El Caso De Las Trompetas Celestiales (11 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Otra dificultad era que debido a la irrupción de mis tíos y de Barbary, mi conversación con Carmel se había visto interrumpida con brusquedad antes de que ella tuviese tiempo de completar su exposición. En particular se había ido sin llegar a explicarme exactamente por qué había acudido a mí con sus dificultades. Barbary, con su intuición habitual, señaló esta omisión fundamental tan pronto como hube terminado de presentarle el primer esquema somero del asunto. Su comentario inicial frente a mi monstruosa relación sobre brujas y palos de escoba se había limitado textualmente a dos únicas palabras: «¿Y ahora?» Cuando insistí en que explicase su comentario, a mi juicio demasiado ambiguo, agregó sólo tres palabras más: «¿Por qué tú?» No infiera el lector de esto que Barbary es habitualmente lacónica, o bien que se caracteriza por economía en la palabra. En general es capaz de charlar con tanta volubilidad como cualquier otro miembro de su sexo, pero por una paradoja, he observado que cuanto más importante es el tema considerado, tanto más frugales y concentrados son sus comentarios. En las circunstancias que relato, tuve la sensación inequívoca de que, como de costumbre, había planteado la pregunta esencial en todo el asunto.

¿Por qué, en verdad, me había elegido Carmel como depositario de sus extraordinarias confidencias? Y lo que viene más al caso, ¿qué esperaba que hiciera yo en relación a ellas? Es verdad que hasta cierto punto había explicado su elección de un confidente al obtener de mí una corroboración de sus propias impresiones, impresiones obtenidas, al principio, de uno de mis propios libros, en el sentido de que, contrariamente a la mayoría de sus amistades, yo creía aún en el Diablo y me resistía a rechazar todo lo que se relacionaba con lo oculto sin antes someterlo por lo menos a alguna forma de escrutinio analítico. Quizás ello pudiera considerarse respuesta suficiente para la segunda pregunta de Barbary, pero dejaba sin solucionar su planteo inicial, el que había expresado diciendo: «¿Y ahora?» A pesar de no haberlo dicho expresamente, por cuanto yo no era ni empleado del gobierno ni militar, Carmel había dado a entender que sometía el asunto a mi consideración a fin de que me informase y tomase las providencias necesarias a la mayor brevedad posible. Las circunstancias habían decretado, empero, que partiera sin dejar ningún indicio en cuanto a la naturaleza de dichas providencias «según se juzgare necesario», en la terminología administrativa.

Más aún: si el relato de Carmel hubiera sido un fenómeno aislado, quizás habría tenido algún justificativo, si bien con algún remordimiento de conciencia, en el hecho de encogerme de hombros y repetir, como Barbary, «¿'Y ahora?», por 1o menos hasta ver nuevamente a la muchacha y' preguntarle sin preámbulos qué esperaba que yo hiciera. En este sentido toda la razón estaba de su parte. Por desgracia, su relato no era un fenómeno aislado. Por el contrario, aparecía ahora estrecha y peligrosamente relacionado con dos asuntos más, por lo menos, los cuales no eran triviales ni mucho menos: el uno, porque afectaba a la salud mental y a la vista del excelente Padre Pío, y el otro, porque tenía relación con el extraño destino de la mujer cuya trágica y misteriosa muerte correspondía investigar a mi amigo Thrupp.

Finalmente, era necesario afrontar el hecho de que Thrupp, considerado en general como uno de los investigadores más inteligentes y cautelosos de las fuerzas del Departamento de Investigación Criminal, había admitido sin ambages que se trataba probablemente de un asesinato.

¿Y ahora?

2

Mediante la obstinada refutación de la falsa propaganda de nuestros enemigos, podemos afirmar justa y positivamente que ningún Poynings de la auténtica familia de Sussex ha sido nunca un tonto absoluto, ni siquiera aquellos de nosotros que son arzobispos y mariscales de campo. La consecuencia de ello es que tan pronto Thrupp, a poco de llegar, enunció en pocas palabras los elementos principales del curioso problema a que se veía abocado, su auditorio, compuesto totalmente por miembros de la familia Poynings, tuvo conciencia, si bien en grados variables, de que el macabro hallazgo de Rootham debía tener, por increíble que pareciera, alguna relación impalpable, e inexplicable por el momento, con un acontecimiento que habría llegado a nuestros oídos pocas horas antes.

Por lo que se refería a mis tíos, esta relación, aunque oscura, era más o menos directa. Él buen Padre Pío, normalmente un religioso tan sensato y equilibrado como cualquiera de los que vestían el hábito rojo de los Canónigos Regulares de San Hilario, había declarado de forma clara y decisiva que en horas tempranas de la madrugada había visto el extraño espectáculo de una mujer desnuda que cabalgaba en una escoba sobre los claustros, sin otros medios visibles de propulsión o sostén. Dos horas más tarde, al clarear, se había hallado el cuerpo desnudo de una mujer grotescamente extendido sobre el telado de un establo en Rootham, a pocas millas de distancia. El Padre Pío era muy anciano, pero no era un visionario místico y su mente y facultades mentales tenía una singular vitalidad. Evidentemente, tío Odo, que le conocía muy bien, no podía por menos de pesar con detenimiento el testimonio de un testigo tan digno de confianza.

