pensé en la red de coincidencias sobre la que se sostiene la realidad y que a veces, por causas que desconocemos, se queda al descubierto, como los árboles cuando se retira la niebla.

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