Authors: Alberto Olmos
Después de anotar mi muerte laboral en mi diario, empecé a hacer llamadas de teléfono. Hablé con antiguos compañeros de trabajo, que habían conseguido irse de la empresa por voluntad propia y aprecio ajeno, por si podían recomendarme en sus actuales firmas internacionales. También contacté con mis padres; mi madre me habló de la altura que alcanzaban ya sus geranios; mi padre, de extrañas supersticiones relativas al vuelo solitario de los tordos. A la pregunta «Qué tal», respondí automáticamente con un «Todo bien».
Y llamé a Rosa, y a Fátima, y a Eduardo; y hasta a Rodrigo. Me dejé una pasta en esa hora y media de conversaciones súbitas, sin objeto. Me movió primeramente el deseo de anunciar mi despido, de contar para creer, para asumir; luego me di cuenta del juego de palabras: en realidad me estaba despidiendo yo. El miedo escribe dramas ridículos.
Porque me entró un pavor inmenso, de pronto, y se me caían las cosas por la casa, y no era capaz de abrir las botellas de cerveza a la primera, ni de cambiar de canal el televisor sin apagarlo accidentalmente. Me pudo la condena, la sensación de encierro con las bestias: las de mi barrio. Liberado de Daniel por mi renuncia a su intimidad, y entendiendo que mi relación con sus amigos, que había aireado mi vida en los últimos tiempos, acabaría poco a poco extinguiéndose, como una canción que de pronto dejas de escuchar, lo único que me quedaba, ahora que ni escapar podía a un trabajo protector, era disolverme en mi barrio, impregnarme más aún de su miseria, de su violencia, oír más gritos y asistir a más trifulcas, ver pasar más coches de la policía, ver pasar más putas brasileñas y chinos silenciosos y gitanos y latinos de cejas partidas, ver a esa gente que esperaba dentro de un vehículo, en el asiento del copiloto, entrar o salir alguna vez de su demediada ruta hacia ninguna parte, comprar pan a cualquier hora, cruzarme con el barrio llegando al barrio o marchando del barrio o esperando en el barrio una lluvia definitiva; cruzarme con Manuel, y machacarnos.
Intuí una inteligencia superior colocando las piezas adecuadas para mi terrible castigo. «Aquí, Santiago; aquí, Manuel; aquí el territorio sin salidas de la contienda. Hagan juego.»
Con todos hablé de aquella última noche en la buhardilla de Rodrigo. Fátima fue feliz: como hermana, como militante, como futuro de todas las tonterías de la juventud. Me perdonaba posibles pisoteos de su vida privada, me animaba a buscar pronto otro trabajo, a quedar con ella y sus amigos, a hacer más fiestas el resto del verano. Le dije que no estaba uno para fiestas, ni para más debates inútiles sobre cómo cambiar el mundo mientras en mi barrio no cambiaba nada, mientras en el mundo sólo cambiaba la nomenclatura de las buenas intenciones. Afirmé esto con suavidad, sin ánimo de oponerme a una muchacha que habría de rellenar muchas manifestaciones durante los siguientes diez años.
Entendí por sus palabras que aquella aventura delirante de boicot a la falsa solidaridad seguía activa, y que ella había entrado a participar con toda la pasión de sus apuntes universitarios. Eduardo me lo confirmó. «Qué raro que me llames»: fue lo primero que dijo. Después me contó abiertamente que iban a poner en marcha nuevas acciones de sabotaje a famosos y firmas comerciales, que yo lo sabía todo («incluso creo que sabes más que yo», apuntó) y que por eso no veía motivos para ocultarme sus propósitos conspiradores. Me dijo que si quería unirme a ellos. Me reí. Me reí y le dije que yo sí que era el ejército enemigo, ejército de uno y enemigo de todos, de ellos como niñatos concienciados de mierda y de los otros como explotadores y padres de niñatos concienciados de mierda. Le dije que tuvieran cuidado.
