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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (3 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Una vez concluidos los fastos, nos retiramos. Pero antes de llegar a casa, mi padre se despidió.

—Vete tú. No iré a almorzar, tengo que atender unos asuntos importantes.

El brillo ansioso de sus ojos lo delató ante mi inocencia. Me pareció extraño que no comiese con toda la familia en una ocasión tan señalada. Se perdió entre las callejuelas y yo llegué solo a casa. Mi madre se sorprendió al descubrir su ausencia.

—Pero, ¿dónde ha ido?

—No lo sé. Me dijo que tenía algo importante que atender.

—No hay nada más importante que la familia, Abu. Nada. ¿Te enteras?

No hizo más comentarios. Bajó la cabeza y nos llamó con voz seca y enérgica.

—¡Ornar, Abu Isaq, a comer!

Fue la voz de una mujer dolida. La familia lo era todo para ella, y la ausencia de mi padre en un día tan especial le supuso una amarga ofensa. Mis abuelos, sentados sobre la alfombra de la sala, desmenuzaban con sus dedos las partes más blandas del cordero. Sus precarias dentaduras no les permitían atacar los pedazos sabrosos que peleábamos los nietos entre jolgorio y bromas. Mi madre apenas comió. Sus ojos llorosos se cruzaron con los de mi abuela. Se abrazaron en silencio, bajo el manto de una triste resignación. Barruntaban el acontecimiento que marcaría desde aquel día a la familia. Mi abuelo, inmutable, siguió triturando con sus manos grasientas las blanduras del borrego. Mi padre regresó al atardecer. Parecía contento. Nos besó a todos y se retiró a su habitación, la única apartada de la casa. Nosotros dormíamos en unas camas laterales que durante el día eran usadas como divanes.

—Abu, vete a la cama. Ya es tarde.

La voz de mi madre era de pena honda. La miré con ternura. Rompió a sollozar y la abracé con todas mis fuerzas.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

—No es nada, enseguida se me pasará.

Supe que fingía. El dolor que la atravesaba no la abandonaría jamás.

—No sufras, que te quiero mucho.

—Yo también. Iros a la cama.

Aquella noche, entre sueños, escuché sus sollozos. Mi padre le hablaba con voz queda, tranquilizándola, pero su llanto parecía incontenible.

A la mañana siguiente, unas profundas ojeras afeaban su rostro. Todavía era joven y bella, y, para sus hijos, la madre más guapa del reino entero. Nos sirvió el desayuno en silencio. Al terminar, se levantó y nos dijo:

—Voy a la alhóndiga de verduras.

Me incorporé para partir con ella, pero rehusó mi compañía.

—Mejor quedaos aquí con vuestro padre.

—Sí —replicó él con voz grave y tranquila—. Quiero hablar con vosotros.

Esperábamos impacientes sus palabras. A buen seguro que el secreto que nos iba a desvelar era responsable de las lágrimas de la noche anterior.

—Como sabéis —comenzó a hablar una vez que todos nos habíamos sentado a su alrededor—, siempre he sido un buen padre y un cariñoso marido.

Era verdad. Siempre nos trató bien y jamás nos había faltado de nada. Pero eso ya lo sabíamos. ¿Adonde quería llevarnos con tantos prolegómenos?

—También soy un buen musulmán, fiel cumplidor de las enseñanzas del Libro Sagrado.

Cierto. Sin ser de los que no salían de las mezquitas, mi padre cumplía con todos los preceptos del islam.

—He decidido contraer nuevo matrimonio. Tomaré una segunda esposa.

El mazazo con el que los matarifes derriban al buey más poderoso de la vega apenas sería una caricia en comparación con aquel golpe terrible. Nos dejó aturdidos, sin resuello. Una segunda esposa, a buen seguro más joven que mi madre. Nuevos hijos. Hermanastros. No lo podía creer, todo mi pequeño mundo se derrumbaba en un instante.

