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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (2 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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—Sí, Luz Acaso.

María José sonrió con el lado izquierdo de la boca y cuando Luz le propuso comer algo, pues eran las dos y media, dijo que sí con el mismo lado. A veces, no siempre, hablaba y reía con medio lado nada más.

Y apenas utilizaba el brazo derecho. Debajo de la chaqueta de cuero negra llevaba una camiseta muy ceñida y unos vaqueros. Prepararon una ensalada abundante y un plato de embutidos y se sentaron a la mesa de la cocina para hablar del lumbago. La cocina daba a un patio interior cuya opacidad penetraba en la pieza a través de una puerta de cristal por la que se accedía al tendedero. Pero se trataba también de una opacidad resplandeciente, protectora.

—No saldría nunca de esta cocina —dijo María José—, es como si estuviéramos en Praga.

—¿En Praga?

—Sí. No conozco Praga, pero me la imagino con calles estrechas y patios interiores. Me gustan las calles que parecen pasillos.

—¿Por qué quieres escribir sobre el lumbago?

—Porque escuché la palabra en el autobús y se me quedó dentro de la cabeza, dando vueltas como una mosca dentro de una botella. Hay palabras que entran y luego no encuentran la salida. No sabía qué podía ser el lumbago, pero me gustó tanto su sonido, lumbago, lumbago, que en ese mismo instante decidí escribir un reportaje, o quizá un libro, sobre él. Desde que acabé el instituto me he dedicado a hacer cursillos de esto o de lo otro, para dar la sensación de que me encontraba ocupada, pero necesitaba ya entregarme a algo, aunque fuera al lumbago. Una mañana te levantas y te das cuenta de que ya es tarde para todo.

—Es verdad, te levantas y es tarde para todo —repitió Luz sirviendo un poco de agua.

—Mis padres no hacían más que presionarme para que decidiera de una vez qué quería hacer y entonces les dije que quería ser escritora. Curiosamente, el mismo día que escuché la palabra lumbago en el autobús, encontré en el buzón publicidad de una clínica de quiromasaje especializada en este mal. Y esa noche, en la televisión, dijeron que la Audiencia había suspendido un juicio porque el inculpado principal padecía un ataque de lumbago. A veces pienso una cosa y empiezan a sucederse manifestaciones de esa cosa. Me ocurre a menudo, pero no puedo demostrarlo.

—Te entiendo —dijo Luz.

—El lumbago comenzó a rodearme en cierto modo. Averigüé en qué consistía y resultó tratarse de un dolor difuso situado aquí, entre el final de las costillas y el principio de la cresta ilíaca, fíjate, como si fuera posible tener dentro del cuerpo una cosa llamada cresta ilíaca. Me di cuenta entonces de que había dado sin querer con un asunto fantástico, porque lo específico del lumbago, además, es que no ataca a ningún órgano en concreto, sino a una zona imprecisa llamada «región lumbar». Región lumbar: suena, si te fijas, como el nombre de una geografía mítica. Pero es que además sólo se manifestaba al doler. Una región desconocida, en fin, en la que sopla el dolor en lugar de soplar el viento... Por la noche, en la cama, pensé que ese empeño mío en escribir sobre cosas que ignoraba podría significar también que quería escribir con la parte de mí que no sabía hacerlo. Con la que sabía escribir ya había visto hasta dónde podía llegar, pues en los últimos tiempos, entre un cursillo de contabilidad y otro de ciencias sociales, había escrito una novela corta que envié a todos los concursos literarios existentes y en todos quedé bien situada, aunque no gané ninguno. Ideé el siguiente plan: me taparía el ojo derecho con un parche e inmovilizaría la pierna y el brazo de ese lado forzándome a hacerlo todo con la mano izquierda.

—¿Entonces no eres tuerta?

