Read Dos mujeres en Praga Online

Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (10 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Continúas ahí? —pregunté.

—Sí.

—¿Y crees que esta mujer, Luz Acaso, sabe que tú eres su hijo? ¿Ha insinuado algo?

—Sí y no.

—¿Cómo que sí y no?

Entonces me explicó que en uno de sus encuentros Luz Acaso le contó que se había quedado embarazada cuando tenía quince años, mientras que en el siguiente lo negaba. También había estado casada y no había estado casada, y era y no era viuda al mismo tiempo.

—Te quiere seducir —dije aparentando una experiencia que no tengo.

—¿Crees que me querría seducir del modo al que te refieres si supiera que soy su hijo?

—No, creo que no —tuve que reconocer.

—La situación real, entonces, es que soy su hijo y no soy su hijo del mismo modo que ella es viuda y no es viuda y casada, pero no casada.

—Tienes una buena novela ahí —dije riendo.

—No quiero una novela, quiero una vida real.

Mientras hablábamos, intentaba imaginar la casa de Alvaro Abril. A ratos me la representaba grande y antigua y a ratos pequeña y moderna. Intenté imaginar también su mesa de trabajo. Situé el ordenador, el teléfono, los objetos de los que se rodeara. Posiblemente, no acerté en nada. Siempre que conozco a alguien, intento crearle un contexto, un orden, del mismo modo que cuando hablo por teléfono con una persona a la que no conozco físicamente intento deducir de su voz su rostro. Nunca acierto. Pero mientras jugaba a estas adivinanzas, una idea disparatada me vino a la cabeza: ¿Y si Alvaro Abril fuera mi Nadie? Ya expliqué lo que en aquel cuento había de autobiográfico. Aquella mujer que no había vuelto a ver desde hacía veinte o treinta años podía haber tenido un hijo mío, en efecto, que ahora tendría la edad de Alvaro Abril. No quiero crear una expectativa falsa: se trataba, como siempre, de un juego retórico. Quizá la red sobre la que se sostiene la realidad es pura retórica. La realidad no necesita sostenerse sobre ninguna red: ella es la red.

Pero nosotros sí que necesitamos la invención. Necesitamos creer que las cosas suceden unas detrás de otras y que las primeras son causa de las segundas, como le dijo Alvaro a Luz Acaso en su primer encuentro.

Cuando escribo un reportaje, siempre soy consciente de que al seleccionar, de entre toda la documentación previa, los materiales definitivos, no hago otra cosa que manipular la realidad para que encaje en una lógica que sea comprensible para los lectores y para mí. Pero no siempre me creo lo que escribo. Muchas veces permanezco a este lado del reportaje, perplejo, frente a una realidad que aunque he logrado hacer entrar en la horma, a veces con éxito, continúa deshormada dentro de mi cabeza. Otras veces sucede al revés: hay mentiras que no resistirían la mínima confrontación con la realidad, pero que dentro de mi cabeza funcionan como un mecanismo de relojería. Mentiras, en fin, que merecerían ser verdades. La idea de que Alvaro Abril fuera mi Nadie, mi hijo, pertenecía a este tipo de mentiras. No lo era, sin duda, pero lo era en alguna dimensión de mí. Quizá en alguna dimensión suya yo había comenzado a ser su padre.

Quedamos en vernos al día siguiente, por la tarde, y colgamos, creo que con pesar, el teléfono.

Al día siguiente comí en casa de mi ex mujer,
con mi hija y su novio alemán. Habían venido a Madrid para anunciar que se casaban. Yo, como padre, tenía que haber pronunciado algunas palabras un poco trascendentes, pero en ese momento sólo se me ocurrió darles la enhorabuena. Me pareció que mi hija, que actuaba de intérprete, añadió en alemán algo que yo no había dicho en castellano para dejarme en buen lugar. El encuentro fue difícil, no ya por las interrupciones dedicadas a la traducción, sino por las miradas que iban de un lado a otro de la mesa buscando un destinatario que no siempre hallaban.

Tuve la impresión de que el alemán, que me observaba al principio como a un enemigo, comenzó a observarme tras el aperitivo como si intentara verse a sí mismo al cabo de veinte o veinticinco años. No necesitábamos hablar el mismo idioma para saber que los dos teníamos un pie en el mismo territorio.

—No has traído vino —reprochó mi ex mujer.

—No —dije.

—Ya no traes nada.

Y me llevo menos, estuve a punto de añadir, pero sonreí como si hubiera oído una delicadeza. Mi ex mujer era profesora de latín en un instituto de Madrid. Mi hija era profesora de filosofía en una universidad alemana. Mi yerno era un técnico con sensibilidad cultural. Las cosas no podían haber salido mejor, excepto que yo no estaba unido a ellas, a las cosas. No estoy dotado para los vínculos afectivos, aunque había intentado sustituir aquella falta con una familia del mismo modo que el cojo o el manco sustituyen la suya con una prótesis. Mi prótesis se enriquecía ahora con una pieza alemana, lo que la haría más sólida sin duda, aunque no para mí, pues hacía tiempo que la ortopedia se me había venido abajo obligándome a regresar al punto de partida.

