Prosiguieron la marcha en las postrimerías de la brumosa noche. Sparhawk admitía para sí que el plan que tan apresuradamente habían concebido tenía escasas posibilidades de éxito. Aunque Tynian pudiera invocar los espectros de los thalesianos muertos, no había garantía alguna de que los espíritus conocieran el lugar exacto donde reposaban los restos del rey Sarak. Todo aquel viaje podía resultar fútil y servir únicamente para consumir el escaso tiempo de vida que le quedaba a Ehlana. Entonces tuvo una idea, y adelantó el caballo para hablar con Sephrenia.
—Se me acaba de ocurrir algo —le dijo.
—¿Qué es?
—¿Es generalizado el conocimiento del encantamiento que utilizasteis para envolver a Ehlana?
—Casi nunca se lleva a la práctica por los peligros que implica —respondió la mujer—. Tal vez lo conozcan unos cuantos estirios, pero dudo que cualquiera de ellos se atreva a utilizarlo. ¿Por qué lo preguntáis?
—He pensado que, si nadie aparte de vos está dispuesto a hacer uso del hechizo, entonces es bastante improbable que alguien más esté al corriente de la limitación de tiempo.
—Es cierto. No deben de saberlo.
—Con lo cual nadie está en condiciones de informar de ello a Annias.
—Así es.
—De manera que Annias ignora que nos queda tan poco tiempo. Por lo que él sabe, el cristal podría mantener indefinidamente con vida a Ehlana.
—No estoy segura de que ello represente una ventaja concreta, Sparhawk.
—Ni yo, pero es algo que hemos de tener en cuenta. Puede que algún día nos sirva.
El cielo iba cobrando claridad por el este, al tiempo que la niebla se arremolinaba en manojos cada vez más finos. Faltaba alrededor de media hora para el amanecer cuando Berit llegó al galope por la retaguardia. Llevaba su cota de malla y capa azul, y su hacha de guerra pendía a un costado de la silla. Sparhawk caviló casi ociosamente que el joven novicio necesitaría pronto instrucción en el manejo de la espada, antes de que tomara demasiado apego a esa hacha.
—Sir Sparhawk —anunció, tirando de las riendas—, hay una columna de soldados eclesiásticos aproximándose a nosotros. —El sudor se evaporaba del cuero de su caballo entre la fría niebla, tras el esfuerzo de la carrera.
—¿Cuántos? —le preguntó Sparhawk.
—Unos cincuenta y vienen a galope tendido. Los vi acercarse en un momento en que había despejado la niebla.
—¿A qué distancia?
—A poco más de un kilómetro. Están en ese valle que acabamos de dejar.
—Creo que se impone una pequeña modificación en nuestros planes —decidió Sparhawk, tras un momento de reflexión. Miró en derredor y vio una oscura mancha entre la ondulante bruma, a la izquierda—. Tynian —señaló—, me parece que eso de ahí es un bosque. ¿Por qué no os lleváis a los demás y cruzáis ese campo y os adentráis entre los árboles antes de que los soldados nos den alcance? Vendré enseguida. —Sacudió las riendas de
Faran
—. Quiero hablar con sir Olven —dijo al gran ruano.
Faran
movió con irritación las orejas y luego bordeó la columna al galope.
—Nos separaremos de vos aquí —comunicó Sparhawk al caballero de rostro plagado de costurones—. Hay medio centenar de soldados eclesiásticos detrás de nosotros. Quiero hallarme oculto antes de que estén a nuestra altura.
—Buena idea —aprobó Olven, poco propenso siempre a derrochar las palabras.
—¿Por qué no los obsequiáis con una pequeña carrera? —sugirió Sparhawk—. No podrán saber que no estamos en la columna hasta haberos alcanzado.
Olven sonrió tortuosamente.
—¿Hasta Demos? —inquirió.
—Eso estaría bien. Cortad a campo traviesa antes de llegar a Lenda y retomad de nuevo el camino al sur de la ciudad. Me consta que Annias también tiene espías en Lenda.
—Buena suerte, Sparhawk —le deseó Olven.
—Gracias —dijo Sparhawk, estrechando la mano del caballero del rostro marcado de cicatrices—. Estoy seguro de que la necesitaremos. —Se apartó del camino y la columna lo adelantó con estruendoso galope.
—Veamos a qué velocidad llegas a ese bosquecillo de allí —desafió Sparhawk a su desabrida montura.
Faran
resopló burlonamente y emprendió una desenfrenada carrera.
Kalten esperaba en el linde de la arboleda, con su grisácea capa confundida con las sombras y la niebla.
—Los otros están en los bosques —informó—. ¿Por qué galopa de esa manera Olven?
—Yo se lo he pedido —respondió Sparhawk, bajando del caballo—. Los soldados no sabrán que hemos abandonado la columna si Olven conserva un kilómetro o dos de ventaja.
—Eres más listo de lo que pareces, Sparhawk —aprobó Kalten, desmontando—. Esconderé más los caballos. Podrían advertir el vapor que desprenden. —Miró con ojos entornados a
Faran
—. Dile a esta horrible bestia tuya que no me muerda.
