—Esto va a ser como buscar una aguja en un pajar —se dijo para sí mismo descorazonado.
Con resignación, comenzó a mirar disimuladamente a todas las mujeres que pasaban cerca de él. También a las que se mantenían cerca de los edificios para ver si, con suerte, conseguía encontrar a la emperatriz entre ellos. Tras muchos intentos fallidos y varios minutos de búsqueda, pudo ver calle abajo, todavía algo separado del lugar en el que se encontraban los restos de los edificios atacados, a una mujer con una toga similar a la que él había visto en Alha en alguna ocasión, en alguna de sus escasas comparecencias públicas. Se acercó con cautela a ella, se encontraba arrodillada en un portal con la vista perdida enfrente de sí misma. Sin embargo a escasos metros se dio cuenta de que aquella muchacha tampoco era a quién buscaba.
Comenzó de nuevo su caminata por la larga avenida, y volvió a confundirse un par de veces. Sin duda, las mujeres de Antaria sí habían reparado en el modo de vestir de su emperatriz. Y a algunas parecía gustarle aquellas ropas, para él un tanto extravagantes, pero que habían sido diseñadas de tantas maneras diferentes que incluso en los días más fríos resultaban de gran abrigo. El coronel siguió tanteando mientras se acercaba cada vez más a los escombros, y por fin, su intuición le indicó que aquella mujer sí podía ser Alha. Vestía con una toga blanca, pero ésta, a diferencia de otras, cubría parcialmente su cabeza; probablemente para ocultar su melena. La presencia de otra mujer a su lado de aspecto triste, que charlaba con ella, le dijo que sin duda esta vez debía estar ante la persona adecuada. Se acercó con mucha cautela a tan sólo un par de metros. Aquella extraña levantó la vista, parecía atemorizada. La emperatriz se dio la vuelta y en su rostro se dibujó una expresión de incertidumbre, mezclada con miedo. Hicieron ademán de echar a correr mientras el coronel se acercaba a ellas todo lo que podía, haciendo gestos con la mano para intentar que conservasen la calma pero sin llamar la atención de las personas que se encontraban en las inmediaciones. Pareció surtir efecto, puesto que Alha se había quedado quieta, quizá por ser incapaz de reaccionar, o porque realmente había comprendido la señal. Magdrot se acercó a ella, y susurrándole en el oído para evitar que nadie les oyera, dijo:
—Emperatriz, lamento que nos conozcamos en esta situación, soy un coronel de su ejército. El emperador me ha enviado a recogerla. Sus órdenes son que debemos llevarla a la luna en el menor tiempo posible…
Alha se quedó petrificada, preguntándose cómo sabía Hans que ella se encontraba allí, y sobre todo, por qué ir a la luna. Era algo que no comprendía:
—¿A la luna? —contestó ella.
—Sí, mi señora. Su marido está allí esperándola.
Una gran expresión de sorpresa se dibujó en su rostro. ¿Cómo era posible que Hans estuviera en la luna de Antaria? Ella mejor que nadie era conocedora de la gran incomodidad que le invadía cuando pensaba en aquel lugar, que representaba para él todos los horrores vividos de pequeño. Y ahora estaba allí… sin duda aquel hombre había sido enviado por él. Lo supo desde el momento en el que en vez de perseguirlas, las instó a guardar calma. Su uniforme, típico de los coroneles del Imperio le confirmaba asimismo que no estaban ante un enemigo:
—En ese caso, está bien, iré. Pero ella viene conmigo —dijo Alha mirando a Miyana.
El coronel reaccionó con evidente sorpresa. El emperador no les había dado instrucciones sobre tener que llevar a una civil con ellos, pero la firmeza con la que Alha lo había dicho le impedía cuestionarlo. Aquella mujer era una perfecta desconocida para él. Pero algún buen motivo tenía que haber para que la Emperatriz quisiera llevarla con ella a la luna. Por lo que, aunque algo contrariado, aceptó sin cuestionar lo que decía:
—A sus órdenes, mi señora. Debemos ser rápidos, su marido está muy nervioso y nos ha pedido que cumpliéramos con su orden lo más rápidamente posible…
—Vayámonos ya. —Sentenció Alha. Acto seguido, se giró hacia Miyana—. Ven, nos vamos a la luna. Sé que ahora te abordarán muchas preguntas pero te pido que las guardes hasta que te las pueda contestar. No hay ningún peligro para ti allí arriba.
La mujer se limitó a guardar silencio y obedecer. Siguió a aquel desconocido y a su nueva amiga:
—Nos reuniremos con los dos soldados que me han acompañado para buscaros, mi señora. Después, volveremos a la base lunar para que se reúna con su marido.
—¿Os ha hecho venir simplemente para buscarme?
—Así es. Estaba preocupado por lo que podría estar pasando en la ciudad y por no saber donde o cómo se encontraría…
—Lo que me sorprende es saber que está allí arriba… —apostilló Alha.
—Con el debido respeto, mi señora. Créame, no es la única.
