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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (11 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Soy Sayyib, secretario del visir Osmán. Seguidme.

Atravesamos callejones, plazas y jardines hasta llegar al palacio del visir, muy cercano a las estancias del rey. La Alhambra era un enorme recinto amurallado en cuyo interior se hacinaban, en divino desorden, los palacios y las dependencias militares. Los jardines y los refinamientos arquitectónicos hablaban a los visitantes de la gloria de Dios. La flor del poeta parecía dominar al alfanje del soldado.

—Esperad aquí. El visir no tardará en recibiros.

La estancia de espera estaba adornada por zócalos de azulejos y rematada por un labrado artesonado de madera policromada. Juegos de mocárabes aligeraban las esquinas y remates. A través de su puerta doble abierta hacia el jardín se colaba la luz de la tarde, sombreada por las celosías de madera.

—Padre, ¿que debo decirle?

—No lo contradigas. Al poder le gusta sentirse pródigo, pero jamás cuestionado. Está siempre dispuesto a conceder, pero montará en cólera con quien rechace sus ofrecimientos. Osmán ya es visir, y antepondrá su posición en palacio a la relación familiar.

Tuvimos que esperar un buen rato. El visir tendría otros importantes asuntos que atender. Las lucernas y las antorchas fueron encendidas para combatir la oscuridad de la noche. Mientras observaba la danza de las llamas confinadas, reflexioné sobre mi libertad. Los estudios me vinieron impuestos, y mi boda la decidirían mis padres. Enseguida el visir designaría mi empleo. ¿Era realmente libre?

—El visir os espera.

El anuncio del secretario nos pilló por sorpresa. Nos levantamos del diván, ajustamos nuestras ropas, y nos apresuramos en seguirle. Vimos soldados y guardias ante puertas y estancias, escribas y leguleyos corriendo de un lugar para otro, cargados de rollos de pergaminos y papel, ese invento chino que los árabes trajeron desde Oriente. Funcionarios que iban y venían para dar órdenes o recibirlas. Todo ese vértigo demostraba que el engranaje del Estado funcionaba bajo presión. Allí se decidían nombramientos, se aprobaban construcciones, se diseñaban guerras y se creaban los nuevos impuestos que debían pagarse. Y para cada acto, un escrito; tras cada decisión, un resentido; y por cada nombramiento, un nuevo engreído que jamás agradecería nada al que lo nombró. Cosas al parecer de la política, según el sabio criterio de mi padre.

La grandiosidad de los salones y patios nos intimidó. Bajamos la voz hasta convertirla apenas en un susurro lastimero, que tal efecto producen las antesalas del poder. La voz atiplada del secretario nos hizo entender que habíamos llegado ante el mismísimo visir.

—Llegan Muhammab, el alamín de los perfumeros, y su hijo Abu Isaq.

Las puertas se abrieron, y una enorme sala apareció ante nosotros. Al fondo, lejano merced al curioso juego de perspectivas, quedaba Osmán, entretenido en leer algún documento de última hora. Todo era un gigantesco decorado pensado hasta en sus más nimios detalles para agigantar a su morador. No comprendí entonces los secretos de la arquitectura del poder, pero lo supe mucho después, cuando fui yo quien diseñó los palacios. El entramado de espacios y volúmenes funcionó con nosotros a las mil maravillas. Nos inclinamos servilmente ante el visir, agradeciéndole de todo corazón su infinita generosidad al recibirnos.

Tras las salutaciones, unos sirvientes nos trajeron té en unas bandejas de plata.

—Querido yerno, las cosas no están fáciles. Los castellanos dominan el estrecho de Gibraltar, y nuestras fuerzas han sido incapaces de recuperar Tarifa. El anterior emir era demasiado bondadoso para los negocios militares. Debilitamos las defensas, confiando nuestro futuro en las disputas internas castellanas. Afortunadamente, el nuevo monarca ha tomado cartas en el asunto.

