En el cielo se podían ver claramente varias naves de batalla surcándolo. Aquella afilada silueta ovalada era inconfundible. Entraban en la ciudad de nuevo. Un frío glacial recorrió a Khanam de arriba a abajo al verlas allí otra vez. Los espectros de la muerte, que silenciosamente, unas horas antes, habían sesgado quién sabía cuántas vidas en la ciudad de Antaria. Lo que más desasosegaba al viejo científico era ver a aquellas personas que se habían quedado inmóviles en el mismo lugar donde habían permanecido desde que había llegado, resignándose, y renunciando a toda esperanza…
Era probable que las pérdidas que habían sufrido ese día eran irrecuperables, y ya nada les impulsaba a luchar por su vida… Para Nahia, ver aquello de nuevo fue todavía peor, la hizo chillar de locura. Sabía todo lo que había pasado y ver aquellas nefastas naves acercándose de nuevo la tenían totalmente aterrorizada, lo único que deseaba era salir de allí lo más rápido posible…
En el palacio, el viejo mariscal observaba la escena desde el balcón de mármol. Podía ver gente corriendo en todas direcciones, pero nada en su demacrado rostro denotaba que aquel anciano pudiese sentir miedo o piedad por la gente que trataba, quizá inútilmente, de proteger sus vidas. Algo había en aquella mente, que le mantenía demasiado ocupado como para prestar atención a unas naves que tan sólo unos instantes antes habían tenido oportunidad de destruir el palacio y no habían hecho ni el más mínimo gesto de atacar. Fuese lo que fuese, ese pequeño batallón no buscaba acabar con los gobernantes de Antaria. Buscaban causar un daño mayor pero menos directo… Y además, había que añadir la flota desaparecida de Ghadea. Alha no le había dado importancia a ese detalle y lo había dejado para el incompetente emperador, se decía el anciano. Sin embargo, su vieja conciencia sabía que se estaba gestando algo importante, muy importante, que durante milenios la Humanidad jamás había vivido, y por desgracia Antaria sería triste protagonista de ello… El mariscal observaba el lento danzar de aquellas siluetas que atemorizaban a la población civil, alejándose cada vez más, alcanzando el borde de la ciudad. Esta vez no habían disparado ni una sola vez… tal vez buscaban algo, o sencillamente, su objetivo no era la ciudad. Pero incluso tras la aparente fría corteza del viejo, no alcanzaba a entender la justificación que podía impulsar a atacar a los civiles, aquella parte escapaba a su comprensión. No le veía el sentido a atacar a gente que simplemente intentaba ganarse su vida como buenamente podía, y a infringir una regla que durante milenios ningún humano había osado quebrantar, ni siquiera en las batallas más crueles.
Por supuesto, la gente seguía llorando a sus muertos perdidos en las batallas cada vez menos frecuentes para el pacífico imperio de Ilstram. Desde la llegada de Hans, basaba su potencial en la investigación y el comercio. Aunque, obviamente tenían un gran potencial bélico fruto de los esfuerzos de su apreciado predecesor, que había tenido que hacer frente al Imperio Tarshtan en los infames días de la Batalla de Antaria. De repente, como una llamarada, algo acudió a la mente del viejo mariscal…
—Si ese inútil utilizase la cabeza, diría que debemos atacar al Imperio Tarshtan… seguro que se dará cuenta de que están detrás de esto. Pero, jamás emprenderá una acción bélica…
Y con un pesado paso comenzó a abandonar el balcón de mármol y el espectacular paisaje que siempre se podía ver desde allí, teñido ahora por el miedo y el olor a muerte que flotaba en el ambiente…
Muy lejos de Antaria, y de todas las cosas relacionadas con el Imperio de Ilstram, alguien sabía ya lo que estaba sucediendo allí y no por ello pensaba prestar su ayuda… Antaria, y por ende todo el imperio, no gozaba de un gran mestizaje de especies. La gran mayoría de la población era humana, salvo algunas colonias menores donde se podían contar pequeñas agrupaciones, casi segregadas, de narzhams, olverianos, y, la que probablemente era la especie más numerosa después de la Humanidad, los arzust. Y es que, había que remontarse muchos milenios atrás, para recordar el primer contacto de la raza humana con una forma inteligente de vida distinta a ellos mismos. Se trataba de los tiradianos, los habitantes de aquel planeta recóndito al que unos pocos desesperados consiguieron llegar y que derrumbó la teoría de que el hombre era el único ser inteligente en todo el Universo. No sólo eso, sino que, a medida que comenzaba la colonización del nuevo mundo, el conocimiento de nuevas razas inteligentes iba en aumento. Se podían contar por cientos, algunas habían alcanzado grandes poblaciones, como los conocidos arzust, otras sin embargo, se podía decir que existían simplemente a nivel planetario, e incluso a escalas menores.
