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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (10 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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La voz de todos los presentes fue unánime. Debían atacar de inmediato a los enemigos. Aguardar más tiempo sería regalárselo a los zayyadíes para que siguieran hostigando y debilitando la economía meriní. Incluso el visir del Tesoro apoyó la contundente acción de guerra inmediata.

—Pero debemos cumplir con la estricta ley. Dos tercios del botín de guerra irán para las arcas del reino. Son muchas las deudas que tendremos que contraer para pagar los requerimientos de la guerra.

Comprendí que la decisión ya estaba prácticamente tomada. Fez atacaría Tremecén. Sería una lucha sin cuartel. Abu l-Hasán tendría oportunidad de vengar a su padre, de garantizar la seguridad de las caravanas, y de ampliar el imperio meriní hacia el este. Pero también podía perderlo todo. Si fracasaba, sólo le esperaba el descrédito, el exilio o la muerte. Pero ese era el juego del poder. Quien lo gana, lo ostenta. Quien no es capaz de retenerlo, lo pierde. Abu Tasufin había tentado la suerte provocando la paciencia de Fez. Ahora Abu l-Hasán lanzaría un zarpazo feroz contra su propia cabeza, Tremecén. O el uno o el otro. Las tablas habían terminado y la partida finalizaría con un jaque mate. ¿A cuál de los reyes? Eso sólo Alá lo sabía, en su infinita sabiduría.

Los aires de gesta removían los ánimos de los generales y visires. La corte meriní vibraba en clave épica. Supe que era el momento de intervenir.

—Señor, he guardado un prudente silencio durante todo el consejo. Sois dignos súbditos de un rey justo e inteligente que os escucha y valora.

Todos los agasajados me miraron agradecidos, mientras seguían con interés cada una de mis palabras. Estaba en el clímax de la reunión. Los ánimos, caldeados por los vientos de guerra, habían abierto la puerta a las pasiones. Era la hora de los poetas. Tenía que aparentar que improvisaba unos versos que en verdad había escrito y memorizado concienzudamente la noche anterior.

—Al igual que los poetas cantan al amor —continué—, también deben saber ensalzar la valentía de los hombres y cantar sus gestas.

—Tienes razón, embajador. El consejo ya ha decidido la guerra, le toca ahora a los poetas cantarla. Recita tus versos de ánimo, pues nos serán necesarios para la batalla.

Con voz grave, intentando tensar la entonación para añadir dramatismo a los versos, comencé a recitar.

Combate con tu espanto al ejército del adversario,

que se doblegará;

ataca con decisión

antes de que tu espada deba ser asistida.

Pude percibir un destello de emoción en los ojos del monarca. Declamé aún con más fuerza.

¡Las testas de los que combates,

sean las fundas de tus espadas;

la sangre de los que odias, el riego de tu samhari!

Todos los poderosos estaban pendientes de mis labios, sus oídos al hilo de mis versos. El monarca miraba a través de la ventana los lejanos campos de batalla en los que demostraría su poder y asentaría su gloria. Supe en aquellos momentos del infinito poder del verso que penetra en el ánimo inflado de los hombres.

Rasga sus ropajes de aparato, pero,

deja sobre sus caballos manialbos,

la orla de un manto rojo.

Agaché la cabeza con sumisión, una vez que hube finalizado. Los hombres del poder y de la guerra aún guardaron un silencio prolongado, heridos por los dardos de la poesía. Querían la gloria de la batalla. Yo se la había cantado.

—Hermoso poema, embajador —me felicitó el sultán—. Las gestas del guerrero no son nada si no las canta el poeta.

Le agradecí el cumplido con una nueva inclinación de cabeza. El sultán sentenció la reunión.

—Señores, el consejo ha finalizado. Comienza la hora de guerra. Tenéis diez días para poner a punto los ejércitos que llevarán la justicia y el orden hasta la ciudad del desvarío.

La máquina bélica se ha puesto en marcha. En unos días las tropas partirán hacia el este, en busca de la gloria o la muerte. Los campos serán atravesados por la sierpe de la infantería y flanqueada por las alas móviles de la caballería. La sangre pronto regará los campos de la frontera. Y yo no sé qué haré en esta Fez levantada.

XII

A
L FATTAH
, EL QUE ABRE

Todavía hoy añoro el arrabal del Albaicín, el más populoso de Granada. Aunque sea indulgente con aquel pasado e idealice sus barrios blancos de clavel y azul de cielo, debo recordar también el mundo subterráneo que escondía. Las miserias humanas se ocultaban bajo su manto de apariencias. Fue en mi juventud cuando comencé a conocer las cloacas de la perversión. Pero ni siquiera esa hiel logra amargar el almíbar de mi recuerdo.

Los granadinos nos bañábamos con frecuencia. El baño era también lugar de encuentro. Mil negocios se cerraban entre el vapor de sus paredes, y muchos matrimonios eran acordados entre madres y alcahuetas, siempre atentas a las jóvenes casaderas. El Profeta recomendó el casamiento para todos, así que nadie se quedaba soltero. Mi madre había rastreado la pista a jóvenes dignas de nuestro rango y condición. Y visitaba los baños para conocer el desnudo de las posibles candidatas. Mujeres por la mañana, hombres por la tarde. Esa era la rutina de las casas de baños, un negocio rentable y valorado.

