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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (2 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Los especieros no sabéis de amor, sólo de guisos.

—Te equivocas. Un buen plato aliñado con pimienta molida ha derrotado más voluntades que todas las sedas y perfumes de la Alcaicería.

Ahora sé, con los años, que los voceros de ambos oficios tenían razón. Que los olores llegan directamente al corazón, pero que un plato bien especiado arrastra al más poderoso de los monarcas. ¿Aliños para comer, o aromas para oler? Qué más da, pienso hoy. Pero por entonces, aquel niño que yo era, defendía firmemente la razón de los perfumeros. Para algo, mi padre era su alamín.

—Abu Isaq —me preguntaban para comprometerme—. ¿Tú qué dices?

—El perfume es espíritu y las especias, materia —respondía con seriedad la frase memorizada—. ¿Ante quién debe rendirse el hombre sabio?

Creía impresionarles con mi precocidad, cuando todos sabían que eran cosas de mi padre, al que todavía escuchaba por aquel entonces con veneración. Después sería distinto, pero cuando niño, bebía con fruición de su cabal sabiduría. El me enseñó más que todos los alfaquíes de la escuela y la madraza. Lo escribí en un poema:

Yo me saciaba de su sabiduría

en un jardín vedado,

y en piletas de agua fresca bebía.

En muchas ocasiones, de un sencillo ejemplo, extraía sabios consejos. Así fue formándome y educándome.

—Abu —siempre me llamaba así—, ¿qué perfume es éste?

—Parece cilantro —le respondí.

—Parece, pero no lo es. Es bergamota. Desprende un delicado aroma que oculta un veneno mortal. Como casi todas las cosas de la vida, hijo, los perfumes tienen dos caras. Los olores hermosos fueron creados para atraer. Así, la enamorada consigue a su hombre y la planta carnívora a su víctima. Siempre que huelas bien, sospecha.

Cuánta razón tenía. Debía ser otoño, cuando en la Andalucía descargan con furia las borrascas. Había estado lloviendo todo el día, y los mercaderes desesperaban en sus portales. En un claro de las nubes, algunas mujeres se acercaron para comprar. Los perfumeros, espoleados por los escasos dinares del jornal, se esmeraron en atenderlas y agasajarlas. Por eso, no me extrañó que Alí me llamara con gestos. Quería pedirme un favor.

—Ayuda a la viuda Jatima a llevar sus compras.

Lo hacía con cierta frecuencia. Llevaba las canastas hasta los domicilios de las clientas y me ganaba algunas monedas como propina. Como era niño aún, nadie veía mal que acompañase a una mujer hasta su casa. De mozo ya, hubiera resultado escandaloso.

La viuda vivía en el arrabal vecino de nuestro barrio
rab al-Yawd
, junto a los Cuarteles de la Generosidad. Como en otras ocasiones, me detuve ante la puerta de la dienta. Ahí terminaba mi trabajo. Debía esperar la propina para largarme feliz. Pero no ocurriría así en aquella ocasión.

—Pasa, no te quedes ahí parado.

Obedecí a la mujer. Me adentré en la penumbra de un estrecho zaguán. Ella entró detrás. Cerró la puerta y me puso la mano sobre la espalda. Noté algo extraño. La viuda me sonrió, y yo no supe bien qué hacer.

—Pasa, pasa al patio. Te serviré un zumo de naranja. Te sentará bien.

Llegué hasta el patio empedrado. Era humilde, pero la limpieza de la cal y las flores lo hermoseaban. Dejé las canastas en el suelo.

—Espera un momento, voy a ponerme cómoda.

La mujer entró en la habitación que tenía detrás. La puerta quedó entornada. Cantaba algo con voz dulce y queda. De repente, sin poderlo evitar, descubrí que a través de la puerta entreabierta podía verla. Ella quedaba de espaldas, por lo que no podía adivinar que la espiaba. De repente, para mi sorpresa, se quitó el velo. Una larga melena negra se derramó sobre su espalda y su pelo atezado brilló en ondas de azabache. Reconocí la canción que entonaba. Hablaba de amor, y estaba muy de moda por aquel entonces. El corazón comenzó a latirme con fuerza. Retrocedí, sin dejar de mirar a través del generoso hueco de la puerta. Me pegué a la pared. Hierbabuena, olía a hierbabuena. Algunas matas estarían sembradas en algún tiesto del patio. Jatima, que seguía de espaldas, pareció desabrocharse los botones de su sayo. ¿Iría a desnudarse? Había dicho que esperara un momento, que iba a cambiarse de ropa. Sabía que debía apartarme de allí, que no podía seguir espiando su intimidad. Pero no era capaz de hacerlo. Mi mirada, ansiosa, escudriñaba los secretos de su alcoba, mientras que el latido de mi corazón sonaba como una estampida de potros sobre el adoquinado de la cuesta del Chapiz. Lo iba a hacer. Comenzó a sacarse por la cabeza la chilaba que la cubría por completo. Nunca había visto a una mujer desnuda. Se sacó el sayón. La espalda, blanca como nuestra sierra cubierta de nieve, relució al trasluz. Una especie de calzón la cubría desde la cintura hasta las rodillas. Sus pantorrillas lucieron con toda generosidad. Había oído decir a los perfumeros del barrio, entre risas, que las potras de raza debían tener los tobillos estrechos. Así eran los de Jatima. Un junco del Genil no competiría con su finura. Sin saber muy bien por qué, me sentí orgulloso. La viuda debía tener clase en su encaste. De repente, se movió. Por un momento pensé que iba a girarse. Si miraba hacia la puerta me descubriría. Aterrorizado, pegué tal salto que tropecé con una maceta y caí al suelo con estrépito.

