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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (16 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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He repasado lo escrito hasta aquí y me sorprende que el dinero aparece asociado a veces a tu cuerpo, pero también al amor (no he conocido otro que el de las prostitutas), a las cenizas, a la escritura y ahora a la amistad. El dinero tiene esa virtud proteica de convertirse en lo que quieres o en lo que detestas. Empiezo a adivinar el porqué de ese empeño en que me pagaran en metálico el anticipo de esta carta que, contra todo pronóstico, empieza a salir adelante, madre.

Y bien, el resultado de aquel intercambio de satisfacciones entre tu cuerpo y el mío fue que deseé ser adoptado más que ninguna otra cosa en el mundo, pues si era adoptado podía disfrutar sin culpa de aquellas experiencias delictivas. Uno encuentra lo que busca y yo encontré multitud de señales en esa dirección.

Durante un tiempo, hurgué en todos los armarios de la casa, en todos los cajones, en todos los archivadores. Me sorprendió ver que la vida estaba hecha en gran parte de documentos que iban desde la cédula de habitabilidad de la casa hasta sus escrituras, pasando por los recibos de la luz, del gas, del colegio, por los certificados de nacimiento, de defunción, por los títulos académicos y por las fotografías que reposaban, dentro de cajas de zapatos, en la zona más oscura de los armarios. No hallé, madre, ningún documento en el que se dijera que yo era adoptado, pero tampoco fui capaz de reconocerme en las fotografías de los parientes lejanos o próximos que examiné con lupa durante aquellos días.

Además de eso, si era adoptado, de repente adquiría un sentido la indiferencia de papá hacia mí. Lo he llamado indiferencia, pero a veces era más que eso, pues estoy seguro de que muchas veces me vio como un rival. Comencé a espiarte, a escuchar tus conversaciones, y me pareció que en muchas de ellas, de manera velada, aludías a las condiciones en que me habías adoptado y mostrabas alguna forma de arrepentimiento. Un día, estabas hablando con alguien, con la abuela, me parece, y te oí decir:

—Estoy arrepentida. Ahora no volvería a hacerlo.

Cuando te diste cuenta de que yo estaba delante, me diste la espalda avergonzada y bajaste la voz.

¿De qué estabas arrepentida? Yo nunca lo estuve de ser tu hijo adoptivo, aunque quizá habría querido ser algo más que eso. ¿Cómo no voy a tener la sensación de que el mundo me debe algo? Me debe unos padres verdaderos y una mujer con la que pueda relacionarme sin buscarte en ella. Lo he hecho todo por miedo a no perderte cuando la realidad es que jamás te tuve.

Ahora te tenía dentro del cajón de mi mesa: habías adquirido la forma de unos billetes que el editor me había entregado para que te escribiera esta carta. Ya no me atrevía a abrir el cajón, el ataúd más bien, pero cada día, cuando me ponía a escribir, o a fingir que escribía, sentía a través de la madera los latidos de tu cuerpo encerrado en aquel sobre que nunca debí haber aceptado, y no era capaz de juntar dos frases seguidas, dos frases, madre, cuando yo vivía de las frases, pagaba con las frases el alquiler de la casa, el aceite, la sal, las putas, el pan de cada día. No podía pasar mucho tiempo sin producir frases, en fin, porque las frases eran también el tejido con el que tapaba la ausencia de tu cuerpo y la del mío a veces, pues hay días en los que no me siento y en los que casi no me veo en el espejo. Los libros justifican mi existencia del mismo modo que a mí me habría gustado ser la justificación de la tuya. Todo es escritura, como verás.

Entretanto, sucedió algo con tus cenizas verdaderas. Cuando te incineramos, como sabes, no estaba permitido que los deudos se llevaran las cenizas a casa, por lo que tampoco fue posible cumplir tu deseo de arrojarlas al mar, de modo que adquirí en el cementerio un columbario donde desde entonces reposaba la urna con tus restos. Pues bien, durante estos días incineraron a un escritor, a cuya ceremonia tuve que acudir por compromiso, observando con sorpresa que tras la cremación los hijos recibieron una vasija con las cenizas. Al llegar a casa telefoneé al cementerio y me dijeron que, en efecto, la legislación había cambiado y que desde hacía algún tiempo los familiares de la persona fallecida podían disponer de los restos de la combustión, si ése era su deseo. Expliqué mi caso, para ver si era posible recuperar tus cenizas, y me dijeron que sí, pero había que pasar por una serie de penalidades burocráticas que me desanimaron. Colgué el teléfono sin tomar nota siquiera de las diligencias, pues al no estar dotado para los trámites me espantó la idea de rellenar instancias o recorrer ventanillas.

Pero ahora, cada vez que me sentaba a la mesa para fingir que escribía, el cuerpo del delito, escondido bajo llave en el cajón, me hacía recordar tus cenizas, guardadas en aquel frío columbario del cementerio, y la culpa se multiplicaba por dos. En apariencia eran culpas distintas, una de orden moral y otra económico, pero lograban trenzarse entre sí de tal manera que acabé por no distinguir dónde comenzaba la una y acababa la otra. El editor continuaba sin llamar, aunque su silencio tampoco era nada tranquilizador.

