El castillo del barón Alstrom estaba encaramado sobre un rocoso promontorio en la orilla oriental del río, a escasas leguas de la ciudad de Kadach. Era una desolada y horrible fortaleza, agazapada como un sapo bajo un cielo desapacible, cuyos altos y recios muros parecían reflejar la rígida e inquebrantable arrogancia de su propietario.
—¿Inexpugnable? —murmuró en tono de mofa Bevier mientras el caballero del jubón de malla los precedía por el terraplén que conducía a la puerta del castillo—. Podría reducir a escombros estas murallas en dos años. Ningún aristócrata arciano se sentiría seguro dentro de unas fortificaciones tan frágiles.
—Los arcianos disponen de más tiempo para construir sus castillos —señaló Sparhawk al caballero de blanca capa—. En Arcium las guerras tardan mucho más en estallar que en Lamorkand. Aquí una contienda puede gestarse en cinco minutos y lo más probable es que se prolongue durante varias generaciones.
—Ciertamente —acordó Bevier. Esbozó una sonrisa—. En mi juventud dediqué algún tiempo al estudio de la historia militar. Cuando pasé a los volúmenes dedicados a Lamorkand, me llevé las manos a la cabeza presa de desesperación. Ningún hombre con mente racional es capaz de clasificar todas las alianzas, traiciones y enemistades hereditarias que bullen justo debajo de la superficie de este desgraciado reino.
El puente levadizo tocó tierra estrepitosamente y ellos lo atravesaron con repiqueteo de cascos para desembocar en el patio de armas.
—Con vuestra venia, caballeros —anunció el lamorquiano, desmontando—, os conduciré directamente a la presencia del barón Alstrom y de Su Ilustrísima, el patriarca Ortzel. El tiempo apremia y debemos sacar a Su Ilustrísima del castillo y ponerlo a salvo antes de que el conde Gerrich monte el sitio.
—Vos primero, caballero —aceptó Sparhawk, bajando de lomos de
Faran
con el tintineo del entrechocar de acero.
Apoyó la lanza contra la pared del establo, colgó su negro escudo con repujados de plata en la silla y entregó las riendas a un mozo de cuadra.
Subieron una amplia escalinata de piedra y traspusieron las macizas puertas del castillo. El corredor que se abría ante éstas, alumbrado con antorchas, estaba construido con enormes bloques también de piedra.
—¿Has avisado a ese mozo? —preguntó Kalten, situándose junto a Sparhawk con un revuelo de capa en los tobillos.
—¿De qué?
—Del carácter de tu caballo.
—Lo he olvidado —confesó Sparhawk—. Imagino que ya lo averiguará por sí mismo.
—Seguramente ya lo ha hecho.
La estancia a la que los llevó el lamorquiano, en muchos aspectos más semejante a una armería que a una habitación habitable, distaba mucho de ser un lugar acogedor. De las paredes pendían espadas y hachas y los rincones estaban ocupados por haces de picas. Las escasas sillas situadas cerca del fuego encendido en una gran chimenea abovedada eran pesadas y sin tapizar. En el suelo, cuya dureza no amortiguaba alfombra alguna, dormitaban varios perros lobos de gran tamaño.
El barón Alstrom era un hombre de semblante severo y apariencia melancólica, con el pelo negro y la barba salpicados de gris. Llevaba cota de malla y una espada de hoja ancha prendida en la cintura. Su sobreveste era negro, adornado con intrincados bordados rojos, y, al igual que el caballero del yelmo que sugería un hocico de cerdo, iba calzado con botas.
Su escolta realizó una rígida reverencia.
—Por fortuna, mi señor, he encontrado a estos caballeros de la Iglesia a poco menos de una legua de vuestras murallas, los cuales han sido tan amables de acompañarme hasta aquí.
—¿Acaso teníamos otra alternativa? —murmuró Kalten.
