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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (6 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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VII

A
L BA’ITH
, EL QUE RESUCITA DE LA MUERTE

Es cierto que el hombre propone y Alá dispone. Mis planes de gozar de Fez mientras el sultán me citaba se desplomaron con estrépito tras la cena que el comerciante Hamet ofreció en mi honor hace dos noches. Apenas hoy me puedo incorporar para escribir en la
Rihla
. Intentaré resumir lo acontecido. Tal como Hamet prometió, a la hora convenida sus sirvientes me llevaron hasta su domicilio. Resultó ser un palacete adornado según los gustos de la época, más propios del deseo de ostentación que hijos de la belleza y las proporciones. Su ornato artificial y exagerado contrastaba con la elegante sencillez del antiguo palacio encalado en el que me hospedaba.

Tomamos unos zumos en la divanía. Allí me presentaron a los otros invitados, todos ellos comerciantes del país. Pasamos a la sala contigua, donde el anfitrión ordenó que sirvieran el cordero asado. En África, se suele presentar en una gran bandeja que se coloca en el centro de la alfombra. Sobre ella se sientan los comensales, que trocean con sus manos el manjar mientras charlan y bromean. Normalmente, los platos que se ponen se utilizan para depositar los huesos. Sin embargo, en casa de Hamet nos sirvieron las porciones en el plato de cada uno. Me extrañó. Supuse que sería una nueva costumbre procedente de Granada. Al fin y al cabo, pensé orgulloso, los andalusíes llevábamos siglos educando y refinando a los bereberes del Magreb. Hamet dirigía la ceremonia con la atropellada autoridad de quienes tienen modales adquiridos por los dinares, pero no por la cuna.

—Este, el muslo más suculento, para nuestro invitado de honor, el poeta andaluz.

El hambre me impulsaba a cogerlo, pero esperé a que todos estuvieran servidos y que Hamet se llevara su comida a la boca. Antes de hacerlo, dio gracias a Alá por permitirnos disfrutar de tan ricos manjares y tan preciosa compañía.

Cogí el muslo por el hueso. Mi estómago alborotado intuía las albricias de la digestión. Lo olí antes de llevármelo a la boca, costumbre que mantenía desde mi infancia. Percibí apenas el rastro del aroma de una especia desconocida. Después de tantas leguas de viaje, pensaba que ningún condimento me resultaría extraño.

—Huele muy bien —quise agasajar al anfitrión—. Creo conocer bien los aliños de los guisos, y este tiene algo especial, algo distinto. No logro reconocerlo. ¿Qué especia es?

Un fugaz brillo de inquietud alumbró la mirada de Hamet. Pero, enseguida, con toda sencillez, respondió:

—No lo sé. Mis talentos son para el comercio, no para la cocina. Preguntaré después a las mujeres que lo asaron.

Fue justo entonces cuando recordé la frase de mi padre. Cuidado con los aromas. Te atraen y te matan. Mientras que el estómago exigía comenzar con su tarea, la nariz, educada por los más refinados perfumeros de Granada, me advirtió contra aquel olor desconocido. Hamet, siempre amable, forzaba su hospitalidad con el deseo de que comiera hasta el hastío. Algo me decía que no debía hacerlo, pero la cortesía y el apetito vencieron aquella inoportuna prevención. Me llevé la pata de cordero a la boca, y de un mordisco arranqué un trozo de carne. Afortunadamente, fue pequeño. Hamet sonrió satisfecho al ver cómo masticaba el manjar que con tanto mimo había preparado.

Aquella carne tenía algún condimento extraño. Un amargor apenas perceptible le confería un sabor peculiar. Volví a olería, antes de decidirme a probarla de nuevo. ¿A qué me recordaba aquel aroma? Siempre que huelas bien, sospecha, repetía mi padre. Retiré el cordero antes del segundo bocado. Trituré con disimulo la carne con las manos y la dejé sobre el plato. Así parecía que había comido gran parte de la ración, y no desairaba al dueño de la casa. Me apliqué a las verduras para aplacar el hambre.