Hay gente que sabe utilizar el silencio como una amenaza. De todos modos, siempre empezaba a leer el periódico por las páginas de cultura con la esperanza de ver anunciada la aparición del libro de
Cartas a la madre,
pues ello significaría que había renunciado a la mía (y quizá a recuperar el anticipo).

Una mañana, harto de consumirme frente a la cuartilla, cuyos bordes, de forma inconsciente, había ido coloreando de negro con el bolígrafo hasta dejarla convertida en una especie de esquela, salí a la calle, tomé un taxi y me dirigí al cementerio. Era un día muy frío, de enero, pero muy soleado también. En las esquinas se observaban restos de la helada nocturna y la hierba de los parques permanecía cubierta por una delgada mortaja de hielo que empezaba a derretirse cuando entré en las instalaciones del camposanto.

Fui directamente a la zona del horno crematorio, donde en esos momentos se llevaba a cabo una incineración en un ambiente de enorme «friolencia», si pudiera decirse de este modo, que supongo que no, y desde allí me dirigí al edificio de los columbarios.

Se trataba de una especie de nave, o de nevera industrial, pues una vez dentro la temperatura bajaba tantos grados que el frío te envolvía de inmediato como una llama inversa. Los columbarios estaban dispuestos a lo largo de las altas paredes de tal modo que el recinto evocaba un almacén. Por un momento imaginé que en el interior de cada nicho hubiera un par de zapatos en vez de un conjunto de cenizas. Zapatos de hombre, de mujer, de tacón alto, de invierno, de verano, quizá alguna bota también, alguna zapatilla... Había visitado unos meses antes una fábrica de calzado, para documentarme sobre un trabajo en curso, y encontré ciertas semejanzas entre aquel lugar y éste.

Me costó un poco dar con tu nicho, madre, pues no había vuelto desde la incineración, hacía ya cinco o seis años, quizá siete. Ni siquiera había comprobado que hubieran puesto la pequeña lápida que encargué a un marmolista de la zona. Pero allí estaba, con tu nombre y las dos fechas que marcaban los dos extremos de tu vida. No había nadie en el interior de la nave. Sólo yo, abrasándome en medio de aquel frío.

Me subí las solapas de la chaqueta, pues no tengo abrigo, nunca lo tuve, madre, pese a la importancia social que tú le dabas a esa prenda, y entonces me sentí un poco desamparado, un poco huérfano, por lo que expulsé tres o cuatro lágrimas que bajaron heladas hasta la barbilla, desde donde se precipitaron al vacío.

Pese a todo, no había perdido por completo la capacidad para establecer conjeturas y entonces me di cuenta de que bastaría con dar un golpe a la lápida para romperla y recuperar tus cenizas sin necesidad de llevar a cabo ningún trámite burocrático. No había piedras alrededor, pero encontré una paleta de albañil cuyo mango, que tenía un núcleo de hierro, me pareció que bastaría. Di un golpe excesivamente tímido, otro un poco más resuelto, pero también insuficiente, y al tercero, al fin, se quebró la losa, que era delgada y fría como la capa de hielo sobre un estanque. Arranqué con las manos los restos, que cayeron al suelo con un estrépito excesivo, o eso me pareció, y tropecé con el tabique de rasilla que el día de la incineración, ahora lo recordaba, había colocado un obrero para proteger la urna. No fue difícil echarlo abajo, pero me dañé con la precipitación un dedo, el más pequeño de la mano derecha, en el que me ha quedado un dolor recurrente, un estribillo, de este modo lo llamo, pues vuelve con la misma periodicidad que un ritornelo en un poema. Y así como de algunas canciones decimos a veces que sólo nos sabemos su estribillo, yo podría decir que de mi mano derecha sólo me sé ese dolor rutinario que se repite desde entonces entre estrofa y estrofa de la vida.

Una vez echado abajo el ladrillo, y con la urna al alcance de la mano, tuve un instante de terror al considerar que aquello que estaba llevando a cabo era un delito, aunque las cenizas fueran de mi madre, o quizá por eso. Estaba violando una tumba, en fin, estaba profanando un espacio que se considera sagrado.

En poco tiempo me había convertido en un traficante de dinero negro y en un profanador de tumbas. Y todo ello de manera gratuita, como hacemos la mayoría de las cosas. Fue el propio miedo el que me ayudó a tomar la urna helada, por cierto, y salir con ella de la instalación. En la zona del horno crematorio, a pocos metros de donde me encontraba yo, había un pequeño grupo de personas con las solapas de los abrigos subidas. En lugar de llevarse el cigarrillo a los labios, fumaban inclinando la cabeza, en una especie de encogimiento dirigido a protegerse del frío, o del dolor. Vi a mi derecha un pequeño arbusto cuyas hojas estaban bordeadas por una cinta de escarcha que evocaba el azúcar sobre las frutas confitadas. Lamenté de nuevo la falta de abrigo, pues una prenda de esa naturaleza me habría ayudado a ocultar la urna. Finalmente, con la resolución que da el miedo, atravesé toda la instalación y salí a la calle, una especie de carretera más bien, sin llamar la atención de nadie. Tuve que caminar bastante para llegar a una zona donde hubiera taxis y entre tanto iba cambiando la urna de brazo, pues su frío traspasaba el tejido de la chaqueta y de la camisa abrasándome la piel como una plancha de hierro al rojo vivo.

