—Me parece que el mundo estaría mejor sin ese Martel —afirmó Alstrom.
—Haremos cuanto podamos para arreglar ese punto, mi señor —prometió con voz cavernosa Ulath.
Sephrenia y Flauta regresaron momentos después.
—¿Habéis encontrado lo que habéis menester? —inquirió Sparhawk.
—En su mayor parte. Lo demás puedo elaborarlo. La mujer miró a Ortzel—. Quizá deseéis retiraros —sugirió—. No quisiera ofender vuestros sentimientos.
—Me quedaré, señora —contestó él fríamente—. Tal vez mí presencia impida que se lleve a cabo esta abominación.
—Tal vez, pero dudo que así sea. —Frunció los labios y clavó los ojos en la pequeña vasija de barro que había traído de la cocina—. Voy a necesitar un tonel vacío.
Sparhawk se dirigió a la puerta y cruzó unas palabras con el guardia.
Sephrenia se encaminó a la mesa y tomó una copa de cristal. Habló unos minutos en estirio y, con un quedo sonido susurrante, el recipiente se llenó súbitamente de un polvo muy parecido a la lavanda machacada.
—Afrentoso —murmuró Ortzel.
—Decidme, mi señor —consultó Sephrenia a Alstrom, haciendo caso omiso de su hermano—, tendréis brea y nafta, supongo.
—Desde luego. Forman parte del material defensivo del castillo.
—Bien. Si esto surte efecto, vamos a necesitarlas.
El soldado volvió a entrar, haciendo rodar un barril en el suelo.
—Aquí, por favor —le indicó la mujer, señalando un punto alejado del fuego.
El guardia situó el tonel boca arriba, saludó al barón y se retiró.
Sephrenia habló brevemente con Flauta y la niña asintió y se llevó el caramillo a los labios. La melodía que interpretó era extraña, hipnótica, casi lánguida.
La mujer estiria, de pie junto al barril, salmodió en estirio con la vasija en una mano y la copa en la otra y después volcó éstas sobre el tonel. Las acres especias del jarro y el polvo de lavanda de la copa fueron trasvasándose, pero ninguno de los dos recipientes se vació. Ambos materiales, mezclándose al caer, empezaron a brillar y la estancia se inundó de pronto de puntos luminosos semejantes a estrellas o luciérnagas, que centelleaban sobre el fondo de las paredes y el techo. La menuda mujer seguía vertiendo sin parar las, al parecer, inagotables sustancias.
Le llevó casi media hora llenar el barril.
—Ya está —dijo por fin Sephrenia—, con esto bastará —afirmó, bajando la mirada hacia el refulgente tonel.
Ortzel emitía sonidos estrangulados.
La mujer depositó los dos recipientes a buena distancia de la mesa.
—No los pongáis juntos —avisó a Alstrom—, y mantenedlos apartados de cualquier clase de fuego.
—¿Qué haremos con eso? —preguntó Tynian.
—Debemos alejar al Buscador, Tynian. Mezclaremos el contenido de este barril con nafta y brea y cargaremos la mixtura en las catapultas del barón. Después le prenderemos fuego y las arrojaremos sobre las tropas del conde Gerrich. El humo los obligará a replegarse, temporalmente al menos, aunque ése no es el objetivo principal que perseguimos. El Buscador tiene un sistema respiratorio muy distinto del de los humanos. Si el humo es nocivo para los hombres, a él le resulta letal. Si no huye, morirá.
—Eso parece alentador —se entusiasmó el caballero.
—¿Qué es lo que os parece tan terrible, Ilustrísima? —preguntó la mujer a Ortzel—. Sabéis que va a salvaros la vida.
—Siempre había pensado —respondió el patriarca con expresión turbada—, que la brujería estiria era un mero engaño, pero de ningún modo habéis podido hacer lo que acabo de ver con el uso de simples artes de charlatán. Rezaré para esclarecer esta cuestión y solicitaré la asistencia de Dios.