El barón se levantó de la silla con un movimiento que entorpecía el estorbo de la armadura y la espada.
—Sed bien recibidos —saludó con una voz un tanto glacial—. En verdad ha sido providencial que sir Enmann os encontrara tan cerca de mi fortaleza. Las fuerzas de mi enemigo van a asediarme sin tardanza y mi hermano debe ser puesto a buen recaudo antes de que lleguen.
—Sí, mi señor —contestó Sparhawk, quitándose el negro yelmo y mirando cómo se retiraba el lamorquiano de jubón de malla—. Sir Enmann nos ha puesto al corriente de las circunstancias. ¿No habría sido tal vez más prudente, no obstante, enviar a vuestro hermano a su destino con una escolta formada con vuestras propias tropas? Ha sido sólo un encuentro fortuito lo que nos ha traído a vuestras puertas antes de la llegada de vuestros enemigos.
Alstrom sacudió la cabeza.
—Los guerreros del conde Gerrich atacarían sin duda a mis hombres. Mi hermano únicamente se hallará a salvo bajo la protección de los caballeros de la Iglesia, sir…
—Sparhawk.
—Ese nombre no nos resulta desconocido —comentó Alstrom tras un breve instante de sorpresa. Luego miró con ademán interrogativo a los demás, los cuales se apresuró a presentarle Sparhawk.
—Una comitiva compuesta por personas de muy distinta procedencia —observó Alstrom después de dedicar una somera reverencia a Sephrenia—. ¿Pero es prudente llevar una dama y dos niños en un viaje sujeto a posibles peligros?
—Esta dama es un elemento clave para cumplir nuestro cometido —respondió Sparhawk—. La niña se encuentra bajo su protección y el chico es su paje. Lady Sephrenia no se separaría de ellos bajo ningún concepto.
—¿Paje? —oyó cómo susurraba Talen a Kurik—. Me han llamado un montón de cosas, pero nunca eso.
—Calla —contestó, también susurrando, Kurik.
—Lo que me sorprende más aún, no obstante —continuó Alstrom—, es ver que todas las órdenes militantes están representadas aquí. Las relaciones entre las órdenes no han sido cordiales en los últimos tiempos, según me han dicho.
—Hemos emprendido una búsqueda cuyos resultados atañen a la Iglesia —explicó Sparhawk, quitándose los guanteletes—. Su buen desenlace es un asunto de tal urgencia que nuestros preceptores nos reunieron en un intento de asegurar el triunfo.
—La unión de los caballeros de la Iglesia, al igual que la de la propia Iglesia, debiera haberse producido hace tiempo —manifestó una voz áspera desde el fondo de la habitación.
Un eclesiástico, de humilde, casi severa sotana y sombrío y ascético rostro de hundidas mejillas salió de las sombras. Sus pálidos cabellos rubios veteados de gris le caían hasta los hombros, componiendo una línea que parecía haber cortado la hoja de un cuchillo.
—Mi hermano —lo presentó Alstrom—, el patriarca Ortzel de Kadach.
—Su Ilustrísima —dijo Sparhawk con una reverencia que hizo crujir ligeramente su armadura.
—Esa empresa eclesiástica que habéis mencionado despierta mi interés —confesó Ortzel, adelantándose hacia la luz—. ¿Qué puede haber tan apremiante como para impeler a los preceptores de las cuatro órdenes a abandonar sus viejas rencillas y mandar actuar a sus paladines como un solo hombre?
Sparhawk reflexionó un momento antes de arriesgar una respuesta.
—¿Conoce por ventura Su Ilustrísima a Annias, primado de Cimmura? —preguntó, depositando los guanteletes en el yelmo.
—Nos hemos visto —contestó concisamente Ortzel, con expresión endurecida.
—Nosotros también hemos tenido ese placer —comentó Kalten—, con una frecuencia excesiva para mi gusto al menos.
Ortzel esbozó una breve sonrisa.
