Ecos de un futuro distante: Rebelión (4 page)

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Authors: Alejandro Riveiro

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ecos de un futuro distante: Rebelión
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Estaba desayunando cuando de repente oyó a lo lejos el zumbido de varias naves. Tuvo que sostener su vaso de café, que temblaba a causa de la vibración producida por el sonido. No dudó en asomarse a los amplios ventanales del piso número treintaiséis en el que vivía. En su rostro se pudo apreciar el miedo que le producía la escena: eran naves de batalla del imperio. En lo más profundo de sí, sabía que si estaban ahí no podía ser para algo bueno. Ninguna nave militar patrullaba la ciudad. De pronto, una ráfaga de disparos cayó sobre la ciudad. Khanam no pudo evitar que se le escapara un grito de pavor. Intentando recuperar la compostura, terminó de beber su café, cogió su abrigo, y sin dudarlo salió del edificio hacia su crucero. Era una nave de batalla que él había modificado especialmente para darle una apariencia de nave de carga más grande de lo normal. Por supuesto, sin ningún tipo de armamento, pero con un casco muy resistente. Callejeando, llegó tan rápido como pudo al lugar en el que creía haber visto los disparos. Probablemente jamás había sido testigo de una sucedían de imágenes tan dantescas como aquellas. El anciano científico había perdido a su esposa treinta años atrás, producto de la depresión que sufrió al saber que su hijo había fallecido en aquella trágica batalla. Ahora, el miedo que sentía era por su hija Nahia, una preciosa joven que acababa de rebasar la treintena, de ojos verdes, cabello rubio y una delicada figura que resultaba enormemente atractiva para cualquier hombre. Su hija era todo lo que le quedaba, y con el paso de los años, y aquella cruel pérdida casi simultánea de su esposa e hijo, terminó creándose un vínculo muy fuerte entre ambos.

La joven vivía en las inmediaciones, muy cerca de donde había sucedido todo. De repente, una explosión sacudió el transporte del científico. Iba a velocidad reducida para recorrer las calles de manera rápida pero sin ser detectado por aquellas terribles naves de batalla. A su derecha, en otra zona céntrica de la ciudad, pudo verlas atacando más edificios en la distancia. Era una pesadilla hecha realidad. Durante milenios nadie en el universo había atacado estructuras civiles humanas, ni allí, ni en los imperios cercanos. Y ahora estaba sucediendo en su preciado hogar. Justo en el día en que debía partir a la idílica colonia de Ghadea. Sin embargo, lo único que le preocupaba era su hija, sin ella su vida carecía de sentido.

Apenas habían pasado unos minutos de callejeo por la zona, cuando Khanam comenzó a ver restos de escombros. Estaba a sólo unas calles de donde su hija vivía. Su pesadilla se estaba haciendo realidad. Aceleró para atravesar la larga avenida, giró a la derecha, y ante él su peor sueño pareció volverse real. Bajó de la nave, aproximándose lentamente mientras las lágrimas comenzaban a empañar sus ojos y su espíritu se desmoronaba; el edificio en el que vivía su hija Nahia había pasado a la historia… pero todavía quería aferrarse a cualquier atisbo de esperanza por nimio que fuera. El científico miraba alrededor, poco a poco comenzaba a llegar gente. Algunos curiosos, otros, como él, familiares que temían lo peor… pero ni rastro de ella. Era incapaz de ocultar la tristeza que se estaba apoderando de él de manera incontrolable. Interiormente había comenzado a aceptar lo que parecía obvio, que su pequeña, como él la llamaba, había fallecido. Sin embargo, su estado de ánimo mejoró cuando vio como algunos de los supervivientes comenzaban a rondar cerca de los escombros. Otros habían sobrevivido al terrible impacto en el propio edificio. Estaba seguro de que eran una minoría… Hubo algo entre la multitud que ya se había formado que le llamó la atención. Un pequeño grupo de niños, cuatro, que no debían llegar a los diez años; miraban desconsolados, llorando y preguntando por su madre sin recibir respuesta.