—¿Qué pasa? —preguntó desde el interior—. ¿Te has caído?

—No, no es nada —le respondí nervioso mientras me incorporaba precipitadamente.

—Enseguida termino. Espera un momento.

La situación parecía salvada. No me había descubierto. Yo seguía muy nervioso y excitado, víctima de un cosquilleo desconocido. La imagen de su espalda desnuda seguía grabada a fuego en mi recuerdo. Decidí que no volvería a espiarla, pero mis pasos me retornaron adonde había estado antes. No podía evitarlo, a pesar de saber que incurría en pecado. No llegué a hacerlo. Antes de recuperar el ángulo de visión, la puerta se abrió. La viuda sonrió al verme.

—Que guapo estas.

Un fino camisón de gasa la cubría. Tan leve era, que su cuerpo se transparentaba. Dos aureolas oscuras remataban el volumen de sus pechos, y una sombra negra enseñoreaba los bajos de su vientre. Con los ojos muy abiertos, sin poder responder ni moverme, sentí que mi desazón aumentaba.

—Voy a por el zumo.

Al girarse, mis ojos se fijaron en la redondez de las caderas. Su trasero se meneaba con la cadencia del cañaveral batido por los suaves vientos del poniente. Desapareció en una habitación. Debía ser la cocina. El olor a hierbabuena me envolvió. Desde entonces, el deseo me recuerda su esencia. Atontado, sin luces en la razón, decidí buscar de dónde procedía. No tardé en descubrirlas, junto al arranque de la escalera. Tenía otras macetas a su vera. Perejil, romero, albahaca. Pero sólo la hierbabuena olía.

—Ven, vamos a sentarnos, aquí traigo las bebidas.

Colocó la bandeja en el extremo de un diván. Nos sentamos uno junto a otro. Yo no era dueño de mí, parecía un títere dominado por los hilos de una excitación extraña y desconocida. Intentaba mirarla a la cara, pero los ojos se me iban a la transparencia de los pechos.

—¿Te gusta el zumo?

—Está muy rico, muchas gracias.

—¿No me dices nada?

No supe qué responderle. Agaché la cabeza. Estaba nervioso, sumido en el desconcierto del ansia infantil. El aroma que la adornaba me lanzó un cabo al que asirme. Indagarlo era territorio seguro.

—¿A qué huele usted?

—Eres muy joven para saberlo.

—Dígamelo, mi padre trabaja entre perfumeros.

—De este perfume no te habrá hablado.

—Mi padre conoce todos los aromas.

—Seguro que tú todavía no.

—Me gusta aprender, ¿a qué huele?

—A deseo.

Iba a decirle que no conocía esa fragancia, cuando recordé las palabras de mi padre. Desconfía de los perfumes, me repetía. Alguien te quiere embaucar tras sus adornos. Las plantas carnívoras atraen a los insectos por su olor dulce para devorarlos después. La miré. Sus labios carnosos esbozaban una sonrisa que entonces no supe interpretar. Hoy la reconozco como sensual. Mi imaginación me jugó una mala pasada. En mi interior sonaron las duras palabras del alfaquí cuando nos advertía de los riesgos del pecado. Y la mujer se transformó ante mis ojos en una terrible planta que me atraía hacia sus fauces. Era un insecto a punto de ser devorado. Mi cabeza iba para un lado, y mis deseos para otro. Sabía del peligro que corría, pero deseaba dejarme llevar, arrojarme sobre sus jugos venenosos, diluirme en su esencia de flor del paraíso. Pero no. Eso era pecado, debía huir. Me levanté de un salto enérgico, apenas un segundo antes de sucumbir ante la hembra ansiosa.

—Perdone, debo regresar a la alhóndiga.

Y dejándola con la palabra en la boca, salí despavorido, sin cobrar siquiera la propina. Siempre recordaría esa primera lección de seducción. Descubrí el olor de la hembra sedienta de placer y caricias. Huelo a deseo, me dijo la viuda Jatima. Y tenía razón: el deseo de la mujer huele. Es un olor ácido y dulzón, como de fruta pasada. Mil veces más apreciaría ese aroma femenino agazapado bajo los perfumes y los afeites que las engalanan. Aprendí que se llama deseo. No le pregunté a mi padre por él, pero desde aquella tarde aprecio los vientos del celo de la hembra. Si las requieres cuando así huelen, caen rendidas en tus brazos. Pero ese secreto a nadie se lo enseñé, lo guardé sólo para mí. Así me resultó más fácil conseguir a algunas hembras en sus precisos instantes de urgencia de amor.

