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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (9 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Nos asombró su sabiduría y fiereza. Reconocimos la lógica del monarca. Suavidad hasta hacerle hablar, tormento fatal para castigarlo. Me compadecí del destino de aquel desgraciado mercader que pudo haber sido feliz. Su avaricia lo empujó a la más terrible de las perdiciones.

—Volvamos a la sala del consejo. Tenemos que finalizar nuestras deliberaciones acerca de los piratas de Tremecén.

Regresar a la superficie fue como pasar del suplicio de los avernos a la belleza del paraíso. De nuevo las fuentes, los patios, los artesonados. Hube de reflexionar sobre la miseria que encierran las casas del poder, y su alma oscura y lóbrega.

—Visir —le oí decir al monarca dirigiéndose a la persona que marchaba junto a él—, tenemos a un traidor entre nosotros.

—No puede ser, todos daríamos nuestra vida por vos y por el reino.

—Alguien de dentro, que conocía la embajada y al embajador, decidió pasar la nota al traidor Hamet, que Alá lo condene al más profundo de los infiernos. Comencemos a ponerle trampas, en alguna caerá. Y entonces, se arrepentirá de haber nacido.

Así habló el sultán. La máquina de seguridad de los meriníes se ha puesto en marcha y el miserable no tardará en caer. Siento curiosidad por conocer su identidad. ¿Qué empuja a los espías a correr tan alto riesgo? ¿Sólo el oro? No lo creo. El alma humana es compleja. También hogar oculto de resabios, rencores y desvaríos de tan diversas índoles que ni el sabio Averroes, ni aun el mismísimo Avicena, llegarían nunca a intuirlos por completo.

X

A
R RAZZAQ
, EL PROVEEDOR

El amor a la poesía fue refugio seguro para mi corazón. Recuerdo aquellos años en los que tejí los mimbres primeros de mis poemas. Al igual que los caballos se conforman en trapío y aires en función de la tierra que los vio nacer, también los poetas se moldean por el influjo de la naturaleza y las gentes entre las que se crían. Por eso, la poesía que escribo será siempre andaluza. Quien busque en su raíz, siempre encontrará el aroma del jazmín y el susurro de la fuente granadina. A la poesía recurrí aquellas semanas de desconcierto en las que aguardaba noticias del empleo que mi padre había prometido. Pasaban los días, y las noticias no llegaban. Suponía que estaría moviendo los hilos de su influencia en la Alhambra. Mis amigos me proporcionaron consuelo y coartada. Los arrebatos de celo religioso se perdieron en el vértigo de los días intensos de la juventud. Fue entonces cuando descubrí el vino.

Una noche, los amigos me llevaron hasta una taberna tolerada que regentaban unos cristianos.

—Venga, no seas tonto. Pruébalo.

Me ofrecieron la jarra de barro. Contenía el mejor vino de las Alpujarras, según proclamaba el rubicundo tabernero.

—No quiero hacerlo.

—¿Por qué?

—Lo dice el Corán —y repetí uno de sus fragmentos memorizados—. «Tanto el vino como el juego son abominación y obra del diablo. ¿Os abstendréis, pues?». Y también dice nuestro Libro: «Creyentes, no os acerquéis ebrios a la oración. Esperad a estar en condiciones de saber lo que decís».

—Es cierto. Todos compartimos ese principio —respondió con alegre cinismo mi amigo Abdelhai—. Esa sura nos indica que jamás debemos rezar bebidos ni borrachos. Pero, dinos, ¿quién de nosotros cometería semejante aberración? Bebemos para compartir amistad, no para orar.

Amin, mi amigo más intelectual, reforzó la tesis con otra sura del Corán muy debatida por los ulemas.

—Abu Isaq, conoces bien el Libro Sagrado. No se te pasará por alto la siguiente aleya: «De los frutos de la palmera y las vides obtenéis una bebida embriagadora y un bello sustento. Hay en ello un signo para la gente que razona».

