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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (4 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Al día siguiente, Luz Acaso llegó a Talleres Literarios
a las doce menos diez y se quedó dentro del coche, escuchando la radio, para hacer tiempo hasta las doce. El programa de la radio trataba sobre la adopción y me habían invitado para que contara algún caso. Hablé de madres que entregaron a sus hijos en adopción al nacer y que después de muchos años decidieron buscarlos para verles el rostro.

También conté historias de hombres y mujeres que averiguaron casualmente que eran adoptados y que ahora buscaban a su verdadera madre para conocer su rostro. Insistí en esa curiosa necesidad de conocer el rostro de la madre o del hijo perdidos, como si el rostro contuviera una escritura portadora de un mensaje esencial.

Pasaron unos minutos durante los que no sucedió nada dentro de la cabeza de Luz Acaso. Al volver en sí, se dio cuenta de que había empañado los cristales del coche con su respiración, que se había convertido en una suerte de jadeo. Entonces miró el reloj, bajó del coche, cogió el abrigo del asiento de atrás y se dirigió a la puerta de Talleres Literarios.

Álvaro Abril salió en seguida a recibirla acompañándola al mismo despacho del día anterior. Luz Acaso se sentó en el mismo sitio, también sin quitarse el abrigo, y él encendió el magnetofón:

—Al principio —dijo— le parecerá inevitable estar algo pendiente del aparato, pero en seguida se olvidará de su existencia.

—La verdad es que cohíbe un poco —dijo ella retirándose el pelo hacia atrás.

—Bueno, da la impresión de que obliga a decir las cosas un poco más elaboradas de lo normal, pero usted no le haga caso. Exprésese como quiera y hable de lo que le dé la gana. Ya me encargaré yo de seleccionar y articular los materiales.

Luz Acaso carraspeó.

—A ver qué sale —dijo.

—Si quiere, por romper el fuego, podríamos empezar por lo de ayer. Me había dicho usted que era viuda.

Luz Acaso se abrió los faldones del abrigo descubriendo una falda negra, de piel, que Alvaro Abril no pudo evitar mirar.

—Perdón, ¿no quiere quitarse el abrigo? —preguntó.

—No del todo —dijo ella—, hace frío aquí.

—Estos chalets antiguos tienen muchas pérdidas.

La mujer permaneció mirando al vacío, en la dirección de Álvaro, quien insistió:

—¿Y bien?

—Tengo que confesarle una cuestión previa. No soy viuda. Le mentí ayer. De repente me vino a la cabeza la idea de que era viuda y no fui capaz de reprimirla.

Ella hizo una pausa durante la que Álvaro Abril permaneció inmóvil, como un mueble, con la respiración contenida y los ojos clavados en dirección a la mujer.

—No soy viuda —añadió—, eso era mentira, pero mi llanto era verdadero. Lloraba de verdad por una pérdida falsa. Y es que he tenido muchas veces esta fantasía, la de quedarme viuda, aunque nunca he deseado casarme. Parece contradictorio, pero dentro de mí no lo es.

La mujer se quedó de nuevo en silencio y por un momento pareció que el universo entero se había callado al escuchar su confesión. El roce de la cinta del magnetofón acentuó aquel silencio escandaloso, que rompió finalmente Álvaro Abril:

—Las fantasías —dijo— también forman parte de la realidad. No se preocupe.

—¿Podría incluir entonces todo eso en mi biografía? —preguntó la mujer intentando reprimir las lágrimas—. ¿Podría incluir que, aunque no soy viuda, mi temperamento es el de una mujer que ha perdido a su marido? ¿Podría, en una autobiografía verdadera, colocar ese dato falso?

—Sí —dijo él—, se puede hacer.

—¡Pero si no es verdad! —añadió ella retirándose una lágrima única del ojo derecho con el dorso del dedo índice.

—No sería verdad para un curriculum, pero sí para una biografía.

—Entonces, cuéntelo, cuente que sentí la pérdida de mi marido como, como...

—¿Como una amputación?

—Como una reposición más bien, una reposición de algo que había perdido al casarme. Mientras él vivía, yo no sabía hacer nada práctico, ni firmar un cheque, ni arreglar un grifo, nada. No sabía lo que pagábamos al mes de gas, de luz, de agua. Todo lo llevaba él. Al principio creí que no podría salir adelante yo sola, pero luego encontré placer en aprender, y cada conquista que llevaba a cabo me servía también para darme cuenta de hasta qué punto había estado sometida a sus intereses. Creo que llegué a odiarle un poco. Un día desarmé un enchufe de la casa que no funcionaba. Para mí, el interior de un enchufe era tan misterioso como el interior de una cabeza. Pero vi que no tenía más que dos cables y que uno de ellos estaba suelto. Lo sujeté al tornillo del que parecía haberse desprendido, armé de nuevo todo y funcionó. Entonces, lejos de alegrarme, sentí una tristeza enorme y me eché a llorar. Pensé que habría dado cualquier cosa por que él me hubiera visto arreglar aquel enchufe. ¿Comprende?

