Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online
Authors: Michael Burt
Tags: #Intriga, misterio, policial
Que ría el lector frente a este principio, si puede.
Pero aun esta serie, no obstante abarcar tres de los factores sobresalientes del problema, era siempre, como he señalado ya, una simplificación exagerada. Cuando comencé a considerar algunos de los detalles accesorios a pesar de las innumerables variantes y combinaciones posibles mediante un poco de imaginación, sentí que mi cerebro bullía. A dondequiera que me volviese me encontraba, invariablemente, en presencia de una o más de estas coincidencias dobles o triples, algunas de ellas tan triviales, en apariencia, que no merecían una atención detenida. Dentro de esta categoría, relegué instintivamente incidentes tan extraños como el de los dos pares de clérigos y nobles comiendo pollos asados y Budines de Sussex. Otros detalles, en cambio, no obstante presentar poco significado considerados aisladamente, aparecían rodeados de una atmósfera tan sugestiva que indicaban la necesidad de no desecharlos totalmente o con ligereza, por poca relación que parecieran tener con el problema principal.
El primer ejemplo de ello era lo que denominé mentalmente el grupo de las Trompetas Celestiales, que abarcaba una serie de episodios que, si bien coexistentes con el grupo de las Brujas y Escobas, no tenían una conexión aparente, pero que surgían en mi atención con extraña insistencia. Entre ellos,
in primis
, el ataque a mi parterre de trompetas celestiales por un gato, y posiblemente, por la siniestra Grimalkin, que podía ser o no el «familiar» de la «bruja» Andrea Gilchrist.
Item
, esto podía tener o no una relación misteriosa con el ataque al mismo parterre el verano anterior, en que una o varias personas desconocidas, pero decididamente seres humanos esta vez, y no gatos, se habían llevado durante una incursión nocturna las cuatro quintas partes de mis hermosas flores, con raíces inclusive.
Item
, el extraño asunto de las nuevas trompetas de oro para los ángeles medievales de St. Saviour, con la donación de Mrs. Beeding, el apresurado cumplimiento de sus condiciones por parte del vicario, y el iracundo descenso del jefe de la Diócesis y de su canciller lego.
Item
, la sensacional llamada telefónica de Carmel a la hora del almuerzo anunciando que el problema de bendecir o condenar las trompetas se había esfumado, en definitiva, de las manos de las autoridades eclesiásticas, merced a la iniciativa de un ladrón sumamente irreverente.
La lista de hechos extraños, de incidentes y coincidencias, de raras incongruencias y congruencias más raras aún, aunque definidas en cuanto a su realidad, parecía extenderse hacia un infinito lejano cuando intentaba clasificarla y catalogarla en mi cerebro fatigado. Luego, mis datos distaban mucho de ser completos. Había todavía una infinidad de interrogantes y pormenores secundarios que debía abordar con Carmel antes de iniciar un análisis satisfactorio. La única decisión aproximadamente completa a la que pude llegar aquella noche era que debía ver a Carmel de nuevo a la mayor brevedad posible. Gracias a tío Odo conocía yo el episodio del Padre Pío, pero no era muy seguro que hubiese oído hablar del caso de Rootham. Si no había oído hablar de él, era necesario contárselo en la primera oportunidad, a fin de que comprendiese que su evidencia adquiría de pronto una importancia nueva y vital. Yo no me atrevía a predecir si lograríamos persuadirla de que repitiese su historia con todos los detalles a Thrupp. Desde el punto de vista social, era evidentemente su deber hacerlo. Pero por otra parte era un punto interesante para una discusión sobre ética, decidir si se podía esperar que una muchacha diese testimonio capaz de implicar a su hermana, cuando según la ley, marido y mujer están exentos de esta obligación. Me parecía vagamente impropio exigirlo de ella, pues repetidamente había señalado que, a pesar de disputas y desavenencias aisladas, siempre conservaba un afecto fraternal por Andrea. No obstante, era importante contárselo todo a Thrupp, y si Carmel se negaba a hablar, como era muy posible, ¿cuál era mi deber? ¿A quién debía mayor lealtad? ¿A Carmel, por haberme honrado con su confianza, o a Thrupp, y por su intermedio, a la mujer que habían asesinado? Nuevamente me hallaba aquí frente a un punto de ética profundamente complicado, pero me sentía demasiado cansado y agotado para resolverlo.