—Es cierto que esa aleya confunde a los ortodoxos. Pero también es verdad que el Profeta, tras ponderar sus efectos positivos y negativos, afirma que «el pecado es mayor que su utilidad».

—¡Basta ya! ¿De cuándo el vino estuvo prohibido en Al Ándalus? Nuestros califas lo libaron y nuestros poetas lo cantaron. ¿A qué tanto remilgo? Recuerda los versos de tu admirado Ibn Quzmán:

Quien de estas uvas come racimo prevarica;

loable me parece sólo beber el culpable vino.

Tuve que reírme de buena gana. El desenfado del poeta cordobés relajó el ambiente de la discusión.

—¿No te gusta la poesía? Pues el vino y la alegría son sus mejores compañeras.

Extendí las manos como muestra de rendición. Habían ganado la batalla. Probaría el vino de los poetas, la bebida de los dioses antiguos de la tierra.

Nos pasamos la jarra de uno a otro. El vino me pareció ácido y áspero en la garganta, pero reconfortante para el espíritu. Beber y reír fue uno. Cantar y recitar, sus consecuencias. Por vez primera en mucho tiempo me sentía feliz, pletórico. Atrás quedaban inseguridades y temores. En recíproca camaradería nos sentimos elegidos por el azar caprichoso. Bebimos y bebimos hasta que a alguien se le ocurrió:

—¡Subamos al Campo del Baúl!

Se encontraba al sur de la Alhambra, separado por el barranco de la Sabika, sobre los altos de un cerro batido de los vientos. Su orientación y la naturaleza de su suelo lo hicieron ideal para albergar los antiguos silos subterráneos. Desde tiempos del primer nazarita, Alhamar, se perforaron unos pozos en forma de pirámide invertida, con una boca superior de unos cinco o seis codos de diámetro, y con una base de siete brazas. La profundidad del pozo era de cinco brazas. Estos silos, enfoscados y encalados, conservaban trigos, cebadas y avenas hasta que eran extraídos por la Administración real. A veces se arrendaban a los mayoristas de grano, y en otras ocasiones, cuando se encontraban vacíos, eran utilizados como mazmorras provisionales. Los prisioneros se descendían mediante cuerdas, y una vez abajo, les resultaba del todo imposible salir. En aquellos tiempos se encontraban abandonados, y una de las aficiones de los jóvenes era saltar sobre su boca para comprobar su valor y fortaleza.

—¡Sí, vayamos al Campo del Baúl! ¡Haremos el salto del carnero!

El vino incendiaba nuestra inconsciencia. Pronto nos consumiría en su fuego.

Cantando y bebiendo ascendimos por el sendero que conducía hasta los silos. Por el camino, nuestro jolgorio escandalizó a los que regresaban del campo. Uno de ellos resultó ser un alfaquí. Nos reprendió por el escándalo que organizábamos con nuestra pecadora borrachera.

—¡Abandonad el vino, todavía estáis a tiempo!

La oscuridad me impidió ver su rostro, pero en los delirios del alcohol la confundí con el de Banna. Quise vengarme de los Bannas del mundo que alejan la alegría de los corazones. Ante el asombro de mis asustados amigos, le increpé con unos versos sacrílegos de Ibn Quzmán.

Doy hasta la ropa y gasto mi dinero

en el vino añejo.

Nunca se me seca de él el bigote,

para mí es como obligación;

quien me diga que estoy arrepentido,

es algo que nunca se me ocurrió.

Nuestras risas y las mofas irritaron sobremanera al religioso. No estaba acostumbrado a que ningún joven lo humillara en público.

—¡Os amparáis en la noche para ocultar vuestro rostro! Pero temed a Alá, ante El no os podréis esconder.

Sus amenazas comenzaron a intimidar a mis amigos, pero yo quería vengar la humillación que el imán me infligió. Y volví con los poemas del cordobés.