Mi padre asentía, deseoso de agradar. Se interesó por su salud, y alabó su entrega y sacrificio por el pueblo de Granada. Palabras vertidas para halagar la vanidad y el ego del poderoso.

—Sí —respondió Osmán con gran pompa—, esta responsabilidad supone un gran sacrificio.

—A buen seguro que tu inteligencia nos guiará por el sendero adecuado.

El visir me miró a los ojos. Los bajé, azorado, y escuché su voz condescendiente y paternal.

—Abu Isaq, estás hecho todo un hombre. Tienes que empezar a trabajar. ¿Qué te gustaría hacer?

Su pregunta me desconcertó. ¿Qué debía responderle? Esos segundos de silencio desesperaron a mi padre, que me pegó un discreto codazo.

—Me gustan las letras y el derecho.

—Son buenas aptitudes. Veré lo que puedo hacer. En unos días te haré llegar un ofrecimiento de empleo. Tu familia goza de mi máxima consideración y cariño.

Eso fue todo. El poder alarga los prolegómenos, pero dirime rápido los negocios menores, en los que basa su red de influencias y fidelidades.

—¡Ah! Por cierto, supongo que pronto tendremos boda. Tu empleo te permitirá crear una familia.

Nos despedimos y retornamos por el camino de patios y pasillos repletos de guardias, funcionarios y escribanos, todos ellos imbuidos en el frenesí de su alta responsabilidad. Al abandonar la Alhambra y encaminarnos hacia la ciudad, supe que entraba en una nueva etapa. Atrás quedaba la infancia y la adolescencia. El secreto mundo de la madurez me abría sus puertas. Incluso tendría que resignarme al matrimonio concertado. Otros decidían el propio curso de mi existencia y no podía hacer nada por evitarlo.

XIII

A
L JAM’I
, EL QUE JUNTA

Durante los días siguientes a la visita a la Alhambra, un interrogante me atormentó aún más que la expectativa de mi propia boda. ¿Sería cierto que Abdalá trabajaba en el hammán del Nubio? Para responderlo, tendría que comprobarlo yo mismo. Y no me decidía a hacerlo, por más que me castigara el rojo candente de la duda. Sabía que, a espera de un destino oficial, no sería prudente dejarme ver por antros tan indeseables. Mi padre montaría en cólera si llegaba a descubrirme. La censura de las apariencias comenzaba a pesarme. Cada vez me sentía más aprisionado por la red que la familia y la sociedad tejía de forma silenciosa en torno a mi persona. Estaba tan atrapado como el insecto en la telaraña.

—¿Ya has visto a Abdalá? —me preguntó malicioso Abdelhai.

—No. ¿Por qué habría de hacerlo?

—Pensaba que era un amigo muy especial.

—Lo era y lo sigue siendo, pero no me creo que trabaje en los baños del Nubio.

—Pues créetelo.

Al leer la curiosidad en mi rostro, Abdelhai me proporcionó la excusa que deseaba.

—¿Por qué no subimos para comprobarlo?

—¿Te atreves?

—Yo sí. ¿Y tú?

No lo dudé. Atrás quedaban miedos y prevenciones.

—Claro. ¿Esta tarde?

—Ahora mismo. Tengo algún dinero.

Nos encaminamos hacia la salida de Guadix. Todavía quedaba mucha tarde por delante. Nos sobraría tiempo para llegar, visitar el baño y regresar a casa para cenar. Aquella noche venía mi padre, y no quería faltar. Podía traer noticias de mi empleo.

Los baños se encontraban algo apartados del camino principal. Ofrecían la discreción que sus usuarios deseaban. Ocultos tras una alameda de árboles y una alta valla, nadie podía descubrir quien miraba o quién salía si no se apostaba a la puerta misma del establecimiento. Precauciones que yo agradecí. No podía permitir que alguien me descubriese en aquel antro.