El punto de partida tampoco era tan malo si eras capaz de llenar tu vida de hábitos. Soy un maestro de los hábitos, un coloso de las rutinas. Podría parecer que la tendencia a la repetición es incompatible con la condición de reportero, pero el reportaje sólo sale bien cuando constituye una ruptura de la pauta. Hay que tener hábitos para romperlos. La obra de arte (mis reportajes eran modestamente obras de arte) surge cuando rompes la norma, que es la materia prima. Repasé la norma mientras daba cuenta del pescado a la sal que había preparado mi ex mujer. Telefonearía al sanatorio en el que había nacido Álvaro Abril y pediría una entrevista con la madre superiora. Visualicé mi entrada en el hospital. Vi los pasillos, las escaleras, el ascensor quizá. La monja saldría de detrás de la mesa a recibirme. Yo me sentaría e iría al grano:

—Tal día de tal año nació aquí un niño que fue entregado en adopción a un matrimonio de apellido Abril. Pero la madre era una adolescente llamada Luz Acaso. La monja que trabajaba entonces como ayudante de quirófano, hoy secularizada, ha hablado conmigo. Necesitaría algún rastro documental de aquel parto porque estoy haciendo un reportaje sobre la adopción.

Algo me indicó que debía levantar la vista y cuando lo hice me encontré con la mirada espantada de mi ex mujer, mi hija y el alemán. Tal vez había gesticulado sin darme cuenta al hablar con la madre superiora. Enrojecí un poco al tiempo que mi hija decía:

—Pregunta Walter que en qué estás trabajando ahora.

—En un reportaje sobre la adopción.

Mi hija, un poco pálida, tradujo lo que había dicho y como advertí que esperaban algo más, relaté que se me había ocurrido después de que en unos grandes almacenes, un lector me dijera que en su casa me llamaban el hermanastro de su padre.

Mi ex mujer señaló que todo aquello le parecía algo siniestro (cometí el error de confesar que había merodeado por los alrededores de la casa donde vivía mi «gemelo», para verlo, o quizá para verme fuera de mí), pero el alemán pareció interesarse por el asunto y dijo, siempre a través de mi hija, que había una autora francesa, cuyo nombre memoricé, Marthe Robert, según la cual sólo había dos tipos de escritores (me halagó que utilizara el término
escritor
incluyéndome a mí): aquellos que escribían desde la convicción de que eran bastardos y aquellos otros que lo hacían desde la creencia de que eran legítimos.

—Sólo existen esas dos escrituras —añadió—: la del bastardo y la del legítimo.

La hipótesis, expuesta en tan pocas palabras, me pareció deslumbrante y así se lo hice saber. Creo que puse en ello un entusiasmo que no gustó ni a mi ex, ni a mi hija, como si de súbito se hubieran dado cuenta de que Walter y yo, efectivamente, teníamos un pie en el mismo sitio. Entonces advertí que mi hija miraba a su madre como si en ella viera ya algo de su futuro. Estamos condenados, en efecto, a tropezar con aquello de lo que huimos.

Walter y yo renunciamos a la complicidad que se había establecido entre nosotros para tranquilizar a las dos mujeres, pero el mal ya estaba hecho y el resto de la comida fue un suplicio. Por otra parte, yo estaba deseando irme para disfrutar del descubrimiento de que sólo había dos literaturas: la que se escribe desde la convicción de que uno es un bastardo y la que se escribe desde la creencia de que uno es legítimo. Quizá sólo hay dos maneras de vivir: como un bastardo o como un legítimo. Me pareció que por fuerza tenía que ser más interesante la literatura del bastardo, porque el bastardo, real o imaginario, da lo mismo, pone en cuestión la realidad (éstos no son mis padres, las cosas no son como me las han contado), lo que es el primer paso para modificarla.

Álvaro Abril era, con independencia de su origen real, un escritor bastardo, pues daba la impresión de haber salido al mundo a través de la misma rendija de la que vienen los hijos de los adúlteros, y procedía por tanto de un espacio en el que circulan verdades que no conocen los del lado de acá.
El parque,
pese a sus insuficiencias, era una novela bastarda. Contaba la historia de un grupo de muchachos que se reunían a beber cerveza y a fumar porros en un parque cercano a su instituto. El grupo les protegía del mundo al precio de no dejarles crecer. La novela relataba las tensiones que se establecen entre el grupo y el protagonista —un chico de dieciocho años llamado Álvaro: igual que el autor— cuando éste decide convertirse en un individuo. Hay un momento espléndido, en el que el adolescente se contempla a sí mismo y a los otros y se dice: «yo no soy de aquí», sin que por eso sepa a dónde pertenece. En ese parque cercano al instituto conviven sin mezclarse varias dimensiones de la realidad: la de los jubilados, la de las amas de casas con niños, la de los adolescentes como Álvaro y sus amigos, y la de aquellos otros «adolescentes» de casi treinta años que ahora acuden al parque con la excusa de pasear a sus perros, y que continúan viviendo en casa de sus padres, aunque siempre esgrimen proyectos laborales fantásticos que nunca realizan. Es al mirarse en ese grupo cuando el protagonista de la novela decide huir, aunque no ve otra dirección que la de ninguna parte, pues no es hijo de nada ni de nadie (¿sería más propio decir que es hijo de Nadie?). Leí en su día la novela por lo que me pareció que podía haber en ella de reportaje y no me decepcionó: a medida que pasaba el tiempo comprendía por qué.

