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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (6 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Álvaro Abril detuvo el magnetofón, se levantó y salió del despacho. Me contó que llegó a la cocina de Talleres Literarios y se sentó, trastornado, en una banqueta. El día anterior, cuando ella había dicho que él, atendiendo a su edad, podía ser su hijo, había fantaseado con esa posibilidad, a la que ahora tenía que añadir la de no serlo, o quizá la de serlo y no serlo simultáneamente, pues cómo saber cuándo aquella mujer decía la verdad y cuándo no.

Llenó, confuso, un vaso de agua y lo llevó al despacho. Luz Acaso no había cambiado de postura, aunque tenía los ojos algo enrojecidos. Tal vez, pensó Álvaro, le había hecho salir a por el agua para no llorar delante de él. Tomó dos sorbos y continuó hablando:

—Antes de entrar al paritorio, estuve en una habitación, con goteo, para que dilatara, porque no dilataba. Mi madre estaba a mi lado. Le pedí que nos quedáramos con el niño, pero ella se mostró inflexible, aunque luego se conmovió un poco y dijo que, si lo hubiéramos pensado antes, tal vez podríamos haber fingido que era de ella. Se trataba de una práctica habitual también por aquellos días. Cuando una chica joven se quedaba embarazada, la madre iba poniéndose cosas alrededor del vientre, fingiendo un embarazo. Cuando llegaba el momento, madre e hija se iban al sanatorio y regresaban como si lo hubiera tenido la madre. La verdadera madre se convertía en hermana. Hay muchos casos así, por lo visto, de gente que es hija de su abuela y hermana de su madre. Pero me dijo que ya no estábamos a tiempo. Luego a mí me dieron los dolores y no pude continuar defendiendo mi derecho a quedarme con el bebé.

Luz Acaso se llevó el vaso de agua a la boca y bebió otros dos sorbos. Me contó Alvaro Abril que, al adelantar el brazo hacia el borde de la mesa, el jersey se le había ceñido al cuerpo proporcionándole una visión de sus pechos que le había hecho daño.

—¿Qué clase de daño? —pregunté.

—Un daño remoto —dijo él—, como ese daño infantil que procede de lo más hondo del pasillo y sabes que te está destinado. Este daño procedía de lo más profundo de mi biografía y avanzaba hacia el presente desde la oscuridad aquella. Yo era como un niño detrás de las cortinas, con la mirada clavada en ese dolor del que me estaba enamorando.

Me habló también de las clavículas. Estaba obsesionado con las clavículas de Luz Acaso, porque le parecían de una fragilidad extrema. Fue descubriendo su cuerpo, en fin, como se descubre una ciudad extranjera en la que sin embargo tienes la impresión de haber estado alguna vez. Aquel día, el tercero, Luz continuó contándole el regreso a la casa, sin el niño:

—Estuve tres días en el sanatorio —dijo— recuperándome del parto. Luego hicimos la maleta y regresamos a casa. Yo me sentía hueca, no vacía, sino hueca. Durante más de un mes no salí de la habitación. Dejé de estudiar. Me asomaba a la ventana, veía pasar por debajo a las chicas de mi edad y comprendía que yo tenía un siglo más que todas ellas juntas. Pensé que mi vida, a partir de entonces, no consistiría más que en esperar a que la casualidad me devolviera a mi hijo, o a mi hija. Empecé a salir. Iba a los parques y miraba a los hijos de la otras mujeres diciéndome éste podría ser, éste no. Esta sí, esta otra no. Perdone, pero no puedo continuar.

A estas alturas, Álvaro Abril ya no sabía si lo que le contaba Luz Acaso era verdad o no, de modo que no pudo reprimirse y preguntó:

—¿Pero la historia del embarazo es cierta o no?

—Ya le he dicho que no. No en la realidad, al menos, pero sí en una parte de mí. No hay forma de escribir una biografía de este modo, ¿verdad?

—Sí, sí la hay —dijo Álvaro aterrado por la posibilidad de que ella abandonara el proyecto.

