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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (3 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Laura Ancos hizo las presentaciones y bromeó con la posibilidad de contratarme.

—No nos vendría mal —dijo Álvaro Abril sin ninguna convicción.

—¿De qué das clases tú? —le pregunté.

—Este año imparto un curso sobre la construcción del personaje —dijo.

Pensé que utilizaba el verbo
impartir
porque era el que utilizaban los profesores de universidad. No era lo mismo dar un curso que
impartirlo.
Arqueé las cejas con gesto de admiración, como si hubiera recibido el mensaje.

—Y escribe biografías por encargo —añadió Laura.

Álvaro enrojeció como un adolescente mientras Laura explicaba la nueva línea de trabajo abierta en Talleres Literarios.

—¿Y funciona? —pregunté.

—Hasta ahora sólo ha venido una persona —dijo Laura—, pero los principios son siempre difíciles. Cuando se convierta en una moda, habrá trabajo para todos. Para ti también, si quieres.

—¿Y quién es esa persona? —pregunté dirigiéndome a Álvaro.

—Una mujer —respondió incómodo.

—Esta mañana —añadió Laura riéndose— abrí la puerta de su despacho y sorprendí a la biografiada llorando a moco tendido.

—¿Se puso a llorar mientras te contaba su vida? —pregunté echando una mirada al grupo de al lado, en el que se acababa de integrar el director de mi periódico.

—Es que se ha muerto su marido —dijo Álvaro—. La gente llora cuando pierde a los seres queridos.

—La gente llora cuando pierde a los seres queridos —repitió con sorna Laura Ancos—. Excelente expresión. Con muchas frases así escribirás una biografía a su medida, que por otra parte es lo que nos hace falta para no quebrar. Lo más probable es que la buena mujer odiara a su marido, pero ahora llora cuando se acuerda de él. Los seres queridos. Excelente título para una novela. Suena a Tolstoy, quizá a Chejov. Los seres queridos, es que me encanta, de verdad. En una novela de ese título saldrían todos los seres que más detesta el ser humano, incluido el hámster del niño de la familia, y se titularía así:
Los seres queridos.
Por cierto, que me he cargado al hámster de mi hijo haciéndole tragar un ansiolítico diario. Ayer le dimos tierra en la maceta del geranio. Yo presidí el cortejo fúnebre y conseguí dar la impresión de estar destrozada. Fue magnífico. La asesina acudió al entierro y dio muestras de dolor, etcétera.

Álvaro Abril y yo nos miramos con gesto de paciencia. Laura Ancos tenía unos cuarenta años. Tras unas incursiones juveniles en la literatura, se había dedicado a la «gestión cultural» y acabó montando Talleres Literarios, que era el primer negocio de su vida que había durado más de un año. Cuando estaba sobria, resultaba discreta, incluso tímida, pero esa noche no había parado de beber.

—¿Mataste al hámster de tu hijo de verdad? —preguntó Álvaro.

—Sé que lo de las biografías va a funcionar —respondió ella volviéndose hacia mí—. Hay medio mundo deseando contar su vida y otro medio deseando oírla. Sólo es preciso poner en contacto a los oyentes adecuados con la historia adecuada. Acordaos de lo que os digo: acabaremos ganando más dinero con los productos secundarios que con las clases de escritura. La literatura del siglo XXI será literatura industrial o no será. Es curioso que mientras el resto de la realidad se encuentra en la era posindustrial, la literatura apenas acaba de entrar en el mercado. Vamos con cien años de retraso, pero nunca es tarde.

Álvaro Abril estaba avergonzado, de modo que se volvió a mí para justificarse y dijo que aunque sólo había tenido una entrevista con la mujer de la biografía, había descubierto de repente que podría salir un gran libro de ahí.

—¿Pero qué tiene esa mujer para que salga un gran libro? —preguntó Laura francamente agresiva.

—No tiene nada. Ése es su secreto, que no tiene nada. Es una mujer normal, del montón. ¿Pero os imagináis el resultado de describir la normalidad de forma minuciosa?

—Eso ya se ha hecho.

—Ya se ha hecho todo, no tiene que ver.

—Con tal de que no te olvides de que esto es un negocio, me da igual lo que hagas, corazón —añadió Laura, y desapareció detrás de un presentador de televisión dejándonos solos a Álvaro Abril y a mí, que durante unos segundos no supimos qué decirnos.

—Te has quedado enganchado a la mujer esa, la de la biografía —dije al fin.

—Sí, no sé.

—A lo mejor te sale bien e inventas un género.

—Tiene que ser un texto muy periodístico.