Sólo el inexperto teme al alfaquí;

yo ni lo respeto ni me escondo de él:

me cisco en la madre del abstemio,

aunque esté frente a mí Algacel.

Las risas abiertas superaron el temor que el alfaquí nos había inspirado.

—¡Sigamos! —les animé—. ¡No perdamos el tiempo con castrados de la vida! ¡Con el vino y los poemas siempre estaremos seguros!

Todos me siguieron, divertidos y admirados por mi osadía. Detrás quedó el hombre consumido por una cólera más larga que sus pobladas barbas. Apenas oímos las aleyas del Corán y sus maldiciones rabiosas. La vida nos abrazaba con el ímpetu del primer beso, y aquel aguafiestas no iba a espantarla. A lo lejos, aún pude oír la letanía que conocía:

—¿Seguros? ¿Os creéis seguros, infelices? Recordad las palabras de Alá: «¿Están seguros los habitantes de las naciones? ¿Les llegará nuestra cólera por la noche, mientras duermen? ¿Les llegará nuestra cólera durante el día, mientras juegan? ¿Están seguros de conocer la astucia de Dios?». Pagaréis por vuestro pecado, malditos…

Los gritos que profería apenas eran ya el susurro de un mal recuerdo. Nosotros, los hijos de la fortuna, ascendíamos sobre las alas del buen vino a los cielos de la ciudad. Apuramos el que nos quedaba en la jarra y la estrellamos con estrépito contra unas rocas azuladas.

—¡Rompamos con la esclavitud de los hombres!

Nos abrazábamos con euforia. ¡Era tan hermosa y tan limpia la amistad! ¡Qué lejos quedaban los tristes días de desconsuelo!

Llegamos hasta la explanada alta, donde se encontraban excavados los silos subterráneos. Sus negros agujeros eran los ojos vacíos de la montaña.

—Cuidado, nos podemos caer —alertó Amín, el más prudente de la pandilla.

¡Prudencia! ¿Quién se acordaba de la prudencia cuando éramos luceros que atravesábamos raudos los firmamentos?

—Quien tenga huevos —les exhorté— que salte conmigo sobre los silos.

—No, no, por favor —insistió Amín—. Si caéis dentro, os mataréis.

—¡Eres un marica, Amín! —le increpó Abdelhai—. ¡Maricón el que no salte!

—Sí —le seguí entusiasta—. Nos reiremos de esas bocas que nos quieren tragar. ¡Somos aves de vuelo ligero, no caeremos al suelo de los mortales!

—¿Quién salta el primero?

—¡Yo! —redoblé mi valor.

—¡Abu Isaq, el valiente! ¡Venga, salta!

No lo dudé. La euforia se mezclaba con los jirones últimos de un temor que no llegaba a discernir. La excitación me sumergía en un vértigo sin medidas ni proporciones. El agujero negro estaba frente a mí, retándome. Su vacío provocaba a mi hombría. Lo derrotaría. El caudal del valor colmataría su esencia vana. Mi carcajada rellenaría su absurdo desdentado.

—¡Venga! ¡No seas niña! ¡Salta!

La negrura de la noche sin luna desdibujaba los límites exactos de las bocas del silo. Las oscuridades del cielo y las tinieblas de aquellas profundas oquedades se confundían en la república de mis sentidos. ¡Todo era tenebroso, sólo yo portaba la luz redentora!

—¿No te atreves? ¿Por qué tardas tanto?

Tomé impulso y rompí a correr.

—¡Que voy! ¡Hombres de Granada, sed testigos de mi gesta!

Al filo mismo del abismo apoyé mi última zancada para tomar el impulso que me haría volar hasta los mismísimos cielos. Salté, agitando brazos y piernas, en un esfuerzo agónico para burlar la atracción fatal de la tierra. No vi nada, no sentí nada, hasta el golpe seco de mi pie al tomar tierra en el borde opuesto. El impulso me hizo caer de rodillas sobre la tierra. Rodé por el suelo, hasta terminar con la cara sobre tierra.

