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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (5 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Señor —le comenté tras mi saludo—, nuestro emperador, Kanku Mussa, que Alá lo apoye y guíe, quiere que sus mercados estén abiertos para las caravanas de su reino. Para ello debéis garantizamos la seguridad de la ruta. En los últimos tiempos las caravanas son atacadas por bandoleros tuaregs. Nos tememos que están al servicio de vuestro enemigo, el rey Abu Tasufin.

El rostro de Abu l-Hasán se contrajo por el odio. Acababa de mentar su más atroz pesadilla.

—Ese maldito pirata. Desde su guarida de Tremecén no deja de robarme.

Así es. El Magreb musulmán está dividido en dos grandes reinos. Los hafsíes de Ifriquiya y los benimerines de Fez. En medio de estos grandes poderes se encuentran los zayyadíes de Tremecén, que logran sobrevivir en difícil equilibrio con unos y los otros. Abu Tasufin, rey de Tremecén, ha conseguido estabilizar un reino que compite con los meriníes en el control del Mediterráneo y las rutas del desierto. Los propios granadinos, aliados naturales de los meriníes, no dudan en comerciar con los zayyadíes. La tensión entre Fez y Tremecén ha crecido en los últimos tiempos, y esa beligerancia se ha trasladado a la zozobra de las caravanas, auténtico cordón umbilical de la economía de los reinos. Quien controla las rutas del desierto, tiene el oro y el poder.

El monarca, haciendo un gran esfuerzo por contenerse, añadió:

—Es importante que nos reunamos en los próximos días. Lamento ahora tener que interrumpir la conversación. Debo saludar a otros invitados. Tenemos mucho de qué hablar. No permitiremos que los malditos de Tremecén, que Alá castigue, saqueen las caravanas que nos unen.

Tras una reverencia, me aparté del monarca. La ira de sus ojos desmentía la calma aparente que su dignidad exigía. En su interior rumiaba la venganza contra sus enemigos. Los comerciantes meriníes y zayyadíes llevan lustros rivalizando por los mercados granadinos y el control de las rutas caravaneras. Pero esa competencia tradicional se ha ensuciado con armas y robos. Los de Tremecén están burlando los acuerdos suscritos años atrás por ambos reinos. La guerra no tardará en estallar.

Dediqué el resto de la recepción a saludar caras nuevas. Me impresionó la erudición de alguno de sus sabios y la cortesía de sus visires. Tuve una agradable sorpresa. Me encontré con varios cortesanos granadinos que me pusieron al día de los asuntos de mi ciudad. Desde 1333, hace ya cuatro años, reina en Granada el rey Yusuf I. Según me han contado, ha conseguido estabilizar la tumultuosa política granadina. Apenas me había separado de ellos cuando un hombre de edad media y acentuada barriga se acercó hasta mí con sonrisa resplandeciente. Sin otro preámbulo, se presentó.

—Soy Hamet, comerciante de telas. Las mejores, las andaluzas. Las más finas, las de seda y lino. Las de lana son más bastas, pero también alcanzan buen precio.

Pensé responderle que gracias a las mantas de lana podíamos sobrevivir a las heladas noches del desierto. Pero desistí de iniciar una discusión estéril.

—Yo soy Abu Isaq Es Saheli.

—Lo sé. Todo Fez habla con asombro de ti.

—Los recién llegados siempre somos novedad. Mañana nadie me recordará.

—Te equivocas. No llegan todos los días poetas andaluces tan afamados. Y menos si son embajadores del gran rey negro. Dime, ¿cómo lo conseguiste?

—Es una larga historia…

—Que comienza con tu exilio de Granada.

Me incomodó la curiosidad de aquel locuaz mercader de telas. ¿Cómo podía saber tanto de mí? Extrovertido, seguro de sí, apoyaba sin pudor las manos sobre su vientre prominente. Recordé a los comerciantes de especias de mi infancia, siempre escudriñadores de vidas ajenas.