En Darnae, la capital del Imperio Tarshtan, un pequeño grupo de narzhams y olverianos era conocedor ya de los horrores que estaba sufriendo Antaria… Su poderoso Sensor Nadralt había detectado los movimientos de las naves sobre la superficie del planeta. Pero no pensaban ayudar a quien años atrás les había acusado de haberles atacado de una forma brutal y cruel… Los narzhams eran seres extremadamente longevos, de altura similar a la de los humanos. Su forma era completamente distinta a la de éstos. En gran medida, se asemejaban a la evolución, quizá ilógica, de los primitivos simios que la humanidad había conocido en su planeta Tierra. Vestían principalmente con ropas de humano, se sentían cómodos compartiendo ese tipo de vestimentas con ellos, y contribuía a mantener la integración de especies tan importante que había en todo el universo. Se caracterizaban por ser grandes pilotos de batalla, pero los científicos, no tan brillantes, habían recurrido en ocasiones al sabotaje en otros planetas para poder alcanzar tecnologías que ellos eran incapaces de discernir por sí mismos… Junto a los olverianos, eran la gran esencia de la población de Darnae y de la mayoría de planetas del Imperio Tarshtan. A éstos últimos, les caracterizaba una altura superior, más del doble de la de un humano medio, y una longevidad que aunque fuera de lo común, no llegaba a rivalizar con la de los narzham. Morfológicamente, eran de tez azulada, ojos negros muy llamativos en una cabeza ovalada totalmente carente de pelo, grandes manos, y complexión bastante fuerte comparada con la de un hombre. Parecían auténticos gigantes, dotados de una sabiduría y calma probablemente conferida por sus largos años de vida, pero no dudaban en participar en batallas junto a sus hermanos narzhams si era necesario…
—Antaria está comenzando sus días más oscuros… —dijo Gruschal, el emperador Tarshtano, un anciano narzham, gran conocedor de las galaxias y sistemas solares circundantes— y cuando más negro sea su futuro… buscarán ayuda. Si vienen a buscarnos… No estaremos allí para dársela…
—Ellos nunca nos la dieron, emperador. —Replicó uno de sus súbditos.
—¿Se sabe algo del bloqueo?
—Nada por el momento, pero parece haber salido a la perfección.
—Fantástico —dijo de nuevo Gruschal— es el momento de comenzar a demostrar la fuerza de nuestro imperio. Las batallas que teníamos en camino están terminando. Ahora haremos que nuestros vecinos entren en su peor momento… Pronto llegará la hora de atacarles, y poder facilitar a nuestros científicos el asalto de sus investigaciones…
—¿Y a dónde sugiere que ataquemos, emperador?
—Si atacásemos en Antaria no conseguiríamos nada, sería demasiado evidente después de lo que les está pasando hoy. Realmente lo lamento por sus ciudadanos, pero no es culpa nuestra que vivan en un Imperio tan frágil…
Alha, la esposa de Hans, seguía en el mismo lugar de la capital de Ilstram. Junto a ella se encontraba Miyana, aquella desconocida para la que ahora se había convertido en lo único a lo que asirse, y de la que, sinceramente, no sabía como deshacerse sin cargar un gran sentimiento de culpa en su corazón. Por el momento había decidido mantenerse a la espera, mientras intentaba buscar una solución que la permitiese salir de aquel atolladero…
—Creo que no te he preguntado nada de ti… —dijo Miyana— ¿estás casada?
—Sí —contestó Alha— desde hace muchos años…
—¿Y dónde está tu marido?
—Trabajando, esforzándose mucho por la gente que le importa…
—Seguro que es un hombre bueno… —dijo de nuevo su inesperada amiga.
—Sí, lo es. Tiene un corazón muy noble, aunque a veces parece un niño indefenso. Pero hay gente que jamás confiaría en él…
—Ojalá pueda conocerlo para contarle lo agradecida que estoy a su mujer —dijo sonriendo— y… ¿dónde vives?
Aquella pregunta sacudió los cimientos de Alha, no había reparado en ello. No podía desvelarle que era la emperatriz, aquello la convertiría en el centro de atención de toda aquella multitud, y quién sabe si incluso de sus iras por lo que estaba sucediendo. Sin estar demasiado segura de por qué lo hacía, decidió responder con una media verdad:
—Vivo aquí, en Antaria —dijo ella, mientras exhibía una sonrisa un tanto forzada.
—Ya, eso me lo imagino, pero… me refiero, ¿en qué zona de la ciudad?
—En el centro, pero más cerca del palacio. Hemos tenido suerte porque las naves bien podrían haber atacado allí… —la emperatriz esperaba que aquello fuera suficiente para disuadir a la muchacha de seguir preguntando. Pareció hacer efecto.