III

A
L MUHAYMIN
, EL PROTECTOR

Los mozos y camelleros ya duermen, enroscados en sus pobres mantas. Las candelas languidecen y el ulular de los pájaros acuna la noche transparente. También yo estoy cansado. Mañana hemos de levantarnos temprano para llegar a Fez antes de que el sol reine en la perpendicular del mediodía. Leeré las últimas líneas escritas en mi
Rihla
antes de apagar la lucerna. Que Alá permita que tengamos un buen día.

En aquella Granada de mercados y comercios, mi familia tenía un lugar relevante. El almotacén vigilaba las medidas y los pesos utilizados por los comerciantes. El alamín cumplía con las mismas funciones, pero tenía el mayor rango que los estudios y el conocimiento concedían. Por eso, yo me sentía muy orgulloso de ser hijo del alamín de los perfumeros.

El zoco de los fruteros se encontraba muy cerca de la Puerta Bib-Elvira. El de los carpinteros, en el barrio judío del Mauror. Los alfareros hacían girar sus tornos en el mercado de al-Fajjarin del Realejo, mientras que los curtidores ensuciaban el río en el zoco del al-Dabbagin, cercano al Puente del Álamo. Los aceros y los hierros de los cuchillos brillaban en el zoco de los cuchilleros, allá en el arrabal de los Gomeres. Los alrededores del Zacatín eran testigos de las proclamas de los ropavejeros y de los afanes de los zapateros. En la plaza Maysid al-Azam, junto a la entrada de la Gran Mezquita, los perfumeros y drogueros bendecían los aires con la fragancia de sus esencias. Toda Granada bullía en actividad y opulencia.

Mi infancia transcurrió entre estudios y juegos. Nada sabía de la política por aquel entonces. A los doce años, en 1302, asistí con mi padre a los actos de coronación del nuevo rey, Muhammad III, que sucedía a su padre Muhammad II, recién fallecido en su lecho. De muerte natural repitieron los susurros de la ciudad, como si de algo extraño se tratase. La ciudad lo lloró con sentimiento verdadero. Había sido un buen monarca. Pero a rey muerto, rey puesto, como afirman con cínica razón los politeístas cristianos. A las pocas semanas el pueblo asistió feliz a la coronación del nuevo sultán. En la
xarea
, el llano grande sobre el Albaicín, formaron los embajadores de los reinos cristianos y africanos, los generales de los ejércitos, los visires, los altos funcionarios de la corte y los gobernadores de las provincias del reino. Todos ellos lucían sus mejores galas, pavoneándose en distinción y altivez. El nuevo rey llegó a caballo, rodeado por los oficiales de la guardia palaciega y aclamado por el pueblo llano. Descabalgó solemne y se dirigió hacia el trono de madera de cedro y marfil que se encontraba sobre una tarima elevada, para que todos los asistentes pudieran observarlo con la reverencia propia de la ocasión. El gran cadí del reino actuó como notario para dar fe de la legitimidad de la sucesión, bajo la atenta mirada del imán mayor de la mezquita. Una vez concluida la liturgia, el hombre santo entonó las plegarias a Alá y las admoniciones al recién investido. «Rey —le dijo en voz alta mirándolo a los ojos—, te crees poderoso, pero Alá es el único poder. No lo olvides. Sé justo con los hombres, generoso con los necesitados, y severo con los enemigos de la fe y del reino. Y no olvides el lema de tu antepasado Alhamar, coronado como Muhammad I:
al-Galib bi-llah
, no hay más triunfador que Dios». El sultán agachó la cabeza con sumisión y respeto. Aquel gesto de humildad fue interpretado como una señal de sabiduría y un augurio de apoyo divino. Un anciano que estaba junto a nosotros repitió en voz alta el hadiz del profeta. «Cada religión tiene su carácter propio, y el del islam es la modestia». La algarabía de júbilo de los granadinos subió hasta el cielo. Alá acababa de regalarles un monarca humilde, y la humildad en los poderosos era considerada como adorno de la sabiduría. La innata percepción del pueblo no se equivocó. Muhammad III sería un gran rey hasta que la ceguera de sus muchas lecturas lo inhabilitara para el gobierno.

Los granadinos están siempre prestos a exteriorizar su alegría. Aquel día comieron y cantaron. Los más piadosos se acercaron hasta las mezquitas, y los más crápulas hasta los comercios donde se bebía vino y se recitaba poesía. Aquel día asistí a la más colorida y espectacular de todas las magnas celebraciones religiosas o civiles que conociera la
xarea
del Albaicín. La alegría brotó espontánea. Habría otras investiduras reales, pero no tan felices ni cálidas. Regresé en muchas ocasiones, sobre todo durante los días grandes del islam como los del
aid al fitr
, el día de la ruptura del ayuno, o el
aid al adha
, la fiesta del cordero, pero nunca el pueblo vibró con la emoción de aquella vez.

Mi padre compartió la alegría de sus vecinos. También él participó en la venturosa interpretación de los augurios.

—Alá nos ha regalado un buen sultán —susurró a mis oídos—. El buen gobierno del reino precisa de mucha prudencia y astucia.

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