—Venga, vamos a entrar —me animó Abdelhai.

Le seguí temeroso, arrepentido ya de haber subido hasta allí. Tras la valla lucía un jardín de plantas aromáticas, enriquecido por un conjunto de fuentes dispuestas con armonía. Los surtidores centrales y los pilones de pared refrescaban el ambiente, hasta convertirlo en sonoro y cantarino. Un anciano jardinero podaba, indiferente, unos rosales frondosos. Era un paraíso cerrado, recluido, como desde siempre tuvieron que ser las casas del pecado. Un edificio bajo, de arquitectura algo recargada, se encontraba al final del camino principal. Eran los baños del Nubio. Un olor a esencias vegetales salía en forma de vapor. Llegamos hasta la puerta. Estaba cerrada, parecía que nadie se encontraba en el interior. Pero el olor a los ungüentos, el denso vapor y el fondo de una suave musiquilla desmentían su abandono.

—¿Qué hacemos? —pregunté.

—Pues llamar, ¿qué otra cosa se te ocurre?

Fui yo quien golpeó la puerta, para demostrar un falso arrojo. Suavemente al principio, con más decisión después, dejé caer la aldaba sobre el llamador de bronce. Tenía forma de mano de Fátima.

—¡Ya voy, ya voy! ¿Quién es?

No supimos responderle. ¿Quién éramos, en verdad? No podíamos dar nuestros nombres verdaderos.

—Somos dos jóvenes estudiantes —improvisé sobre la marcha—, que deseamos gozar de unos baños de vapor.

Se abrió la pequeña puerta falsa. Un enorme negro, el Nubio sin duda, asomó su cuerpo a través de la hoja entreabierta, observándonos con descaro.

—El disfrute de estos baños es un placer caro. Si no tenéis diez dirhams, os ruego que os larguéis y no molestéis esta casa de descanso.

Nos miramos sorprendidos. No disponíamos ni la mitad de esa cuantía, jamás podríamos habernos figurado un costo tan elevado.

—Y bien… ¿tenéis el dinero, o no?

—No llevamos encima tanto dinero —se sinceró Abdelhai—. Tenemos cuatro dirhams. Al menos uno de nosotros podría pasar.

—No. Las normas son las normas.

—Por favor, queremos conocer tus baños. No nos hagas regresar sin cumplir nuestra ilusión.

—¿Y por qué venís hasta aquí cuando hay tantos otros baños en la ciudad?

—Nos han dicho que es el mejor.

—Así es. Es especial.

Mientras respondía, el Nubio nos calibraba con la mirada. Sus ojos expertos parecían traspasar nuestras vestimentas hasta acariciar la piel y calibrar nuestros cuerpos.

—Bueno, pasad. Dadme lo que lleváis. Sois jóvenes y musculosos. La clientela lo agradecerá.

Con sonrisa de gineta, el Nubio abrió la puerta. Hice ademán de dar la vuelta y largarme, pero Abdelhai, que estaba detrás, me agarró para susurrarme.

—Será sólo un rato. Tenemos que confirmar si Abdalá trabaja aquí realmente.

El zaguán de los baños estaba profusamente decorado. Mosaicos con vidrios, alacenas coloreadas, alguna pintura de escenas campestres, flores y telas, le conferían un ambiente decadente y sensual. Un grupo musical tocaba el laúd y la flauta en alguna esquina. Nos desnudamos y entramos en la sala caliente. Estábamos nerviosos y excitados. Habíamos traspasado las puertas de lo prohibido. Los clientes nos miraban sin disimulo alguno, sonriéndonos provocativos. Sentí asco; todos ansiaban carne de varón. Abdalá nunca podría trabajar en un lugar como aquel. Al pasar a la piscina templada, lo descubrí. Allí se encontraba Abdalá, como las pinturas de un dios griego. Sonreía obsceno a un hombre maduro, de prominente barriga y calva reluciente. Nuestras miradas se cruzaron. Quedé estupefacto, petrificado en el lugar. No me lo podía creer. Mi amigo se había convertido en…, en un efebo, en un joven para gozo de hombres desviados. Abdalá también pareció sorprenderse ante nuestra presencia, aunque enseguida cambió su asombro por una mueca de sátira y desprecio. Abandonó sus coqueteos con el hombre rollizo y se dirigió hacia nosotros, cimbreando con exageración sus movimientos de hembra seductora. Tenía el borde de sus ojos pintado de negro, como gustaba a los antiguos egipciacos y a las prostitutas.