—No la traeré aquí, para no incomodar a vuestra madre. Seguiré casado con ella, ya sabéis que la amo mucho. Mantendré las dos casas. No debéis preocuparos, nada os faltará.

Rompí a llorar. Por mi madre, por mí mismo. No quería compartirlo con ninguna otra familia. Deseaba que siguiera siendo esa figura que me enseñaba los olores de los perfumes y jugaba conmigo al atardecer. Me sentí traicionado por mi propio padre, al que había venerado hasta ese momento. Mi hermano mayor, Omar, me echó el brazo por encima, en un vano intento de consuelo.

—No llores, Abu. Padre no hace nada malo. Ya sabes que un musulmán puede poseer hasta cuatro esposas.

Mi padre agradeció el apoyo de Omar.

—Así es. Además, vuestra madre me ha dado su consentimiento.

Me levanté y salí al patio. Nadie me retuvo. Lloré con el desconsuelo de un niño abandonado. ¿Cómo podía mi madre haberle consentido una nueva esposa? Ya no sería la única, tendría que compartir su cariño. Recordé sus lágrimas de dolor. Lo odié, ¿cómo podía hacernos eso? Agaché la cabeza. Sabía que mi hermano tenía razón. El Corán lo permitía. No teníamos derecho a sublevarnos contra lo que el Profeta había revelado. Aunque en Granada la poligamia no era práctica habitual, algunos comerciantes ricos alardeaban de varias esposas mantenidas. ¿Tanto dinero teníamos? La ley exigía que el marido poseyera la suficiente renta para que nada faltase en ninguno de sus hogares. Estaba aturdido, desconcertado. Me levanté y paseé por el patio. Al acercarme a la puerta de la casa, pude escuchar su conversación con Omar.

—Es la hija de Osmán. Seguramente le concederán un cargo en palacio, conoce bien la política de la corte.

Política. Fue la primera vez que oía esa palabra. No comprendí su significado. Ojalá jamás lo hubiera descubierto.

IV

A
L WADUD
, EL AMANTÍSIMO

Retorno a mi
Rihla
, después del éxito de mi primer día de embajada en Fez. Me alojo en un palacio del barrio andaluz, uno de los más antiguos de la ciudad, ubicado al otro lado del río. Fue fundado por cordobeses del arrabal de Saqunda tras el exilio que sufrieron hace casi cinco siglos. El emir cordobés al-Hakem I los expulsó como castigo por rebelarse, después de haber crucificado a más de trescientos.

Esta mañana hemos entrado en la ciudad a través de su puerta sur. Parecíamos un ejército victorioso que toca la gloria. Antes, habíamos enviado heraldos a galope para que tuvieran conocimiento de nuestra llegada. Una representación real nos recibió, acorde con el rango de la comitiva. Yo era el embajador del rey de los negros y traía importantes asuntos que despachar con el sultán. Mi posición exigía el protocolo propio de las grandes ocasiones. Así fue. Las trompetas tronaron al aire para darnos la bienvenida, y jinetes sobre cabalgaduras enjaezadas a la berberisca nos acompañaron durante el último trayecto. Los curiosos se fueron agolpando en las cunetas del camino para observar con asombro aquella caravana de camellos y negros. Había dado la orden de que todos fueran adornados con sus mejores galas. Teníamos que causar una excelente impresión como representantes del reino del Mali. Y bien que lo hemos conseguido. Una muchedumbre nos esperaba a las puertas de la ciudad. Se había extendido la noticia de nuestro ostentoso exotismo y bajaban para comprobar si era tanta la magnificencia. Todos saben que el oro, el marfil y los esclavos que el reino precisa para su prosperidad procede del remoto país de más allá del desierto, habitado por negros ricos y poderosos que construyen sus palacios a las orillas de un río llamado Níger. Un río misterioso que se adentra en el desierto para regarlo y fecundarlo. Sólo el gran Nilo puede comparársele en caudal y dimensión.