—Veo que nuestras opiniones sobre el buen primado coinciden en gran medida —apuntó.
—Su Ilustrísima es perspicaz —lo halagó Sparhawk—. El primado de Cimmura aspira a una posición en la Iglesia para la cual nuestros preceptores lo consideran inadecuado.
—He oído hablar de dichas aspiraciones.
—Ése es el motivo principal de nuestra empresa, Su Ilustrísima —expuso Sparhawk—. El primado de Cimmura está profundamente implicado en la política de Elenia. La reina legítima de ese reino es Ehlana, hija del rey Aldreas. Pero ella se halla gravemente enferma, y el primado Annias controla el consejo real…, lo cual significa, por supuesto, que también controla el tesoro real. Es su acceso a dicho tesoro lo que anima sus expectativas de ascender al trono del archiprelado. Dispone de sumas casi ilimitadas y ciertos miembros de la jerarquía han dado pruebas de ser susceptibles a sus lisonjas. Es nuestra misión restablecer la salud de Ehlana para que tome nuevamente en sus manos el gobierno de su reino.
—Un impropio estado de cosas —observó con desaprobación el barón Alstrom—. Ningún reino debería estar gobernado por una mujer.
—Tengo el honor de ser el paladín de la reina, mi señor —declaró Sparhawk—, y confío en que también su amigo. La conozco desde que era niña y os aseguro que Ehlana es una mujer extraordinaria. Tiene una entereza que supera a la mayoría de los restantes monarcas de Eosia. Una vez que haya recobrado la salud, sabrá contener al primado de Cimmura. Le impedirá el acceso a los fondos del tesoro tan fácilmente como cortaría con unas tijeras un simple mechón de cabello, y, sin ese dinero, se acabarán las esperanzas del primado.
—Entonces la vuestra es una noble empresa, sir Sparhawk —aprobó el patriarca Ortzel—, pero ¿por qué os ha traído hasta Lamorkand?
—¿Puedo hablaros con franqueza, Ilustrísima?
—Desde luego.
—Hemos descubierto recientemente que la dolencia de la reina Ehlana no proviene de causas naturales, y para curarla hemos de recurrir a medidas extremas.
—Habláis con excesivos remilgos, Sparhawk —gruñó Ulath, quitándose el yelmo adornado con cuernos de ogro—. Lo que mi hermano pandion trata de decir, Ilustrísima, es que la reina Ehlana ha sido envenenada y que habremos de hacer uso de artes mágicas para reponer su salud.
—¿Envenenada? —Ortzel palideció—. ¿Sin duda no sospecharéis del primado Annias?
—Todas las evidencias señalan en esa dirección, Ilustrísima —repuso Tynian, echándose atrás la capa azul—. Los detalles son tediosos, pero tenemos pruebas fehacientes de que Annias fue el promotor.
—¡Debéis formular esas acusaciones ante la jerarquía! —exclamó Ortzel—. Si son ciertas, es un cargo monstruoso.
—El asunto se halla ya en manos del patriarca de Demos, Ilustrísima —le aseguró Sparhawk—. Creo que podemos confiar en él para que presente el caso ante la jerarquía en el momento idóneo.
—Dolmant es un buen hombre —convino Ortzel—. Acataré su decisión al respecto…, al menos por ahora.
—Tened a bien sentaros, caballeros —indicó el barón—. La urgencia de la situación en que nos encontramos me ha hecho descuidar la cortesía en el trato. ¿Puedo ofreceros alguna bebida?
A Kalten se le iluminó la mirada.
—No os preocupéis —murmuró Sparhawk, tendiendo una silla a Sephrenia.
Cuando ésta se hubo sentado, Flauta se arrellanó en su regazo.
—¿Vuestra hija, señora? —infirió Ortzel.
—No, Su Ilustrísima. Es una huérfana abandonada. Le tengo mucho cariño.