—Lo mejor de
El parque
era su registro periodístico.

Noté que era la primera vez que una persona mayor le hablaba de su novela sin perdonarle la vida.

Se sintió turbado y culpable por no haberme halagado antes que yo a él.

—¿De verdad crees que Laura ha matado al hámster?

—Tienes talento, muchacho —dije—. Sabes cuándo hay que tomar un cabo suelto. Y sí, sí lo ha matado.

En esto, el director de mi periódico echó un vistazo fuera de su círculo y su mirada tropezó con la mía. Ambos nos movimos para estrecharnos la mano. Abril, al quedarse descolgado, se alejó para no parecer indefenso y regresó a la cocina, donde los cuatro hombres de antes continuaban riéndose. Abrió la nevera, como si buscara algo, aunque no tomó nada. No bebía y le parecía ridículo utilizar el recurso de llevar un vaso en la mano. Aun en las situaciones más difíciles, Alvaro Abril realizaba estos pequeños gestos que él consideraba heroicos. No fumar, no beber, no comer más de lo que hubiera comido si se encontrara en su casa. No claudicar, en fin.

En esto, se abrió la puerta de lo que parecía una despensa y salió riéndose un hombre que se unió al grupo mientras otro se encerraba en el cubículo. Alvaro supuso que entraban allí para esnifar alguna porquería. Esta vez parecían no haber detectado su presencia. Criticaban al dueño de la casa como si él fuera invisible, por lo que se sentó en un taburete, junto a la mesa, con la esperanza de ser atacado por alguna decisión. Mientras esperaba, observó los ojos brillantes de los hombres, y de súbito, en vez de ser atacado por una decisión, se sintió invadido por una clase de euforia que reconoció en seguida, pues era idéntica a la que proporcionaba la proximidad del diablo en una novela de Mark Twain que leyó de adolescente, en el instituto. Había sentido esa euforia en dos o tres ocasiones anteriores y siempre había puesto algo importante en marcha. La última vez, había sido el motor de su única novela,
El parque,
escrita en apenas tres meses, aunque en las entrevistas dijo que dos años. Sintió la necesidad de irse a casa y empezar algo, empezar algo.

Se levantó y cogió de la nevera una botella de agua mineral que bebió con un placer extraño, ya que todos sus sentidos se hallaban especialmente receptivos. Mientras el agua pasaba por su garganta se vio a sí mismo dentro de su cabeza como si fuera transparente. Vio caer el agua en un estómago limpio y rebotar contra las paredes. Luego vio los estómagos de los hombres que reían, transparentes también, y comprobó que parecían bolsas de la basura. Se sintió superior, capaz por fin de acometer una obra importante, y salió al pasillo pensando en Luz Acaso. Se asomó a una habitación, creyendo que se trataba del cuarto de baño, pero era un dormitorio en cuya cama estaba sentado el hombre que le había abierto la puerta.

—Tú estás muerto también, puesto que eres el único que me ves —le dijo, y Alvaro cerró la puerta de golpe, asustado, y salió de nuevo al pasillo. Era el diablo.

Esta vez buscó directamente la puerta de la calle y abandonó la fiesta.

El frío de la calle, al golpearle en la cara, le estimuló
como una droga. Caminó durante un rato para atenuar la excitación, la prisa, y mientras caminaba reproducía dentro de su cabeza el encuentro con Luz Acaso. Sólo tendría que escribir al dictado de esa mujer para hacer algo que le redimiera de la parálisis consecuente al éxito de
El parque.
Lo mejor de todo es que el material estaba fuera de su cabeza.

No tenía más que tomarlo y ordenarlo. Tampoco tendría que buscar recursos artificiales para huir, como hiciera en
El parque,
de lo autobiográfico. Luz Acaso parecía un regalo del destino, en fin.

Cuando empezó a sudar debajo de la ropa, detuvo un taxi y se fue a casa. Vivía en Corazón de María, cerca de Talleres Literarios, en un ático con una terraza grande desde la que observó con indulgencia la M-30 y los automóviles que por ella se movían. Aquellas vidas pequeñas sólo tenían sentido cuando alguien las contaba. La Historia era la historia del sentido, se dijo yendo de un extremo a otro de la terraza, hasta que el frío le obligó a regresar al interior, donde cogió un cuaderno de apuntes y anotó lo más importante del primer encuentro con Luz Acaso. El ataque de creatividad no impidió, sin embargo, que el miedo le visitara esa noche como casi todas las noches. No se trataba de un miedo adulto, si hay miedos adultos, sino de un desasosiego infantil. Comenzaba fuera de él, con el crujido de un mueble o con el sonido de unos pasos que parecían proceder del dormitorio, pero en seguida, los pasos se metían dentro de su cabeza y aunque reuniese el valor suficiente para comprobar que en el dormitorio no había nadie, ya no salían de ella hasta el amanecer. Hay personas que concretan sus terrores abstractos en miedo a los ladrones o a los criminales. Alvaro Abril, no. Lo que temía encontrar cuando se asomaba a su dormitorio era un fantasma. Creía en los fantasmas por la noche y perdía la fe en ellos por la mañana. Las cosas no habían mejorado desde que abandonara la casa de sus padres, hacía ya más de cuatro años, para vivir solo. Al principio pensó que era una cuestión de tiempo, pero ahora empezaba a dudarlo.