—Por supuesto que no, pero pensé que había vivido apoyándome demasiado en el lado derecho, reproduciendo lugares comunes, tópicos, estereotipos, cosas sin interés. Se trataba, por decirlo así, de escribir un texto zurdo, pensado de arriba abajo con el lado de mi cuerpo que permanece sin colonizar. Un texto cuya originalidad, si no otras cosas, estaría garantizada. Algunos pintores hacen esto para no amanerarse. Empiezan a pintar con la izquierda cuando resultan demasiado previsibles con la derecha.

—Yo soy zurda —dijo Luz.

—¿Y por qué comes con la derecha?

—Soy una zurda contrariada. Sólo utilizo la izquierda cuando estoy sola.

—Me fascináis los zurdos, de verdad, porque tenéis que aprender a vivir en un mundo hecho por diestros, en un mundo al revés en cierto modo. Vuestra vida es una obra de arte, sobre todo si pensamos que desde que os levantáis hasta que os acostáis no hacéis otra cosa que enfrentaros a la norma, al patrón, al canon.

—No había pensado en eso.

—Los interruptores de la luz, las manillas de las puertas, los cajones de las mesas, los grifos de los lavabos..., todo está colocado allá donde la mano derecha llega con facilidad. La izquierda tiene que hacer recorridos agotadores para obtener los mismos resultados. Cada uno de los movimientos de un zurdo constituye una pincelada de una obra de arte. Los zurdos dibujáis las palabras, por ejemplo, en lugar de escribirlas.

—Ni en mil años se me habría ocurrido que fuera tan interesante ser zurda. Muchas gracias —dijo Luz riendo.

—Yo sé bien lo que significa ese esfuerzo —continuó María José—, porque de pequeña tuve un ojo vago, el izquierdo precisamente, y me taparon el derecho para obligarlo a trabajar. Y vaya si trabajó. El mundo, contemplado desde un solo ojo, y al desaparecer el efecto de hondura, de relieve, parecía el plano de una ciudad desconocida. Más que entrar en la realidad, me desplazaba de un extremo a otro de ella, siempre en el mismo nivel.

—Una realidad plana. A veces yo también la siento así, incluso contemplándola con los dos ojos.


Tiene un ojo vago,
decía mi madre a sus amigas, que me observaban con aprensión, pues el ojo vago carecía del prestigio de otras enfermedades. A algunas personas les daba risa incluso. Escuché tantas veces aquella frase,
tiene un ojo vago, tiene un ojo vago...
Quizá la fascinación que me produjo la palabra lumbago cuando la oí en el autobús, procediera de aquella experiencia infantil. Tiene un ojo vago, tiene lumbago. Imagínate —añadió escribiendo sobre el mantel con la punta del cuchillo— lumbago escrito de este modo: lumbago. Seguro que lumbago significa el ojo vago en algún idioma.

—Me suena que sí. En catalán, quizá.

—O en rumano. Otra cosa que decidí ese día, además de escribir un texto zurdo, fue escribir sobre cosas reales. Estaba convencida de que mi fracaso anterior como escritora provenía del hecho de que había inventado historias en las que la gente no se reconocía. Comprendí que a la gente le gusta lo real. La mayoría de los escritores, pensé, hablan de cosas que no son. Y además escriben con la mano derecha, con el pie derecho, con el pensamiento derecho. Aquella noche, en la cama, cuando debería estar dormida,, me incorporé excitada entre las sábanas y juré que sería una escritora zurda y realista, valga la paradoja.

—Pero come algo, mujer —dijo Luz Acaso al darse cuenta de que María José no probaba bocado.

—Ya voy, ya voy. Fui a ver lo que costaba la matrícula en Talleres Literarios porque Álvaro Abril triunfó con una novela realista, no sé si zurda, pero realista.

—Parece inteligente.

—¿Quién?

—Álvaro Abril.

