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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (12 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Abdalá untaba mis muslos con aquel aceite esencial que engrasaba mi sinceridad. Sus palabras fueron aún más vividas que las mías.

—Yo también sufrí. Mucho más que tú. Sentí que caía en una espiral sin fin hasta las mismas entrañas de los infiernos. Y entonces te recordaba. Pudiste ser mi única tabla de salvación. Pero me abandonaste con aquel sátiro, corriste con los demás.

Me giré para mirarlo a los ojos. Por vez primera los dos, cara a cara, con la verdad desnuda entre nosotros.

—Lo siento. Tú me dijiste que me marchara.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Por dentro te suplicaba que me defendieras, que no me abandonaras.

—Lo siento, de veras que lo siento. He sufrido remordimientos desde entonces. No sabes lo mal que me sentí. Por eso quise venir, para pedirte disculpas.

—Ya es tarde para pedir disculpas. Te fuiste y me dejaste en manos de aquel viejo. Te amaba, estaba enamorado de ti. Al verte correr, el mundo se me hundió. Aplastado por tu abandono, me dejé arrastrar. Fuimos hasta una casa apartada, en ruinas, donde me desnudó y acarició. Sus babas mojaron mi rostro, su olor a sudor y suciedad me produjeron arcadas, pero no huí. Hice y me dejé hacer. Necesitaba hundirme en la ciénaga de los abismos, revolearme en la inmundicia, humillarme con total sometimiento. Deseaba que el horror me hiciera olvidar el desgarro de tu traición. Como comprenderás, después de aquello no podía volver a una vida normal. Me marché sin despedirme de la familia siquiera. Les dejé un falso mensaje para no alarmarlos. Mi padre me localizó en Almería, transformado en el efebo que hoy has conocido. Renegó y me expulsó para siempre de la familia. Inventaron la excusa de la talabartería para cubrir las apariencias. Un cliente comentó hace unas semanas que unos baños de Granada buscaban masajistas sensibles y aquí estoy. No me puedo quejar, tengo los mejores clientes de la ciudad, algunos muy poderosos. Gano dinero, consigo todos los caprichos. Lo tengo todo menos aquello que más quise. A ti, lo único importante.

No supe qué responderle. Rompió a llorar. Iba a abrazarlo cuando la puerta se abrió con brusquedad. Un hombre maduro se dirigió enérgico hacia nosotros. Lo conocía de algo, ¿quién podía ser?

—¡Abdalá!, ¿qué haces con éste? Habías quedado conmigo, tenía la vez reservada.

—Perdona. Es un viejo amigo que…

El recién llegado me gritó malhumorado.

—¿Quién demonios eres? Te conozco de algo, pero no logro recordar.

No respondí, aterrorizado. Nuestras miradas se cruzaron y el brillo de sus ojos fue el detonante del recuerdo. ¡Se trataba de Sayyid, el secretario del visir Osmán! Por desgracia, la certeza también lo visitó en el mismo instante.

—¡Eres el hijo del alamín de los perfumeros, el yerno del visir!

Parecía no dar crédito a sus propias palabras.

—¡Qué demonios haces aquí! ¿No comprendes que éste no es un lugar para jóvenes?

No pudo seguir con el impulso de su reprimenda. También él quedaba en situación muy comprometida. Tampoco era el lugar más adecuado para el secretario de un visir. Su reputación podría venirse abajo si se propagaban sus debilidades. Pero no se amilanó. Comprendió que tenía que actuar rápido y con autoridad.

—Abdalá, sal ahora. Tengo que hablar con este joven.

Mi amigo salió obediente y presuroso. Sin duda, era el favorito del secretario del visir.

—Tú y yo tenemos que llevarnos bien. Nadie tiene que enterarse de que nos hemos encontrado aquí. Sé que estás a la espera de destino, y puedo hacerte daño, mucho daño. Debes olvidar lo que aquí has visto.

—Cuente con ello. Jumas le comentaré nada a nadie. Quedará como un secreto entre los tíos.

—Así está bien. Creo que puedo fiarme de ti. Te ayudaré en lo que pueda. Márchate ahora.

Agaché la cabeza en señal de sumisión y me dirigí hacia la puerta.

—Ah, se me olvidaba. No vuelvas a acercarte a Abdalá. Quiero que sepas que es mío. No consentiré compartirlo con nadie más.

Corrí a vestirme. Junto a nuestras ropas se encontraba Abdelhai.

—¿Qué ha pasado? Abdalá salió de la sala cuando entró ese hombre. Pasó a mi lado sin decirme nada, con la cabeza baja. Parecía que lloraba.

—Vámonos. Ya hemos terminado nuestra tarea aquí.

Salimos al aire fresco de la tarde. Respiré algo más tranquilo; podía haber sido mucho peor. Se me complicaba la existencia, pero no llegaba a asfixiarme. Abdalá había vuelto a aparecer y mis viejas heridas de amor se reabrían. No podía consentirlo. Debía olvidarlo para siempre. Eso sería lo mejor para los dos. Mi propósito de pasar página fue tan intenso como fugaz. ¿Cómo conseguirlo? Era fácil decirlo, muy difícil el arrinconarlo para siempre de mi memoria. Aún no había llegado a las primeras casas cuando el murciélago de la duda sobrevoló con sus alas de tiniebla… ¿cuándo volvería a verlo?