Todos me señalaban. ¿Cómo podía ser blanco el gran embajador del rey de los negros? Y el rumor propagó mi identidad. Abu Isaq Es Saheli, el granadino. Es Saheli, el poeta, Es Saheli, el alarife constructor de palacios famosos y mezquitas de ensueño que, desde el Níger, compiten con los mismísimos de Al Ándalus, la tierra del refinamiento y la sensibilidad. El pueblo aclamaba con saludos alegres nuestro paso. Nos enderezamos sobre nuestras monturas. El emperador Kanku Mussa se hubiera sentido orgulloso de sus súbditos, agasajados por los habitantes de la Fez imperial. Entre vítores y aclamaciones, llegamos hasta donde nos aguardaba el séquito de bienvenida, encabezado por Jamil, visir del sultán. Me ayudaron a bajar del camello y me dirigí solemne hacia él. Nos besamos en las mejillas y agradecimos a Alá el habernos permitido culminar tan lejana embajada.

—Debéis estar muy cansados. Os alojarán en palacios dignos del reino amigo. Esta noche ofreceré una cena en vuestro honor. Mañana por la mañana el sultán os recibirá.

Y aquí, alojado en mi palacio cordobés de Fez, escribo esta
Rihla
que quizá preserve para la historia las miserias de mi existencia. La cena que nos ofreció el visir Jamil fue exuberante en manjares y exquisita en presentación. El mandatario, conocedor de nuestro cansancio, no la prolongó en demasía. Se lo agradecí. Hemos preparado mi encuentro con el sultán. Mañana asistiré a la gran recepción que el monarca concede a sus principales cargos cada año por estas fechas. Le seré presentado y se me concederá una posterior cita para despachar los negocios que atañen a la embajada. Hasta ahora todo marcha según lo previsto. Puedo descansar y escribir estas líneas antes de meterme en la cama. Le agradezco a Alá los favores que me concede, clemente con mis pecados. Porque no todo lo que hice en el camino de mi vida estuvo acorde con las enseñanzas del Profeta. La pasión de la juventud y el ardor de mi sangre me empujaron en más ocasiones de las recomendables a explorar caminos prohibidos. Pero, desde la indulgencia de la madurez, no puedo condenarme. ¡Eran tan dulces los caminos del desvarío! Y Granada, la sensual, ¡tan inspiradora de juegos voluptuosos!

En mi adolescencia, me gustaba subir por el Darro hacia la montaña, donde la ciudad terminaba y el aire era más puro y los sonidos más armoniosos. Más allá del último puente no se oía al mercader proclamar su mercancía, ni al heraldo vocear su pliego. Tan sólo el canto lejano del almuecín y su llamada a la oración interrumpían el cantar de los pájaros y el rumor del torrente. Disfrutaba de aquella soledad tumbado en la sombra de la ribera, o sesteando bajo la copa de algún frutal. Abajo quedaba la ciudad y su bullicio. Algunas tardes me llevaba un libro. Los estudios me empujaron a frecuentarlos. En la penumbra húmeda de fresnos y álamos me refugiaba para comulgar a solas con poemas de siempre. Me gustaban en especial los poemas de Ibn Quzmán de Córdoba, el más descarado y pecaminoso de los poetas. Lo hacía en secreto, en mi escondite del Darro, ya que tenía prohibida su lectura. Se suponía que el poeta cordobés era demasiado licencioso y pervertido para un joven como yo. Ibn Quzmán cantaba al vino, a los excesos, al amor ilícito con mujeres y con hombres. Cualquier desvarío tenía cobijo bajo su pluma descarada.

—Ibn Quzmán —les contaba a mis amigos— llevaba el atuendo inmaculado y blanco, pero tenía un alma sucia y negra. Era bohemio y vicioso. Los alfaquíes no lograron domarlo ni acallar su voz de escándalo.

Y ante su mirada extasiada les leía en voz alta, entonando como un rapsoda, alguno de sus poemas báquicos.