—Ya lo has oído,
Faran
—indicó Sparhawk a su caballo de batalla.
Faran
abatió las orejas.
Mientras Kalten retiraba los caballos entre los árboles, Sparhawk se tendió boca abajo detrás de un arbusto. El bosquecillo no se hallaba a más de cincuenta metros del camino; al disiparse la niebla con el advenimiento de la mañana, vio claramente que nadie transitaba la vía que acababan de dejar. De pronto, un soldado de roja túnica apareció al galope procedente del sur. Cabalgaba muy tieso y tenía el rostro extrañamente inexpresivo.
—¿Un explorador? —susurró Kalten, arrastrándose tras él.
—Es más que probable —contestó Sparhawk, también susurrando.
—¿Por qué susurramos? —preguntó Kalten—. Nosotros no oímos el ruido de los cascos de su caballo.
—Tú has comenzado.
—La fuerza de la costumbre, supongo. Siempre lo hago cuando me escondo.
El explorador refrenó su montura en la cima de la colina y luego volvió grupas para desandar el camino corriendo a rienda suelta. Su expresión seguía imperturbable.
—Va a reventar el caballo si continúa a esa velocidad —observó Kalten.
—Es su caballo.
—Eso es verdad, y es él el que habrá de andar cuando el animal se desmorone.
—A los soldados eclesiásticos les conviene caminar. Eso les enseña a ser humildes.
Unos cinco minutos después, los soldados de la Iglesia pasaron ante ellos, con sus rojas túnicas oscurecidas por la luz del alba. Acompañando al cabecilla de la columna iba una escuálida figura cubierta con sayo y capucha negros. Tal vez fuera una imagen engañosa debida a la velada luz del amanecer, pero de la capucha parecía emanar un tenue resplandor verdoso y la espalda de aquel individuo parecía deforme.
—No cabe duda de que no quieren perder de vista a esos caballeros —señaló Kalten.
—Espero que tengan buena estancia en Demos —comentó Sparhawk—. Olven mantendrá la ventaja durante todo el camino. He de hablar con Sephrenia. Regresemos junto a los otros. Nos quedaremos quietos alrededor de una hora hasta tener la certeza de que los soldados están fuera de la zona y después reanudaremos la marcha.
—Buena idea. De todas maneras me siento predispuesto a tomar el desayuno.
Condujeron los caballos por húmedos bosques hasta una pequeña depresión en cuyo centro brotaba entre helechos una fuente de escaso caudal.
—¿Han pasado? —preguntó Tynian.
—Al galope —repuso Kalten sonriendo—. Y apenas han mirado los contornos. ¿Tiene alguien algo que comer? Me muero de hambre.
—Yo tengo una tajada de tocino entreverado crudo —ofreció Kurik.
—¿Crudo?
—El fuego produce humo, Kalten. ¿De veras queréis llenar de soldados estos bosques?
Kalten suspiró.
—Hay alguien… o algo… cabalgando con esos soldados —anunció Sparhawk, mirando a Sephrenia—. Me ha causado un sentimiento de inquietud, y creo que era la misma criatura que entreví anoche.
—¿Podríais describirlo?
—Es bastante alto y extremadamente delgado. Tiene la espalda como deformada y lleva un sayo negro con capucha, con lo cual no he podido verlo en detalle. —Frunció el entrecejo—. Esos soldados eclesiásticos de la columna parecían medio dormidos. Por lo general ponen más atención en lo que hacen.
—Esa criatura que habéis visto —dijo con semblante serio Sephrenia—, ¿tenía algo de particular?
—No estoy en condiciones de asegurarlo, pero su cara parecía despedir una especie de luz verdusca. Anoche también reparé en ello.
—Me parece que será mejor que partamos de inmediato, Sparhawk —aconsejó la mujer, con expresión preocupada.
—Los soldados no saben que estamos aquí —objetó.
—Lo sabrán dentro de poco. Acabáis de describir a un Buscador. En Zemoch los utilizan para perseguir a los esclavos fugitivos. El bulto de la espalda lo producen las alas.
—¿Alas? —se extrañó Kalten—. Sephrenia, ningún mamífero tiene alas… salvo los murciélagos.
—Esto no es un mamífero, Kalten —replicó—. Es más semejante a un insecto…, aunque ninguna palabra designa con exactitud las criaturas que invoca Azash.
—No creo que debamos preocuparnos por un simple bicho —restó importancia el caballero.
—Con esta criatura concreta, sí. Apenas tiene algo semejante a un cerebro, pero eso da igual, porque Azash le infunde su espíritu y sus pensamientos. Puede ver a gran distancia en la niebla y la oscuridad. Tiene oído muy fino y un agudo olfato. En cuanto esos soldados divisen la columna de Olven, sabrá que no cabalgamos con los caballeros. Los soldados retrocederán de inmediato.
—¿Estáis diciendo que los soldados eclesiásticos acatarán órdenes de un insecto? —inquirió, incrédulo, Bevier.
—No tienen opción. Ahora carecen de voluntad propia. El Buscador los controla por completo.
—¿Cuánto duran los efectos? —le preguntó.