—Berit —dijo Kurik—, estamos de más aquí. Vamos a los establos. Quiero examinar los caballos. —Los dos abandonaron la estancia.
—Decidme, mi señor —preguntó Bevier al barón Alstrom—, ¿qué es lo que os ha puesto al borde de la guerra? ¿Alguna vieja disputa quizá?
—No, sir Bevier —repuso el barón, endureciendo la expresión—, ésta es una situación que tiene causas más recientes. Hará cosa de un año, mi único hijo trabó amistad con un caballero que afirmaba ser de Cammoria. Más tarde descubrí que ese hombre es un villano. Él alimentó las vanas esperanzas de mi alocado hijo de obtener la mano de la hija de mi vecino. La muchacha parecía asequible, a pesar de que su padre y yo nunca fuimos amigos. Poco tiempo después, sin embargo, Gerrich anunció que había prometido la mano de su hija a otro hombre. Mi hijo montó en cólera. Su, por así llamarlo, amigo lo incitó a no cejar y propuso un desesperado plan. Podían raptar a la muchacha, buscar a un sacerdote que quisiera casarla con mi hijo y presentar a Gerrich varios nietos con que aplacar su ira. Escalaron los muros del castillo del conde y entraron furtivamente en el dormitorio de la chica. Luego supe que el supuesto amigo de mi hijo había alertado al conde, y Gerrich y los siete hijos de su hermana salieron de sus escondrijos cuando ambos se hallaron adentro. Mi hijo, creyendo que había sido la hija del conde quien lo había traicionado, le clavó una daga en el pecho antes de que los sobrinos cayeran sobre él con sus espadas. —Alstrom hizo una pausa, con las mandíbulas comprimidas y los ojos llorosos.
»Mi hijo se hallaba sin lugar a dudas en un error —admitió, reanudando la historia— y yo no hubiera tomado medidas, a pesar de mi aflicción. Fue lo acaecido tras su muerte lo que sembró eterna enemistad entre Gerrich y yo. No contentos con matar a mi hijo, el conde y la salvaje descendencia de su hermana mutilaron su cuerpo y lo depositaron desdeñosamente a la puerta de mi castillo. Yo acusé el ultraje, pero el caballero cammoriano, en quien todavía confiaba, aconsejó obrar con astucia. Arguyendo que debía atender con urgencia ciertos asuntos en Cammoria, partió, no sin antes prometerme poner a mi disposición a dos de sus más fieles criados. Ambos llegaron hace tan sólo una semana a mis puertas para decirme que había sonado la hora de mi venganza. Encabezando a mis soldados, se dirigieron a la casa de la hermana del conde y allí dieron muerte a los siete sobrinos de éste. Posteriormente he averiguado que esos dos secuaces inflamaron a mis hombres y se tomaron ciertas libertades con la persona de la hermana del conde.
—Una manera delicada de expresarlo —susurró Kalten al oído de Sparhawk.
—Mantén silencio —lo conminó Sparhawk.
—La dama fue llevada… desnuda, me temo…, al castillo de su hermano. La reconciliación es ahora imposible. Gerrich tiene muchos aliados, al igual que yo, y la guerra generalizada se cierne sobre Lamorkand occidental.
—Una historia triste —comentó apenado Sparhawk.
—De la inminente contienda yo asumo la responsabilidad. Lo que importa ahora es sacar a mi hermano de esta casa y llevarlo a Chyrellos. En caso de que él también pereciera durante el ataque de Gerrich, la Iglesia no tendría más alternativa que enviar a sus caballeros. El asesinato de un patriarca, especialmente de uno que es un firme candidato a la ascensión al archiprelado, sería un crimen ante el que no podría cerrar los ojos. Por ello os imploro que lo protejáis en su viaje a la ciudad santa.
—Una pregunta, mi señor —dijo Sparhawk—. Las actividades de ese caballero cammoriano tienen algo que me resulta familiar. ¿Podríais describirlo a él y a sus secuaces?