—Pero usted necesitará datos reales.

—Las fantasías son datos reales. No se preocupe. Siga.

—Hoy no, mañana quizá.

—Qué quiere decir «quizá».

—No sé.

Álvaro le hizo jurar que volvería. Ella dijo que sí y se fue a casa, donde María José había preparado algo de comida utilizando sólo el brazo izquierdo y el ojo izquierdo.

—A ver qué te parece esta comida zurda —dijo.

Se trataba de un guiso de pescado muy oscuro que Luz observó con franqueza antes de coger la cuchara. María José le pidió que lo probara con la mano izquierda y con el lado izquierdo de la boca, a lo que Luz accedió con naturalidad.

—Está muy bueno —dijo.

Luego se sentaron las dos a la mesa de la cocina y comenzaron a comer, al principio en silencio.

Luego María José preguntó qué tal le iba con Alvaro Abril.

—El pobre —dijo— está fantaseando con la posibilidad de ser mi hijo.

—¿Y podría ser?

—Por la edad, sí —respondió Luz.

Después de comer, se sentaron en el sofá del salón y Luz se interesó por el libro de María José sobre el lumbago, o quizá el lumbago.

—Ése es el problema —dijo ella— , que ahora no sé si escribir sobre una cosa o sobre la otra. De todos modos, esta mañana he escrito unos textos zurdos, para hacer dedos.

—¿Me los quieres enseñar?

—Prefiero que no, pero me gustaría que me hicieras un favor: que le preguntes a Álvaro Abril por qué se puede empezar una novela diciendo «yo tenía una casa en África» y no «yo tenía un acuario en el salón». El acuario que tenían mis padres en el salón era para mí tan importante como la casa que tenía en África Isaac Dinesen. ¿Viste la película?

—¿
Memorias de África
?

—Sí, y empezaba así, yo tenía una casa en África.

—Yo tenía una casa en África, sí, qué bonito.

—Es lo que te decía. Estoy pensando —añadió— que si Álvaro Abril fuera hijo tuyo y yo me casara con él podría ser tu hija política.

¿Por qué reunía yo material sobre la adopción?
Todo empezó un día que firmaba ejemplares de mi último libro de reportajes en unos grandes almacenes. Había firmado muy poco y, cuando ya estaba a punto de retirarme, se acercó un joven de veintitantos años que me pidió una dedicatoria. Mientras yo escribía, me dijo que en su casa me llamaban el hermanastro de su padre.

—¿Y eso? —pregunté.

—Porque es que eres idéntico a mi padre. Podrías ser su hermano gemelo, pero te llamamos el hermanastro.

Los dos reímos, qué íbamos a hacer, y él me apuntó en un papel una dirección y un número de teléfono, «por si algún día quieres conocer a tu doble», dijo.

Metí el papel en el bolsillo de la chaqueta y olvidé el asunto. En realidad no lo olvidé, sino que lo arrojé al sótano, de donde salió poco tiempo después, una noche que me desperté de una pesadilla y comencé a darle vueltas. Supongamos, me dije, que ese hombre y yo fuéramos realmente hermanos gemelos y que nuestros padres nos hubieran separado al entregarnos en adopción a dos familias distintas. Se trataba de una idea novelesca bastante atractiva (yo corría detrás de cualquier idea novelesca para desintoxicarme de los reportajes), aunque tenía el defecto de que su arranque era real, pues de no haber sido por el encuentro con aquel lector joven, a mí no se me habría ocurrido.

Empecé, no obstante, a sugestionarme con la posibilidad de ser el gemelo de otro, lo que en cierto modo explicaría esa sensación de estar inacabado, inconcluso, que me ha acompañado a lo largo de la vida. Entiéndase de todos modos esta sugestión como un juego retórico que daba vueltas en mi cabeza mientras yo daba vueltas en la cama. Jamás antes se me había pasado por la cabeza la posibilidad de ser adoptado y tampoco ahora albergaba ninguna duda acerca de que los padres que había conocido —ya muertos— eran mis verdaderos padres.