—Sí —dijo Álvaro Abril tomando notas en un gran cuaderno.

Luz Acaso se desprendió entonces del abrigo y lo dejó caer sobre el asiento, detrás de su espalda.

Llevaba un jersey negro muy fino, de cuello redondo, en el que se marcaban los huesos de sus hombros y de sus clavículas, pues era muy delgada. Daba un poco de frío, o de piedad, ver un cuello tan frágil, completamente desnudo.

—¿Cómo se llamaba su marido? —preguntó Álvaro.

—Ya le he dicho que no era real, de modo que no necesitaba llamarse de ningún modo. No logré encontrarle un nombre que encajara con su temperamento.

—¿Desea que hablemos de otra cosa? ¿Algo de su niñez, quizá? ¿Quiere describir a sus padres?

—No, no, prefiero continuar con mi marido. Verá, el día del entierro sucedió algo un poco misterioso. Como falleció en casa, pusimos la capilla ardiente en el salón. Yo habría preferido ponerla en nuestro dormitorio, para no tener que andar moviendo el cadáver. Pero mi madre dijo que cuando estos ritos funerarios se llevaban a cabo en el domicilio, la capilla ardiente se colocaba en la habitación más grande y la menos íntima. De modo que con la ayuda de los vecinos y de los empleados de la funeraria retiramos los muebles del salón y montamos una capilla ardiente que no tenía nada que envidiar a la de los tanatorios de verdad. Yo siempre he sido partidaria de morirme en casa. Me he muerto, imaginariamente, claro, tres o cuatro veces y ninguna de ellas en el hospital. También algún día me gustaría hablarle de mi propia muerte.

—De acuerdo —dijo Álvaro.

—Mi madre se ocupó de colocar en el recibidor una especie de velador con un libro de firmas y una bandejita de plata para que quienes acudieran al velatorio estampasen su firma y dejaran su tarjeta de visita. Mi madre era viuda y conocía bien aquellos ritos que impregnan de dignidad, creo yo, estas situaciones dolorosas. Cuando terminamos de montarlo todo, a eso de las diez de la noche, empezó a llegar gente. Al principio se trataba de gente conocida, pero luego, a medida que pasaban las horas, la casa se llenó de sombras que hablaban entre sí con una taza de café entre las manos. Perdí el control sobre los visitantes. Me saludaban personas a las que no había visto en la vida. Yo daba las gracias mecánicamente, suponiendo que eran compañeros o compañeras de trabajo de mi marido, o bien familiares lejanos, de los que sólo aparecen de entierro en entierro, en fin. Al amanecer, mi madre me dio una pastilla para que aguantara.

—Una pastilla de qué.

—No lo sé. Al tratarse de una pastilla irreal, no necesité ponerle nombre. Era una pastilla para aguantar. Le aseguro que hay pastillas para eso.

—Perdone, siga.

—Pues bien, por la mañana llegaron los de la funeraria, bajaron el féretro, fuimos al cementerio e incineramos al difunto. Hasta ahí, todo normal. Al regresar a casa, caí rendida y estuve durmiendo dos días seguidos, eso dijo mi madre. Me levanté muy débil de la cama y me hice un caldo para reanimarme. Había perdido las ganas de comer. Me senté en una butaca que tengo delante del balcón y me puse a mirar las casas del otro lado de la calle como una convaleciente. Vivo en una calle muy estrecha, que se parece a las calles de Praga. Ahora me doy cuenta de que la muerte de mi marido fue en cierto modo como el fin de una larga enfermedad. La enfermedad había sido el matrimonio. Por eso yo estaba convaleciente. Convalecía de él, y tuve la impresión de que se trataría de una convalecencia larga, larga. La entretenía mirando álbumes de fotografía antiguos, de cuando éramos jóvenes, porque nos conocimos muy jóvenes. Yo me quedé embarazada de él a los quince años. Fue un escándalo en nuestras familias. Decidieron que seríamos incapaces de hacernos cargo del bebé y lo dimos en adopción por un sistema que había entonces que no se sabía a quién se entregaba el niño. Tú no te enterabas de nada, ni siquiera del sexo de tu hijo, porque no te dejaban verle la cara para que no te encariñaras con él. No sé si fue un niño o una niña, perdone, pero no puedo recordar esto sin emocionarme. Muchas veces me he preguntado cómo sería hoy su cara. A veces voy por la calle mirando a la gente y me digo éste o ésta podrían ser, éste o ésta no. Aquello sí que fue una amputación. Luego, cuando nos casamos, no quise tener hijos porque me parecía una traición a aquel niño o a aquella niña que quizá no llegara a saber nunca que había sido arrancado con violencia de su madre.

Luz Acaso se puso el abrigo por los hombros, como si los recuerdos le hubieran producido frío. Álvaro Abril se pasó la lengua por los labios enrojecidos, observando, entre la fascinación y el miedo, a Luz Acaso.

Había dejado de tomar notas, confiándolo todo al magnetofón, cuya cinta llegó en ese instante al final, produciendo un ruido seco que sobresaltó a los dos. Álvaro se apresuró a darle la vuelta y Luz Acaso continuó su relato.

