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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (4 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Fui seleccionando a mis amigos. Compartía con algunos de ellos la afición a la lectura y la poesía. A veces, recitábamos poemas que componíamos bajo la musa esquiva de la adolescencia. Ni que decir tiene que la poesía de Ibn Quzmán era invitada frecuente durante nuestras veladas poéticas. Entre todos los amigos, uno resaltaba ante mis ojos. Se trataba de Abdalá. Su rostro era hermoso y redondeado, sin el feo vello que ya comenzaban a marcar nuestras perillas y bigotes. Lampiño, mantenía la frescura de la piel infantil. Recitaba los más hermosos poemas de amor con su voz delicada y pulcra. Sin poderlo evitar, me sentía atraído por él. Los celos ardían en mis entrañas si bromeaba con cualquier otro del grupo. Cuando él estaba presente, me esforzaba en destacar y ser el centro de atención. Quería sorprenderlo, que sólo tuviera ojos para el hijo del alamín de los perfumeros.

El mediodía de un verano feroz burlamos el imperativo de la siesta forzosa. Abdalá y yo ascendimos por la rivera del Darro en busca de mi refugio de las huertas altas. Estábamos solos, nadie se encontraba por los alrededores. Ni siquiera los pájaros trinaban, sometidos por el rigor del estío. Tan sólo las chicharras festejaban con brío el verano de una vida que creían sin fin. Los cigarrones grises y escandalosos saltaban y volaban, cortejando nuestro caminar. Fueron los únicos testigos de aquella escapada de la ciudad. Nadie nos vio subir. El calor del mediodía los mantenía recluidos en sus casas. Los hombres dormirían y sus mujeres descansarían en la penumbra de los pisos bajos. Llegamos hasta mi reino secreto, protegido por el seto salvaje de las adelfas en flor y el frondoso taraje. El torrente fresco y cantarino transcurría a través de una estrecha alameda. Sentados sobre unas piedras, con los pies en el agua, nos sentimos solos en el mundo. La sombra ondulante de los fresnos y de los álamos nos regalaba un regazo fresco y húmedo. ¡Se estaba tan bien allí, aislados de las miradas ajenas! La fragancia del mastranto y el poleo envolvió nuestro regazo. Nos miramos. Me estremecí. Sus ojos pestañearon cuando comenzó a leer su poema preferido. Hablaba del amado, y cada vez que lo pronunciaba, sus labios proclamaban el énfasis de su corazón azorado. También él me ama, intuí en ese momento, también él habría sufrido el aguijón de los celos. Por eso aceptó tan alegre mi sugerencia de subir en día tan caluroso. El rito ancestral de la seducción nos empujó al socaire de nuestros ímpetus inexpertos. Nuestras manos se rozaron primero, se entrelazaron después, tras la senda de nuestras almas, que ya volaban juntas y hermanas, cabalgando sobre los vientos de la alhucema y el tomillo. Acaricié su cara, él pasó su mano por mi rostro. Los labios apenas se tocaron, pero el volcán de la sangre entró en erupción. El universo entero giró hasta confluir en nosotros. Éramos uno, estábamos en el centro. Me besó tiernamente en la mejilla. Bajé la cara, tímido, desconcertado. Volvió a hacerlo, y lo aparté con ternura. El «no» de mis labios apenas desmintió el «sí» rotundo de mi corazón.

—Hace calor, ¿nos bañamos?

Abdalá comenzó a quitarme el camisón que cubría mis calzas. Me dejé hacer. Yo hice lo propio con su pobre vestimenta. Colocamos las ropas como velas infladas sobre el navío de los juncos verdes y el río transparente nos abrazó. Miraba a sus ojos, cuando emergió de su chapuzón, y entreví las cristalinas puertas del paraíso.

