El Caso De Las Trompetas Celestiales (14 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—¿Crees que podrías hospedarme una o dos noches más, Roger?

La solicitud fue una agradable sorpresa. Como he señalado ya, los mariscales de campo que ladran como coroneles de opereta pueden no ser del gusto de todos, pero una vez salvada la barrera de anécdotas de la India bajo la cual Sir Piers oculta su verdadera personalidad, se llega a la conclusión de que es un viejo sorprendentemente humano, perspicaz, generoso e inteligente, con un cerebro bien dotado y de excelente funcionamiento.

—Encantados —dije rápidamente—. Quédate todo el tiempo que quieras.

—Gracias —ladró Sir Piers—. Pero no quiero incomodar a Barbary. Podría instalarme en la hostería.

—No te preocupes —dije—. Mrs. Nye está siempre a nuestra disposición para ayudar, y Barbary no es mujer que se ponga nerviosa por uno o dos invitados.

Mi tío reiteró su agradecimiento y siguió fumando en silencio un rato.

—La verdad es —dijo por fin—, que quiero disfrutar un poco de las mesetas mientras esté aquí. Se lo prometí a Curley Antrobus. Combinaré el placer con el deber, ¿sabes? Es un paraje ideal para descenso de tropas aerotransportadas. Veré qué podemos hacer, en caso de guerra.

En este punto recordaré que el Mariscal de Campo Lord Antrobus era Jefe de Estado Mayor Imperial en aquel momento.

Miré a mi tío con interés. Su postulado era indudablemente correcto, pero no pude por menos de preguntarme si tendría datos concretos sobre la inminencia de una guerra que hasta aquel momento era tan sólo de nervios. Como muchos otros, estaba convencido aún entonces de que la guerra estallaría tarde o temprano, a pesar de las sensacionales afirmaciones del grupo del Paraguas de que el hombre Hitler no podía ser tan canalla. Pero ¿era este comentario sobre aterrizajes de tropas aerotransportadas simple resultado del hábito, o bien sabía algo concreto?

—¿Cuándo comenzará la guerra? —pregunté despreocupadamente.

—Después de la cosecha —fue la rápida respuesta—. A finales de agosto o principios de septiembre, más o menos. A mediados de septiembre, a lo sumo.

—¿Sí? —murmuré—. ¿No hay esperanzas de evitarla?

—Ni una maldita esperanza —repuso mi tío decisivamente—. La habría habido si Pepe no nos hubiera jugado sucio o los yanquis se quitaran las anteojeras. Tal como están las cosas, no hay esperanzas.

—Bueno, bueno —exclamé.

El mundo de aquellos días estaba ya tan cargado de amenazas e incertidumbres que era casi un motivo de alivio que se confirmasen los peores temores.

—Dicho sea de paso, ¿qué piensa hacer «A» al respecto? —añadí.

—Quédate quieto hasta que recibas órdenes —dijo tío Piers—. No empieces a sentirte patriótico y a ofrecer tus servicios al Ministerio de Guerra ni cosas absurdas por el estilo, o te daré de puntapiés hasta que sangres por la nariz, ¿oyes? Tengo un trabajo para ti, algo relacionado con tus antiguas actividades. Necesito a alguien en quien pueda confiar. Te hablaré acerca de ello uno de estos días. Cada cosa a su tiempo.

Sus palabras me hicieron arquear con especulación una ceja. Pero en el momento en que abría la boca para pedir algunos detalles, una ancha sombra cayó sobre nosotros, y apareció en la galería el Muy Reverendo Odo.

—Preciosa mañana —observó Su Ilustrísima—. Hará calor otra vez, creo; no hay ni una nube en el cielo —volviendo su rostro hacia arriba, lo hizo girar lentamente como un astrolabio—. Me estaba preguntando —dijo con cierta cautela—, si tendríais inconveniente en que me quedase otra noche… Debería irme, desde luego. En realidad, le prometí a mi vicario general que estaría en Arundel esta noche. Pero… bien, si no significa una molestia, querido Roger…

Tenía aquí otra sorpresa, tan agradable como la anterior. Noté que Sir Piers levantaba la vista bruscamente del diario que estaba leyendo al oír a su hermano repetir su propia solicitud, lo cual me sugirió la idea de que sus respectivas iniciativas no habían sido concertadas.