XIV

A
L WAHHAB
, EL DADOR DE TODAS LAS COSAS

Los días de asueto en Fez ya han finalizado. Me encuentro recuperado por completo. Esta mañana fui citado al palacio del visir Jamil, que me proporcionó la información confidencial que esperaba. El ejército está ya movilizado. Desde las diferentes guarniciones del reino, los hombres en armas se dirigen hacia Tremecén. El propio Abu l-Hasán se pondrá al frente de sus ejércitos. Si Alá quiere, en menos de dos semanas clavará su estandarte en la alcazaba de los zayyadíes.

—Por cierto, embajador. El sultán en persona se ha interesado por ti.

—Le estoy muy agradecido por sus permanentes atenciones.

El visir jugueteaba con su daga ornamental. Levantó su cabeza y me dijo:

—El rey quiere que vengas. Te incorporaremos al cuartel mayor de nuestros ejércitos.

Lo esperaba. Lo sabía. Los guerreros siempre quieren poetas que glosen sus gestas. Pero tuve que cumplir con la liturgia de la sorpresa y el agradecimiento.

—Es un alto honor que me concede el monarca. Celebraremos juntos la victoria.

—Sí. Tú la cantarás. Que nuestras hazañas sean conocidas de uno a otro rincón del orbe.

—Nada inspira más que el frenesí de la batalla, ni ningún licor embriaga como el de la victoria.

—Tus poemas impresionaron al sultán. Bueno, no sólo al sultán. Los generales no han dejado de repetirlos. Se han convertido en el himno de nuestra lucha.

Y venciendo su pudor, Jamil recitó mi poema épico. Los ojos le brillaban con esa alegría salvaje que precede al combate.

Combate con tu espanto al ejército de tu adversario,

que se doblegará;

ataca con decisión

antes de que tu espada deba ser asistida.

Jamil se levantó, y esgrimiendo su daga como la más mortífera de las armas, declamó en tono creciente el remate de la gesta.

Rasga sus ropajes de aparato, pero

deja sobre sus caballos manialbos,

la orla de un manto rojo.

—Bravo, señor —le aplaudí—. Ni el mejor rapsoda de Granada habría puesto tanta pasión a los versos.

—Ganaremos esta guerra, embajador, y nuestras serán la gloria, las riquezas y las mujeres de los zayyadíes.

—Gloria para el sultán de los meriníes, aliado de mi noble señor, el rey de los negros.

Tras la marcha del visir, he comenzado a organizar la campaña. Llevaré diez hombres a mi servicio, así como los cincuenta guerreros mandingas que acompañaron mi travesía del desierto. Son fieles y bravos, y morirán antes de retroceder un solo palmo de terreno. Yo mismo me dejo arrastrar por los vientos poderosos que inflan las pasiones del combate. No contemplo la derrota, ni la humillación. Cierro los ojos y me veo triunfador junto al sultán en la ciudad vencida. Disfrutaremos del botín, gozaremos de sus mujeres. Nada más placentero para el vencedor que holgar con las mujeres de los vencidos. Es entonces cuando se percibe la plenitud del poder y la cima del vigor. Pasiones de guerra que tan bien conocí a lo largo de mi peregrinar por las cosas de los hombres y su naturaleza.

XV

A
L QAHHAR
, EL QUE CONTROLA TODAS LAS COSAS

El visir Osmán cumplió su promesa. Mi padre me convocó para darme la buena nueva del empleo.

—Entrarás como ayudante del notario de la Alcaicería.

La Alcaicería era el mejor zoco de la ciudad, y la notaría una de las más prestigiosas y rentables. Osmán se había portado bien con nosotros.

—Debes estar muy agradecido y satisfecho, hijo. Dada la avanzada edad de Jawdar, el actual notario, podrás heredarla pronto.

—Gracias por tu ayuda, padre. ¿Cómo podré agradecérselo a Osmán?

—Los poderosos no quieren ni dinero ni regalos. Sólo te piden tres cosas. Sumisión mientras les vaya bien, apoyo cuando lo necesitan y salvación cuando caen en desgracia.

Comencé a trabajar, con ilusión y esfuerzo en la notaría. Mi madre se mostraba muy orgullosa.

—Hijo, serás un hombre importante y respetado.