—Vengo de recoger las cenizas de mi madre —le dije al taxista con cierto dramatismo, pues necesitaba dar algún desahogo a mi desamparo.

—¿Le importa que encienda un cigarrillo? —preguntó él, como si la mención a las cenizas le hubieran abierto las ganas de fumar.

Me ofreció uno y lo tomé, pese a que llevaba cinco o seis años sin fumar, casi los mismos que tú llevabas muerta. Por la radio del taxi estaban dando una receta de cocina y comprobé con desesperación que los jugos gástricos se ponían en danza. No sabía si tenía más hambre que tristeza, del mismo modo que unos minutos antes había sido incapaz de decidir si el miedo era mayor que el frío. Algunas veces las sensaciones morales anulaban las físicas, pero otras veces eran las físicas las vencedoras de esa rara batalla entre el cuerpo y el espíritu. El cigarrillo me mareaba un poco, pero me quitaba el hambre, y en general fue mayor el consuelo que el malestar que me proporcionó.

Ya en casa, coloqué la urna sobre la mesa de trabajo y al lado de ella el sobre con los billetes que anticipaban todo este horror en el que me encontraba envuelto. El sobre, con el paso de los días, había adquirido cierta calidad de sudario. Me daba aprensión tocarlo, pues también el dinero, en su interior, parecía dotado de la plasticidad de la carne. Yendo de un objeto a otro, y de ellos a las cuartillas vacías, que parecían también una mortaja en la que permanecía envuelto el cadáver de mi escritura, me llené de remordimientos, madre. No sólo de remordimientos hacia ti, sino hacia mí mismo, pues todo en la vida lo había hecho de aquel modo improvisado, torpe, con el que también recuperé tus cenizas o me comprometí a escribirte esta carta. Tal vez si hubiera cumplido los trámites burocráticos para acceder legalmente al columbario y hubiera firmado un contrato normal con el editor, sin dinero físico por medio, habría sido capaz también de escribir una carta común. Tampoco se trataba de hacer nada especial. Era un trabajo de encargo, como tantos de los que se aceptan por dinero. No sé por qué nunca me ha bastado el dinero, por el que tú tanto sufriste en vida. Siempre pido a la escritura que me proporcione también algún grado de desasosiego.

Nunca me he conformado con pagar el alquiler, el pan, los cigarrillos (ahora de nuevo los cigarrillos), el alcohol, las putas, sino que he procurado obtener también de mi trabajo unas cantidades de arrepentimiento, que constituían a la vez el motor para seguir escribiendo. Siempre fueron un circuito cerrado la escritura y el remordimiento. Cada uno se alimentaba del otro, y los dos de mí. Pedí el dinero en metálico para arrepentirme de ello, pues había pensado gastármelo en excesos sexuales. En defectos sexuales más bien, si se tienen en cuenta mis inclinaciones venéreas. Pero los beneficios de la prostitución, pensé, hay que reinvertirlos en la prostitución. Entonces sonó el teléfono.

—¿Cómo va la carta? —preguntó el editor al otro lado.

—Estoy trabajando en ella —dije—. Dame aún unos días.

—Una semana. Sólo falta la tuya. Pero si prefieres devolverme el dinero —añadió con cierto desdén—, a mí me da lo mismo. Haz lo que quieras.

Bajé a un bar cercano, tomé un bocadillo, compré un paquete de tabaco y volví a casa dispuesto a escribirte la carta de un tirón. Pero el circuito del remordimiento y la escritura se había quebrado en algún punto. No lograba colocar dos frases seguidas. A media tarde, rompí el frágil precinto de la urna y tomé un puñado de tus cenizas que guardé en el bolsillo de la chaqueta. Todavía recuerdo su tacto polvoriento. Polvo eres y en polvo te convertirás, nos decía el cura el miércoles de ceniza, cuando me llevabas a la iglesia de la mano, y nos dibujaba, también a manera de anticipo, aquella cruz gris sobre la frente. Luego abrí el sobre y cogí unos billetes. Me fui a la calle con las solapas de la chaqueta subidas y busqué a una prostituta madura de la que llevaba meses intentando deshabituarme. No tuve que caminar mucho, pues vivo en un barrio donde se ejerce la prostitución. Un escritor, habrías pensado tú, debería vivir más cerca de la Biblioteca Nacional que de los burdeles, y es cierto, pero es que los burdeles están muy cerca también de la Biblioteca Nacional, algo deben de tener en común las putas y los libros.

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