—Cruzaremos de nuevo ese vado —anunció a los demás—. Hay un canal más ancho al este de aquí, con lo que seguramente habremos de buscar un puente. Partamos rumbo norte. Preferiría no volver a topar con ninguna de las patrullas del conde Gerrich.
Atravesaron el vado después de desayunar y se alejaron de él mientras una rojiza luz en el horizonte indicaba que en algún lugar bajo la pesada capa de nubes el sol ya había salido.
—No querría parecer irrespetuoso —confió Tynian a Sparhawk—, pero espero que Ortzel no salga victorioso en las elecciones. Creo que la Iglesia, y las cuatro órdenes, habrían de padecer malos tiempos si él sube al trono.
—Es un buen hombre.
—Sí, pero es muy rígido. Un archiprelado ha de ser flexible. Los tiempos están cambiando, Sparhawk, y la Iglesia debe evolucionar con ellos. No me parece que la noción de cambio resulte atractiva para Ortzel.
—Eso está en manos de la jerarquía, no obstante, y yo sin vacilar elegiría a Ortzel antes que a Annias.
—En eso estoy de acuerdo.
Hacia mediodía alcanzaron el tintineante carro de un calderero itinerante de apariencia andrajosa que también se dirigía al norte.
—¿Cómo va ese ánimo, compadre? —le preguntó Sparhawk.
—Bajo, caballero —repuso sombríamente el calderero—. Estas guerras van mal para los negocios. Nadie se preocupa por una cazuela agujereada cuando tiene asediada la casa.
—Sin duda es cierto. Decidme, ¿conocéis un puente o vado por aquí por el que podamos cruzar ese río que queda más adelante?
—Hay un puente de peaje un par de leguas más al norte —informó el calderero—. ¿Adónde os dirigís, caballero?
—Al lago Randera.
—¿Para buscar el tesoro? —inquirió el hombre con ojos brillantes.
—¿Qué tesoro?
—Toda la población de Lamorkand sabe que hay un gran tesoro enterrado en algún sitio del antiguo campo de batalla a orillas del lago. La gente viene excavando allí desde hace quinientos años, pero todo cuanto encuentran es espadas herrumbrosas y esqueletos.
—¿Cómo se enteró el pueblo de ello? —le preguntó Sparhawk, con tono indiferente.
—Fue algo muy curioso. Por lo que tengo entendido, no mucho después de la batalla la gente comenzó a ver a estirios cavando allí. El caso es que no tiene mucho sentido, ¿verdad? Lo que quiero decir es que todo el mundo sabe que los estirios apenas se preocupan del dinero y que además son muy reacios a utilizar palas. Por alguna razón, esa herramienta no parece adaptarse a sus manos. Sea como fuere, la historia sigue más o menos así: la gente empezó a preguntarse qué era exactamente lo que buscaban los estirios. Fue entonces cuando se iniciaron los rumores sobre el tesoro. Ese terreno ha sido arado y cribado cien veces o más. Nadie sabe a ciencia cierta qué esperan encontrar, pero todos los habitantes de Lamorkand van allí una o dos veces en el transcurso de su vida.
—Tal vez los estirios sepan qué hay enterrado allí.
—Puede que sí, pero nadie puede hablar con ellos. Se marchan corriendo siempre que se les acerca alguien.
—Qué extraño. Bien, gracias por la información, compadre. Buenos días.
Siguieron cabalgando, dejando tras ellos el carro del artesano.
—Es desalentador —se lamentó Kalten—. Alguien ha escarbado allí con una pala antes que nosotros.
—Con un montón de palas —precisó Tynian.
—El hombre tiene razón en algo —opinó Sparhawk—. Nunca he conocido a un estirio a quien la codicia del dinero aparte de su camino habitual. Creo que lo mejor será encontrar un pueblo estirio y formular algunas preguntas allí. En el lago Randera está ocurriendo algo que desconocemos y no me gustan las sorpresas.
El puente de peaje era estrecho y algo deteriorado. Junto a él, frente a una desvencijada cabaña, estaban sentados varios niños sucios de aspecto famélico y decaído. El encargado, de rostro macilento y abatido, llevaba un harapiento sayo. La decepción veló de manera patente sus ojos al ver la armadura de los caballeros.
—Sin pontazgo —suspiró.
—Así nunca os ganaréis la vida, amigo —le advirtió Kalten.
—Es una regulación local, mi señor —explicó tristemente el hombre—. Los eclesiásticos no deben pagar peaje.
—¿Atraviesa mucha gente este puente? —inquirió Tynian.
—Unas pocas personas por semana —repuso el encargado—. Apenas las suficientes para permitirme pagar los impuestos. Mis hijos no han tomado una comida decente desde hace meses.
—¿Hay algún pueblo estirio en los alrededores? —le preguntó Sparhawk.
—Creo que hay uno al otro lado del río, caballero, en ese bosque de cedros de allí.
—Gracias, compadre —dijo Sparhawk, depositando unas monedas en la mano de su estupefacto interlocutor.
—No puedo cobraros por cruzar, mi señor —objetó el hombre.