Aunque he conocido mucha maldad, también he podido gozar de hombres de luz. Y, entre los buenos que conocí, el notario granadino Jawdar tendrá siempre un lugar preferente en mi corazón. Mi trabajo en la notaría me hizo cambiar. De repente, deseé convertirme en adulto, responsable. Quise enterrar el recuerdo de Abdalá, olvidar los rigores de la religión, los júbilos del vino, la alegría de la bohemia. Incluso, por un tiempo, abandoné el trasnochar y comencé a asistir a las tertulias de mi padre, en las que, inevitablemente, se terminaba hablando de la política del reino, que cada día me desconcertaba y confundía más. En teoría nuestros enemigos, los que nos sojuzgaban y nos hacían pagar altos impuestos y humillantes vasallajes, eran los castellanos. Frente a ellos teníamos que defendernos. Sin embargo, nuestros nobles y militares malgastaban su energía en conspirar contra palacio o a intentar medrar frente a otros candidatos. La corte se desangraba en luchas internas, estériles y soterradas que impedían la eficaz custodia y defensa del reino. Y nuestros supuestos aliados, los meriníes, no eran mucho mejores que los castellanos. Comprendí entonces que el reino de Granada era un imposible. Y no sólo por los castellanos que ambicionaban nuestras tierras o por los meriníes que querían dominarnos, no. El principal enemigo de Granada vivía en el interior de su propia sangre.

—Alá quiso crear el paraíso en la tierra —se repetía con sorna—. Puso altas montañas de nieves eternas y veneros de aguas frescas y cristalinas. Lo adornó de valles fértiles, templados en invierno y frescos en verano, le concedió un rico mar para pescar y mercadear y unas vegas ubérrimas en las que era posible cosechar varias veces al año. Una vez que terminó, el Creador quedo satisfecho con su obra. La llamaré Granada, se dijo. Pero en su inmensa sabiduría comprendió que levantaría la envidia del resto del planeta. Como espejo de justicia que era, no podía permitirse el que alguien lo recriminara por favorecer aquella tierra. ¿Cómo podría equilibrarla? Y tras mucho pensarlo, tuvo una gran idea. Creó a los granadinos. Compensó la armonía de su creación con la maldición de aquellas gentes querellantes y disociadas. Supo entonces que había terminado su obra.

En las tertulias políticas en las que jugaba a sentirme hombre, comprendí la infinita soledad de lo andalusí. Los cristianos del norte nos consideraban árabes, nosotros nos sabíamos andaluces, herederos de los antiguos atlantes y tartesios. Los bereberes nos despreciaban por débiles, pero admiraban nuestra cultura y refinamiento. Nosotros despreciábamos a nuestros vecinos del sur, por rudos y fanáticos, pero precisábamos de su fortaleza y poder. No éramos de los unos ni de los otros, como bien cantó Ibn Hazm, el poeta del amor:

Yo soy el sol que brilla en el cielo de las ciencias;

mas mi defecto es que mi oriente es el Occidente…

Mientras avanzaba en el estudio y la práctica del derecho, aprendí los cimientos de las ciencias de la política. Éramos débiles rodeados de enemigos fuertes que deseaban devorarnos. Sólo podríamos salvarnos gracias a la astucia del equilibrio, jugando varias cartas a la vez. Si temíamos a los castellanos, de los meriníes aborrecíamos. Que esa fue desde siempre la maldición de Al Ándalus. Con los cristianos del norte compartíamos la raza y con los musulmanes africanos, la religión. ¿Y la cultura? Con ninguno. Ya éramos un pueblo rico desde mucho antes que los fenicios mercadearan en nuestras costas. Cuando la gran Roma llegó a la Bética, se encontró con un país sabio. Y la llegada del islam fue paulatina, pacífica, dulce. Frente al politeísmo de los trinitarios cristianos, abrazamos el unitarismo que venía del Oriente. Un solo Dios, proclamábamos, y un solo Dios abrazamos con la fe del islam. Pero compartir sangre y suelo con los cristianos, y fe con los bereberes y árabes, significaba estar condenados al infortunio. Ni de los unos ni de los otros nos podremos fiar jamás. Nuestra salvación será hija de la astucia, jamás de los aceros.

—Los andaluces no somos guerreros —me repitió en alguna ocasión Jawdar, el
muwattiq
de la Alcaicería—. Nuestros campos de batalla están en las artes, y nuestras conquistas en los sentimientos. Los guerreros siempre nos derrotaron, pero nosotros siempre terminamos moldeando el metal de sus armas con la salmodia de nuestros cantes, como tan bien lo hizo Ibn Hazm:

¡Vete en mal hora, perla de la China!

Me basta a mí con mi rubí de Hispania.

Jawdar, era un viejo bondadoso y sabio, querido por todos los comerciantes del principal zoco de la ciudad. Hombre sencillo y humilde, se esforzaba en realizar con prudencia y justicia su trabajo y en ayudar a todo aquel que le pidiera favor o consejo.

—Los notarios somos aliados de la propiedad —me dijo uno de los primeros días de trabajo.

Jawdar, que trabajaba entre ricos, vivía como un pobre en el arrabal antiguo. Era extraño, en un hombre de su posición.

—Por eso, el dinero que ganamos con las escrituras que otorgan los ricos debemos entregárselo a los pobres, que lo precisan.

El
muwattiq
apenas comía, ascético en su virtud. Tampoco gastaba ropas lujosas, ni se hacía acompañar por sirvientes ni esclavos.

—¿Qué hace con el dinero que gana? —me atreví a preguntarle un día.

—¿El dinero? ¿Qué es el dinero, Abu? ¿Acaso es importante?

—Todos luchan por poseerlo. Da poder, se pueden comprar cosas, mujeres, palacios, caballos.

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