Cuando colgué pensé en escribir en un papel la contraseña de mi cuenta de correo electrónico y meterla en un sobre, y escribir en su exterior «Para Eduardo».
Pero mi intimidad digital no abriría el apetito de la más aburrida de las mentes. ¿Qué había en mi mail que me hiciera especial? Apenas unos pocos mensajes de Ana, que parametrizaban la relación fracasada típica entre una mujer corriente y un tipo que se esforzó por hacerla sentir corriente. Eso, y algunos mensajes sucios cruzados con Rosa, manual de acoso a becarias para jefes de medio pelo.
También la llamé. Estaba de vuelta en la ciudad y de vuelta a su ONG. Me dijo que le mandara el currículum; no porque hubiera la más mínima posibilidad de entrar a trabajar con ella, sino para saber qué se sentía «cuando se tiene la sartén por el mango». Risas.
–Zorra –dije.
Otra integrante del jardín de infancia de la solidaridad. Estaría mejor sin mí y mi escepticismo.
Miré la agenda del móvil. Ya había llamado a todo el mundo. Ya me había despedido. Situé el listado sobre el nombre de mi ex novia y abrí otra cerveza. Llevaba cinco.
Leí «Ana».
Leí «Nada».
Leí «Llama».
No llamé. Dejé el móvil sobre la mesa y me esforcé en sentirme la persona más desgraciada del mundo. No era difícil: vivía en el peor barrio de la ciudad, estaba rodeado de delincuentes y analfabetos; nuestra sintaxis era una sintaxis del dolor; nuestro delito, haber fracasado, no tener trabajo, no tener un portátil de marca; no tener tantas cosas.
Hojeé mis cuadernos. Hacía tiempo que no me hallaba tan desocupado que echara mano del registro de mi vida. Me leí con diez años menos, con cinco años menos, con unos meses menos. Mi letra empeoraba. Las entradas de los últimos años eran repetitivas y breves; casi nunca aparecía un nombre propio entre mis líneas. El último que había escrito era el del asesino de Daniel.
Estaría por el barrio. Era un animal de esas calles. Pasearía sus chanclas y sus bermudas estrepitosas por los baretos, las tiendas de todo a cien, el restaurante gallego, los parques del fútbol mediocre. Manuel miraría a todos a la cara, buscando mi cara. Tenía un trabajo que hacer; lo había dejado a medias al caer en aquella zanja, en aquel agujero a mi favor. Me debía una. Le había humillado con mis músculos flácidos y mi huida testimonial.
A lo mejor no estaba, pensé. A lo mejor creía que yo lo había denunciado esa misma noche y, esa misma noche, él había abandonado su casa y su barrio y andaba refugiado en algún lugar de la costa, en el domicilio de algún amigo hecho en esos veranos de trabajos temporales. Habría precipitado su incorporación ese año, en vista de la amenaza que yo suponía para él.
Pero yo también sabía eso. Sabía, podía informar, decir a la policía, que Manuel trabajaba en áreas turísticas cercanas al mar. No sería difícil dar con él. En la cabeza de Manuel, yo le podía putear de lo lindo. Conocía su casa y, con su casa, su nombre y su teléfono. Era más que suficiente para poner a toda la policía a buscarlo. Eso pensaría él. Pensaría que lo único importante en ese momento era saber si yo sería capaz de traicionar al barrio, de señalarle con el dedo.
Lo que no sabía era que yo ya no podía hacer eso, que no tenía «pruebas»; que hasta la palabra «pruebas» me parecía irrisoria y televisiva, y que lo único real para mí era el miedo, la sordidez, lo que me esperaba a la vuelta de la esquina, cuchillo en mano.
Hacia las ocho de la tarde, sonó el teléfono. Era un número desconocido. Lo miré impávido. ¿Cuántas veces suena un móvil si el que llama no desiste de llamar y el que recibe la llamada no se decide a cogerla?
–Diga.