Nos abrazamos al salir, y dejamos que el aire secara nuestros delgados cuerpos. Nada más ocurrió. Sin decir palabra, para no romper aquel extraño sortilegio, ni forzar avergonzadas excusas, nos vestimos e iniciamos el descenso. Al llegar al Albaicín nos separamos con un simple gesto de la cabeza. Ambos sabíamos que debíamos guardar silencio. Llegué hasta casa, y, sin saludar siquiera a mi madre, me tumbé sobre el diván. Las manchas del techo se me antojaron seres celestiales danzando al son del timbal y el laúd. Las imágenes del río y de Abdalá me perseguían, bailando, obsesivas, como fantasmas del recuerdo.

—Hijo, ¿te pasa algo? Estás muy extraño últimamente.

—Nada, madre, es que estoy algo cansado.

—Claro, ¡no vas a estar cansado! ¿Cómo se te ocurre salir con este calor? Mira que te digo que duermas la siesta, pero nada. No me haces ni caso.

Al atardecer, los amigos nos encontramos en la Bibrrambla. Paseamos después por el Zacatín, mientras comentábamos las vestimentas de los ricos que aceleraban sus compras en la Alcaicería a punto de cerrar. Estaba feliz. La sola presencia de Abdalá colmaba todos mis deseos. Quería estar junto a él, caminar de la mano, mirarle, sonreírle. Pero la prudencia me hacía marchar en el extremo opuesto del grupo. Creo que por su cabeza también cruzarían sensaciones similares. Ya en la plaza, nos sentamos alrededor de un viejo juglar que cantaba y recitaba poemas a cambio de unas monedas. Yo apenas prestaba atención a sus coplas, perdido en el laberinto de la mirada de Abdalá. De repente, el músico ambulante, sabio por los años y los caminos, afirmó, interrumpiendo su historia:

—Veo amor.

No le entendimos. Creímos que se refería a las colleras de palomas que coqueteaban entre sí, o a algunos matrimonios, él delante, ella detrás, que regresaban a sus hogares.

—Veo amor aquí —repitió—. Lo detecto de lejos. ¿Conocéis a Ibn Hazm?

—¿El cordobés? —respondí impelido por mi precoz erudición.

—Sí, mocito, el cordobés. El autor de
El collar de la paloma
, el más hermoso tratado sobre el amor que hombre alguno haya escrito. ¿Sabéis lo que dice en el libro?

—No —respondió otro de mis amigos, deseoso de que el viejo recitara.

—Todas sus líneas rebosan sabiduría. Atended a sus palabras: «Tiene el amor señales que persigue el hombre avisado y que puede llegar a descubrir el observador inteligente». ¿Entendéis lo que quiere decir?

El poeta me miró con expresión socarrona. Esperaba una respuesta obvia.

—Pues claro que lo entendemos. Significa que los enamorados, aunque intenten ocultarlo, siempre se terminan descubriendo ante los demás. ¿Es así?

—Así es —confirmó—. ¿Veis vosotros amor por aquí?

Abdalá bajó la cabeza, incómodo. Yo sentía que sonrojaba, a pesar de mis esfuerzos. Aquella insinuación iba dirigida hacia nosotros. Afortunadamente, mis amigos se encontraban en la luna de la Arabia, despistados y sin maldad.

—No. Pero, dinos, ¿quién está enamorado?

—No sé si debo hacerlo. A lo mejor alguien no quiere que se sepa.

—Venga, descubre el enamorado.

—Mocito —se dirigió a Abdalá—, ven aquí.

Completamente azorado, cabizbajo, mi amigo se le acercó. El músico le dijo algo al oído. Yo no podía oírlo, pero advertí un brillo de terror en los ojos de Abdalá. Fue un solo instante, pero el suficiente para comprender que estábamos en una situación comprometida.

—Vuestro amigo os lo dirá.

No, no podía ser. ¿Iba a revelar mi amigo nuestro amor?

—Yo soy el que estoy enamorado —afirmó tímidamente Abdalá.