Al día siguiente de descubrir el vino, probé en carnes propias el castigo de la resaca, un desagravio del cuerpo ante el exceso. Decidí que un baño me ayudaría a sobrellevar el quebranto. Frecuentaba los del Nogal, el
hamman al-Yawza
. El
alguado
, la limpieza del cuerpo a través de la alternancia de vapor y agua fría, recomponía la salud y atemperaba el espíritu. Al desnudarme, imaginé ese mismo lugar unas pocas horas antes, cuando estaban las mujeres desnudas. Las jóvenes con sus pechos retadores y erguidos, las mayores, con sus flacideces y habladurías.

Me dolía la cabeza, ni siquiera esa visión logró entonarme. Observé a los jóvenes desnudos que se disponían a entrar en la zona caliente, donde el vapor y la temperatura abren los poros de la piel para que el sudor elimine las impurezas y las podredumbres. Recordé a Abdalá. Desde aquella escapada a las huertas altas del Darro, no había vuelto a tener ninguna otra escaramuza amorosa. ¿Qué habría sido de él? Supe que se había marchado a casa de unos parientes de Almería para aprender el oficio de talabartero. No sabía si su brusca marcha se debió a la humillación ante el sátiro, o si era el destino el que le tenía escrita esa salida de mi vida y de nuestra ciudad. Le traicioné, le fallé como amigo. Una página inconclusa que me causaba desazón y dolor.

Tras el baño, algunos se dejaban masajear por los brazos fuertes de los negros de Nubia. Eran los mejores en las artes de relajar y desliar contracciones y nudos. Untados por aceites perfumados, los veía brillantes y satisfechos mientras se vestían con sus trajes blancos y livianos.

—¿Sabes una cosa? —me comentó malicioso Abdelhai.

—Cuéntamela para que me entere.

—Abdalá ha vuelto a Granada.

—¿De verdad?

Estaba realmente sorprendido. ¿Cuándo había regresado? ¿Por qué no me habría visitado? ¿Estaría enfadado conmigo?

—Llegó hace apenas dos semanas. Nadie se enteró. Ha roto con su vida anterior.

—¿Dónde está? ¿A qué se dedica? —pregunté ansioso, cada vez más intrigado.

—Trabaja en los baños del Nubio, allá por la salida del camino a Guadix.

Nunca había estado en aquel hammán, pero conocía su mala reputación. La regentaba el Nubio y, según decían las malas lenguas, lo visitaban hombres de moral dudosa. El Nubio, un negro gigantesco, había sido esclavo de un comerciante que lo liberó agradecido por sus servicios. Una vez manumitido, abrió unos baños en una zona apartada de la ciudad. Pronto cundió la nueva de que proporcionaba varones jóvenes a los hombres que gustaban de caricias masculinas.

—No puede ser. Me dijeron en su casa que volvería como talabartero. ¿Qué hace trabajando en un baño como ese?

—Los talabarteros hacen hermosos trabajos de piel. Abdalá también trabaja con la piel de varones en celo.

—No puede ser verdad. Abdalá jamás se rebajaría a un trabajo como ese —respondí con más esperanza que convicción.

Un sirviente interrumpió nuestra conversación.

—Abu Isaq, un mensajero te espera en la puerta. Dice que es urgente.

A medio vestir, acudí al encuentro del mensajero. Lo conocí a primera vista. Trabajaba en el carmen de Azahara.

—Dice tu padre que te acicales, esta tarde subirás a palacio. Osmán, el visir, quiere hablar contigo.

Corrí hasta mi casa.

—Mamá —le dije con orgullo—, dime qué me pongo.

Llegué a la hora convenida. Mi padre me saludó efusivo.

—Querido hijo, hoy es un día importante. Osmán, mi suegro, quiere conocerte. Como sabes, tiene mucho poder. Puede concedernos el puesto por el que suspiras.

Yo no suspiraba por puesto alguno. Sólo quería vivir y disfrutar de la vida que fluía gozosa a mi alrededor.

—Hemos tenido mucha suerte, Abu Isaq.

No lo tenía tan claro. El pueblo recelaba del nuevo emir por haber derrocado al rey legítimo de los granadinos, Muhammad III.

—Padre, Osmán ha participado en la usurpación del trono. ¿No temes que algún día sea castigado?

—Osmán es visir de Nasr, el único rey de Granada. Nada debemos temer.

—¿Quién asegura que no terminará siendo pagado con la misma moneda?

—No culpes al nuevo emir. Los castellanos apretaban por Algeciras y Muhammad era un monarca débil. Necesitábamos un hombre fuerte para protegernos. El nuevo sultán Nasr lo es. Con su acción ha prestado un alto servicio al reino.