El resto del breve tramo que tenían que cubrir hasta la Plaza de Arhan transcurrió sin grandes sobresaltos. Una vez allí, se reunieron con los demás y se encaminaron al mismo almacén de metal donde habían aterrizado para partir de regreso a la luna. Debido a la cantidad de gente que había en el grupo, se dividieron en dos. Por un lado Magdrot, Miyana y Alha viajaban en la primera nave de carga, mientras que sus dos hombres viajaron en la siguiente. Una vez a bordo, la Emperatriz se interesó de nuevo por su amiga:
—Supongo que es la primera vez que vas a la luna…
—Sí. —Dijo ella confusa—. Que yo sepa, sólo se puede ir si eres empleado de la base, miembro del ejército, o familia del emperador. Y eso quiere decir…
—Qué no te he dicho toda la verdad… —dijo Alha mientras destapaba su cabeza.—. Por eso hubo detalles sobre mí que no quería desvelar. Pero tampoco contaba con este imprevisto…
—Ahora sí te reconozco, eres la emperatriz. —Dijo Miyana sorprendida.
Se preguntaba cómo podía no haber reparado en aquel rostro que le era tan conocido como al resto de ciudadanos de Ilstram:
—Pero hay algo que no he entendido —prosiguió atropelladamente—. ¿Qué hacías entre las ruinas?, Yo no me he dado cuenta hasta ahora de quién eras. Pero si alguien lo hubiera hecho, hubieras podido estar en peligro… Y otra cosa, ¿Por qué os sorprende que el emperador esté en la luna? Con lo que ha pasado quizá debía ponerse a salvo… ¿no?
—Es mucho más complicado de explicar —dijo Alha—. En su momento tendremos tiempo para hablar de ello… —y mirando a Magdrot le dijo—. Coronel, no me ha dicho todavía su nombre.
—¡Oh!, perdone mis modales, mi señora. —Se excusó el hombre, consciente de su torpeza—. Mi nombre es Magdrot. Sirvo como coronel en el ejército de Antaria, aunque la mayor parte del tiempo lo paso en el satélite controlando la producción del hangar…
—Entiendo… —dijo la emperatriz.
Una vez en la base lunar, la mujer no pudo evitar sentir un escalofrío al pensar que era la primera vez que la pisaba. Y sobre todo, al preguntarse qué sensación debió sentir su marido al estar allí unas horas antes, con todas las sensaciones y temores que le infundaba.
—Supongo que le encontrará en la sala de los sensores Nadralt —dijo Magdrot, al tiempo que con la mano hacía un gesto indicando dónde se encontraba la misma.
—Ven, sígueme. —Dijo Alha a Miyana, mientras ya comenzaba a andar hacía allí.
Entraron sin grandes ceremonias. Nadie custodiaba la puerta en aquel momento ya que el emperador había dado descanso al muchacho encargado de ello. Allí, entre un grupo de científicos, se encontraba su esposo. Todos se dieron la vuelta al oír el ligero zumbido de las puertas abriéndose. La cara del Emperador fue de enorme alegría cuando la vio. Poco importaba que estuviera junto a una desconocida y que por tanto una civil estuviese presente en la base lunar. No sabía quién era, pero tendría tiempo de preguntarlo más tarde. Su reacción instantánea, fue salir corriendo a abrazar a su esposa. Los dos se fundieron en un abrazo en mitad del recorrido. Ante ellos, casi en silencio, iniciaron una pequeña conversación:
—Alha, cariño… me tenías preocupado. Me dijeron que habías salido del palacio sin indicar a dónde ibas…
—No hay nada que temer, querido —dijo ella dulcemente—. Estoy bien. Sentí que necesitaba estar con la gente. Me fui a las cercanías de uno de los edificios derrumbados… Pero, ¿y tú?, ¿qué haces aquí?, siempre te ha atemorizado la idea de desplazarte hasta aquí. Yo me fui precisamente porque pensé que tú habías hecho algo similar. Nunca…
—Lo sé… —dijo su esposo—. Nunca podrías haber imaginado que vendría aquí. Pero, de algún modo sentía que si no lo hacía ahora, no sería nunca. Ha sido duro y he llorado como un niño, pero creo que me ayudará a superar mis temores…
Levantó la mirada y vio a Miyana:
—¿Quién es ella?
—Es una amiga. Ha perdido a su marido. La encontré sola cerca de los escombros de su edificio, no tiene a dónde ir… y está esperando un hijo. No podía soportar la carga moral de dejarla abandonada a su propia suerte…
—Está bien. —Suspiró Hans, aunque su mujer no era impulsiva, esa nueva situación no dejaba de ser otro imprevisto que añadir al ya caótico día—. Veremos qué podemos hacer por ella en cuanto estemos de vuelta.
—Señor, no quisiéramos interrumpir —dijo uno de los científicos—. Pero desde el hangar nos indican que han terminado la producción de las naves. Por otra parte, tenemos el último reporte de defensas dañadas.
Hans se separó suavemente de su esposa, mientras le susurraba:
—Dila entonces, que permanezca junto a nosotros, que no se aleje.
—Lo haré.
—¿Cuáles son los daños? —dijo el emperador, dirigiéndose al científico.