—Yo de vos no me demoraría mucho, Ilustrísima —aconsejó Kalten—. De lo contrario, podría ocurrir que llegarais a Chyrellos justo a tiempo para besar el anillo del archiprelado Annias.
—Ello no debe suceder —declaró severamente Alstrom—. El sitio de esta fortaleza me concierne a mí, Ortzel, no a ti. Por consiguiente, y con todo mi pesar, debo retirarte mi hospitalidad. Abandonarás mi castillo en cuanto ello sea posible.
—¡Alstrom! —se indignó Ortzel—. Ésta es mi casa. Yo nací aquí.
—Pero nuestro padre me la legó a mí. Tu verdadero hogar se encuentra en la basílica de Chyrellos. Te aconsejo que te dirijas allí de inmediato.
—Deberemos ir al punto más alto de vuestro castillo, mi señor —anunció Sephrenia después de que el patriarca de Kadach se hubo retirado con airado ademán de la habitación.
—Ése está en la torre norte —informó el barón.
—¿Y se avista al ejército atacante desde allí?
—Sí.
—Bien. Primero, no obstante, hemos de dar instrucciones a vuestros soldados respecto al uso de esto —dijo, señalando el tonel—. Vamos, caballeros —los instó vivamente—, no os quedéis ahí parados. Coged el barril y traedlo y, suceda lo que suceda, no lo dejéis caer ni lo acerquéis al fuego.
Las explicaciones dadas a los soldados encargados de las catapultas sobre la adecuada proporción de polvo, nafta y brea eran muy simples.
—Ahora —continuó—, escuchad con atención, pues vuestra seguridad depende de ello. No prendáis fuego a la nafta hasta el último instante y, si parte del humo soplara en vuestra dirección, contened el aliento y echad a correr. No inhaléis ese humo bajo ningún concepto.
—¿Nos mataría? —preguntó un soldado con voz medrosa.
—No, pero os enfermaría y confundiría vuestras mentes. Tapaos la nariz y la boca con trapos húmedos. Eso os dará cierta protección. Esperad a que el barón dé la señal desde la torre norte. —Comprobó el rumbo del viento—. Arrojad el material ardiente al norte de esas tropas del terraplén —les indicó— y no olvidéis lanzar asimismo una parte a los barcos del río. Muy bien entonces, barón Alstrom. Vayamos a la torre.
Al igual que en los días precedentes, el cielo estaba nublado, y un fresco viento silbaba entre las troneras del torreón que, como todas las construcciones puramente defensivas, era severamente funcional. El ejército sitiador del conde Gerrich, que presentaba el curioso aspecto de las inmediaciones de un hormiguero, era una masa de diminutos hombrecillos cubiertos con relucientes armaduras que reflejaban la tonalidad del estaño a la pálida luz. A pesar de la elevación de la torre, de vez en cuando una ballesta chocaba contra sus desgastadas piedras.
—Tened cuidado —murmuró Sparhawk a Sephrenia cuando ésta asomó la cabeza por una de las lumbreras para observar las tropas apostadas ante la puerta.
—No hay peligro —le aseguró mientras el viento agitaba su blanco vestido—. Mi diosa me protege.
—Podéis creer en diosas cuanto queráis —arguyó el caballero—, pero yo soy responsable de vuestra seguridad. ¿Tenéis idea de lo que me haría Vanion si permitiera que os hirieran?
—Y eso únicamente sucedería después de que yo le diera su merecido —gruñó Kalten.
La mujer se retiró de la ventana y permaneció con expresión pensativa golpeando suavemente con un dedo sus labios fruncidos.
—Perdonadme, señora —se disculpó Alstrom—. Reconozco la necesidad de ahuyentar a esa criatura de aquí, pero una retirada meramente pasajera de las tropas de Gerrich no mejorará nuestra posición. Regresarán en cuanto el humo se disipe y nosotros no habremos logrado ningún avance en el cometido de sacar con garantías a mi hermano de aquí.