Y mientras reflexionaba sobre este asunto de las relaciones entre Carmel y Andrea, recordé perplejo, y no sin inquietud, aquella alusión superficial, durante la conversación de la mañana, a una disputa bastante reciente entre las hermanas, «sobre un hombre». En aquel momento no había tenido oportunidad de obtener detalles, aun cuando hubiese tenido la temeridad suficiente como para pedirlos, pues la llamada telefónica del Padre Prior se había producido en el preciso instante en que podía haber recibido dicha información, y no había habido otra oportunidad de volver a ese tema antes de que se fuera Carmel. Lo único que sabía acerca de esta disputa es que el hombre en cuestión no había sido, según había temido yo en un principio, Adam Wycherley, sino aquel otro personaje misterioso, Frank Drinkwater. No obstante mi alivio de que mi joven amigo Adam no estuviese complicado en la disputa, la aparición inesperada del nombre de Drinkwater me había llenado de sorpresa y de algo muy semejante a la alarma.
No soy muy curioso por naturaleza en cuanto a relaciones sociales, y me interesan poco los chismes y habladurías entre los vecinos, lo cual en Merrington como en otros pueblos, constituye una de las principales ocupaciones. Tengo una debilidad humana y normal frente a un escándalo bien jugoso, y logro mantenerme, con moderación, bien informado sobre acontecimientos vulgares tales como nacimientos, matrimonios y defunciones; compromisos, romances y divorcios; llegadas y partidas; accidentes, enfermedades y operaciones; y aun de los actos más notables, de licencia, adulterio y embarazos fuera de matrimonio. Por otra parte, en cambio, no es muy posible mantenerme en la mayor ignorancia frente a acontecimientos tan importantes como la instalación de trompetas para los ángeles de la iglesia parroquial, como debí confesarle a Carmel, y no hay duda de que este caso de ignorancia imperdonable era sólo uno entre muchos. Finalmente, se me puede perdonar diciendo que buena parte de la culpa la tienen mis lectores, que con su generosa y sabia insistencia en hacer que me resulte lucrativo escribir estos magistrales libros, me impulsan a no malgastar energías inmiscuyéndome en asuntos que no me conciernen directamente.
Así, pues, aunque llegan a mi conocimiento muchas de las cosas que ocurren en mi vecindad, no puedo pretender saberlo todo. Sé algunas cosas, pero otras no. Sabía, por ejemplo, que durante algún tiempo Carmel había sido, según los repelentes términos usados por la juventud de hoy en día, la «festejada» de Adam Wycherley, y, quizás por un proceso de desear con intensidad que las cosas sucediesen así, había supuesto vagamente que, si no estaban ya prometidos, era cuestión de tiempo el que se formalizara dicho compromiso. De una manera igualmente vaga, esta unión hipotética contaba con mi bendición, lo cual significa, simplemente, que no veía nada absurdo ni inconveniente en el matrimonio, y que aún lo consideraba más o menos adecuado. A decir verdad, mi interés en el asunto se había limitado hasta ahora en una concesión mental de que Carmel sería una mujer muy conveniente para Adam, en lugar de lo contrario. De ello podrá deducirse que hasta aquel día, me había interesado mucho más el bienestar conyugal de Adam que el de Carmel.
Para explicar esta parcialidad debo remontarme casi veinte años más atrás e informar al lector que cuando era todavía un repelente joven de mejillas sonrosadas y con seguridad con granos, recién terminados mis estudios en Sandhurst, me había incorporado a mi Regimiento en la India, siendo nuestro Comandante un excelente individuo llamado el mayor Charles Wycherley, y su único hijo, Adam, un vigoroso niño de cuatro o cinco años. Durante seis o siete años compartía una vivienda con los Wycherley, quienes fueron sumamente generosos conmigo, y tan buenos amigos, filósofos y consejeros como ningún hombre joven espera hallar en su vida. También Adam logró enseñarme algo que ignorara hasta entonces: que no todos los niños de esa edad tienen que ser inevitablemente candidatos a la obra de un Herodes. En verdad, en aquellos días fundamos los cimientos de una amistad que debía perdurar de forma sorprendente. No había llegado a verle con mucha frecuencia, pues uno o dos años después de mi llegada le habían enviado a un internado en Inglaterra.
Charles Wycherley era un hombre sin arraigo en Inglaterra, y cuando a su debido tiempo decidió retirarse, siguió mis consejos y exploró las posibilidades de establecerse en West Sussex. En definitiva, se compró una casa más bien grande en el límite norte de Merrington. Pero cuando por fin logré yo sacudir el maloliente polvo de la India de mis botas militares, varios años más tarde, y me instalé a escribir bajo la sombra acogedora de Merrington Priory, el pobre Charles había muerto, quedando sólo su encantadora viuda, y Adam, un adolescente. Dentro de lo que permitían las prolongadas ausencias de Adam en el internado, y posteriormente en Sandhurst, habíamos reanudado nuestra amistad hasta cierto punto, y a pesar de la gran diferencia de nuestras edades respectivas, continuábamos viéndonos con cierta frecuencia cuando él pasaba una temporada en su casa. Era una amistad despreocupada, sin mucha intimidad, pero me gustaba tanto el muchacho como me agradara el niñito, y a medida que se aproximaba a la edad adulta comencé a reconocer en él muchas de las admirables cualidades y rasgos de su padre. Hasta me había consultado una o dos veces acerca de asuntos de menor importancia, y, en conjunto, no era extraño que yo sintiese por lo menos un interés pasivo en sus actividades y bienestar.