—Entiendo… qué valor tienes para venir a ayudar a la gente cuando todos están asustados… Es increíble, yo no… —y en ese momento, al igual que pasaba en el otro extremo de la ciudad, el zumbido de las naves de batalla hizo que Alha y Miyana salieran corriendo. De nuevo, y al igual que ocurría simultáneamente en otras partes de la ciudad, se podían ver las escenas de pánico y las mismas reacciones de abatimiento entre la multitud. Ambas corrieron a refugiarse en un portal, calle abajo, donde esperaban estar a salvo mientras aquel terrible batallón surcaba los cielos de la ciudad. Una vez estuvo lo suficientemente lejos, las dos mujeres salieron del portal en el que habían estado guarecidas:
—Deberíamos alejarnos de aquí definitivamente… al menos por ahora no hay nada más que podamos hacer, y parece que nuestras vidas corren peligro aquí —dijo Alha— ya hemos tenido demasiadas emociones por hoy…
En ese mismo momento, Ahrz y sus compañeros, que todavía permanecían encerrados en la mina incapaces de realizar ningún trabajo, y atormentados por el enorme impacto que suponía la situación que estaban viviendo, decidieron que era el mejor momento para volver a la ciudad. Parecía que todo estaba en calma, hacía ya casi una hora que las explosiones habían cesado y no se sentían con fuerzas para trabajar, desconocedores de la suerte que podrían haber tenido sus amigos y familiares. Lentamente, comenzaron a organizarse para volver a la ciudad. Algunos se iban en silencio, con la mente perdida en algún lugar sólo conocido por ellos mismos, mientras que otros intentaban animarse mutuamente. Habían pasado mucho miedo al ver aquel destructor en el cielo, que de un solo disparo podría haber destruido la mina y a todo lo que se encontraba dentro de ella, pero por suerte, no fue así:
—Creo que todos deberíamos volver, chicos —dijo Ahrz.
—Sí, pero no sabemos qué está pasando en la ciudad. No hemos tenido noticias de allí desde que vinimos —le contestó uno de sus compañeros.
—Quedándonos aquí no sacaremos nada en claro. Y podemos arriesgarnos a ser el blanco de algún loco que sí esté dispuesto a atacar la mina…
—En eso tienes razón. —Replicó el trabajador.
—Vámonos, no hay nada aquí que nos obligue a jugarnos la vida. Quiero saber como están nuestros amigos, ya llevamos muchas horas de angustia…
Dicho esto, Ahrz se levantó de la silla en la que se encontraba, y se dirigió a la salida de la mina.
En el exterior todo estaba en calma. Parecía que la tormenta de naves ya había pasado y esperaba que no hubiera más sobresaltos. En el aire flotaba un ligerísimo olor a metal quemado, probablemente efecto de los ataques en las defensas circundantes. El minero se subió a su nave y emprendió el viaje de vuelta. Había dejado a sus compañeros en la instalación, pero tenía la seguridad de que estos harían lo mismo en breves instantes. El trayecto transcurrió sin mayores complicaciones. Al llegar a la ciudad pudo observar el caos que todavía reinaba en algunas zonas y la inmensa cantidad de gente que estaba en las calles. Nunca había visto una concentración tan grande de gente, salvo quizá cuando era niño y todos salieron a las calles para contemplar la enorme cantidad de escombros que habían quedado en el espacio producto de aquella batalla. Sin dudarlo, se dirigió a su casa. Seguía en pie, pese a estar apenas unas calles arriba de uno de los lugares atacados. Podía sentirse afortunado, sin duda. Una vez en tierra, el hombre alojó la nave en una especie de pequeño garaje creado para tal fin y se dirigió al lugar de escombros más cercano. Si bien los edificios en los que vivían sus amigos estaban intactos, no podía evitar pasar por allí a comprobar lo que estaba sucediendo, y a ayudar si es que era posible…
El coronel Magdrot y sus hombres acababan de embarcarse en uno de los transportes comerciales con destino al planeta. En su cabeza, sólo había una gran incógnita: ¿dónde buscar a la emperatriz? Algo en su corazón le decía que tendrían más probabilidades de dar con ella en los lugares en los que yacían los escombros de los edificios; y del mismo modo, por lógica, en los más cercanos al palacio presidencial. Pero aun así, entre toda la gente que se habría reunido, encontrar a una persona que expresamente se había asegurado de no ser reconocida se le antojaba realmente difícil.
—Vosotros dos, ¿sabríais reconocer a la emperatriz si la vierais?
—Sí, señor. —Respondieron al unísono.
—Entonces lo haremos de esta manera, cada uno se dirigirá a un grupo de escombros distinto. Buscad con cuidado, aseguraos de que habéis comprobado que no se encuentra entre la gente. Nos reuniremos en la Plaza de Arhan una vez hayamos acabado, ¿entendido?
—Sí, señor.
—¡Ah!, y por favor, sed cautelosos. Nadie debe saber quiénes somos ni que la Emperatriz se encuentra entre ellos, o podríamos vernos en serios apuros. —El silencio reinó de nuevo en aquella nave que lentamente se aproximaba ya a uno de los almacenes de metal de la ciudad.
Una vez en superficie, y como se había decidido, cada uno se dirigió a un grupo de escombros distintos. Magdrot, esperaba y realmente deseaba que fuese él quien encontrase a la emperatriz. Entre otras cosas, porque parecía que desde allí a la Plaza de Arhan la distancia a recorrer era menor. Y por supuesto, porque confiaba más en si mismo que en aquellos dos chicos a los que se había llevado consigo, aún a pesar de formar parte de su equipo en el hangar lunar. Poco a poco, a medida que caminaba por la ciudad, pudo ver como la cantidad de gente desperdigada por las calles aumentaba. Algo había sucedido, había demasiada gente y no en las zonas de escombros, sino en todas partes.