Tenía una rutina del pánico consistente en encender todas las luces del salón e ir tomando el resto de la casa a golpe de interruptor. El resto de la casa estaba constituido por una breve cocina, un cuarto de baño reducido y un dormitorio con parte del techo abuhardillado, que se apiñaban en torno a una minúscula pieza de distribución a la que denominaba sarcásticamente pasillo. Con todas las luces de la casa encendidas, el miedo se atenuaba, pero no desaparecía. El día que me confesó su miedo a los fantasmas y le pregunté con qué clase de espíritu temía tropezar, dudó un poco, calculando si me merecía una confidencia de ese calibre, y al final decidió que no, aunque me relató sin pudor alguno lo que sigue:

Después de encender las luces, si no se quedaba dormido en seguida, cogía el periódico y leía la página de contactos, fantaseando con comprar una compañía que le quitara el miedo. A veces llegó a marcar un número de teléfono, pero siempre colgaba antes de que le contestaran porque tenía más miedo a la respuesta que al fantasma. Esta vez su dedo cayó por casualidad sobre un reclamo que decía: «Viuda madura, domicilio y hotel». La combinación le sedujo, incluso le excitó. Sólo habría podido llamar a una persona a quien considerara más desamparada que él. Marcó el número, pues, que correspondía a un teléfono móvil, y aguantó un timbrazo, dos, tres timbrazos; al cuarto, cuando ya estaba a punto de colgar, respondió una mujer:

—Diga.

—Hola —dijo él esperando que la mujer tomara la iniciativa, porque no sabía cómo actuar.

—Hola, cariño —añadió ella—. ¿Cómo te llamas?

—Álvaro —respondió él un poco desconcertado, pues no esperaba esa desenvoltura de una viuda madura.

—¿Y dónde estás, Alvaro?

—Estoy en mi casa.

—¿Tú solo?

—Sí

—¿Como un viudo?

—Como un huérfano —le salió sin que se lo hubiera propuesto.

—Pues una viuda y un huérfano tienen muchas cosas en común. ¿Quieres que mamá te haga una visita?

—Sí.

—¿Y sabes cuánto cobro?

—No.

—¿Y qué prefiere mi pequeño, que se lo diga ahora o luego?

—Luego.

—Entonces, te lo diré luego, cariño.

Daba la impresión de que la mujer se movía por el interior de una vivienda mientras hablaba con él, pues se sucedían ruidos domésticos tales como el de una cisterna, una taza al golpear contra un vaso, un grifo y el canto de un canario, o quizá de un jilguero, que a ratos subía de tono. Esa domesticidad excitó aún más a Álvaro, que se apresuró a darle la dirección de su casa.

—Estoy cerca —añadió ella—, en menos de media hora llamaré a tu puerta.

Álvaro colgó el teléfono. Estaba sudando. De súbito, percibió un extraño vacío acústico a su alrededor. El ruido de los automóviles al deslizarse por la M-30 llegaba ahora atenuado, como si se filtrara a través de los tabiques de una dimensión ajena a la suya. Canturreó cualquier cosa, para ver cómo se escuchaba su voz, y le pareció que procedía de una instancia paralela también. Entonces se levantó y recorrió la vivienda en busca del fantasma, pues necesitaba algo familiar para tranquilizarse, pero el fantasma, o su posibilidad, había desaparecido. Todo era opaco, en fin, pero había en esa opacidad algo más terrorífico que en la transparencia fantasmagórica anterior. Esto es porque he atravesado la frontera de algo, se dijo, he dado un paso al frente y ahora me encuentro en un lugar distinto al que me encontraba antes de llamar a esa viuda madura. Inmediatamente pensó en anular la cita, pero cuando ya tenía el teléfono en la mano, imaginó a la mujer bajando las escaleras de su casa, la imaginó en la calle, la imaginó en un taxi. De repente, ya no era una mujer menesterosa, sino una mujer furiosa que de todos modos se presentaría en su casa para organizarle un escándalo.