—Hola, Abu Isaq. Qué sorpresa verte por aquí. ¿También te has vuelto maricón?

No me esperaba un recibimiento tan embarazoso. Abdelhai se había quedado atrás, tan asombrado como yo, y con idénticas ganas de huir para siempre de aquel lugar.

—Hola Abdalá. Cuánto tiempo sin verte. Me dijeron que trabajabas aquí y vine para saludarte.

—¿Querías ver en lo que me he convertido?

—No. Eras mi amigo y desapareciste de repente. Quería volver a saber de ti.

—Pues ya ves. Aquí estoy. Trabajando en los baños del Nubio, un lugar no muy recomendable, según dicen las malas lenguas granadinas.

Aprecié que cambiaba de humor. Las palabras se iban tornando más suaves, casi cariñosas a medida que avanzábamos en la conversación.

—¿Quieres que te dé un masaje?

Quedé desconcertado. No me esperaba la propuesta. Abdelhai me suplicó con sus ojos espantados que rechazara de plano aquella invitación. Sus manos no debían acariciarme, mi piel no debía rozar la suya.

—Vamos, no seas tonto —me insistió—. Entraremos en la salita rosa, la del fondo. A solas podré relajarte mejor.

Decidí acompañarle. Así podríamos hablar en confianza. Necesitaba saber por qué se había marchado, descubrir si mi traición le había marcado de alguna forma. Abdelhai se quedó aterrado ante la sola idea de que me metiera con aquel bujarrón en una de las salas. Pero en esos momentos, Abdalá no era más que un amigo con el que necesitaba hablar.

—Túmbate.

Lo hice. Sus manos suaves como la piel de un cordero lechal comenzaron a acariciarme la espalda, suave primero, con mayor energía, después.

—Te refrescaré con aceites esenciales.

Lo dejé hacer, en silencio. Abrió un frasco de cristal. El aroma del ungüento era fresco, con una punta de acidez.

—Aceite de palma con jazmín —le comenté.

—Cierto. Veo que mantienes el olfato.

—Distingo los olores, eso es todo.

Abdalá comenzó a untar el aceite por mi espalda. Sus masajes se hicieron más extensos y livianos.

—Abu Isaq, ¿por qué has venido?

—Ya te lo dije. Quería saber de ti.

—Pues ya me has visto.

No sabía cómo preguntarle por su vida desde aquella tarde en que lo perdí en los brazos del juglar sátiro. Fue él quien rompió el silencio con preguntas comprometidas.

—¿Te has acordado de mí?

Decidí contarle la verdad. A esas alturas no tenía sentido la mentira ni la ocultación.

—Todos los días. Me sentía culpable. Te dejé allí, solo. Cada día deseaba saber de ti, volver a oír tu voz.

—¿Me buscaste?

—Con prudencia. Me avergonzaba el pensar que alguien descubriera demasiado interés y sospechara.

—¿Sospechara? ¿De qué?

—Ni siquiera yo lo sé bien. Supongo que de nuestra relación…

—¿Y que los poetas llaman amor, por casualidad?

—No sé cómo definirlo. Tu ausencia se me hacía imposible. Busqué sin éxito la felicidad en la religión y en la soledad. Sólo en la poesía y el vino encuentro consuelo.

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