El vino me es grato de gustar

y al amante me agrada abrazar.

Aún hoy admiro al poeta del vino y el placer. En ninguna otra tierra del Dar es Islam me encontré con nadie parecido. Sólo en ese Al Ándalus de costumbres luminosas y antiguas, el vino está tolerado y cantado. Pero Ibn Quzmán lo glosó en la época de los almorávides, cuando aquellos monjes guerreros del desierto de la Mauritania, en su fanatismo ciego, pretendieron ahogar nuestra forma de ser. El poeta los despreciaba, por rudos y zafios, y los llamaba camelleros y salvajes. Milagrosamente, logró salvar su vida y sortear su censura. Fue hace más de dos siglos cuando los andaluces los reclamamos para contener el avance cristiano, pero terminaron siendo nuestros peores verdugos. Dicen que Almutamid, el rey poeta de Sevilla, ante la alternativa de optar entre los africanos o los reyes castellanos, pronunció una frase que se revelaría profética: «Antes prefiero ser camellero de los almorávides que porquero de los cristianos». No sabemos si se arrepintió de su decisión. Los almorávides decidieron quedarse con Al Ándalus. Apresaron al monarca sevillano y lo exiliaron a Agmat, una aldea cercana a Marrakech situada en las estribaciones del Atlas. Allí murió y fue sepultado. Hace apenas una semana conocí su sepulcro. Acabábamos de atravesar las colosales montañas del Atlas y decidimos otorgar un día de descanso a nuestra caravana. Aproveché esa jornada para cabalgar hasta Agmat. Allí yacía el gran Almutamid, otro andaluz exiliado, otro poeta perseguido. Lloré de emoción ante la tumba del monarca. Me encontraba postrado cuando un ciego comenzó a recitar algunos de los poemas del rey. Jamás me había sentido tan en comunión con unos versos. Resonaron con la sublime transparencia de la emoción.

Yo era el aliado del rocío,

señor de la tolerancia, querido por las almas.

Mi mano derecha era generosa en el regalo

y cruenta en el combate.

Mi mano izquierda sujetaba las riendas

que guiaban a los hombres al combate.

Hoy soy rehén de estas cadenas;

de la pobreza, de la deshonra. Ave de alas rotas.

Ave de alas rotas. Aliado del rocío. Qué bien lo comprendo. Como Almutamid, transité caminos prohibidos. El monarca fue un enamorado valiente. Nadie le hizo gozar un amor más extremo que su amante Abenámar. Varón con varón, el pecado nefando de los Libros. Sin embargo, él, como Ibn Quzmán y tantos otros poetas andaluces, cantaron la pasión de los amoríos con efebos. Pero la política rompió sus días de miel y rosas. El rey terminaría encarcelando a su antiguo amante. Del amor al odio sólo hay un pequeño paso. También el destino fue cruel con el monarca. Finalizaría sus días en una prisión almorávide. Los caminos de Alá son inescrutables.

Después de mi espantada de la casa de la viuda Jatima, yo no había vuelto a experimentar el vértigo de la pasión. Huelo a deseo, me dijo enigmática aquella tarde en la que descubrí su inquietante aroma. Pasaron años sin que lo volviera a percibir. La sangre del niño se inflama más con las albricias del juego que con los requerimientos de la hembra. A los comienzos de la adolescencia cambió mi carácter. Me hice algo más taciturno, gustaba leer en soledad. Frecuentaba menos a mi padre, tras los fastos de su segunda boda. Mi admiración hacia él disminuía a medida que los años pasaban. Tampoco soportaba el estar encerrado en mi casa. Mi madre no se había adaptado a la postración que suponía el ser la segunda en las preferencias de su marido. Su nueva mujer, Azahara, hija de Osmán, apenas unos años mayor que yo, saciaba su capacidad de amor. Para mi madre solo guardaba las sobras, y eso la humillaba. Pero resignada, guardaba silencio. Era la costumbre, era la Ley.

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