Al poco tiempo, un día me puse la misma chaqueta que llevaba cuando estuve firmando libros y tropecé con el papel que me había dado el muchacho. Llamé por teléfono un par de veces, pero colgué antes de que contestaran. Yo vivía en la calle Alcalá, muy cerca de Manuel Becerra, y la casa de mi presunto gemelo estaba en Pez Volador, bajando por Doctor Ezquerdo. Decidí acercarme. Pese a mis deseos de escribir ficción, cuando disfruto realmente es cuando tomo datos de la realidad, y sé que hay que actuar por impulsos, pues nunca sabes la dirección de un reportaje. Tomé el autobús, dominado por un impulso y al poco me encontraba frente al portal de mi «hermano». Se trataba de una casa de clase media, situada en una urbanización de clase media como la que podía haber ocupado yo de no gustarme tanto los pisos antiguos, con los techos altos y las cocinas grandes. En la esquina de la calle había un quiosco de prensa al que me acerqué y compré un periódico observando las reacciones del vendedor. Noté que me miraba extrañado, como si me conociera y no me conociera al mismo tiempo. Habría bastado que yo le hubiera dado alguna confianza para que me tomara por quien no era.

Con el periódico debajo del brazo, regresé hacia el portal de mi «hermano» y me coloqué en la acera de enfrente, dando pequeños paseos de un lado a otro. Fue entonces cuando empecé a pensar en la adopción como materia para un gran reportaje. Como un gran reportaje novelesco, quiero decir. Imaginé que el mundo estaría lleno de historias reales muy parecidas a la que yo estaba imaginando en aquellos instantes y que se trataba de un material que se encontraba ahí, a disposición del primero al que se le ocurriera tomarlo. Excitado por la necesidad de empezar cuanto antes, hice un movimiento para volver a casa y entonces me vi venir por la acera de enfrente en dirección al portal. He dicho «me vi venir» porque en efecto era yo ese sujeto que avanzaba lentamente hacia la casa de mi «hermano». Pese a que soy un cincuentón, la imagen que tengo de mí mismo es la de un chico. Sigo vistiendo de manera informal, como cuando era joven, y aunque he tenido que dejar de fumar y controlar un poco la bebida, todavía soy capaz de trasnochar y trabajar al día siguiente. Pero la versión de mí mismo que caminaba por la acera de enfrente iba vestida con corbata y una chaqueta azul y pantalones grises, de franela, supongo. Llevaba el pelo más corto que yo, pero peinado hacia atrás también. Comprendí el desconcierto del quiosquero y yo mismo permanecí perplejo unos segundos al verme fuera de mí con aquella objetividad. Comprendí que era ya un «señor mayor», o quizá que me había librado milagrosamente de ser un señor mayor como el que ahora abría el portal y se perdía, de espaldas, en la oscuridad.

Regresé a casa trastornado y me senté frente al ordenador sin saber por dónde empezar. Al rato sonó el teléfono: mi ex mujer me invitaba a cenar con nuestra hija, que había regresado de Berlín, en donde trabaja como profesora de filosofía. Pese a que su madre y yo nos separamos cuando ella era adolescente, nunca hemos podido vernos solos: no sabemos qué hacer sin la intermediación de alguien. Le dije que no, que no podía, y quedé en ir a comer a su casa al día siguiente. Cuando colgué, me pregunté qué significaría la paternidad para mi hija. Ni siquiera sabía qué significaba para mí, y sin embargo estaba obsesionado con el asunto. De hecho, esa noche estuve varias horas navegando por Internet en busca de documentación y comprobé que había varias asociaciones de personas que buscaban a sus verdaderos padres o de padres que buscaban a sus hijos. A los pocos días de este suceso fue cuando coincidí con Alvaro Abril en la fiesta de su editor. Yo aún no sabía que él era adoptado, si en realidad lo era, pero los hilos de la trama, como vemos, ya estaban uniendo sus intereses y los míos.

