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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (7 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Empezó a obsesionarse con la idea de que Antonia intentara prolongar aquella relación agonizante en un hijo. Los últimos días de adulterio fueron para Luis Rodó un infierno de remordimientos anticipados.

—¿Tomas pastillas o algo? —había preguntado a Antonia la primera vez, antes de penetrarla.

—Sí, sí, no te preocupes, entra —había dicho ella.

Y Luis había entrado sin reservas. No calculó entonces la posibilidad de que se enamoraran ni el tamaño de su pereza para romper con todo y comenzar de nuevo.

Antonia estaba casada a su vez. Podía tener hijos de su marido, se decía Luis Rodó para tranquilizarse, calificando de aprensiones neuróticas aquellas fantasías de embarazo que le quitaban el sueño.

Cuando ella permanecía más de dos minutos en silencio, él preguntaba si le sucedía algo temiendo oír que se había quedado embarazada de él.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

Nada, con mayúscula. Aquella Nada había sido el embrión de Nadie. Nadie, de existir, tendría ahora veinte años. Luis Rodó había seguido su crecimiento desde que rompiera con Antonia paso a paso. No había habido un solo día de su vida en el que no pensara en él (o ella). Le (o la) había acompañado al colegio y al médico más de mil veces. Y algunas tardes de domingo en que se quedaba con la mirada perdida, fingiendo que leía el periódico, estaba fantaseando en realidad con que llevaba a Nadie al cine, al circo, al zoológico. Conocía perfectamente el tacto de aquella mano imaginaria, el tamaño de sus dedos, la calidad de su sudor. Cuando llegaba el verano y se iba a la playa con su mujer, no era raro que se quedara absorto, mirando el horizonte, y se dijera: Nadie tendrá ahora cuatro años, o siete o dieciséis. En su día, se había hecho incluso con un calendario de vacunas infantiles para llevar rigurosamente el control de las que le tocaban a cada edad. Siendo incapaz de decidir si Nadie era un chico o una chica, le había ido confeccionando con el tiempo un rostro ambivalente, fronterizo, que ahora se decantó hacia el lado femenino sin necesidad de hacerle más que un par de ajustes.

A veces, cuando este delirio alcanzaba un grado de realidad insoportable, Luis Rodó daba marcha atrás repitiéndose que aquella criatura, Nadie, no existía fuera de su cabeza, lo que le proporcionaba una mezcla de alivio y desengaño, a partes iguales: siempre la proporción obsesiva entre felicidad y desdicha.

En su matrimonio no había tenido hijos, de manera que Nadie, a la vez de sustituir sin riesgos aparentes esa ausencia, le proporcionaba un grado de culpa razonable frente a su esposa. Todo ello, desde luego, mientras Nadie continuara siendo un producto imaginario. Pero es que ahora amenazaba con hacerse real.

De momento, ya hablaba y era capaz de llamarle por teléfono.

En este punto, Luis Rodó fue atacado por una caída del ánimo que se anunció con un sudor disolutivo, que empapó su frente, y una sensación de vacío en el estómago. Abandonó el cuchillo con el tomate a medio partir y fue a sentarse a la mesa de la cocina.

—¿Qué te pasa? —preguntó su mujer.

—Nada —dijo él, y sintió que había mencionado sin darse cuenta la soga en casa del ahorcado, ya que Nada era el padre, o quizá la madre de Nadie—, estas caídas de tensión.

Su mujer le miró compasivamente y continuó preparando la cena mientras preguntaba por la marcha de la editorial, que atravesaba a veces por dificultades financieras. Atribuía el malestar de su marido a problemas empresariales, aunque las cosas habían mejorado últimamente y los bancos volvían a abrirle líneas de crédito. Hasta había aparecido una gran editorial dispuesta a adquirir el sello dejando a Luis Rodó al frente de la gestión. No se trataba de problemas económicos, aunque él no dijo que no, pues prefería que su mujer pensara eso a que llegara a sospechar siquiera la índole de los temores que aceleraban su pulso.

Cenó sin ganas y se retiró pronto a la cama. Ella se quedó a ver una película de miedo que pasaban por la televisión. Al rato, la oyó llegar y se hizo el dormido. Su mujer se movía a oscuras por el dormitorio, procurando no despertarle, aunque tropezó un par de veces con los bultos que le salieron al paso en la oscuridad.

—¿Estás dormido? —preguntó cuando al cabo de una eternidad se deslizó al fin entre las sábanas.

—Sí —dijo él, y eso fue todo.

O casi todo, porque esa noche sonó el teléfono dos veces. Luis Rodó, que estaba en tensión, esperando que se produjera esa llamada, descolgó el de la mesilla sin que su mujer llegara a despertarse. Quizá, pensó él, fingió que dormía: a partir de cierta edad el sueño y la vigilia, como el pasado y el presente o lo verdadero y lo falso, tendían a apelotonarse, a confundirse. En las dos ocasiones oyó una respiración al otro lado del hilo y luego el ruido del auricular al ser abandonado sobre la horquilla. Sólo podía ser Nadie, que no parecía dispuesta a soltar la presa una vez que la había cogido por el cuello. Rodó se preguntó desde dónde llamaría. Desde Madrid probablemente, aunque Antonia siempre le había hablado con pasión de Barcelona.