Khanam optó por acercarse a ellos, pese a todo, e intentó consolarlos:

—¿Qué os pasa? —dijo con la voz cortada por las lágrimas.

—Mami… estaba ahí —dijo uno de ellos, señalando los escombros.

—¿Y dónde estabais vosotros?

—Aquí, ella se había parado para hablar con una señora… vinieron unas naves y… —las lágrimas le impidieron seguir.

—¿Una señora?, ¿cómo era? —quizá todavía no estaba todo perdido, pensó Khanam.

—Tenía el pelo largo, por los hombros, rubio y liso, pero creo que mamá no la conocía.

—¿Sabes de qué hablaban?

—No. Solo oí algo de un planeta llamado Ghadea, muy lejos de aquí. ¿Es a donde ha ido mami?

Entonces, el científico no pudo evitar ahogar las lágrimas. Estaba claro, Nahia había estado ahí… Tenían que aparecer, estaba seguro de ello. La madre de esos niños y su hija estaban vivas, no podía haber otra explicación, o quizá se negaba a ser racional. El ruido de las naves de batalla aproximándose, se dijo a si mismo, tuvo que darles algún tiempo para reaccionar. Sin dudarlo, se levantó después de decir a los niños que le esperasen y se acercó de nuevo a los escombros, donde ya estaban los grupos médicos trabajando. No parecía haber ni rastro de supervivientes, salvo los que ya habían salido…

Volvió a darse la vuelta pero los pequeños no estaban allí. Corrió entre la multitud hacia las calles traseras, maldiciendo los nervios que le habían llevado a perderles de vista. Quizá se habían apartado del tumulto… Al girar a la izquierda los volvió a ver, estaban todos en un portal; los cuatro niños, su madre, y de espaldas a él… su hija Nahia. Estaba arrodillada con uno de los niños, las dos mujeres parecían encontrarse en buen estado. Cuando el anciano estuvo suficientemente cerca, el niño con el que había hablado le señaló y dijo:

—Ese es el señor que nos dijo que esperásemos.

Todos se giraron, y su hija no pudo disimular su sorpresa. Rebosaba alegría al ver que su padre estaba allí. Corrió a abrazarse con él, y sin darle tiempo a reaccionar le preguntó:

—Padre, ¿qué haces aquí? —le dijo con voz dulce pero agitada.

—Oí la explosión. Estaba preocupado por ti y no pude evitar venir…

—Estoy bien… estaba hablando con ella —dijo mientras miraba a la madre de los niños con voz todavía nerviosa—. Nos hemos salvado por muy poco, pero con el ruido de las naves los niños se asustaron y salieron corriendo en una dirección, y nosotras en otra. Nos ocultamos bajo un portal, pero los escombros cayeron demasiado cerca. Estuvimos allí ocultas hasta hace un rato. Por suerte, parece que ya ha acabado. ¿Tienes idea de qué ha pasado?

—No. Sólo sé que eran naves del Imperio…

—Creía que hacía milenios desde la última vez que alguien atacó estructuras civiles… ¡Oh!, ¿tu viaje a Ghadea?, tenías que ir allí. ¡No vas a llegar a tiempo!

—No te preocupes. No creo que el transporte haya salido todavía. Dudo que salga hoy, yo he tenido suerte —dijo mientras la abrazaba efusivamente— pero otros…

—Por primera vez en mi vida tengo miedo… Creí que iba a quedarme allí. Que aquel edificio se desmoronaría sobre mí… ¿Qué voy a hacer ahora, papá? mi casa está destruida.

Khanam pensó en una solución tan rápido como le fue humanamente posible, sin saber muy bien por qué, dijo:

—Me gustaría que vinieras conmigo a Ghadea. No hay nada para ti en aquel planeta, lo sé. Pero van a ser días muy duros para Antaria y no me gustaría que estuvieras en peligro de nuevo.