Pero en mi propio caso y en el de Barbary, existía la complicación adicional y formidable del relato de Carmel Gilchrist, con sus pormenores ostensiblemente absurdos y a la vez significativamente circunstanciales, relacionados con lo que los ocultistas denominan la transvección
[1]
de brujas. Todavía no había comunicado nada de esto a mis tíos, si bien para mis adentros había considerado ya la posibilidad de confiarme a mi tío Odo, en caso de que la situación empeorase. Después de todo, él era un teólogo, un filósofo, y por su misma vocación un serio estudioso de lo sobrenatural, y más importante aún, un señor de profunda experiencia y sentido común, con un cerebro notablemente privilegiado. Hasta el momento de la llegada de Thrupp, no obstante, no había dado ningún paso en esa dirección. Ni él ni tío Piers habían mostrado, por otra parte, una curiosidad indebida acerca del motivo de la visita de Carmel, y tampoco yo les había facilitado ningún dato.

Antes de acrecentar las preocupaciones de Thrupp, le permitimos cenar con tranquilidad. Estaba yo en un estado de gran incertidumbre sobre la conveniencia de mencionar o no la historia de Carmel, por las razones señaladas con anterioridad. Posteriormente tío Odo nos confesó que él, a su vez, tenía reparos en presentar la experiencia del Padre Pío, pues consideraba peligroso divulgar una situación que tenía tantos visos de fantasmagoría. Tío Piers, a pesar de sus modales vehementes y su palabra brusca, es en realidad un hombre de considerable tacto y diplomacia, exteriormente un militar tosco y pomposo, pero en el fondo, una especie de émulo de Maquiavelo. En cuanto a Barbary, no tenía costumbre de hablar fuera de turno acerca de nada que no fuera un tema sumamente superficial.

En vista de nuestros respectivos estados de ánimo, nos habríamos ido a acostar todos sin hacer nuestras revelaciones, de no haber abordado el tema Thrupp mismo tan pronto como terminó de comer. Quizás quiso recompensarnos por no haberle hecho preguntas, o quizás reconociese los valores de la discusión como medio para prestar la perspectiva debida a los elementos de un problema. La verdad es que él mismo introdujo la conversación preguntando si alguno de nosotros había advertido la presencia de aviones volando a baja altura en las inmediaciones durante la noche anterior. La pregunta se dirigí realmente a Barbary y a mí, pues nuestros tíos habían llegado aquella mañana.

No habíamos visto ni oído nada, y así lo expresamos. Thrupp hizo un gesto de sombría resignación.

—Parece que nadie ha oído nada —se quejó—. A primera vista, como verán ustedes, la única forma razonable que podría explicar el lugar donde hallamos a esta infortunada mujer es que la hubieran arrojado de algún aeroplano. Es la única manera de explicar su posición y el estado del cadáver. Diré aquí que no me satisface mucho esta teoría. Quiero decir que la gente bien educada no suele andar en aeroplano sin ropa.

—¡Ejem! —tío Piers se aclaró la voz y frunció el ceño en forma prodigiosa—. Nunca se puede predecir nada con estos muchachos de la Real Fuerza Aérea.

En su condición de miembro del Ejército, temo que mi tío adopta un punto de vista muy severo frente a la moral y disciplina de nuestra arma más joven.

Thrupp sonrió.

—Desde luego, he hecho averiguaciones en todos los destacamentos de la R. A. F. a fin de establecer si se celebró alguna fiesta particularmente escandalosa, o algo por el estilo —dijo—, pero francamente no espero sacar nada en limpio. Bien puede haber sido un avión civil, si en verdad fue un aeroplano. La dificultad es que no alcanzo a comprender qué otra cosa puede haber sido —añadió con aire de desaliento.

En aquel instante sorprendí una mirada de Barbary y comprobé que tenía una expresión solemne y contrariada. Luego me volví hacia tío Odo. También él tenía un aire de vacilación. Su mano izquierda estaba dedicada a su pasatiempo predilecto de acariciar su crucifijo, mientras con la derecha rozaba pensativamente el mentón arzobispal.

—¿No… no hay indicios en las cercanías? —preguntó tío Odo poco después—. ¿No han callado nada acerca del cadáver que… que sea sugerente?

—Nada que sea de utilidad —repuso Thrupp—. Nada que podamos relacionar con el cadáver. Ni ropas, como he dicho.

Fortificado luego de respirar profundamente, el Muy Reverendo Odo tomó la iniciativa con valentía.

—¿Nada como… como una escoba de barrer hojas… o escoba de jardín? —insistió, con una sonrisa angelical y un tono de voz deliberadamente despreocupado. A pesar de ello noté que mientras hablaba, sus ojos rehuyeron los del detective.