Era cierto. Después de un próspero periodo de paz, los insaciables castellanos hostigaban el límite occidental del reino, con objeto de controlar el estrecho de Gibraltar. Reinaba por aquel entonces en Castilla el monarca Fernando IV. Había accedido al trono muy joven y pareció que la suerte se iba a poner de nuestro lado. Algunos nobles castellanos se habían coaligado con los aragoneses para derrocar al rey niño. Esas luchas internas desestabilizaron el inicio de su reinado con revueltas y conspiraciones. Salvo algunas incursiones en Murcia, el cristiano estaba más ocupado en contener a sus propias tropas que en ocuparse de las nuestras. Una bendición de Alá. Incluso tuvimos que ayudarle en escaramuzas frente a portugueses y aragoneses. Al fin y al cabo éramos reino vasallo y teníamos la obligación del auxilio. La diplomacia selló la paz con Castilla, aunque tuvimos que renunciar a nuestras legítimas pretensiones sobre las villas de Alcalá la Real, Medina Sidonia, Tarifa y Vejer. Ese pacífico equilibrio se quebró a partir de nuestro acuerdo de 1308 con los meriníes. Les dimos excusas para romper el tratado de paz. Los castellanos atacaron Algeciras, desde su plaza fuerte de Tarifa. La defendía el malvado Guzmán, que nos entregó la vida de su hijo, con tal de salvar la suya propia. Esa era la situación al occidente. El nuevo emir tenía que detener a los castellanos.

—Nasr les parará los pies. Tiene ímpetu, y los generales lo adoran.

Cruzamos el Darro y ascendimos hasta la Alhambra. Un secretario de Osmán nos esperaba con el salvoconducto en la Puerta de las Armas. La tarde era fresca, casi primaveral. Las alamedas estaban cubiertas de verde, y las flores tamizaban la ladera de la Alcazaba. El esplendor de la naturaleza parecía inmutable ante los volubles asuntos humanos.

Caminaba mientras rumiaba lo que me acababa de contar. Necesitábamos un rey fuerte que venciera a los castellanos. La guerra como última razón de Estado.

—Padre, ¿qué pasaría si los cristianos llegan hasta Granada?

—Eso no ocurrirá jamás.

—Pero ya tomaron Toledo, Jaén, Córdoba, Sevilla, ¿por qué no puede pasar con Granada?

—Alá no lo permitirá, si permanecemos unidos y fuertes. Sólo las luchas internas podrían derrotarnos. Pero el pueblo es sabio y no lo permitirá.

Callé. Sabía que la sola mención a una posible derrota lo irritaba. Pero mientras lo seguía en silencio, en mi interior repetía la elegía del poeta toledano Ibn al Assal. Fue escrita en 1085, tras la caída de Toledo.

¡Andalusíes!, picad vuestros caballos;

sería de locos quedarse aquí por más tiempo.

Las telas suelen deshilacharse por los bordes,

pero Al Ándalus tiene un roto en el centro.

Abandoné esos malos augurios, tan negros como los cuervos de las torres altas. Los vientos soplaban a nuestro favor. El emir Nasr había destronado al anterior rey, desterrándolo a Almuñécar. Mi padre lo había apoyado, y subíamos a recoger nuestro botín. A buen seguro que muchas familias desplazadas estarían en esos momentos rumiando su rencor y planeando su venganza. La semilla de la discordia estaba sembrada y cosecharía futuros conflictos. Si mi padre creía en la unidad de los musulmanes, ¿por qué había apoyado la conspiración?

—¿Que paso con los musulmanes de los reinos de Sevilla y Córdoba?

—Apenas lucharon contra Fernando III el Bizco. Muchos, incluso, lo apoyaron. Conquistó Sevilla con más tropas musulmanas que cristianas. Ni Fernando III ni Alfonso X impusieron condiciones demasiado penosas a los musulmanes. Algunos se vinieron a vivir al reino de Granada, pero la mayoría se quedaron a vivir en sus reinos, convirtiéndose poco a poco al cristianismo. Muchos de las grandes casas nobiliarias andaluzas provienen de aquellos nobles musulmanes que apoyaron en sus campañas militares a Fernando el Bizco. Son renegados de nuestra fe, y su sacrilegio fue recompensado por el rey castellano con tierras y títulos. Alá castigará con el infierno a todos esos apóstatas.

—Alhamar, nuestro primer rey nazarí, también apoyó a Fernando III en la toma de Sevilla con más de quinientos caballeros. A su muerte, le envió cien caballeros con ricos hachones para velar su cadáver.

—Nuestra desunión es nuestra debilidad. Fueron las propias facciones cordobesas las que destruyeron el gran califato, y las fuerzas encontradas de las Taifas fueron utilizadas por los cristianos. De nada les valió la ayuda que pidieron a almorávides y almohades. Los granadinos tenemos que aprender de esa lección. Alhamar no aceptó convertirse al cristianismo ni quiso los títulos nobiliarios que le ofreció el Bizco. Consiguió el reino de Granada, vasallo de Castilla. De eso hace ya más de sesenta años.

Llegamos ante las puertas de la Alhambra, orgullosas del tesoro que custodiaban. La silueta de la alcazaba nos cubría con la sombra de su poder. Un hombre con vestidos lujosos nos aguardaba.

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