Nahia le miró fijamente, preguntándose si finalmente su padre había perdido la cabeza. Sin embargo, valorando el giro radical que su vida había dado aquella mañana, entendió que no tenía muchas opciones:

—Está bien, iré contigo. Siempre he querido ver las estrellas desde ahí arriba con mis propios ojos. Después de esto… tienes razón, nada me queda aquí. Pero déjame quedarme aquí un poco más. Quisiera ayudar a esta familia, se han quedado sin casa, y su marido… no ha vuelto todavía.

Khanam meditó durante unos segundos:

—Quizá, de momento podemos dejar que se queden en mi casa. De poco me sirve a mí si estoy en Ghadea y parece que estaremos allí al menos un par de meses. Ellos podrán buscar mientras tanto algo nuevo. Ve a decírselo, anda. —Le dijo a su hija mientras sonreía y secaba sus lágrimas con los dedos, preso todavía de una gran emoción.

Mientras tanto en palacio, Alha estaba profundamente consternada. Observaba a través del balcón como la ciudad se había sumido en un completo caos. Sabía que aquello era terrible. Recordaba las naves volando en una macabra danza mientras disparaban al azar sobre la ciudad. Y luego… como desaparecieron de su campo visual mientras se dirigían a la destrucción de las defensas planetarias de Antaria. Alguien quería herir de muerte el imperio de su marido, pero ¿quién? Quizá era demasiado pronto lanzarse a elucubrar sin fundamento alguno. El emperador había actuado con rapidez. Ordenó la salida de varios cazas ligeros, pero fueron destruidos en el acto varios kilómetros al este de la ciudad. Su misión era contener a las naves mientras llegaban los destructores desplegados en la luna. Una vez dada aquella orden, Hans simplemente besó a su mujer en la nuca, y salió corriendo. Su última frase fue «el pueblo me necesita». Por primera vez, Alha había visto actuar a su esposo de una manera que se asemejaba más a la de un auténtico emperador, aunque era consciente de que lo hacía por su natural preocupación por la gente que le rodeaba:

—Mi señora, los medios de comunicación siguen haciendo preguntas sobre por qué no ha compadecido todavía el emperador. Por otro lado, por suerte no tenemos informes de los ciudadanos diciendo haberle visto. —Dijo Dirhel a Alha.

Dirhel era la leal sirviente de palacio y su jefa de personal. Aunque no era muy mayor, cercana a los noventa años, llevaba los suficientes bajo las órdenes de los emperadores como para haber desarrollado un fino sentido del tacto y de la discreción:

—No te preocupes. Hans está bien… Yo contestaré ante la gente. Después de todo soy la Emperatriz de Ilstram —dijo con una lenta y suave voz.

—¡Esto es indignante! —vociferó el mariscal, aproximándose por el pasillo.—. Tenemos varias naves pululando por todo el planeta, destruyendo aquí y allá. Y a nuestro «querido» emperador no se le ocurre mejor cosa que hacer que irse a ayudar al pueblo —dijo con voz burlona.

—¿Tal vez le incomoda ver que mi marido no es tan incompetente como creía? —le interrogó Alha.

—¡Es un incompetente! ¿qué ha hecho? Lo de siempre, huir. Ha huido del palacio para no compadecer ante la prensa. Y militarmente solo ha pedido el retorno de los destructores para poder enfrentarse a los atacantes. Mientras nosotros estamos aquí expuestos a un ataque por parte del enemigo. ¡Es increíble!

—Mi señora —volvió a interrumpir Dirhel— tenemos una comunicación desde la base lunar… dicen que ha llegado un reporte desde Ghadea.

—¿Y qué dice?

—Que la flota estacionada allí… Ha desaparecido.

—¿Hemos sido atacados? —preguntó Alha.

—No, mi señora. La flota fue enviada a investigar el bloqueo de la red comercial pero no ha vuelto a Ghadea.