—Sí, me exilié de Granada. Tuve que salir en 1322, hace ya quince largos años.

—¿Motivos políticos?

—No, pecados de juventud.

Hamet sonrió malicioso y cómplice. Su interés pareció ir en aumento.

—A buen seguro que sedujiste a la esposa de algún principal que te juró venganza. Sólo el galope de tu caballo y el brazo del mar te salvarían de su espada vengadora.

—No, no fue exactamente así.

—Tu historia me suscita un vivo interés. Pero ahora no podemos continuar, y bien que lo siento. Otros invitados desean conocerte, y yo he de saludar a aquellos comerciantes de Tánger. Son algo elementales, pero me compran género cada año. No quiero perderme el sabroso placer de conocer tu vida. ¿Quieres cenar mañana en mi humilde casa?

No tengo otra cosa que hacer, salvo esperar el despacho con el sultán. Sé que tendré que permanecer en Fez algunos días, quizá semanas, hasta que todos los asuntos que debemos tratar hayan sido resueltos. El monarca me puede requerir en cualquier momento. Por eso he aceptado la invitación del simpático parlanchín. Al fin y al cabo, también quiero aprender algo de las costumbres de los cortesanos meriníes.

—Asistiré a tu cena, muchas gracias.

—Mis criados irán a recogerte y te guiarán hasta mi domicilio.

Nos despedimos. Mientras observaba cómo se alejaba Hamet, me sorprendí ante el hecho de que ya supiera dónde me hospedaba. Apenas llevo un día en la ciudad, y todos sus habitantes parecen conocer de mí.

VI

A
L MU’MIN
, EL GUARDIÁN DE LA FE

Vuelvo atrás, hasta los años en los que dejaba de ser adolescente y buscaba seguridades que cimentaran una vida todavía equívoca. El incidente de Abdalá con el músico ambulante y mi cobarde traición me empujaron a la tortura de los remordimientos. Mi amigo había desaparecido de Granada, y yo me sentía culpable. Fui un cobarde y deseaba recuperar la dignidad perdida. Necesitaba verdades como rocas, precisaba de referencias sólidas como montañas para superar la inseguridad que me diluía y atormentaba. Ansiaba encontrar un espejo en el que moldear la silueta de mi personalidad. Buscaba, pero no hallaba. Acudí al Corán, nuestro libro sagrado. Aunque lo había estudiado desde pequeño e incluso había memorizado algunas de sus suras, no fue hasta entonces cuando descubrí la poesía que encerraban sus aleyas. Leía
El engalanó el cielo con lámparas
, miraba a las estrellas desde la azotea de mi casa y lloraba de emoción por la antiquísima belleza de esos versos tan simples como lucecitas, pero vastos como el universo entero. En momentos de zozobra, cuando las brumas de las dudas impedían que divisara la luz, paseaba por los jardines de la ciudad y el Libro me guiaba soberbio hasta los puertos del reposo y la seguridad: «
¿No hicimos de la Tierra lecho y de las montañas estacas? Y os creamos por parejas, hicimos de vuestro sueño reposo, de la noche vestido, del día medio de subsistencia. Y construimos siete cielos firmes sobre vosotros y colocamos una lámpara resplandeciente. E hicimos bajar de las nubes un agua abundante para, mediante ella, producir grano, plantas y exuberantes jardines
». Y después, cuando llovía, salía a la calle, miraba al cielo, abría los brazos y lloraba agradecido por la generosidad del Creador. Recé con los sentidos y jamás me sentí tan cerca de Alá como aquellos años en los que la verdad era única y precisa. Casi pude alcanzarla con la mano. Supe de la fuerza divina de la palabra; vibré con sus rimas, sus métricas y sus secretos. Y soñé con ser poeta. Escribí los primeros poemas al cielo, a los pájaros y los árboles. Los versos sublimaban mi débil ánimo, pero eran piedra de escándalo para el maestro coránico. El imán de la mezquita me reprendió por lo que consideraba frívolo y disperso.