Los dolores de barriga comenzaron apenas me hube retirado a mis aposentos. Primero llegó la embajada de una difusa molestia, después el ataque de una punzante herida. Algo quemaba en mi interior, y ni los vómitos lograron limpiar el ácido que me corroía. El olor de la especia extraña del cordero se mezclaba con la sonrisa de satisfacción de Hamet cuando comprobó que lo comía. Ese recuerdo me hacía vomitar. Supuse que la carne estaba en mal estado y que todos los comensales sufrirían el mismo cólico. A la mañana siguiente, entre vómitos, ordené a mis criados que averiguaran cómo se encontraban Hamet y su compañía. No tardaron en regresar con la nueva de que todos estaban perfectamente. Incluso se cruzaron con Hamet, que salía de su palacio. Les preguntó por mí. ¿Por qué ese interés? ¿Es que acaso esperaba que el mal agarrara en mi vientre? La duda que me corroía no pudo ser ya reprimida. ¿Me habrían intentado envenenar?

A media mañana de ayer, la situación empeoró. Envenenado o indigestado, mi cuerpo no podía soportar los dolores que padecía. Deseaba desvanecerme para anestesiar el castigo, pero sabía que dormirme en esas circunstancias podía significar el no volver a despertar jamás. Sin fuerzas ni energía, no lograba incorporarme de la cama. Llamé al sirviente. Al ver mi estado, se alarmó.

—¿Qué le pasa, señor? ¿Ha empeorado?

—Llama a un médico. Con urgencia.

El medico tardó en llegar, no le resultó fácil encontrarlo. Cuando entró en la habitación, apenas lograba ya asirme a las luces de la consciencia, diluido en las brumas del delirio. El doctor reconoció mi cuerpo y palpó sus partes. No conseguí responder las preguntas que me formuló. Salió para dejarme de nuevo en mi agonía. Recuerdo que regresó al rato y que me dio algo para beber. No lograba salir de un limbo doloroso y confuso. Pero un rayo de luz levantó la oscuridad de mi tormento cuando, entre brumas, le oí decir.

—Se salvará, se salvará. La pócima ha dado su efecto. Alabado sea Dios.

Ordenó que me lavaran y salió para buscar algunas medicinas. La esperanza de sus palabras permitió que me sumiera en un sueño sanador. Apenas si recuerdo cuando regresó para darme de beber los brebajes que había preparado. Caí en la oscuridad de la nada y dormí, entre espasmos y sudores, hasta que el sol del mediodía reinó sobre la vertical de los alminares. El canto del almuecín regaló mis oídos, y entonces fue cuando supe que viviría. Di gracias a Alá todopoderoso porque había permitido que pudiera seguir la senda de la vida.

A medida que pasaban las horas, los efectos de la intoxicación remitían. A la hora del almuerzo, volví a recibir la visita del médico.

—Afortunadamente, la cantidad de toxina ingerida no fue grande. Además pudimos combatirla con prontitud. En otras circunstancias, ya estaría en los brazos de Alá.

La ingestión del caldo proporcionado por el doctor me ayudó en la recuperación. Aturdido aún, mi cuerpo convaleciente comenzó a relajarse. Mil cuchillos al rojo me habían rajado las entrañas, y, horas después, un dulce cosquilleo pacificaba mi digestión. Pero la desazón ya no se encontraba en la úlcera de las tripas.

—Doctor, ¿he sido envenenado?

Aquel médico me miró con ojos sabios.

—Antes de hablar de la vida y de la muerte, quizá debería presentarme. Mi nombre es Qutb, nací en Tánger y estudié medicina en Granada.

—Disculpe. Me llamo Abu Isaq y…

—No te molestes en las presentaciones, Es Saheli. Todo el mundo sabe quién eres. Soy yo quien debía darme a conocer. He tenido tu vida entre mis manos y supuse que desearías saber quién era.

—Gracias, doctor Qutb. Anoche creí morir, y hoy me recupero. Le debo la vida.