—Este dinero no es el pontazgo, compadre. Es por la información. —Sparhawk espoleó a
Faran
y entró en el puente.
Al pasar junto al encargado del puente, Talen se inclinó y le entregó algo.
—Comprad algo de comida para vuestros hijos —le recomendó.
—Gracias, joven señor —dijo el hombre, con lágrimas de gratitud en los ojos.
—¿Qué le has dado? —preguntó Sparhawk.
—El dinero que robé a ese individuo de mirada calculadora de aquel vado —respondió Talen.
—Ha sido una acción muy generosa.
—Siempre puedo robar más —replicó el muchacho, encogiéndose de hombros—. Además, él y sus hijos lo necesitan más que yo. Yo también he pasado hambre alguna vez y sé lo que es.
—¿Sabes? —intervino Kalten—. Tal vez podamos esperar algo bueno de este chico después de todo.
—Posiblemente es demasiado prematuro afirmarlo.
—Como mínimo es un buen indicio.
La húmeda floresta de la otra ribera se componía de viejos y musgosos cedros cuyo verde ramaje casi rozaba el suelo, entre los que discurría un sendero poco frecuentado a juzgar por su aspecto.
—¿Y bien? —preguntó Sparhawk a Sephrenia.
—Están aquí —repuso la mujer—, espiándonos.
—Se esconderán cuando nos aproximemos a su pueblo, ¿no es cierto?
—Probablemente. Los estirios tienen pocos motivos para fiarse de elenios armados. Sin embargo, pienso que podré convencer a alguno para que se deje ver.
Al igual que todos los pueblos estirios, aquélla era una población primitiva, con cabañas de techumbre de paja caóticamente diseminadas en un claro sin mediar ningún tipo de calle entre ellas. Tal como había previsto Sephrenia, el lugar estaba desierto. La menuda mujer se inclinó y habló brevemente con Flauta en aquel dialecto estirio incomprensible para Sparhawk. La niña asintió, tomó el caramillo y comenzó a tocar.
Al principio no sucedió nada.
—Me parece que he visto a uno allá entre los árboles —dijo Kalten al cabo de un momento.
—Son tímidos, ¿eh? —observó Talen.
—No sin razón —argumentó Sparhawk—. Los elenios no tratan muy bien a los estirios.
Flauta siguió tocando. Pasado un rato, un hombre de barba blanca vestido con un sayo de lana cruda salió con paso vacilante del bosque. Juntó las manos en el pecho y, dedicando una profunda reverencia a Sephrenia, habló en estirio. Después miró a Flauta, y se le desorbitaron los ojos. Realizó una nueva reverencia y la niña le respondió con una picara sonrisa.
—Anciano —le preguntó Sephrenia—, ¿habláis por ventura la lengua de los elenios?
—Estoy bastante familiarizado con ella, hermana —fue su respuesta.
—Bien. Estos caballeros tienen algunas preguntas que haceros. Después abandonaremos vuestro pueblo y dejaremos de turbar su paz.
—Responderé lo mejor que pueda.
—Hace algún tiempo —expuso Sparhawk— encontramos a un calderero que nos reveló algo un tanto inquietante. Dijo que los estirios han estado cavando en el campo de batalla del lago Randera durante siglos, en busca de un tesoro. Ello no parece concordar con el carácter de los estirios.
—En efecto, mi señor —convino el anciano—. Nosotros no necesitamos tesoros y con toda seguridad no violaríamos las tumbas de quienes duermen allí.
—Eso es lo que me parecía. ¿Tenéis idea de quiénes pueden ser esos estirios?
—No son de nuestra raza, caballero, y sirven a un dios que nosotros desdeñamos.
—¿Azash? —adivinó Sparhawk.
El anciano palideció ligeramente.
—Yo no pronunciaré su nombre en voz alta, caballero, pero habéis interpretado correctamente mis palabras.
—¿Son entonces zemoquianos quienes excavan junto al lago?
El viejo asintió.
—Sabemos de su presencia allí desde hace siglos. No nos acercamos a ellos porque son impuros.
—Me parece que todos estamos de acuerdo en ese punto —convino Tynian—. ¿Tenéis noción de qué es lo que buscan?
—Algún antiguo talismán que Otha ansia para su dios.
—El calderero con el que conversamos dijo que la mayoría de la gente de aquí piensa que hay un gran tesoro allí.
—Los elenios son propensos a exagerar las cosas —señaló, sonriendo, el anciano—. No pueden creer que los zemoquianos dediquen tanto esfuerzo a la búsqueda de un solo objeto…, aunque lo que buscan tenga más valor que todos los tesoros del mundo.
—Ésa es una explicación razonable —observó Kalten.
—Los elenios sienten un anhelo ciego por el oro y las piedras preciosas —prosiguió el estirio— y por ello es del todo posible que ni siquiera sepan qué buscan. Esperan hallar grandes cofres repletos de gemas, pero no existen tales cofres en ese campo. No sería descabellado pensar que alguno de ellos haya encontrado ya ese objeto y lo haya desechado en la ignorancia de su valor.