—Nada me sería más grato —dije sin vacilar—. En realidad Barbary y yo estábamos quejándonos el otro día de lo poco que os vemos a los dos, considerando que vivís a tan corta distancia —tío Piers vive en una pequeña casa ancestral en el lado más próximo a nosotros de Hurstpierpont—, y me alegra comprobar que tanto tú como tío Piers habéis llegado a una mayor comprensión, por fin, de vuestros deberes de tíos.

—¿Cómo?… ¿Tú también te quedas? —preguntó el Arzobispo a su hermano, quien asintió silenciosamente—. Bueno, bueno, bueno. Cuantos más seamos, mayor la alegría; es decir, siempre que me aseguréis que no molestaré.

Yo le tranquilicé en el acto. Durante un instante jugué nostálgicamente con la idea de explotar mi posición como anfitrión de mis tíos y tomarles sus canosos cabellos mencionando lo que sabía de sus actividades nocturnas, descubriendo de paso si las conocían mutuamente; pero por fin decidí, con pesar, que sería una falta de tacto abordar el tema en presencia de los dos. A pesar de ello, encontraba su decisión de permanecer en Merrington tan sugerente como lo que presenciara de sus actividades durante la noche.

—Creo conveniente telefonear a mi vicario general —dijo tío Odo suspirando, con evidente mala gana—. No le gustará mucho, pero después de todo, el obispo soy
yo
, ¿no es verdad? Y no siempre parece recordarlo… —su voz se apagó en un murmullo.

Sir Piers gruñó mostrando comprensión.

—Igual que aquel condenado individuo McFossick que tenía yo como jefe de estado mayor en la India. Yo no era dueño ni de mi alma. Maldito escocés… Me alegro de haberle visto en posición horizontal. La dificultad es que… aparentemente su espíritu se instaló en mi actual ama de llaves, Mrs. Bartelott. Es igual que el escocés. Pero ella es una maldita normanda. Esa es la razón.

Yo me reí.

—Es mejor que telefonee yo. O mejor aún, que envíe un telefonema a cada uno y no les dé oportunidad para discutir.

Mis dos tíos gruñeron con aire de aprobación, y les dejé instalándose para leer los diarios en el viejo banco de roble de la galería. Me detuve un momento en la cocina para anunciar a Barbary el cambio de planes, lo cual, como esperaba, le causó gran placer, en lugar de molestarla, y luego me dirigí a mi despacho, donde, con la inteligente cooperación de Sue Barnes, dicté los dos telefonemas.

Y dos minutos más tarde, mientras estaba balanceándome indeciso en mi asiento, tratando de decidir qué tarea especial dentro de mi formidable programa de actividades debía emprender a continuación, el teléfono sonó nuevamente con un sonido agudo e insistente.

7

Pensé que podía ser Carmel. Era Thrupp.

—Estoy en un apuro, Roger —dijo sin preámbulos—. Mi automóvil se ha declarado en huelga, y seguramente deberá andar mucho. No he podido alquilar nada, salvo un Daimler de modelo 1918 con una carrocería que parece un coche fúnebre. ¿Qué hay de tu Viejo Fiel, o como tú lo llames?


Semper fidelis
. Pero su fidelidad se limita a un solo hombre, de modo que suele ser alérgico a los conductores extraños. Es mejor que te lleve yo a donde quieras.

—Te lo agradecería mucho, si no tienes otra cosa que hacer. Se trata de una medida de precaución, simplemente. Es posible que no necesite salir del pueblo.

—Dónde estás ahora?