—Sólo Alá decide quién continúa y quién se queda. Aprendí de mis maestros y de la experiencia. Por eso, puedo decirte la verdad. Fuiste envenenado.

Las palabras de Qutb no hicieron sino confirmar mis peores sospechas. La carne que probé había sido emponzoñada. Por eso sirvieron los platos individualmente, quebrando la costumbre ancestral del cordero compartido. La especie que no reconocí era el veneno. Sólo el buen Alá pudo salvarme de una muerte atroz.

—Tu carne fue rociada con un derivado de la cicuta. No me costó reconocerla en los síntomas que presentabas. Son fácilmente reconocibles en los padecimientos y espasmos de la agonía. Deduzco que no comerías demasiado. Si lo hubieras hecho, mi ciencia de nada habría servido.

—Así fue. Algún olor que no identifiqué me alarmó.

Guardé silencio. Debía ordenar mil interrogantes. ¿Quién fue? El rostro satisfecho de Hamet lo descubría sin coartada. Pero, ¿por qué quiso hacerlo?

—Es Saheli, mi obligación es dar parte a la autoridad de todos los casos que apunten a la existencia de delitos, ya sean productos de riñas, heridas de armas o síntomas evidentes de envenenamiento. Lo hice esta misma mañana a primera hora. Pronto tendremos noticias de la justicia. El arráez ha iniciado la investigación, y palacio no tardará en reaccionar. Eres un embajador y no puede permitir que alguien te asesine bajo el manto de su hospitalidad.

Las respuestas a mis preguntas debían, pues, esperar.

—No comprendo por qué me quisieron asesinar. Eres un buen médico, Qutb. Me has salvado la vida.

—Nunca se alcanza a ser un buen médico. Sólo podemos desear mantener viva la ilusión por aprender. Cada paciente supone una nueva lección, un nuevo acertijo con el que las leyes de la vida quieren probarte. Como los filósofos, después de tantos años, sólo sé que no sé nada. Obtuve la
ichazza
, la licenciatura, de medicina en Granada, después de mis estudios en la madraza y prácticas en el hospital. Rezo cada mañana por ser útil al enfermo y poder aliviarlo de la enfermedad que lo aflige. Pero cada día aprendo. Soy cofrade en la búsqueda de la ciencia y la sabiduría.

—Eres modesto, y, por lo tanto, sabio. Sin embargo, tu sencillez no logra eclipsar el conocimiento que atesoras. Te debo la existencia.

—Agradéceselo a mi osadía y a la ayuda de Alá. La cicuta no tiene antídoto. Por eso, decidí arriesgar. Gracias al
Libro de los simples
de Galeno, así como a
Sobre los medicamentos de los árboles
, escrito por el cordobés Jalid ben Ruman, pude intuir una receta salvadora. Su principal esencia es la sangre de drago, que se obtiene de la resina del árbol que crece en las islas del océano y en las estribaciones costeras del Atlas. Tenía todos los ingredientes en casa, y los molturé adecuadamente. Jamás lo había hecho antes. Pero tenía que arriesgar porque sin antídoto morirías irremediablemente. Rogué al que todo lo puede que iluminara la oscura noche de mis cavilaciones. Te lo di a beber y esperé la reacción. Cuando comprobé que hacía efecto no pude contener un salto de felicidad. Un doctor jamás debe exteriorizar sus sentimientos, pero se me escapó un espontáneo «Se salvará, se salvará. La pócima ha dado su efecto. Alabado sea Dios».

—Pude oírlo. Fue un rayo de luz al que asirme.

—Quién sabe si ese exceso verbal fue también parte de la terapia. A veces, las palabras curan más que los brebajes, siempre inciertos y caprichosos. En todo caso, soy yo el que te debe estar agradecido. Me has permitido ascender un escalón en la sabiduría. Apenas levanto del suelo, pero ya sé que estoy más cerca del cielo.

Un tumulto desde la puerta interrumpió nuestra conversación. El mismísimo Jamil, visir del sultán, se dignaba a visitar a un pobre enfermo. Le acompañaba el arráez mayor de la guardia palatina.