–Hola. ¿Santiago? Soy Cristina. Cristina Valbuena. ¿Qué tal?, me ha dado tu número Fátima.
–Ah… Hola. ¿Qué tal?
La llamada me resultaba tan anómala que ni siquiera pensé en si ella sabía que yo le escribí una vez desde la muerte.
–Me gustaría verte.
A lo mejor lo sabía.
–¿Qué haces mañana? Supongo que trabajas. Yo acabo de llegar de Uruguay y estoy todavía ubicándome. Me viene bien cualquier hora.
Yo estaba desubicadamente borracho y la autocompasión me daba pocas esperanzas de llegar al día siguiente.
–¿A las seis? Espera que apunto el bar, Olimpo. Lo encontraré, no te preocupes. ¡Hasta mañana!
Hasta mañana. Parecía imposible librarse del rastro de Daniel, de sus amigos y sus espacios y sus recuerdos desparramados. Seguramente no iría. No iría yo. Mi pavor a poner un pie en la calle se había atenuado con cada nueva cerveza; pero la sobriedad de mañana por la mañana me devolvería a la casilla de salida, al crudo juego de sobrevivir.
Abrí el frigorífico y lo encontré vacío. Siempre lo estaba. Pero el vacío de alcohol era el que daba más vértigo.
Lo necesitaba.
El chino donde solía comprarlo estaba a menos de un minuto. Todavía tenían permiso municipal para emborrachar al barrio, no eran ni las nueve. Decidí bajar a la calle enseguida.
Decidí actuar tan rápido que no tuviera tiempo de mearme encima.
Me calcé y me puse una camiseta. Cogí las llaves y unas monedas que había sobre el escritorio de mi habitación. Sobraría con eso. Antes de cerrar la puerta palpé varias veces el llavero en mi bolsillo, como un amuleto.
La luz abandonaba el cielo. Estaban encendidas las farolas de la calle y la plazuela borboteaba de vecinos. Las familias gitanas ya habían colocado sus sillas de enea alrededor de un banco, y sonaba un radiocasete y algunas palmas. Había vasos y cuchillos y fruta sobre una mesa plegable; una sandía enorme abierta por la mitad, como una cabeza de gigante.
Entré en el chino y cogí un par de litros de cerveza de la cámara. Siempre que compraba cerveza leía el folio blanco pegado a esa cámara. Decía:
¡¡NO TOQUES LAS CERVEZAS DESPUÉS DE LAS DIEZ!!
–¿Cuánto es?
La china me dijo el precio y metió las botellas en una bolsa. Dejé varias monedas sobre el mostrador. Mientras esperaba el cambio, miré hacia la puerta y vi entrar unas sandalias.
Eran de un tipo joven, en pantalones de campaña y camiseta negra con la cara del Che estampada en el pecho. Otro más. Llevaba una mochila enorme sobre los hombros y un fajo de folios en la mano.
Se acercó al mostrador y le dirigió la palabra a la dependienta china justo cuando su mano se alzaba para darme mi cambio.
–Perdona –dijo el tipo.
La china se quedó mirando el fajo de folios, que reposaba ya sobre el cristal del mostrador. Yo sólo miraba su mano amarilla, mis monedas diminutas; mi vuelta a casa.
–Estoy repartiendo…
–Perdona –interrumpí–, ¿me das mi cambio? –Miré hacia la puerta–. Es que tengo prisa.
–Tranquilo, tío –dijo el joven de la originalísima camiseta.
–Bueno, yo estaba antes, ¿sabes?
La china puso en mi mano las monedas.
–Gracias.
–Toma esto también. –El joven me tendió uno de los pasquines que llevaba–. A ver si somos menos egoístas en este puto barrio, tío.
Se lo arranqué de las manos. Casi lo rompemos entre los dos.
Salí de la tienda.
Caminé a toda prisa hacia mi casa. No podía sacar las llaves porque llevaba en una mano la bolsa de las cervezas y en la otra nuevas instrucciones para cambiar el mundo. Miré hacia atrás; después dejé caer aquella hoja al suelo.