—En la cabina telefónica, junto a la oficina de correos de Merrington. Apenas oigo mi propia voz. Hay aquí un maldito individuo que toca la gaita a poca distancia de la cabina, soplando como un fuelle. Mi propio coche me falló a cuatro millas de aquí, en la carretera de Pulmer. Me han traído en un camión de pescado. ¿Puedes venir ahora mismo?

—Dentro de cinco minutos —repuse. Y en efecto, me detuve tan sólo para avisar a Barbary sobre este último incidente, antes de movilizar mi viejo automóvil y partir.

Encontré a Thrupp estudiando los paquetes de cereales y latas de cacao que adornan, invariablemente, la ventana de la oficina de correos. A pesar de su accidente parecía estar tan tranquilo y sereno como siempre. Thrupp es un hombre bastante apuesto, de recia contextura y con aspecto atlético a pesar de sus cuarenta años, con cabello oscuro y bigote recortado, el tipo de hombre que en mi época de servicio activo habría correspondido, según lo habitual, a un mayor de artilleros. Sus ojos oscuros, detrás de las gafas de carey, son serenos, pero a la vez sutilmente elocuentes, y denotan una mentalidad activa y analítica. Su energía es a menudo sorprendente, pero nunca se apresura ni se altera. Rara vez pierde la paciencia, y nunca se enfurece.

Cuando subió a mi lado, me dijo:

—Salgamos de aquí. Quiero conversar contigo.

Me alejé una milla o más del pueblo doblé por un camino sombrío y poco frecuentado.

—Te agradezco que hayas venido en mi ayuda —dijo cuando nos detuvimos—. No quería molestar al Superintendente Bede pidiéndole un automóvil, especialmente ahora, que tiene las manos ocupadas en otro asunto. Alguien robó no sé qué cosa de la iglesia local, según entiendo. Bede estaba muy agitado por este robo cuando le telefoneé.

—Es el caso de las trompetas de los ángeles —dije. Y como al parecer Thrupp no sabía nada acerca de este episodio, se lo conté someramente, resumiendo los datos que me había dado Carmel y cuidándome de no alejarme ni una pulgada de los hechos escuetos. Quizá debido a mi parquedad, Thrupp no se mostró muy interesado.

—Es buscar dificultades —fue su comentario principal—. Sea como fuere, desde un punto de vista egoísta no me apena que haya ocurrido, puesto que ha servido para desviar la atención del no tan venerable Bede. Bede es una buena persona, muy bien intencionado, pero yo prefiero trabajar con mi propio equipo. He hecho venir a Browning y a Haste. ¿Los recuerdas? No tardarán en llegar.

—¿Cómo marchan las cosas? —pregunté—. ¿Has identificado a tu bruja ya?

—No de manera concluyente; y quisiera que no la llamaras bruja. No compliquemos un caso difícil en sí agregándole todas esas tonterías fantásticas —Thrupp parecía estar algo malhumorado, teniendo en cuenta su habitual temperamento tranquilo.

Agité el índice con un gesto de reconvención, y le dije:

—¡Cómo has cambiado desde anoche, Thrupp! Más aún, diría que desde esta madrugada a las tres.

Thrupp me miró suspicazmente y preguntó a su vez:

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Soy Hawkshaw el detective, y tengo espías en todas partes! —repuse riendo—. Has de saber, Robert, que no creo que seas del todo sincero conmigo. Está muy bien hablar de tonterías ahora, pero cuando tío Odo contó su pequeña historia anoche, casi saltaste hasta el techo, y no creo que te habrías quedado levantado toda la noche esperando la aparición de las brujas si la historia no te hubiera hecho efecto.

—¿Cómo sabes que estuve en vela toda la noche?

—No lo sé. Pero estabas de todos modos vigilando a las tres de la madrugada, de modo que me atrevo a inferir, con cierta seguridad de tener razón, que estuviste levantado toda la noche.

Thrupp me miró algo avergonzado.