—El monarca me traslada su más hondo pesar por tu inesperado… malestar.

—Agradéceselo de mi parte, su humilde súbdito.

—Te recibirá en cuanto te recuperes. Está vivamente interesado en despachar los asuntos de la embajada. Verás —dudó un instante antes de continuar—, me acompaña el arráez mayor, quiere hacerte unas preguntas.

No me agradó que la investigación hubiera llegado a tan altos niveles. Mi antigua prevención frente a la política me hizo temer complicaciones inesperadas. Alguien había querido asesinar a un embajador. Se trataba de un crimen de Estado, en el que podrían estar implicadas personas cercanas al sultán. No quise profundizar en esas sospechas. Me incorporé lentamente, para responder.

—Estoy bien, y puedo contestar a todas las preguntas del oficial. Me recupero con rapidez. Creo que mañana podré ir a palacio, si el rey tuviese a bien recibirme.

—Arráez, puede usted comenzar con sus pesquisas.

—Doctor Qutb, ¿confirma que el embajador Abu Isaq Es Saheli fue envenenado?

—Estoy seguro de ello.

Comenzó un pormenorizado interrogatorio sobre los invitados a la cena, el servicio que la atendió, el menú completo, y los diversos síntomas que había experimentado.

—Debemos asegurarnos —se excusó el oficial— de que realmente fue envenenado a lo largo de esa cena.

Tras un exhaustivo juego de preguntas directas y respuestas escuetas, el arráez concluyó su interrogatorio. Un escribiente había tomado nota de lo hablado.

—Arráez, ¿quién ha intentado envenenarme?

—Nuestra primera sospecha, necesariamente, debe recaer sobre Hamet, anfitrión de la cena.

—¿Lo han interrogado?

—No. Esta mañana, tras la denuncia del doctor Qutb, la guardia se personó en su domicilio. No estaba. Su ausencia es el principal cargo contra él. Hemos enviado órdenes de captura a las distintas guarniciones del reino. Esperamos poder apresarlo con rapidez.

—¿Por qué cree que lo hizo? —le pregunté.

—Tenemos sospechas de que Hamet es un espía de los zayyadíes de Tremecén —respondió Jamil—. Si hubieras muerto, habrían hecho correr la especie de que te había asesinado el propio sultán Abu l-Hasán. Así se romperían las relaciones entre Marruecos y el país de los negros. Las caravanas de las rutas del sur quedarían expeditas para sus mercaderes.

Quedé solo, y caí en un sueño ligero y reparador. Al despertar, me sentí con energías para soportar el destino. Y, entonces, en voz baja, recité algunos de mis poemas premonitorios.

El peor de tus enemigos puede ser aquél en quien tú confías,

aquél que, en total impunidad, vive en el vicio replegado.

El destino es semejante a sus hijos en su inconstancia,

guárdate, pues, de los hombres y evítalos por sus engaños.

VIII

A
R RAHIM
, EL MISERICORDIOSO

La añoranza de la Granada de mi primera juventud no me impide recordar el dolor y la humillación. Tras ser expulsado de la escuela de Banna, corrí por las callejas más solitarias. Nadie debía conocer mi postración. Deseaba que la deshonra de la Mezquita Aljama no hubiese sido más que una mala pesadilla. Pero, para mi desgracia, no provenía de un mal sueño. Fue una dolorosa realidad que me atormentaba con el suplicio de la deshonra. Llegué a casa de mi madre con el cuerpo agotado por las carreras y el ánimo hundido en la más profunda de las simas. Me fui a la cama sin cenar. Aquella lejana noche juvenil padecí el tormento del primer desvelo. El sueño no me acogió en sus brazos reparadores. Sufrí la oscuridad eterna de los insomnes. En aquella madrugada sin fin, me recriminé por la sinrazón altiva. Los sentimientos de culpa me escocían en el alma como espinas de aulaga. Aquella noche de zozobra tomé una decisión sabia. Confesaría la verdad al anciano alfaquí de la mezquita. No merecía que le mintiese. Cuando lo hice, su generosidad volvió a sorprenderme.

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