—Yo creo que es la inteligencia lo que le ha impedido escribir otra novela después de aquel éxito.
El parque
le gustó a todo el mundo, incluso a aquellos contra los que iba dirigida. Era una novela materialista que le alabaron mucho los partidarios del espíritu. Como es muy honrado, decidió no escribir hasta averiguar qué le había pasado, eso dicen. A lo mejor quiere escribir algo zurdo también y no encuentra el modo. Pero bueno, íbamos a hablar del lumbago.

—En realidad —dijo Luz avergonzada—, no tengo lumbago. Te lo dije porque me apetecía que subieras a casa.

—¿Y tampoco eres zurda?

—Tampoco.

Luz se levantó y encendió la luz de la cocina, pues aunque apenas eran las tres de la tarde parecía de noche. María José se tragó una hoja de lechuga casi sin masticar y continuó hablando.

—Pero había problemas prácticos para volverme zurda de repente. No podía dejar de utilizar el brazo y la pierna derecha sin llamar la atención de mis padres. El parche en el ojo sería más fácil de justificar como una recaída del ojo vago (del lumbago) en la pereza. He de decirte que por un momento me desalenté. La ambición de un proyecto como el mío requería un espacio físico singular para llevarlo a cabo: tal vez un país zurdo, una ciudad zurda. Pero no tenía ni idea de cómo sería una ciudad zurda, aunque hay lugares como Praga que me parecen zurdos.

—¿Esta casa te parece un poco zurda?

—Un poco, sí. Por eso te dije que era como si estuviéramos en Praga.

—Ahora lo entiendo.

—Tras darle muchas vueltas al asunto, decidí que me limitaría a utilizar con disimulo el lado izquierdo en los menesteres para los que habitualmente venía utilizando el derecho. Así, tal día como hoy sonó el despertador y lo apagué con la mano izquierda, haciéndolo caer al suelo por falta de pericia. Luego me cepillé los dientes con la mano zurda, me duché y me lavé la cabeza sin utilizar la derecha ni una sola vez y regresé al dormitorio agotada, encomendando a los dedos de la mano izquierda la penosa tarea de abrochar los botones de la blusa, mientras relegaba a la derecha a tareas de apoyo. Aún no hacía una hora que había comenzado la ocupación de mi costado vacío y ya empezaba a tener una perspectiva diferente de las cosas. Tardé mucho en desayunar y apliqué la mantequilla tomando el cuchillo con la mano izquierda y sujetando el pan con la derecha. Por supuesto, masticaba nada más que con los dientes y las muelas del lado izquierdo. La comida tenía otro sabor, incluso otra textura. Estaba descubriendo un mundo de sensaciones. Mi madre no dijo nada, aunque me miró un par de veces con expresión de lástima. Mi padre no estaba. Se levanta de madrugada para ir a Mercamadrid a comprar el género y desde allí se va a la pescadería.

—¿Tenéis una pescadería?

—Sí, es una de las cosas que me animó a hacerme realista. No puedes ser pescadera y escribir novelas fantásticas, ¿comprendes?

—A mí las pescaderías no me parecen realistas.

—Pues te aseguro que lo son.

—Cada una tiene derecho a percibir las cosas a su modo. A ti esto te parece Praga. María José comió apresuradamente un par de hojas de lechuga y retiró el plato a un lado.

—Estoy procurando no comer —dijo—. Los místicos no comían y ya ves tú.

—Si quieres tomamos un café en el salón —dijo Luz.

Una vez acomodadas en el sofá del pequeño salón, las dos mujeres permanecieron un rato mirando hacia la ventana. La nieve se había transformado en agua y llovía con una intensidad sobrecogedora.

Cuando Luz se volvió a mirar a María José para hacer una observación, comprobó que se había dormido sin tomarse el café. La tapó con una manta y le dio un beso en la frente al tiempo que dilataba las aletas de la nariz: le preocupaba que oliera a pescado, pero no. Luego se quedó mirándola mientras escuchaba el ruido de la lluvia como si fuera música.

Esa noche, Álvaro Abril había sido invitado
a una fiesta en casa de su editor. No le apetecía ir, nunca le apetecía, pero siempre iba por miedo a quedarse fuera. Si le hubieran preguntado fuera de qué, le habría dado vergüenza responder.