—Mientras duren sus vidas…, las cuales no suelen prolongarse mucho. Tan pronto como deja de necesitarlos, los consume. Sparhawk, corremos un grave peligro. Partamos sin dilación.
—Ya la habéis oído —corroboró, ceñudo, Sparhawk—. Salgamos de aquí.
Dejaron atrás la arboleda a galope medio y cruzaron un amplio y verde prado donde unas vacas moteadas de marrón y blanco pacían con las rodillas hundidas en la hierba. Sir Ulath situó su montura al lado de Sparhawk.
—No es asunto de mi incumbencia —dijo el caballero genidio de enmarañado pelo—, pero teníais veinte pandion con vos allá. ¿Por qué no habéis vuelto grupas y eliminado simplemente a esos soldados y su bicho?
—Cincuenta soldados muertos esparcidos en la orilla de un camino llamarían la atención —explicó Sparhawk— y las tumbas recientes son también demasiado llamativas.
—Tiene sentido, supongo —repuso Ulath con un gruñido—. El hecho de vivir en un reino superpoblado tiene sus propios inconvenientes, ¿no es cierto? Allá en Thalesia, los trolls y ogros suelen dar cuenta de ese tipo de cosas antes de que alguien pase por allí.
—¿De veras comen carroña? —preguntó Sparhawk, estremecido, atisbando por encima del hombro posibles señales de persecución.
—¿Los trolls y ogros? Oh, sí…, siempre que la carroña no esté demasiado putrefacta. Un rollizo soldado eclesiástico serviría para alimentar a una familia de trolls durante una semana más o menos. Ése es uno de los motivos por los que en Thalesia no hay muchos soldados eclesiásticos ni muchos cementerios de éstos. La cuestión es, sin embargo, que no me gusta dejar enemigos vivos tras de mí. Esos soldados eclesiásticos podrían volver para darnos caza y, si esa criatura que los acompaña es tan peligrosa como afirma Sephrenia, deberíamos haber acabado con ella mientras teníamos ocasión de hacerlo.
—Tal vez tengáis razón —admitió Sparhawk—, pero ahora es demasiado tarde, me temo. Olven está demasiado lejos. Lo único que podemos hacer es acelerar el paso y confiar en que los caballos de los soldados caigan exhaustos antes que los nuestros. Hablaré un poco más con Sephrenia respecto a ese Buscador. Tengo la impresión de que hay cosas sobre él que no me ha revelado.
Tras una jornada de dura marcha, no percibieron señales de que los soldados los siguieran.
—Hay una posada más adelante —anunció Kalten cuando el crepúsculo se instalaba sobre el ondulado terreno—. ¿Queréis pernoctar en ella?
Sparhawk miró a Sephrenia.
—¿Qué opináis?
—Solamente unas horas —aconsejó—, el tiempo suficiente para dar de comer a los caballos y dejar que descansen un poco. El Buscador ya sabe que no estamos con esa columna y es seguro que nos seguirá el rastro. Hemos de seguir avanzando.
—Podríamos al menos cenar —añadió Kalten— y dormir tal vez un par de horas. Llevo muchas horas despierto. Además, podríamos conseguir alguna información si formulamos las preguntas acertadas.
La posada estaba regentada por un delgado hombre de animado talante y su regordeta y jovial esposa. Era un lugar acogedor y esmeradamente limpio. La gran chimenea del fondo de la sala principal no humeaba y había juncos frescos en el suelo.
—No vemos mucha gente de la ciudad en estos parajes recónditos del campo —comentó el posadero, sirviendo una bandeja de carne de vaca asada— y muy raramente caballeros… Al menos, deduzco por vuestra vestimenta que sois caballeros. ¿Qué os trae por estas tierras, mis señores?
—Nos dirigimos a Kelosia —mintió sin esfuerzo Kalten—. Asuntos eclesiásticos. Como teníamos prisa, decidimos cortar a campo traviesa.
—Hay un camino que lleva a Kelosia, unas tres leguas al sur —informó amablemente el posadero.
—Los caminos dan muchas vueltas —adujo Kalten— y, como os he dicho, tenemos prisa.
—¿Algún suceso de interés por la comarca? —preguntó Tynian sin mostrar apenas curiosidad.
El ventero rió irónicamente.
—¿Qué puede acontecer en un lugar como éste? Los campesinos pasan el tiempo conversando sobre una vaca que murió hace seis meses. —Acercó una silla y tomó asiento en la mesa sin aguardar invitación. Exhaló un suspiro—. De joven viví unos años en Cimmura. Ése sí es un sitio donde ocurren realmente cosas. ¡Cuánto añoro su bullicio!
—¿Qué os impulsó a instalaros aquí? —inquirió Kalten, cortando una nueva tajada de vaca con su daga.
—Mi padre me dejó este establecimiento al morir. Nadie quería comprarlo, de modo que no tuve posibilidad de elección. —Frunció ligeramente el entrecejo—. Ahora que lo mencionáis —añadió, volviendo al tema anterior—, durante los últimos meses ha venido ocurriendo algo fuera de lo habitual.
—¿Ah, sí? —exclamó prudentemente Tynian.