—Sólo el Altísimo merece ser cantado. No malgastes tu inteligencia en cantos mundanos.

Pero no podía evitarlo. Intenté reprimir la poesía que llevaba dentro, pero manaba impulsiva al mínimo latido de la inspiración. Aprendí a recitarla en silencio, y terminaba siempre con un agradecimiento al único Dios. Y supe que no pecaba, pues, ¿cómo iba a oponerse el Creador de la belleza a la loa de su propia obra? Recordaba las palabras de Alá en boca de Mahoma: «
Di: ¿Quién ha prohibido los adornos de la vida que el mismo Alá creó para sus siervos
?». Pero no recitaba en alto, temeroso de contradecir a aquel hombre bueno que se esforzaba en instruirme en la senda del Corán. Sin que nadie se percatara, me convertí en poeta. La semilla de la poesía agarró con fuerza en mí ser. Y como no podía brotar para fuera, fue enraizando hacia dentro. Al igual que los fríos dan suelo al brote de trigo, el silencio forzado interiorizó mi vocación. No escogí la poesía. Fue ella la que me escogió para siempre.

No compartía esos pensamientos con nadie, y menos aún con el alfaquí. Temía sus reproches por mis desvaríos, a pesar de la bondad que emanaba. Me limitaba a repetir sus enseñanzas y a memorizar suras y hadices. Una tarde, tras una lectura del Corán, aquel hombre de corazón inflado por amor de Alá consideró que yo ya estaba maduro para volar hasta cielos más altos.

—Abu Isaq, te he enseñado todo lo que sé. El odre de tu inteligencia puede albergar mucha más sabiduría de la que puedo aportarte. Debes saciarte en otras fuentes más profundas y caudalosas.

Y me recomendó a Mohammed Banna, el imán de la Mezquita Aljama, centro religioso y cultural de la ciudad. Sólo los alumnos destacados por su precocidad e inteligencia llegaban hasta tan alta madraza. Supe reconocer el honor que se me concedía. ¿Estaría a la altura de mis compañeros? Recuerdo como si fuera hoy mismo la mañana en que me dirigí hacia mi nuevo preceptor. Recorrí temeroso la Gran Mezquita, la construcción que iniciara, trescientos años atrás, el nieto de la maga, el africano Zawi ibn Ziri, destructor de Medina Azahara y de Córdoba. Los ziríes, sus descendientes, la fueron enriqueciendo. Recias puertas de madera de castaño y fragante cedro del Atlas flanqueaban sus entradas. Su majestuosa riqueza invitaba al creyente a orar. Tenía once naves rematadas por tejados a dos aguas, sostenidas por hileras de treinta columnas de mármol blanco de Macael y coronadas por capiteles califales
cordobeses
. Una gran fuente gobernaba el centro de su patio de abluciones y el famoso Gallo del Viento remataba su alminar principal. Sobre los muros de la mezquita, se adosaban los tenderetes de los testigos juramentados y de los drogueros.

Mohammed Banna se encontraba sentado sobre la alfombra, rodeado de alumnos a los que iniciaba en las ciencias divinas. Me costó distinguir sus rostros a través del velo de la penumbra.

Levantó su mirada al oír mis pasos. Me escrutó de arriba abajo.

—¿Eres Abu Isaq Es Saheli, el hijo del alamín de los perfumeros?

—Sí, señor.

—Tu alfaquí me ha hablado bien de ti. Dice que muestras un gran fervor en tus plegarias. Eres precoz en la memorización y comprensión de los textos coránicos, y tienes una viva capacidad para la escritura y la rima. ¿Es cierto?

—Mi maestro es generoso. A él debo lo poco que sé.

Yo estaba de pie, mientras que el gran Banna y sus alumnos permanecían sentados. Me sentí examinado, ajeno a aquel grupo de escogidos.