Llegó tarde, por miedo a ser de los primeros, y cuando entró la casa estaba llena. Ni siquiera le abrió la puerta el anfitrión, sino un individuo alto, encorvado, de unos sesenta años, con un vaso en la mano, y un cigarrillo entre los labios, que le dijo:

—Si no me ves, no te preocupes. Estoy muerto. Soy el fantasma de un escritor muerto. En vida, publicaba mi obra nuestro anfitrión y me he quedado atrapado en sus fiestas.

Álvaro le dio el pésame y avanzó por el pasillo entre la gente, como un náufrago, temiendo no encontrar ninguna tabla a la que asirse para permanecer a flote. Una mujer que también tenía un vaso y un cigarrillo le detuvo.

—Álvaro Abril —dijo—, me encantó
El parque.

—¿El qué?

—Tu novela,
El parque.

—Gracias —dijo y continuó braceando en busca de una tabla.

No le disgustaba que le hablaran bien de su novela, pero había sido publicada hacía cinco años y era imposible mencionarla sin aludir también a su sequía posterior. Después de un halago de ese tipo, siempre venía la pregunta fatídica: ¿Estás trabajando en algo? Había comprobado que no le creían cuando decía que sí ni cuando decía que no. En general, su silencio era observado con desconfianza. Unos temían que estuviera escribiendo una obra maestra y otros estaban locos por confirmar que se había quedado seco.

Una primera obra de éxito no garantizaba nada, sobre todo si se trataba de una novela autobiográfica y sincera. La frontera entre la sinceridad y el oficio era cada vez más difusa.

La gente hablaba formando grupos de tres a cinco personas que, por su modo de mirar fuera del círculo, parecían convencidas de que lo interesante se cocía en otro lugar. Cada poco, alguien se desprendía de su grupo, como un gajo de una naranja, y se integraba en otro sin dejar de vigilar los alrededores. Los labios y los ojos se movían siempre en direcciones distintas.

Había políticos, actores, actrices, periodistas y hasta un entrenador de fútbol. Era relativamente fácil, pues, huir de los escritores, cuyas cabezas flotaban dispersas entre la multitud. Alvaro siguió el curso de la masa sin abandonar el pasillo y al pasar por delante de una habitación con las puertas abiertas vio a cinco o seis personas alrededor de un televisor, siguiendo un partido de fútbol. Una de esas personas se volvió y le miró con expresión hostil, quizá para que no se uniera al grupo. No lo hizo. Continuó andando hasta el final del pasillo, que terminaba en una cocina sin puertas, donde cuatro hombres soltaban sonoras carcajadas a propósito de algo que acababa de decir uno de ellos. Había un jamón sujeto a unos hierros, con un cuchillo al lado, para que la gente se sirviera. Cortó un par de lonchas, por hacer algo, mientras los individuos reían.

En esto, uno de ellos reparó en él.

—Eres Álvaro Abril —dijo—, a mi hijo le gustó mucho tu novela.

—Gracias.

—Le diré que te he visto.

—Gracias.

Álvaro abandonó el salón y salió al pasillo. Le acababan de decir una de las frases que más temía: a mi hijo le gustó mucho tu novela. A mi hijo le gustan mucho tus tonterías, querían decir. Y yo me cago en tu padre, dijo él moviendo los labios, aterrado ya por no encontrar con quien hablar, pues le pareció que la gente comenzaba a mirarle. Esta vez se metió por la primera puerta abierta que le salió al paso y entró en un salón grande, forrado de libros, a cuyo fondo, de espaldas, vio a Laura Ancos, la directora de Talleres Literarios, su jefa, que hablaba conmigo. Mi último libro, una recopilación de reportajes publicados en prensa, había funcionado bien, e intentaba convencerme de que diera alguna clase de escritura periodística en Talleres Literarios.

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