—Si realizamos esto sin error, no volverán hasta dentro de varios días, mi señor.
—¿Es ese humo tan poderoso?
—No. Se despejará al cabo de una hora aproximadamente.
—Es un espacio de tiempo muy escaso para que consigáis escapar —señaló—. ¿Qué impedirá que Gerrich regrese y prosiga el asedio?
—Va a estar muy ocupado.
—¿Ocupado? ¿Con qué?
—Va a estar persiguiendo a ciertas personas.
—¿Qué personas?
—Vos, yo, Sparhawk y los demás, vuestro hermano y un buen número de los miembros de vuestra guarnición.
—No creo que eso sea sensato —objetó Alstrom—. Tenemos fortificaciones resistentes aquí y no es mi intención abandonarlas para arriesgar nuestras vidas en una huida.
—Por el momento no vamos a ir a ninguna parte.
—Pero habéis dicho…
—Gerrich y sus hombres creerán que van tras de nosotros. Lo que en realidad perseguirán será una ilusión. —Sonrió brevemente—. Buena parte de la magia más eficaz es ilusiva —explicó—. Mueve la mente y la vista a engaño para hacerles creer enteramente en algo inexistente. Gerrich estará totalmente convencido de que intentamos aprovechar la confusión para irnos. Seguirá nuestra imagen con su ejército y ello nos proporcionará tiempo sobrado para escabullimos con vuestro hermano. ¿Es extenso ese bosque que se ve en el horizonte?
—Se prolonga varias leguas.
—Perfecto. Dirigiremos a Gerrich allí mediante nuestra ilusión y dejaremos que vague entre sus árboles durante los próximos días.
—Creo que hay un fallo en todo esto, Sephrenia —observó Sparhawk—. ¿No regresará el Buscador tan pronto se disipe el humo? No me parece que una imagen ficticia vaya a engañarlo, ¿me equivoco?
—El Buscador no volverá hasta que haya transcurrido al menos una semana —aseveró la estiria— porque estará muy, muy enfermo.
—¿Doy la señal a la guarnición de catapultas? —inquirió Alstrom.
—Todavía no, mi señor. Nos quedan cosas por hacer. La coordinación es esencial en esto. Berit, necesitaré una jofaina con agua.
—Sí, señora. —El novicio se encaminó a las escaleras.
—Comencemos —indicó la mujer, y empezó a enseñar pacientemente a los caballeros de la Iglesia el encantamiento. Éste contenía palabras estirias que Sparhawk no había aprendido antes, y Sephrenia insistió inflexiblemente en hacer que cada uno las repitiera una y otra vez hasta que la pronunciación y la entonación fueran del todo perfectas—. ¡Callad! —ordenó en el instante en que Kalten trató de sumarse al aprendizaje.
—Pensé que podía ayudar —protestó el caballero.
—Sé bien cuán inepto sois para estas cuestiones, Kalten. Limitaos a no participar. De acuerdo, caballeros, probemos de nuevo.
Una vez satisfecha con su pronunciación, instruyó a Sparhawk para que compusiera el encantamiento. El elenio comenzó a repetir los vocablos estirios y a gesticular con los dedos. La figura que se hizo visible en el centro de la estancia era vagamente amorfa, pero parecía llevar la negra armadura propia de los pandion.
—No le has puesto cara, Sparhawk —apuntó Kalten.
—Yo me ocuparé de ello —dijo Sephrenia. Entonces pronunció dos palabras y gesticuló con energía.
Sparhawk contempló la forma que se encontraba ante él. Era como si estuviera mirándose en un espejo.
Sephrenia fruncía el entrecejo.
—¿Algo va mal? —le preguntó Kalten.
—No es complicado duplicar rostros conocidos —respondió—, ni los de las personas que están presentes, pero, si he de examinar las caras de cuantos se hallan en el castillo, esto podría llevarnos varios días.