Abandonó el teléfono sobre su horquilla y salió a la espaciosa terraza para ver si el frío le hacía recuperar las sensaciones corporales normales, pues hasta sus movimientos parecían dirigidos a distancia: por él, sí, aunque desde un lugar remoto, pues se encontraba y no se encontraba allí al mismo tiempo. Entonces vio el frío, pero no fue capaz de sentirlo, y vio cómo la niebla se condensaba alrededor de la luz de las farolas, pero tampoco notó la humedad. La única humedad era la que procedía de su propio sudor. Estaba en el mundo, pero aislado de él como por una campana de cristal. Supuso que en aquel lugar o estado en el que se encontraba ni siquiera existía la fuerza de la gravedad, pues al recorrer la terraza de un extremo a otro tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener sus pies pegados al suelo. Algunas veces había tenido en esa misma terraza alguna fantasía suicida. Se asomó ahora y calculó que si se arrojara al vacío su cuerpo, en lugar de caer, flotaría sobre las casas, sobre las calles, sobre la M-30. Cerró los ojos y tuvo una visión de la ciudad a vista de pájaro. Pero al mismo tiempo que la visión tuvo una idea: ¿Y si la mujer a la que había telefoneado era precisamente el fantasma al que tanto temía? Sabía por sus lecturas literarias que estamos condenados a tropezar con aquello de lo que huimos y comenzaba a sospechar que los fantasmas eran seres reales. Le pareció asombroso no haberse dado cuenta hasta ese instante de que no hacemos otra cosa que cruzarnos con fantasmas cada día. Supo que cuando uno espera a que cambie de color el semáforo está rodeado de fantasmas, y que el autobús y el metro están llenos de fantasmas, y que en los restaurantes comemos muchas veces al lado de fantasmas, aunque él no había sido capaz de comprender esta verdad palmaria —así la llamó él, «verdad palmaria» (¿de dónde habría sacado el adjetivo?)— hasta ese instante.

Y en ese mismo instante se detuvo un taxi frente a su portal y vio descender de él a una mujer de negro que sin duda era el fantasma que él mismo había reclamado por teléfono unos minutos antes: era su madre muerta, porque Álvaro tenía dos madres como más adelante se verá.

La madre muerta llegó al piso en cuestión de segundos. Era una viuda madura, efectivamente, de unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años, que se quitó el abrigo negro en el salón, colocándolo con mucho cuidado sobre el respaldo de una silla.

—Estás bien instalado —dijo echando un vistazo a su alrededor.

—Gracias —respondió él.

La viuda madura llevaba debajo del abrigo negro un jersey negro y una falda negra y unas medias negras, y todo el conjunto estaba un poco desgastado, como el uniforme de un funcionario subalterno.

—¿Y bien —preguntó ella—, qué clase de número te gusta?

—Me gustaría que te ducharas —dijo él.

—¿Quieres que nos duchemos juntos?

—No, quiero que te duches tú sola, mientras yo te miro.

—¿No serás un psicópata, muchacho?

—No —dijo él enrojeciendo.

—¿Entonces por qué quieres que me duche yo sola mientras tú me miras?

—Porque de pequeño me escondía en un cesto de mimbre para la ropa sucia que había en el cuarto de baño de casa y veía a mi madre ducharse.

—¿La veías ducharse mientras olías sus bragas sucias?

—A veces, sí.

—Pobre niño huérfano —dijo la viuda madura atrayendo a Álvaro hacia sí.

—Vamos al cuarto de baño —dijo él.

—De acuerdo, cariño, pero antes deja el dinero en esta mesa, pisado por este jarrón. No me lo voy a guardar hasta que no acabemos, pero me gusta verlo.

Álvaro no discutió el precio. Siempre tenía dinero en metálico en un armario de su dormitorio y a veces lo contaba. No era un avaro ni nada parecido, pero le gustaba tocar los billetes, y contarlos, por razones que ni él mismo alcanzaba a comprender. Cogió, pues, los billetes del armario y los colocó sobre la mesa, pisados por el jarrón.

—Me llamo Marisol, por cierto —dijo ella.

—Como mi madre —señaló él con sorpresa.

—Me alegro.

Se dirigieron al cuarto de baño y la viuda madura comenzó a desnudarse con movimientos provocadores que molestaron a Álvaro.

—No te desnudes así —dijo—. Haz como si yo no estuviera, como te desnudas cuando estás sola.

—Qué caprichoso es el huérfano este —protestó ella de manera retórica.