Creí que el mundo se hundía y que la Sierra Alta se despeñaba sobre la ciudad. ¿Cómo podía reconocerlo en público? ¡Seríamos objeto de burla y mofa para el resto de nuestros días!

—Me gusta una prima de Loja, pero es mayor que yo.

El alivio que experimenté me impulsó a reír con los demás.

—¿Tú enamorado? ¡Pero si pareces una niñita, con esa carita de hurí!

Abdalá aguantó las bromas con aparente buen humor. Enseguida se cambió de tema. La historia del amorío adolescente no daba para más. Todos estaban medio enamorados de alguna primita cercana. Pasado un rato, decidimos marcharnos.

Apenas habíamos dado unos pasos cuando me percaté de que Abdalá no venía con nosotros. Retrocedí hasta él.

—Venga, que nos vamos.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

Hablábamos en voz baja, a unos metros del músico. Mis amigos nos llamaban a voces desde el otro extremo de la plaza, urgiéndonos a alcanzarlos. Abdalá me susurró al oído.

—Tengo que quedarme con el ambulante. Me lo puso como condición para no delatarnos. Nos descubrió, lo intuyó por nuestras miradas.

—Pero, ¿qué quiere?

Yo mismo comprendí la inocencia de mi pregunta. ¿Qué iba a querer? Para muchos poetas, los efebos inspiran más que las ninfas. Aquella posibilidad me aterró. Abdalá no podía caer en los brazos de aquel sátiro callejero. Le urgí a acompañarme.

—No. De ninguna manera. Tú te vienes conmigo.

El músico deambulante se acercó.

—No te opongas al destino, joven. Este se queda y tú te vas. Si no me obedecéis, toda Granada se va a enterar de lo maricones que sois. Iré hasta vuestras casas. Os delataré ante vuestros padres y ante el alfaquí de la mezquita.

Abdalá, con mirada de cordero lechal ante el cuchillo del sacrificio, agarró mis manos.

—Sí, vete. Creo que será mejor para los dos.

Y, en vez de oponerme, bajé la cabeza y me marché en silencio. Fui cobarde, miserable. La boca de Abdalá había pedido que me marchara, aunque el desamparo de sus ojos me suplico que no lo abandonase. Pero mis prejuicios y miedos forzaron mi traición. Anduve los primeros pasos sin saber hacia dónde dirigirme. Todavía aturdido, escuché detrás la canción que entonó el maldito sátiro. La reconocí al instante. Era de Ibn Quzmán.

Dulce boca, no digas ni de azúcar ni de miel:

besar a la esposa no es saber de besos dulces,

que sólo del amado valen besos y abrazos.

Asqueado, volví la mirada hacia ellos. Terminada la canción, el músico había echado el brazo por encima del hombro de Abdalá, que no hizo nada por evitarlo, resignado a convertirse en objeto de placer para el pervertido de la Bibrrambla. Rompí a llorar mientras corría. Atrás dejé, solo e indefenso, al mejor de los amigos, al ser angelical que creía amar. Olvidándome de todos, corrí sin rumbo hasta caer exhausto al suelo. Vomité, probablemente del asco que yo mismo me producía. Esa fue la tarde en la que perdí la inocencia y descubrí la miserable cobardía que albergaba mi corazón.

V

A
S SALAM
, EL DADOR DE PAZ

Hoy he conocido al sultán meriní. Refulgía en plenitud de poder. Nos ha recibido en el salón del trono. Todos sus visires y generales lo acompañaban en la gran recepción real. Abu l-Hasán es el más importante rey de la dinastía fundada hace ya más de un siglo por un hábil corsario genovés apellidado Merini. Llegó hasta Fez como aventurero, para terminar renegando del catolicismo. Abrazó el islam y se casó con la hija de un noble local. Su astucia y ambición lograron auparlo hasta la corona. Compitió en grandeza con los idrisíes del pasado y engrandeció Fez. Esta ciudad marroquí me trae recuerdos de Granada. Las dos son alegres. Si la andaluza te exalta la sangre, la magrebí da gozo al alma. Si a la primera la percibes por la piel, a la segunda la concibes por el ánima. Granada es más sensual y hermosa, Fez más sobria y espiritual.