—Mi hijo tendría ahora su edad —añadió por sorpresa.

—No se lo va a creer, pero da la casualidad de que soy adoptado —dijo él—. Nunca conocí a mis verdaderos padres.

—La vida está llena de coincidencias, si uno sabe verlas. Me he dado cuenta de que este callejón se llama Francisco Expósito.

—Es lo primero que vi cuando empecé a trabajar en Talleres Literarios, el nombre de la calle.

—Pero usted no es Expósito.

—Soy Abril. Recibí el apellido de mis padres adoptivos.

—Pues bien, quedamos en que me había sentado frente al balcón como una convaleciente. Mi madre venía a veces y me preparaba comidas nutritivas que apenas era capaz de tragar. Ya he dicho que miraba álbumes de fotografías antiguas y todo eso. Pero un día cogí el libro de firmas del velatorio de mi marido y me puse a hojearlo. Se trataba en realidad de un gigantesco libro de contabilidad, que era lo más parecido a un libro de firmas que había encontrado mi madre en la papelería. Algunas personas habían escrito en el
Debe
y algunas en el
Haber.
Las frases eran sencillas y convencionales, pero de repente tropecé con una que me llamó la atención porque decía así: «La verdadera viuda estuvo aquí sin que nadie la reconociera, así es la vida». Había habido otra mujer, en fin, y no se trataba de una mujer con la que mi marido hubiera tenido una aventura pasajera, puesto que se postulaba como «la verdadera viuda». Cuántas existencias paralelas, pensé, se pueden llevar a cabo en una sola existencia sin que lo adviertan ni las personas más cercanas. A nadie, hasta hoy, le había contado lo de mi hijo, por ejemplo, y sin embargo la ausencia de ese hijo ha ido creciendo junto a mí sin que nadie, nadie, ni siquiera la gente más cercana, advirtiera ese vacío tan escandaloso. Comprendí perfectamente a aquella mujer que decía ser la viuda verdadera, entre otras cosas porque yo, más que un marido, había perdido una enfermedad. Yo no era una viuda, sino una convaleciente. Hice memoria de las mujeres que me habían dado el pésame durante la noche del velatorio, pero no logré deducir cuál de ellas era la viuda verdadera, con la que me habría gustado hablar para cederle el título oficial de viuda a cambio de que me hubiera contado cosas de mi marido que yo ignoraba. Crees que conoces a las personas y ya ves. Pero pasó tanta gente aquella noche por mi casa y estaba yo tan aturdida, que me fue imposible seleccionar un rostro de entre todos los que me habían saludado. La viuda verdadera se llamaba Fina, así había firmado en el libro, al menos, un nombre que sin ser original suena un poco raro, incluso un poco cómico.

—¿Y cómo me dijo que se llamaba su marido? —volvió a preguntar Álvaro Abril con el gesto de quien ha olvidado un dato sin importancia, para tratar de situar la verdad a un lado de la biografía y la mentira al otro.

—Ya le he dicho que no tenía nombre, no se me ocurrió ninguno que le cuadrara.

—Perdón, es cierto.

—Busqué entonces entre las tarjetas de visita, que estaban guardadas en un sobre, y encontré una en la que ponía: «Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas». Abajo figuraba el número de un móvil al que llamé en seguida, aunque colgué cuando respondió una mujer.

—¿Y? —preguntó Alvaro Abril.

—Estoy un poco cansada. Si no le importa, lo dejaremos aquí por hoy.

Álvaro Abril miró el reloj. Dijo:

—Como quiera. De todos modos, va a ser la hora.

Por lo que más tarde me contaría María José
, Luz Acaso abandonó Talleres Literarios perturbada, pero dichosa, aunque habría sido imposible señalar dónde terminaba la perturbación y comenzaba la dicha, pues la una se introducía en el territorio de la otra como los dedos de dos manos cruzadas. El coche parecía ir solo. Nunca las velocidades habían entrado con aquella facilidad ni los semáforos habían cambiado tan oportunamente de color. López de Hoyos, que era una calle caótica, se comportaba como un mecanismo de precisión en el que todo sucedía al servicio de algo. Frenó y vio cruzar por delante de ella a una mujer con bolsas que sin duda se dirigiría a un sitio misterioso. Quizá a una cocina. Descubrió de súbito que las cocinas eran lugares raros, capaces de provocar acontecimientos en las cabezas de quienes entraban en ellas. Pensó en la de su casa y le apeteció llegar. El día anterior, cuando María José, la tuerta, se despidió después de haber dormido la siesta en su sofá, había vuelto a repetir lo de Praga:

—Qué suerte, vivir en Praga sin necesidad de salir de Madrid. Creo que en una casa como ésta sería capaz de escribir una gran obra sobre el lumbago. O sobre el lumbago.

Luz debió de sentirse orgullosa. Su vida había adquirido un valor inexplicable. Tenía una casa en Praga y una biografía en marcha. Y el tiempo continuaba centroeuropeo, aunque las temperaturas habían subido un poco en las últimas horas.

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