La ropa interior de la viuda madura era, sorpresivamente, roja, lo que desagradó a Álvaro, aunque esta vez no dijo nada.

—Ahora métete en la ducha y deja las cortinas abiertas.

—¿La bañera de tu casa no tenía cortinas?

—No.

La mujer abrió el grifo antes de meterse en la bañera, para calcular con la mano la temperatura del agua, y sin darse cuenta llevó a cabo el primer gesto no retórico, lo que satisfizo plenamente a Alvaro. Después, como si con ese gesto ella misma hubiera recuperado el gusto por la cotidianeidad, comenzó a ducharse igual que si estuviera sola, canturreando incluso una canción. De vez en cuando miraba hacia el rincón en el que permanecía Álvaro, pero parecía no verle.

—Mójate también el pelo —dijo él.

—¿Tienes secador, cariño?

—Sí, no te preocupes.

Mientras Álvaro la observaba se excitó con la fantasía de que la viuda madura fuera el verdadero fantasma de su madre muerta, pero la excitación cedió cuando la mujer cerró la ducha y recogió la ropa interior de color rojo. El fantasma de su madre jamás se habría vestido así. Entonces volvió la realidad en el modo en que se muestra habitualmente. Los ruidos no procedían de ninguna dimensión paralela y la voz de Álvaro comenzó a salir del interior de su propio cuerpo, como era habitual. Eso, en cierto modo, facilitó las cosas, pues comprendió que resultaba más fácil entenderse con una puta que con un fantasma.

—Sécate la cabeza si quieres —dijo—, estaré en el salón.

Mientras escuchaba el zumbido del secador y reflexionaba sobre el cuidado con el que la mujer había depositado su abrigo negro —su uniforme— sobre el respaldo de la silla, se arrepintió de haberla llamado y supo que no habría penitencia capaz de perdonarle aquel pecado, así me lo diría, en esos términos tan curiosamente cristianos en un joven escritor descreído.

La viuda madura comprendió que su trabajo había terminado, pero se sentó a su lado, en ropa interior, y encendió un cigarrillo, como con miedo a no haberse ganado el sueldo.

—No eres viuda, ¿verdad? —dijo él.

—Como si lo fuera.

—No te preocupes, tampoco yo soy huérfano.

—Pues es un alivio. ¿A qué te dedicas?

—Soy escritor —dijo Álvaro, e inexplicablemente se le saltaron las lágrimas como a Luz Acaso cuando le había dicho que era viuda.

—Conozco a otro escritor que se echa a llorar por nada también. Sois unos flojos.

—No es que seamos flojos —respondió él reprimiendo el llanto—, es que la vida nos debe algo que no nos da.

—Para problemas, los míos, cariño. Tengo una hija mayor en Francia que no sabe a lo que me dedico.

—¿Y qué hace en Francia?

—Estudia Farmacia. Si estuviera en España, tarde o temprano averiguaría a qué se dedica su madre. La he tenido desde pequeña en internados, gastándome una fortuna. Así que no llores porque la vida te debe no sé qué.

—¿Y a qué cree tu hija que te dedicas?

—Cree que vendo joyas, ya ves tú. Si yo fuera escritora, escribiría de cosas reales, como la de tener en Francia una hija convencida de que su madre vende joyas. He tenido que aprenderme las diferencias entre los rubíes y los diamantes. ¿Las conoces?

—No —dijo Alvaro.

Entonces la viuda madura le dio una verdadera lección de minerales cristalizados y piedras preciosas mientras dejaba escapar volutas de humo en dirección al techo. En algún momento, para referirse al rubí, utilizó la palabra carbunclo, o carbúnculo, con cuya pronunciación parecía disfrutar como si moviera un dulce dentro de la boca.

—Se dice de las dos formas —añadió—, carbunclo y carbúnculo, pero a mí me gusta más carbunclo.

—Parece una enfermedad —dijo él.

—Pues no es una enfermedad, ya ves tú. No me amargues la noche.

La viuda madura apagó el cigarro, recogió el dinero, pidió ella misma un taxi por teléfono, y mientras se ponía la falda negra y el jersey negro continuó dándole lecciones básicas de joyería. Alvaro me diría luego que había envidiado la honradez con la que se había documentado aquella mujer para engañar a su hija. Él jamás se habría documentado de ese modo para hacer más verosímil una novela, por lo que se preguntó quién era más puta de los dos, si la viuda madura o él.

Cuando se quedó solo, regresó el miedo al fantasma, por lo que se quedó a dormir en el sofá y cogió un poco de frío.

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