Fez fue fundada en el año 799 por Idriss II, y durante su mandato se convirtió en un importante centro intelectual y religioso. La ciudad creció gracias al barrio que construyeron los cordobeses exiliados. Siempre fue, desde aquellos primeros años, la ciudad de las mezquitas, las madrazas y la cultura. Me gusta Fez, con su medina del millón de callejuelas, diseñada por el mismísimo diablo para extraviar a las almas de los osados que la retan. Tuvo que ser alguien importante ese Idriss II, su fundador. Todavía hoy, en la Fez de los meriníes, lo siguen adorando. Este monarca fue hijo de Idriss I, el árabe que llegó a Marruecos huyendo de la venganza de los nuevos califas abasidas de Bagdad. Se proclamó sultán de los bereberes en el año 789 y estableció su sede en Volúbilis, la antigua capital romana. Una historia idéntica a la del primer emir andalusí, Abderramán I el Emigrado, huido de los abasidas de Bagdad y que puso su sede en la antigua capital romana de la Bética, Córdoba. ¿Simple casualidad? Con mis años he descubierto que estas casualidades no existen. Huele a farsa histórica orquestada para dar legitimidad a alguien del país que precisaba de ancestros nobles para usurpar el poder. Pero así se escribe la historia, mejor no cuestionarla.

He aprovechado la magna recepción real para entregar al monarca meriní los regalos de mi emperador. A Abu l-Hasán le encantan los honores públicos y se mostró feliz ante el agasajo de la exótica embajada del país de los negros, encabezada, además, por un famoso poeta andaluz. Durante un rato intercambiamos los presentes. Después de transmitirle los mejores deseos de mi emperador Kanku Mussa, le entregué cincuenta brazaletes del oro más puro, veinte esclavas negras de pechos erguidos y cien colmillos de elefante. Sus artesanos tallarán el marfil al antojo de sus gustos. La corte entera se admiró de la generosidad mandinga, mientras guardaba silencio ante el monarca lisonjeado. Abu l-Hasán, agradecido por la munificencia de nuestros presentes, correspondió con armas del mejor acero, con costosísimos libros y ricas telas de seda y de lino, tan apreciadas allá por el Níger. Departimos cordialmente sobre temas generales. El sultán prolongó su charla conmigo, todo un honor para este embajador y una evidencia de la importancia que otorga a la relación con los negros del sur. No es para menos. Los beneficios que genera el comercio de las grandes caravanas que mercadean con Walata, Tombuctú y Gao soportan el pesado coste del
majzén
. Por eso, el resto de los invitados a la recepción comprendieron la preeminencia que se me concedía. La economía de muchos de ellos depende del éxito del comercio del desierto. Desde Siyilmassa, la ciudad caravanera de Marruecos situada a los pies del Atlas, parten hacia el sur los camellos cargados de armas, papel, joyas y telas. A estas mercancías se añaden grandes planchas de sal adquiridas en minas remotas del desierto, donde esclavos desgraciados se abrasan bajo un sol feroz. El refulgir de la luz sobre el blanco de la sal ciega sus ojos al poco de iniciar el suplicio de su trabajo. Nunca he visto un dolor y un sufrimiento semejante. No duran más de un año en aquel horno cristalino de sal y horror. Son como espectros famélicos en las puertas mismas del infierno. Las caravanas recalan en las salinas el tiempo preciso para negociar el precio de la sal y cargar las planchas. Diez o doce días después llegan a Tombuctú, donde intercambian su mercancía por oro, marfil, maderas preciosas y esclavos. Descansan un mes en el bullicio de los mercados y la penumbra de sus mezquitas y retornan hacia el norte. Este rentable comercio infla las arcas del reino y resulta de vital importancia para el reino de Fez.

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