—Realmente los podemos considerar de poca importancia en el aspecto militar, señor. Sólo están atacando a defensas inferiores, cañones de iones, láseres, plasma, todo aquello a lo que pueden hacer frente sin verse atacados.
—¿Cuál es la última situación conocida de la flota?
—Parece que al sur de Antaria, dirigiéndose a uno de los focos de defensas del planeta. Han pasado por encima de la ciudad, pero sin atacar a ningún edificio.
—Hm… —guardó silencio durante unos segundos—. ¿Tenemos cañones de plasma en las cercanías, de los que podamos disponer?
—Están todos demasiado lejos. Podríamos dispararlos manualmente, pero no hay garantías de que necesariamente derribemos al enemigo.
—Está bien, yo me encargo —dijo Hans— voy al hangar.
A fin de cuentas no podía esperar que un grupo de científicos supiera manejar una situación estrictamente militar. Él tampoco era demasiado experto en aquellas lides. Llegó a sentir, fugazmente, un atisbo de pena por no haber prestado más atención a las magistrales lecciones que Donan, su padre, solía impartirle sobre el arte de la guerra.
En su interior, se sentía mucho más calmado. Ya tenía a su mujer con él, en lugar seguro; y no le preocupaba en exceso que hubiera traído consigo a una desconocida, puesto que simplemente se había limitado a observar. Desde luego no parecía ninguna amenaza. Su cabeza comenzaba ya a urdir los planes necesarios para poder atacar a la flota enemiga. No era una gran cantidad de naves la que tenían a su disposición en la luna, pero con la ayuda de las defensas del planeta, deberían ser suficientes para poder atacar sin tener que afrontar posibles pérdidas humanas. Su plan se podría decir que era casi perfecto dadas las circunstancias. Pediría que desactivaran las defensas hasta estar lo suficientemente cerca del enemigo. Los soldados esperarían en la atmósfera, por encima de las naves para no ser detectados, y una vez en el radio de acción de las defensas, atacarían todos a una. Era lo más lógico, y probablemente lo más apropiado…
—¿Coronel? —dijo al llegar a la puerta del hangar.
—Mi señor, estamos preparados para cumplir con sus instrucciones. —Replicó Magdrot.
Hans explicó los detalles de aquella idea que había tenido:
—¿Nos supervisará usted desde aquí? —le preguntó el coronel.
—Sí, si todo va bien no debería haber bajas. Así que espero que tus hombres den lo mejor de sí mismos.
—Lo harán, mi señor. No le quepa duda.
Y solemnemente, Magdrot volvió a cuadrarse ante Hans por segunda vez en aquel día, para después dirigirse con paso firme a su nave de batalla, mientras gritaba con fuerza:
—Que empiece la fiesta. ¡Por Ilstram! —vociferó Magdrot para alentar a sus muchachos.
—¡Por Ilstram! —replicaron ellos.
Podía sentir el miedo en sus miradas, la mayoría se había dedicado principalmente a la producción de naves, pero jamás había tenido que hacer frente a un enemigo en una batalla, porque la última había tenido lugar incluso antes de que ellos hubieran nacido, o siendo demasiado jóvenes como para poder tener recuerdos firmes. Y sin quererlo, mientras se dirigía a su propia nave comenzó a recordar su primer día: fue una misión de poca importancia. El Imperio de Hanakre había enviado una señal de auxilio desde una de sus colonias cercanas. Se había perdido el contacto con una de las flotas y no lograban localizarla. Por lo que Magdrot, un soldado raso en aquel momento, y sus superiores, partieron en una pequeña flota de reconocimiento perfectamente armada para lo que pudiera suceder. Se sintió temeroso por lo desconocido. El viaje además le permitió pensar en muchas cosas durante aquellas casi doce horas de recorrido: su familia, sus seres queridos, y aquel escalofrío que le recorría una y otra vez haciéndole sentir, por primera vez, lo vulnerable que podía ser el Hombre. Pero no ocurrió nada destacable. La flota había sido atacada por un pequeño grupo terrorista que apenas contaba con un par de cruceros, y la batalla transcurrió como era previsible: una victoria aplastante. Pero fueron muchas más, en las que en años posteriores tomaría parte. Nunca en Antaria. Siempre ayudando a otros Imperios. Magdrot era un hombre curtido en la guerra, y eso pese a que una gran parte de las galaxias conocidas venían viviendo tiempos de excepcional calma en las últimas décadas o siglos. Al margen quedaban los sanguinarios imperios exteriores, que continuaban sus conquistas más allá de los dominios humanos bajo el estandarte de la muerte y la destrucción. De ahí, fue ascendiendo a llegar hasta coronel. Ahora la vida de sus hombres dependía de todos aquellos años de experiencia. Una vez en su nave, y mientras los últimos muchachos terminaban de subir, antes de cerrar la cabina volvió a gritar:
—Os quiero a todos de vuelta. No quiero visitar a vuestras familias con un ramo de flores y vuestros zapatos. Así que sed cuidadosos y atended a mis órdenes. ¡Nos vamos!