Esta pregunta, aparentemente frívola, tuvo un efecto sorprendente sobre Thrupp. Se enderezó en su asiento con brusquedad, parpadeó con un gesto incrédulo, y durante unos instantes no dijo nada. En el silencio que siguió era casi posible oír su despierto cerebro funcionando febrilmente. Por fin, su rostro tenso se aflojó.

—Por un segundo o dos creí que Su Ilustrísima hablaba en serio —comentó. Luego, con una risa breve, añadió—: Por supuesto, esa sería la solución si… si…

El Arzobispo tosió.

—En realidad, hablaba muy en serio, Mr. Thrupp —dijo en voz baja.

El rostro de Thrupp era un espectáculo, y no pudo articular una palabra.

—No pretendo sacar conclusiones —le advirtió tío Odo amablemente—. No estoy loco, pero… Se lo explicaré en seguida. Bien, ¿había o no una escoba?

—Había una escoba —repuso Thrupp sin vacilar—. Una escoba que no pertenece a la granja, según parece, y que nadie ha reclamado como suya. He revisado todos los aspectos del caso, por razones de rutina. Pero por supuesto no he pensado muy detenidamente en un objeto semejante. Después de todo, no puede ser muy raro hallar una escoba de ramas en la cuadra de una granja. Por lo menos, no tuve esa impresión… —cuando Thrupp calló, miró a tío Odo con curiosidad.

Muy tranquilo, éste apuró su Benedictine y dejó la copa sobre la mesa. Luego, con un leve suspiro, movió los pulgares rápidamente durante algunos segundos.

—No saquemos conclusiones prematuras —dijo de nuevo, mirando en torno suyo, a cada uno de nosotros—. Esta mañana ha sucedido un hecho muy curioso, Mr. Thrupp, y en vista de sus descubrimientos de Rootham creo realmente que debo decírselo. Es muy probable que no tenga nada que ver con el asunto que le ocupa, pero… bien, ya juzgará usted por sí mismo.

A continuación, en términos cautelosos y sin sensacionalismo, repitió la historia del Padre Pío.

3

Cuando me acosté junto a Barbary, que dormía ya, no pude menos de sonreír al recordar la expresión del rostro de Thrupp mientras escuchaba a tío Odo. Debo repetir una vez más que Thrupp no es un hombre ingenuo ni, mucho menos, simple. Al contrario, tiene una mentalidad algo tortuosa, desarrollada sin duda a través de años de escudriñar las mentalidades tortuosas de sus semejantes. Es inteligente, ilustrado, de vasta experiencia, y enteramente escéptico. En otros términos, no es fácil sorprenderle.

Pero tío Odo le sorprendió como Carmel había logrado sorprenderme a mí. Y mientras yacía de espaldas en la oscuridad, los dedos entrelazados bajo la nuca y la barba higiénicamente expuesta al aire fresco de la noche, no pude evitar reír con cinismo al reflexionar que mi buen amigo Thrupp se habría sorprendido más aún si yo hubiese completado la historia de mi tío con mi propia contribución a su creciente caudal de conocimientos. Pero no lo había hecho, por habérseme ocurrido que sería mucho mejor, en las circunstancias presentes, hablar otra vez con Carmel y persuadirla, si ello era posible, de que se confiara a Thrupp personalmente, en lugar de anticipar yo a éste una versión de segunda mano y quizá inexacta.

Fortificado por estos pensamientos, posiblemente torcidos, en el sentido de que tenía derecho a callarme por el momento, permanecí despierto horas, recorriendo una y otra vez los acontecimientos de aquel día sorprendente, y, mediante un proceso de masticación mental, traté de asimilar y digerir sus diversos ingredientes y de determinar el significado de cada uno de ellos en relación con la estructura general de todo, si en verdad existía tal estructura. Lo que me impresionaba y confundía profundamente era la asombrosa sensación de irrealidad que rodeaba a todo lo ocurrido ese día, la cualidad por completo fantástica de esos hechos extraños, y más aún, la fusión anormal de «coincidencias» que en apariencia los conectaban entre sí.

A riesgo de simplificar con exceso, ignorando una cantidad de detalles secundarios pero no necesariamente triviales, la cadena principal de estas coincidencias podía formularse, aproximadamente, en los siguientes términos: primero, que Carmel me había asegurado con la mayor seriedad que su hermana era una bruja, o por lo menos, tenía el poder de cabalgar por los aires, durante la noche, en una escoba; segundo, que un testigo independiente, y, según todos podríamos haberlo jurado, absolutamente digno de fe, el Padre Pío, había visto a una mujer desnuda que volaba en una escoba por encima del convento sumido en el reposo, a una hora que coincidía con precisión con la señalada por Carmel; y tercero, que a unas pocas millas de distancia se había hallado el cuerpo destrozado de una mujer sin ropas, en una posición tal que sólo pudo caer allí como resultado de una caída desde cierta altura; y que, fuese ello significativo o no, no lejos del cadáver se había encontrado una escoba sin dueño aparente.

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