Cuando mi ex mujer sirvió el postre, comencé a mirar el reloj ostensiblemente, pues ya les había advertido de que tenía una cita. De este modo me libré del café y escapé de allí sin cometer más torpezas.

Cuando me iba, mi hija me besó cerca del oído para decirme algo que no entendí, aunque moví la cabeza en señal de asentimiento con el gesto miserable de quienes fingen comprender algo que se les ha dicho en otro idioma (luego pensé que quizá me había hablado, absurdamente, en alemán).

Álvaro Abril me estaba esperando en el café en el que habíamos quedado. Me senté frente a él, pedí una copa y tras unos preámbulos me contó sus encuentros con Luz Acaso desde el día en que se presentó en Talleres Literarios atraída por un anuncio del periódico. Apenas le interrumpí, excepto cuando narró la sesión en la que ella le revelaba que había tenido un hijo siendo adolescente. Le pregunté qué día exactamente le hizo esa confesión y coincidía con el que yo había estado en la radio hablando sobre el tema. La propia Luz confesaría a Álvaro que escuchó parte del programa, de ahí que se inventara un hijo que luego afirmó no haber tenido.

El último encuentro, me dijo Álvaro, había tenido lugar esa misma mañana. Ella, por supuesto, no dio muestras de saber nada de la llamada que el día anterior había recibido Álvaro de una ex monja. Se sentó, retirándose un poco el abrigo, como si tuviera calor y frío al mismo tiempo, y esperó dócilmente a que el muchacho encendiera el magnetofón. Luego preguntó si Álvaro había comenzado ya a escribir su biografía.

Él dijo que aún no, pues prefería disponer de todo el material antes de decidir cómo debía articularlo.

—Hasta ahora —añadió tentando la suerte—, sólo me ha contado usted sucesos imaginarios. No digo que los sucesos imaginarios no sean reales, pero quizá deberíamos engarzarlos en la realidad real.

—¿En la realidad real? —preguntó ella con expresión de desconcierto.

—En los datos, si prefiere que lo digamos así. Ponemos el dato como base y sobre el dato colocamos el suceso fantástico.

—¿El suceso fantástico es la guinda?

—No he querido decir eso.

Luz Acaso hizo un gesto de cansancio. Ese día estaba más pálida, si cabe, que los anteriores. Se le notaba en el cuello una red de venas azules que se perdían bajo el escote de la blusa. Llevaba una blusa blanca cuya textura se volvía opaca en los lugares donde se superponía a la ropa interior, también blanca.

Comprendí, por el modo en el que Álvaro la describía, que estaba enamorado de ella, aunque quizá él no se había dado cuenta. Cabía preguntarse si necesitaba más una madre que una compañera, pero quizá buscaba las dos cosas. Tras el gesto de cansancio, ella dijo:

—Mire, he pensado dejarlo. Fue una tontería empezar.

—No lo deje, por favor —suplicó él.

—Pero usted quiere datos y a mí los datos me aburren. No tengo muchos más de los que figuran en el carné de identidad, por otra parte.

—Está bien, no me dé datos. Déme lo que quiera.

—Le diré algo real, si eso es lo que necesita para hacer el guiso biográfico: no puedo tener hijos. Si le conté de un modo tan real el parto, fue porque lo he imaginado cien veces.

—¿Por qué no puede tenerlos?

—Me han vaciado. Ahora mismo estoy de baja por enfermedad, convaleciente de esa operación.

No era la primera vez que Álvaro escuchaba esa expresión,
me han vaciado,
para aludir a determinada intervención quirúrgica, y aunque siempre le había asombrado, ahora le produjo un escalofrío. Dice que imaginó a Luz Acaso completamente hueca, como una figura de finísima porcelana, y que comprendió entonces su fragilidad.

—¿La han vaciado? —preguntó como en un eco.

—Eso es. Así lo llaman, ¿no? Fui al médico veinte veces. Me hicieron toda clase de análisis, de pruebas, y al final me dijeron que tenían que vaciarme. No sabe usted hasta qué punto era verdad. Me han dejado sin nada dentro, sin nada.

Álvaro la contemplaba maravillado y perplejo. Se dijo que quizá él, con la biografía que escribiera de ella, conseguiría restituir algo interno de lo que le habían arrebatado a esa mujer.

BOOK: Dos mujeres en Praga
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dead Demon Walking by Linda Welch
Terrorist by John Updike
Prisoner of Fire by Cooper, Edmund
The House Girl by Conklin, Tara
Be Not Afraid by Cecilia Galante
¿Quién es el asesino? by Francisco Pérez Abellán