—¡Lo has conseguido, Abu! ¡Has saltado sobre la boca entera!

Me incorporé como pude, trastabillando torpemente. Sus elogios me coronaron con el laurel del héroe. Me sentí triunfador y exigí pleitesía.

—¿Os habéis fijado? ¡La he saltado de lado a lado!

—Sí, ha sido increíble.

—Gracias a Dios lo conseguiste —se consoló Amín—. ¡Te podías haber matado!

—Ya os lo dije. ¡Somos seres alados! ¿Cómo podíamos caer? Ahora os toca a vosotros. ¡Sentid el poder del universo en vuestras piernas y saltad, volad sobre el vacío!

Los animaba desde el entusiasmo. Jamás me había sentido tan poderoso, ni tan admirado. Abdelhai tomó carrera para prepararse.

—¡Voy yo! ¡Preparaos meteoros del universo, porque un nuevo astro os asombrará en velocidad y presteza!

Nos abrimos para dejar espacio. La euforia nos impulsaba hacia retos insensatos y desaforados. Sólo desde la incontinencia vital de la juventud se acometen imprudencias semejantes.

—¡No, ya no más! —Amín se interpuso entre el agujero y Abdelhai—. ¡Esto es una locura! ¡Con el salto de Abu Isaq ya tenemos bastante! Hemos retado a la suerte, y la hemos vencido, no le concedamos a la fatalidad una segunda oportunidad.

Los primeros vestigios de prudencia parecieron abrirse paso a través de los vapores del alcohol.

—Sí, vamos a dejarlo…

—Entonces, ¿no salto?

—No, Abdelhai, déjalo. Esta noche ya tenemos un héroe, no hagamos méritos para cargar con un mártir.

A todos nos hizo gracia la ocurrencia y reímos de buena gana. Yo, porque me sabía exclusivo vencedor, los demás, porque tenían excusa para no dar el salto que les aterrorizaba. Los efluvios del vino bajaban y la cordura regresó. Iniciamos, felices, nuestro bullicioso descenso hacia la ciudad. Aquella noche en la que desposé con el vino y la desmesura todo me pareció hermoso y posible.

XI

A
Z ZAHIR
, EL EVIDENTE

Dejo atrás los recuerdos juveniles y vuelvo a narrar lo acontecido en el palacio de Abu l-Hasán. En estos momentos en los que escribo, Hamet todavía seguirá retorciéndose bajo el rigor del tormento. Aún guardo en la garganta el sabor del dolor, en la nariz la podredumbre de la orina y en mis retinas la imagen del dedo seccionado.

Tras la visita a los sótanos del horror, regresamos a la sala del consejo, donde nos aguardaban los visires y generales que no habían sido invitados a presenciar el interrogatorio. Abu l-Hasán entró digno y solemne para dirigirse al trono. Reflexioné sobre los mundos que se superponían en cualquier palacio. El visible de la liturgia y las vanidades, y el oculto del dolor. ¿Tenía el poder que construirse sobre la sangre? Seguramente sí, me tuve que reconocer, en cuanto que siempre existe un rival dispuesto a arrebatarlo. Se conquista y se defiende en un juego macabro al que jamás me acostumbraré. Lo he conocido en la Granada de los nazaritas y en El Cairo de los mamelucos, y lo he vuelto a encontrar en la Fez meriní.

Las palabras del sultán me rescataron de mis elucubraciones.

—Señores, Alá nos ha enviado una señal y debemos interpretarla. Hamet fue traído a palacio mientras debatíamos qué hacer frente a las hienas de Tremecén. Ha confesado. Era espía de Abu Tasufin. Fueron los zayyadíes los que ordenaron el atentado. Los agentes enemigos han conseguido infiltrarse en nuestra corte. Ya ha caído Hamet, y pronto caerá el resto de los traidores. Pero ahora debemos abordar la cuestión principal: ¿qué hacemos con Tremecén?

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