—Es verdad —admitió—. Fue una tontería por mi parte. No debí haberlo hecho. Por desgracia, soy un hombre concienzudo —añadió suspirando profundamente.

—¿No crees, pues, en el cuento del Padre Pío?

—Naturalmente que no, ahora. Me sorprendió cuando lo oí por vez primera, sobre todo por venir de labios de un arzobispo en persona, pero a la fría luz de la razón, estoy obligado a rechazarlo. Debo señalar que no pretendo poner en duda la veracidad del buen padre, ni tampoco insinuar que lo haya inventado. Quizá vio realmente a una bruja que cabalgaba en una escoba, pero el pobre viejo estaba soñando, aunque él se niegue a reconocerlo. Te diré que considero una vergüenza que obliguen a levantarse a un viejo como él en medio de la noche para tocar las campanas.

—¿Le has visto? —pregunté evadiendo este punto.

—No, pero iré al convento más tarde a fin de oír el cuento directamente del interesado, aunque no pienso recargar mi cerebro con una serie de supersticiones e historias cuando tengo un asunto serio que investigar. De cualquier manera, ya no necesito explicaciones sobrenaturales. La muchacha tiene que haber caído desde un aeroplano, y el único punto incierto se refiere a la vieja, vieja pregunta: ¿Cayó, o la empujaron? Tengo ahora dos testigos separados que oyeron el rumor de un aeroplano aquella noche, volando muy bajo. Con ello queda aclarado ese punto, según espero. No hay nada más de donde pueda haber caído, y mientras haya habido realmente un aeroplano que volaba en las inmediaciones me creo justificado al suponer que cayó de él.

—¿Desnuda?

—¿Qué le vamos a hacer? Las mujeres son así, y sea como fuere, no es inevitable que haya comenzado su viaje desnuda. Tal vez se haya desnudado en el avión, o bien la hayan desnudado.

—¿Y la escoba de jardín en la cuadra? —murmuré maliciosamente.

—¡Tonterías! Estos peones de granja no son lo que podríamos llamar listos, Roger. Seguramente pertenece a la granja, digan lo que digan ellos.

—Pero una escoba de ramas es primordialmente un utensilio de jardinería, mi querido Thrupp —argumenté, más para molestarle que para otra cosa—. En el trabajo de granja se usan escobas y cepillos muy distintos.

—No me interesa en lo más mínimo lo que se usa —repuso Thrupp con una sonrisa humorística—. Reconozco que por poco me tragué la historia de brujas anoche, Roger, pero ahora que sé que anduvo un aeroplano por aquí, sería una locura considerar otra solución. Ten compasión de mí, muchacho. ¿Puedes imaginarme presentándome al Subjefe para informarle, con la mayor seriedad, que la muerta era una bruja que se cayó de su escoba?

Naturalmente, comprendí su punto de vista. En verdad, si la teoría de la bruja hubiese dependido exclusivamente de la historia del Padre Pío, según Thrupp suponía hasta aquel momento, yo habría compartido su opinión. Pero él ignoraba lo que yo sabía, que un par de horas antes de que la historia del Padre Pío trascendiese de los límites del claustro, Carmel Gilchrist me había contado en forma enteramente independiente, y sin posibilidades de comunicación entre ambos, que había visto a su propia hermana Andrea cabalgar por el espacio en una escoba.

Y en este punto mi dilema comenzó a pincharme nuevamente con sus crueles aguijones. Era evidente, en nombre de la justicia, que Thrupp debía conocer la historia de Carmel; pero ¿debía contársela yo, sin consultarla antes, o bien intentar persuadirla de que hablase directamente con Thrupp? Tarde o temprano llegaríamos a la segunda alternativa, pues mi propio testimonio, por ser indirecto, no tenía teóricamente otro valor que el de datos oídos de un tercero. No obstante, era una mala jugada y una falta de lealtad confrontar de pronto a Carmel con Thrupp, sin aviso previo, y sin una insinuación a éste de que la muchacha estaba en posesión de datos de indudable relación con su caso.

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