—Recuerdo esa orden de mi marido, ¿Y dice esa comunicación que ha desaparecido toda?

—Así es.

—Entonces dejemos que se encargue él de ello. Hay algo en todo esto que me extraña… —dijo pensando para si misma.—. Tómate el resto del día libre, Dirhel. Los demás, también. Va a ser un día muy duro y largo. Seguro que vuestras familia os necesitan.

—Gracias, mi señora —y sin más ceremonia, se retiró a comunicar la noticia a sus amigos y compañeros de trabajo.

—No creo que merezcan su compasión. Hoy es un día negro para el Imperio —dijo el mariscal mientras se aproximaba lentamente a la emperatriz.

—Aquellos que no piensan en los demás son quienes no merecen compasión. Me habla de la incompetencia de mi marido, y ahora mírese, es la expresión de un tiempo pasado que jamás volverá. Se aferra a una grandeza que nunca existió salvo en su mente.

—Me aferro al honor y la gloria de Antaria y de Ilstram. Emperatriz, debería saberlo ya. Me aferro al poder que todo gobernante debe tener sobre el pueblo. Pero el emperador está mezclado entre plebeyos. Haciendo quién sabe qué mientras el poder de nuestro reino es puesto en duda.

—La gloria y el honor no salvan vidas… —y diciendo esto abandonó el balcón desde el que todavía podía observar el ajetreo de la megalópolis.—. Voy a ir a la ciudad, no hay ningún peligro en este palacio y la gente nos necesita.

—¡Los gobernantes muertos no ayudan al pueblo! —vociferó el mariscal para asegurarse de que Alha le escuchase.

Por primera vez, la mujer dudaba de lo que estaba haciendo. Siempre había actuado con paso seguro, siguiendo las estrictas lecciones de sus padres. Siempre desde la humildad. Pero ahora… sentía la necesidad de estar con sus súbditos, calmar a esas personas que no podían encontrar consuelo ni en la caricia de la más poderosa de las personas. Y ella… no podía resistir la necesidad de estar allí entre la multitud y encontrar a su marido para comunicarle lo que estaba sucediendo en Ghadea. Sin consultarlo a nadie, Alha abandonó el palacio. Accedió al bellísimo jardín que rodeaba la estructura en lo alto de aquella montaña, donde en ocasiones los más mayores pasaban sus ratos de ocio rememorando viejos tiempos, al igual que muchos otros habitantes de la ciudad que disfrutaban de tan acogedor lugar. Los atravesó enfundada en una toga blanca que cubría su rizada melena y evitaba, en gran medida, que alguien pudiera reconocerla. Aun así, consciente de que la población no estaba acostumbrada a la violencia, y por la gravedad de la situación, se movía con paso ligero por las calles, agachando la mirada para evitar llamar la atención. No muy lejos del Palacio estaba uno de los edificios que habían sido destruidos. Se dirigió para allá. Cuanto más cerca estaba más tangibles eran las muestras de dolor, pequeños grupos de gente lloraban desconsoladamente, quizá todavía presas de un pánico colectivo.

Al girar una esquina, una anciana sentada sobre un pequeño saliente de una pared sujetó su mano. Parecía muy nerviosa, y sus cabellos totalmente blancos revelaban su muy avanzada edad. Alha se sobresaltó y la miró alarmada:

—Cuando dancen en el cielo sabréis que llegarán… Están aquí, vienen. Nada se salvará y todo llegará a su fin. No hay salvación para nadie aquí.

—¿Qué intenta decirme? —preguntó la emperatriz extrañada.

—La vida viene y va. Cuando yo me haya ido, algo en el cielo hará que Antaria desaparezca con todos. Pero… tú no estarás aquí.

—Creo que necesita atención médica… ¿Ha perdido a algún familiar?

De repente, la anciana la miró como si hubiera visto algo nuevo y susurró:

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