Cuando la llave giraba en el bombín, miré hacia abajo. Mi llavero se quedó colgando de la puerta.
Recogí el papel. Decía: «Domingo 30 de junio,
MANIFESTACIÓN. POR UN BARRIO MEJOR»
. Después, aparecía escaneada una noticia del periódico del distrito, con vallas y hormigoneras en la imagen ilustrativa. Y debajo: «
PARA QUE NO SE REPITA NUNCA MÁS. JUNTOS PODEMOS!!».
La noticia informaba de que un vecino del barrio había muerto al caer en uno de los socavones de la calle en obras. El accidente se remontaba al pasado sábado, y había despertado la indignación vecinal por el abandono en el que se encontraba el distrito durante los últimos años, y por la chapuza continuada en la reparación de vías públicas que acometía el Ayuntamiento.
El nombre del fallecido era Manuel.
Subí los escalones de tres en tres y cerré dando un portazo. Las botellas no se rompieron al contacto con el suelo de puro milagro. Planté el pasquín sobre la mesa y lo leí con detenimiento. Pasaba el filo de mis uñas por debajo de cada palabra, hasta dejar el folio subrayado de ansiedad. Miré la fotografía de la noticia: no era exactamente del socavón. Entendí que ese pequeño precipicio había sido tapado de inmediato después del
accidente
, mientras yo dormía en casa ajena, y que aquella foto trataba sólo de mostrar el desorden que aún se manifestaba en la calle, una mezcla caótica de empalizadas endebles y maquinaria.
Lo leí por cuarta vez; todo por cuarta vez. Y creí.
Creí que había matado a un hombre. Con mis manos. Creí que nadie lo sabría nunca, y que con ello se ampliaba la cadena de crímenes impunes, de muertes entre escombros, de sangre derramada sin motivo.
Había estado huyendo de un cadáver, temiendo a un muerto, zozobrando entre dos fantasmas de nombre consonante, Daniel/Manuel, el poema del mal.
Me miré las manos. Estaban temblando. Saqué las botellas frías de cerveza de la bolsa y las puse sobre la mesa. Las apreté con fuerza. Luego abrí una, y toda la espuma de la botella agitada se derramó inmediatamente, a lo largo del cristal curvo, por entre los dedos de mi mano derecha, hasta formar un charco en el tablero, un charco de burbujas blancas y violentas.
Solté la botella, observé mi mano empapada. No dejé de mirarla hasta que la última gota –marcial, certera, cerveza– cayó.
11 am. Arriba. Cita con Cristina Valbuena. Éste es un cuaderno nuevo.
Madrid, 22 de noviembre de 2010
Los tíos más jodidamente ricos del país más rico del mundo… ¿Vas a decirles que uno de esos chavales de un agujero de Sudamérica puede tener algo que ellos no? Y una mierda. Si el chaval del agujero ese puede ser revolucionario, ellos también.
Robert Stone,
Dog Soldiers
1
. http://www.xvideos.com/video79659/sexo_prepa_diego_y_ prima
2
.
Acción mutante
, 1996, de Álex de la Iglesia.
Alberto Olmos
(Segovia, 1975) ha publicado las novelas
A bordo del naufragio
(1998),
Trenes hacia Tokio
(2006),
El talento de los demás
(2007),
Tatami
(2008) y
El estatus
(2009, premio Ojo Crítico RNE). Ha sido editor de los volúmenes de miscelánea
Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder
(Caballo de Troya, 2009) y
Vida y opiniones de Juan Mal-herido
(2010). Gestiona el blog Hikikomori (hkkmr.blogspot.com). Sus artículos y crónicas han aparecido en los diarios
Público
,
El País
o
El Mundo
, y en las revistas
Qué leer
,
Quimera
y
Granta en español
. Esta última lo incluyó en 2010 en su propuesta de los veintidós mejores narradores jóvenes del ámbito hispano.