—¿Cuál es el principio del islam?

Me sorprendió aquella pregunta tan simple con la que parecían querer ponerme a prueba.


La ilâha illâ Allâh. Muhammad
… No hay Dios si no Alá, y Mahoma es su profeta.

—¿Y sus pilares?

No daba crédito a aquel humillante interrogatorio. Hasta un niño de cinco años sabría responderlo.

—Los pilares del islam son cinco. La fe, la oración cinco veces al día, la limosna, el ayuno durante el mes del Ramadán y la peregrinación a La Meca una vez en la vida.

—Muy bien.

La felicitación por algo tan simple aún me humilló más. No comprendía el por qué de tales obviedades.

—¿Quién escribió el Corán?

—Señor, ya estudié estas cuestiones hace años. No sé si mi maestro le ha explicado el nivel de los conocimientos que poseo…

Banna me interrumpió con autoridad. Quería dejar claro que allí era él quien mandaba.

—Te estoy preguntando, limítate a responder con buen criterio. Tengo mucho interés en comprobar tu nivel de conocimientos. ¿Quién escribió el Corán?

Advertí las sonrisas maliciosas que apuntaron algunos de los estudiantes. Estaba siendo puesto a prueba, y les halagaría que cayese en el ridículo más espantoso. Mi ignorancia resaltaría su sabiduría; mi fracaso, su éxito. Decidí, pues, seguir el juego. Conocía bien las leyes del islam y no me costaría superar aquellas tontas preguntas.

—Mahoma, el Profeta, escribió el Corán, reflejando las revelaciones de Alá.

La expresión de satisfacción que apareció en los rostros del maestro y sus alumnos me hizo comprender el error antes de que fuera recriminado con orgullo por el propio Banna.

—Muhammad no escribió el Corán. El Libro es la palabra de Dios. El autor es el propio Alá. Muhammad es, simplemente, el receptor de su revelación.

Mi derrota fue su victoria. Ellos eran sabios, yo un pretencioso aprendiz.

—Joven, no eres más que un engreído que has venido con soberbia a reclamar una plaza que no mereces.

—Yo, yo…, eso lo sabía —quise justificarme—. Lo dije así para presumir.

—Sigues redundando en tu orgullo. No eres digno de estar entre nosotros. Tu falta de humildad te ha impedido dar las respuestas adecuadas. Sé de vosotros, jóvenes impetuosos, y de vuestra jactancia. Os creéis poseedores de la sabiduría, cuando no llegáis a intuirla, siquiera. Quise abreviar, me dices. ¿Quién te pidió que lo hicieras? Has tropezado en la piedra de los vanidosos. Entraste en la mezquita sintiéndote un elegido, y pensaste que te humillábamos al requerir tus conocimientos. Mira en lo que has caído. En objeto de mofa de los humildes que superaron la misma prueba que resultó imposible para ti. Vete ahora, a nadie contaremos tu engreimiento y error. Que Alá ilumine tu razón y ahogue tu soberbia.

Dicha la sentencia, bajó la cabeza y comenzó a recitar el Corán. Los estudiantes escogidos lo siguieron con orgullo. Yo desaparecí para todos ellos. Era un gusano, un molesto moscardón al que acababan de espantar con un manotazo. Aún permanecí unos segundos de pie, humillado hasta en el último átomo de mi ser, incapaz de reaccionar. Di la vuelta, sintiéndome miserable y estúpido. Supe por vez primera de la aflicción de los proscritos. Salí a la calle. Avergonzado, creí que todos los rostros se volvían hacia mí. Humillado, vejado, corrí con la cabeza baja. Sólo quería huir. La última sanguijuela de los estanques putrefactos, la última rata de las alcantarillas infectas, sería más grata que yo ante los ojos de Alá. ¿Cómo se lo explicaría al alfaquí que me educó? ¿Cómo reaccionaría mi padre, que tanto se había afanado en mi formación religiosa?

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