—¿Os serviría esto? —inquirió Talen, entregándole su bloc de dibujo.
La mujer lo hojeó y fue abriendo cada vez más los ojos a medida que pasaba las páginas.
—¡Este chico es un genio! —exclamó—. Kurik, cuando regresemos a Cimmura, ponedlo de aprendiz de un artista. Tal vez ello contribuya a apartarlo del mal camino.
—Sólo es una afición, Sephrenia —restó importancia Talen, ruborizándose.
—Sabes que podrías ganar mucho más como pintor que como ladrón, ¿verdad? —observó con manifiesta intencionalidad la mujer.
El muchacho pestañeó y luego entornó los ojos con expresión calculadora.
—Bien. Ahora os toca a vos, Tynian —indicó Sephrenia al deirano.
Cuando cada uno de ellos hubo creado una imagen reflejo de su propia apariencia, los condujo a una tronera que daba al patio.
—Construiremos la ilusión masificada allá abajo —les informó—. De intentar hacerlo aquí arriba, la habitación quedaría abarrotada en exceso.
Tardaron una hora en completar el ilusorio aspecto de una masa de hombres armados a caballo en el patio. Después Sephrenia les otorgó semblantes diferenciados con la ayuda de los bosquejos realizados por Talen, tras lo cual efectuó un amplio movimiento de brazo, y los caballeros de la Iglesia se reunieron con la hueste de abajo.
—No se mueven —observó Kurik.
—Flauta y yo nos encargaremos de eso —le aseguró Sephrenia—. Los demás deberéis concentraros en conservar la cohesión de las imágenes. Habréis de mantenerlas juntas hasta que lleguen a ese bosque de allí.
Sparhawk sudaba profusamente, no tanto por el esfuerzo de invocar y liberar el hechizo como por la necesidad de prolongar sus efectos. De pronto cayó en la cuenta de la enorme tensión que debía soportar Sephrenia.
Era ya de tarde cuando Sephrenia oteó desde la lumbrera las tropas del conde Gerrich.
—Creo que ya estarnos listos —concluyó—. Dad la señal, mi señor —indicó a Alstrom.
El barón tomó un trozo de tela roja que llevaba bajo la correa de la espada y lo agitó fuera de la ventana. Abajo, las catapultas comenzaron a arrojar sus ardientes proyectiles que, saltando por encima de las murallas, fueron a caer en medio del ejército sitiador y sobre los barcos anclados en el río. Aun a aquella distancia, Sparhawk alcanzaba a oír las toses de asfixia provocadas por la densa nube de humo de lavanda originada por la combustión de las bolas de brea, nafta y el polvo que había elaborado Sephrenia. El humo recorrió ondulante el campo contiguo al castillo, centelleando con aquel fulgor de luciérnaga. Cuando rodeó la loma donde se encontraban Gerrich, Adus y el Buscador, Sparhawk oyó un chillido animal y al instante la criatura de negro sayo abandonó el brumoso escenario, fustigando despiadadamente su caballo sobre el cual apenas mantenía el equilibrio, mientras con una pálida garra se embozaba el rostro con la capucha. Los soldados que habían estado obstruyendo el camino que partía de la puerta de la fortaleza huían con paso vacilante de aquel misterioso azote, tosiendo y vomitando.
—Bajad el puente levadizo, mi señor —ordenó Sephrenia a Alstrom.
El barón dio una nueva señal, esta vez con una tela verde y momentos después el puente quedó tendido.
—Ahora, Flauta —avisó Sephrenia, y comenzó a hablar velozmente en estirio al tiempo que la niña se llevaba el caramillo a los labios.
La masa de ilusorias personas que hasta entonces habían guardado una rígida inmovilidad en el patio pareció cobrar vida instantáneamente y, trasponiendo la puerta al galope, se sumergió en el humo. Sephrenia pasó la mano sobre la jofaina de agua que había llevado Berit a la torre y la examinó con atención.