—Si me separo de mi marido y tú me abandonas —decía a veces—, me iré a vivir a Barcelona.

Cuando empezó a amanecer, llegó a la conclusión de que no llamaba desde Madrid ni desde Barcelona, sino desde el pasado. El pasado se configuraba de súbito como una región de la conciencia desde la que los fantasmas lanzaban mensajes al presente.

Al día siguiente llegó a la editorial agotado
, como un criminal sin coartada, y movió de un lado a otro los papeles que tenía encima de la mesa hasta que a media mañana le pasaron una llamada de alguien que había preferido no identificarse.

—Soy Luisa, la hija de Antonia —repitió de nuevo la voz, como si telefoneara por primera vez.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Luis Rodó.

—Muerta —respondió la voz sin emoción alguna. Parecía llevar a cabo un trabajo rutinario. El modo más cruel de ajustar cuentas, se dijo Luis Rodó.

—¿Quieres que nos veamos? —preguntó al fin.

—¿Quieres tú? —preguntó la mujer.

El dijo que sí para no perderse en trámites inútiles, de modo que quedaron citados a la hora de la comida en un restaurante cercano a la editorial en el que Rodó organizaba comidas de negocios. Quizá esto no fuera otra cosa que un negocio que convenía liquidar cuanto antes.

A veces, Luis Rodó era asaltado por la fantasía de que los personajes de los libros que publicaba salían del fondo de las páginas y pedían también su porcentaje de royalties, o los mismos cuidados de que eran objeto los autores, casi siempre dispuestos a cambiar dinero por halagos. Quizá Luisa, ese personaje que ahora se precipitaba desde la fantasía a la existencia, no quisiera más que un porcentaje de la vida de Luis. Tal vez, se dijo, regresará a las regiones quiméricas de las que procede si logro alcanzar con ella un acuerdo razonable. Rodó no ignoraba que parte del pago le sería exigido en emociones, probablemente en emociones baratas, de telenovela, como las que le pedían en la intimidad del despacho la mayoría de los escritores. Ojalá se conformara con emociones nada más, pero toda negociación emocional incluye una cláusula económica. Ésta, pensó, también.

Mientras hacía cálculos económicos, advirtió que no se había conmovido aún por la muerte de Antonia.

Estaba más endurecido de lo que creía. O había alcanzado esa edad mezquina en la que la muerte de los otros servía, sobre todo, para confirmar que uno continuaba vivo y con la estadística soplando a su favor. Así pues, mientras llegaba la hora de comer, en lugar de aplicarse a la pena, se aplicó a realizar estimaciones económicas. Imaginó cifras que disminuían o aumentaban dependiendo del tamaño de la ternura, y a las dos abandonó el despacho y se dirigió caminando a su pasado, donde llegó más viejo de lo que era.

No habían dicho cómo se identificarían, pero Luis Rodó reconoció en seguida a aquella fotocopia de Antonia sentada a la mesa del fondo, la de los adúlteros, se dijo conteniendo la respiración, mientras iba al encuentro de la muchacha, al encuentro de Nadie, a quien tantas veces, en su imaginación, había llevado al cine, al zoo, al médico, al colegio. Si supiera, se dijo, todo lo que he hecho por ella durante estos veinte años en los que no existió... Ahora que es real, curiosamente, es cuando me preparo para negarle cosas, para negociar. Quizá para educarla.

Se besaron guardando una distancia excesiva y luego él empezó a hablar de forma atropellada mientras la estudiaba con más detenimiento del que ella habría podido imaginar. Se parecía mucho a Antonia, desde luego, pero era una Antonia algo diabólica, pues al sonreír se le achicaba anormalmente el ojo izquierdo y mostraba un colmillo fuera de sitio transformándose súbitamente en otra: era un doble imperfecto y, en ese sentido, había en él algo amenazador, aciago. Por lo demás, vestía como lo habría hecho la propia Antonia veinte años más tarde, con una blusa blanca, muy elegante, cuyo escote dejaba ver los bordes de su ropa interior.

Luis Rodó se buscó a sí mismo en aquel rostro, en aquellas encías, también en el esquema corporal de la muchacha, pero no halló nada de sí. Los parecidos físicos, se dijo, los crea en gran medida la convivencia, la imitación, el reflejo. Cuando logró dejar de hablar del tiempo, del tráfico, de las horas que dedicaba uno en Madrid en llegar de un sitio a otro (del presente al pasado, le habían dado ganas de añadir), todo ello en confuso desorden, se sobrepuso a la expresión interrogativa de la chica y le preguntó por fin de qué había fallecido su madre.