—No, anciano señor —discrepó Sephrenia—. El talismán de que habláis no ha sido encontrado aún. Su descubrimiento produciría una señal tan portentosa que resonaría como una campana gigante por todo el mundo.
—Puede que sea como decís, hermana. ¿También viajáis vos y vuestros compañeros al lago en busca del talismán?
—Ése es nuestro propósito —respondió la mujer— y nuestra misión es de vital importancia. Hemos de impedir que el dios de Otha entre en posesión de esa joya.
—En ese caso rogaré a mi dios por el buen éxito de vuestra empresa. —El viejo estirio volvió a dirigir la mirada a Sparhawk—. ¿Cómo le va a la cabeza de la Iglesia elenia? —preguntó prudentemente.
—El archiprelado es muy viejo —repuso sinceramente Sparhawk— y su salud es muy precaria.
—Es lo que temía —declaró, suspirando, el hombre—. A pesar de estar seguro de que no aceptaría los buenos deseos de un estirio, rezaré también a mi dios para que viva muchos años más.
—Así sea —hizo votos Ulath.
—Los rumores afirman que el primado de un lugar llamado Cimmura tiene grandes posibilidades de convertirse en cabeza de vuestra Iglesia —señaló con cautela el estirio de barba blanca tras un instante de vacilación.
—Ello podría ser un tanto exagerado —lo tranquilizó Sparhawk—. Son muchos en la Iglesia los que se oponen a las ambiciones del primado Annias. Parte de nuestro cometido es desbaratar sus planes.
—Entonces rogaré doblemente por vos, caballero. Si Annias ascendiera al trono de Chyrellos, sería un desastre para Estiria.
—Y para la casi totalidad del mundo —gruñó Ulath.
—Será muchísimo más terrible para los estirios, caballero. Los sentimientos que inspira nuestra raza en Annias de Cimmura son de sobra conocidos. La autoridad de la Iglesia elenia ha mantenido a raya el odio de la plebe elenia, pero, si Annias consiguiera su propósito, sin duda daría rienda suelta a su hostilidad y temo que ello sería la perdición de Estiria.
—Todos haremos cuanto esté en nuestras manos para impedirle el acceso al trono —prometió Sparhawk.
El viejo estirio hizo una reverencia.
—Quieran las manos de los dioses menores de Estiria protegeros, amigos míos. —Volvió a inclinarse ante Sephrenia y después frente a Flauta.
—Pongámonos en marcha —indicó Sephrenia—. Estamos manteniendo alejados de sus hogares a los otros habitantes del pueblo.
Salieron de la aldea y volvieron a penetrar en el bosque.
—De modo que los que excavan en el campo de batalla son zemoquianos —musitó Tynian—. Están extendiéndose por toda Eosia occidental, ¿no es así?
—Hace varios decenios que sabemos que ése es el plan global de Otha —confirmó Sephrenia—. La mayoría de los elenios son incapaces de advertir diferencia alguna entre estirios y zemoquianos. A Otha no le interesa ningún tipo de alianza o reconciliación entre los estirios occidentales y los elenios. Unas cuantas atrocidades cometidas en el momento oportuno han mantenido el ardor de los prejuicios de la plebe elenia, y los relatos de dichos sucesos no hacen más que magnificarlos al pasar de boca en boca. Ése ha sido el origen de siglos de opresión generalizada y masacres injustificadas.
—¿Por qué le preocupa tanto a Otha la posibilidad de una alianza? —Kalten parecía desconcertado—. No hay suficientes estirios en Occidente para constituir una amenaza, y, dado que no están dispuestos a tocar armas de acero, no serían de gran utilidad en caso de iniciarse nuevamente la guerra, ¿me equivoco?
—Los estirios lucharían con magia y no con acero, Kalten —le recordó Sparhawk—, y los magos estirios son mucho más expertos en su utilización que los caballeros de la Iglesia.
—El hecho de que los zemoquianos se encuentren en el lago Randera resulta prometedor, no obstante —opinó Tynian.
—¿De qué manera?
—Si todavía están cavando, ello significa que aún no han encontrado el Bhelliom. Asimismo es un indicio de que nos encaminamos al lugar adecuado.
—No estoy tan seguro —disintió Ulath—. Si han estado buscando el Bhelliom a lo largo de los últimos quinientos años y aún no lo han encontrado, puede que el lago Randera no sea el sitio acertado.
—¿Por qué no han probado la nigromancia como nos proponemos hacer nosotros? —se interrogó Kalten.
—Los espíritus thalesianos no responderían a un nigromante zemoquiano —respondió Ulath—. Es probable que me hablen a mí y no a los demás.
—En ese caso es una suerte que os halléis aquí —se congratuló Tynian—. Detestaría tomarme tantas molestias invocando a los muertos para encontrarme con que no están dispuestos a dirigirme la palabra.
—Si los levantáis, yo hablaré con ellos.
—No le habéis preguntado por el Buscador —señaló Sparhawk a Sephrenia.
—No era preciso. Únicamente lo habría asustado. Además, si esa gente hubiera sabido que el Buscador se encontraba en esta zona, habrían abandonado el pueblo.