Entretanto, escribí y publiqué el relato
Nadie
en el periódico. Se contaba en él la historia de un individuo llamado Luis Rodó que un día, después de que se hubieran ido a casa los empleados de la pequeña editorial de la que era propietario, atendió una llamada telefónica. Detestaba atender el teléfono, pero lo descolgó porque le pareció que sonaba con apremio.

—¿Luis Rodó? —preguntó una voz al otro lado.

—Sí... —respondió él con un titubeo perceptible, como si no estuviese muy seguro de ser él, o quizá dispuesto a cambiar de identidad según quien se manifestara al otro lado.

—Soy Luisa, la hija de Antonia —añadió la voz.

Rodó permaneció en silencio unos segundos, recomponiendo el tiempo, ordenándolo, distribuyendo los materiales del pasado para digerir esta llamada que abrochaba una emoción abierta hacía veinte años.

La hija de Antonia. Luis Rodó había sido amante de Antonia hacía veinte años, al poco de casarse, impulsado por la necesidad de correr riesgos sentimentales cuyas riendas creyó que sería capaz de manejar. Practicaba el adulterio como un deporte emocional: para poner a prueba su capacidad afectiva. Iba desde las amantes a la esposa un poco menos protegido cada vez. Quería saber cuál era el límite.

El límite fue Antonia, cuya hija estaba ahora al otro lado del teléfono. Del mismo modo que la retina del ahogado reproduce su existencia en décimas de segundo, Luis Rodó, recordó, mientras sostenía el auricular con la respiración contenida, que al poco de romper con Antonia, un día se encontraba en la habitación de un hotel con una colega a la que había seducido en una convención de editores, y se dio cuenta de que había perdido la vocación de adúltero: ya no esperaba encontrar en esa actividad clandestina ningún mensaje salvador, de modo que se retiró del adulterio por lo que le pareció una desproporción intolerable entre placer y daño. Más tarde, cuando dejó el tabaco como consecuencia de un cálculo facultativo de semejante índole, comenzó a beber de forma moderada y sólo en el alcohol acabó encontrando un equilibrio soportable entre destrucción y gozo.

—No caigo —dijo finalmente.

—Perdón, quizá me he equivocado —añadió la voz al otro lado del hilo telefónico, y se cortó la comunicación.

Luis Rodó dejó a un lado el original en el que se encontraba enfrascado (una novela mediocre, sentimental, que quizá podría producir beneficios, aunque no sin un coste de imagen para su catálogo) y se entregó al miedo. Llevaba años esperando aquella llamada, sufriendo anticipadamente por ella, y conocía el grado de desasosiego que le proporcionaría cuando se produjese. Lo había calculado todo con la precisión de los presupuestos anuales y comprobó con asombro que las cantidades de emoción y pánico cuadraban con sus estimaciones.

Aunque ya era tarde, esperó una hora más bebiendo de forma moderada y leyendo la novela mediocre de manera mecánica sin que el teléfono volviera a sonar. Después, echó las llaves y se fue a casa, donde su mujer le comentó que habían telefoneado un par de veces.

—Pero han colgado —añadió.

—No sería nadie —dijo él, y luego, mientras ayudaba a preparar la cena, pensó en aquella frase que había dicho de manera mecánica:
no sería nadie.
Lo más probable, sin embargo, es que hubiera sido nadie quien llamara. O, mejor dicho, Nadie, con mayúscula, la hija de Nada, con mayúscula también. Recordó entonces, mientras partía en rodajas un tomate, que cuando su relación con Antonia estaba a punto de terminar, él percibió algo raro en ella: una amenaza sin dirección, una advertencia. En cualquier caso, la atmósfera sentimental se llenó de presagios, y el apartamento en el que solían encontrarse después de comer, muy cercano a la editorial, empezó a parecerle una trampa, un cepo al que temía quedar atrapado para siempre de una manera misteriosa.

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