—De una larga y penosa enfermedad —respondió ella con una seriedad inexplicable, pese a lo ridículo de la fórmula.

Luis Rodó temió que la chica fuese completamente idiota, situación para la que no se había preparado, pero que le produjo en seguida una mezcla de alivio y desengaño, a partes iguales (la pasión por los cócteles emocionales bien equilibrados). Si era idiota, no podía ser hija suya, lo que en cierto modo era una lástima también. Y es que a pesar de los peligros que conllevaba su aparición, había algo excitante en aquel encuentro que anudaba dos segmentos de la existencia entre los que quizá sólo había habido un paréntesis de tiempo.

La idea de que toda su vida, desde que rompiera con Antonia, hubiera sido un paréntesis, una interrupción, una pausa, le provocó un vértigo excesivo, de manera que, disculpándose, se levantó, fue al servicio, y allí, a solas, volvió a considerar la posibilidad de haber tomado en su día la dirección emocional equivocada: quizá debería haber abandonado a su mujer y huir con Antonia. Cuántas vidas se estropearían por pereza. Quizá la suya era una de ellas. Pero si Luisa fuese realmente hija suya, el paréntesis se cerraría en ese instante y le sería dada la oportunidad de retomar su verdadera vida aun a costa de una desproporción excesiva entre placer y daño. Pero no, esa chica parecía idiota. Era mucho mejor que fuese completamente idiota o, en su defecto, completamente irreal.

—De modo que fue víctima de una larga y penosa enfermedad —dijo al sentarse retomando la conversación en el mismo punto en el que la había dejado.

—Ya te lo he dicho —respondió ella—. Y me habló de ti, al final casi no hablaba de otra cosa, por eso te he llamado.

Luis Rodó permaneció en silencio observando ya con impertinencia de macho a la joven, aunque no hubiera decidido todavía si su expresión interrogativa era consecuencia de la ingenuidad o del cálculo.

—¿Por quién te llamas Luisa? —preguntó.

—¿Por quién crees? —dijo ella.

Luis no respondió. Fue de un asunto a otro esperando que la chica tomara la iniciativa, que estableciera los términos de la negociación económica o emocional, lo mismo daba. Lo importante era que quedaran establecidas en seguida las reglas del juego. Pero Luisa jugaba a la indolencia, quizá fuera indolente.

Respondía con monosílabos a las cuestiones neutrales y, a las no neutrales, con preguntas que parecían el eco de las de Luis. Explicó de mala gana que estudiaba Historia, que vivía sola en un apartamento, y se quedó mirándole más de una vez con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca, como si buscara en el rostro de Luis unas excelencias de las que su madre le hubiera hablado y con las que quizá ella no lograba dar.

—¿Necesitas algo? —preguntó al fin un Luis Rodó desesperado.

—¿Tú crees que necesito algo? —preguntó ella a su vez, como en un eco.

De mala manera llegaron al postre y del postre al café. Luis Rodó pidió una copa de coñac que le proporcionó el arrojo preciso para hacer la pregunta que hasta ese instante se había censurado:

—¿Y tu padre?

—Mi madre me dijo que murió antes de que yo naciera —respondió la chica observándole de un modo significativo.

Parecía imposible alcanzar una conclusión, un término para aquel juego en el que sintió que estaba perdiendo incluso lo que no había apostado. Y entonces, de súbito, quizá durante un segundo nada más, se vio reflejado en la chica como en uno de esos espejos colgados de las paredes de los restaurantes en los que al mirarte ves, al mismo tiempo que tu rostro, el de tu enemigo. Recordó esa técnica negociadora que tanto y con tan buenos resultados había empleado él, esa técnica consistente en no ir al grano hasta que el interlocutor, desesperado por la falta de progreso, se acerca a tu territorio, donde lo haces pedazos.

¿Dónde habría aprendido Luisa aquellos procedimientos?

Pero no, se dijo, atribuyo al cálculo lo que no es sino pura ingenuidad. No hay nada aquí, ni siquiera un folletín, un argumento de novela barata. Ahora me despediré de ella y durante los próximos años Nadie, con mayúscula, continuará creciendo en mi conciencia, haciéndose mayor dentro de mí. Quizá se case y me dé nietos. Los nietos imaginarios son más fáciles de educar que los hijos reales. Dios mío...

—¿Decías algo? —preguntó ella detrás de la sonrisa que la convertía en otra.

—... Dios mío, qué malo es este café —añadió apurando los restos que habían quedado en la taza.

—Si quieres, te invito a uno en mi apartamento —dijo ella—. Está aquí cerca y el café es una de las pocas cosas que hago bien. Eso decía mi madre al menos.

—El caso es que tenía que estar en la editorial a primera hora de la tarde —se defendió él.

—Entonces nunca sabrás lo bien que hago el café —respondió ella con el tono de una provocación insoportable.

—Al diablo —dijo Luis jugándoselo todo a cara o cruz—. Probemos ese café.

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