Era todavía un cadete en la academia militar cuando advertí por primera vez su creciente inclinación por Carmel Gilchrist, y cuando al correr los años fue evidente que no se trataba de un simple afecto de adolescentes, sino de un sentimiento en potencia más intenso, había, como he dicho, dado mi tácita bendición y aprobación. No es que ello me incumbiese en modo alguno, pero Adam era un buen muchacho y me alegraba comprobar que había elegido una mujer como Carmel. Naturalmente, había tiempo aún de que se rompiese el encanto y de que todo el episodio quedase en nada, pero tenía esperanzas de que no ocurriera así.
De aquí mi alivio cuando supe que Adam Wycherley no había sido, como yo temí, el objeto de la disputa infernal que Carmel sostuvo con su hermana unos meses atrás. Los muchachos siempre serán muchachos, y las muchachas, siempre muchachas. Había además un peligro innegable en el hecho de que Andrea era mucho más hermosa que Carmel, y probablemente, además, mucho más apasionada y experta en cuestiones amorosas. Tampoco debe suponerse que yo hubiera dedicado mucho tiempo a especular sobre esto, pero a pesar de ello siempre había tenido la sospecha de que Andrea era posiblemente de una sexualidad anormal. Y la verdad es que Adam era un hombre apuesto, de buen color y con ojos azules que bien podían despertar el interés de Andrea oscura como la noche. Siempre existía, en verdad, el peligro de que Adam se enamorase de Andrea, o bien Andrea de Adam, con resultados desastrosos para Carmel en cualquiera de los dos casos. Por ello repito que sentí un profundo alivio al enterarme de que la disputa entre ambas hermanas no había sido por Adam.
En cambio, cuando Carmel dejó escapar que el
casus belli
había sido el individuo Drinkwater, sentí una inmediata inquietud mental. Drinkwater era un hombre a quien no podía soportar por ningún precio, y debo admitir que la sola idea de que Carmel hablase siquiera con él me provocaba resentimiento, y mucho más, desde luego, que tuviese una relación suficientemente estrecha con él como para haber sostenido una pelea infernal con su hermana por su culpa. Que existiese una relación íntima entre Drinkwater y la provocativa, sabia Andrea, sí podía creerlo, si bien no recordaba haber oído hablar de ello. Pero entre Drinkwater y Carmel, tan joven, tan fresca, tan inocente, no, no podía soportarlo.
Si algún lector pedante y curioso me pregunta por qué abrigaba sentimientos tan ingratos y poco caritativos hacia Drinkwater —quien, para hacerle justicia, nunca me había hecho daño alguno—, me veré obligado a retirar de mi anaquel los
Epigrammata
del poeta Marcial, y copiar laboriosamente aquel Epigrama que dice:
Non amo te, Sabidi, nec possum dicere quare:
Hoc tantum possum dicere, non amo te
,
del cual, para beneficio de los ignorantes, el poeta Brown hizo la siguiente versión inglesa:
I do not love thee, Doctor Fell
;
The reason why I cannot tell, etc
.
Dejo a la inteligencia del lector juzgar la relación de este apóstrofe con mis propios sentimientos hacia Frank Drinkwater.
En otros términos, mi aversión hacia el hombre era tal vez más instintiva que razonada. No conocía nada concreto acerca de él, y en verdad, sabía poco de él, y tenía muy poco interés en aumentar mis conocimientos. Era casi un forastero en la región, pues había aparecido por primera vez entre nosotros hacía algo más de un año, siendo por lo tanto un «forastero» de acuerdo con la acepción dada al término en West Sussex. Si bien no hay que pensar que todos nosotros somos tan agresivamente xenófobos frente a los extranjeros como lo es tío Piers hacia los celtas, tampoco puede negarse que los forasteros siempre son hasta cierto punto objeto de sospecha y falta de cordialidad en nuestros distritos rurales más apartados, por lo menos hasta que han justificado su presencia satisfactoriamente y desgastado mediante sus propios esfuerzos y virtudes los bordes más ásperos de nuestros prejuicios nativos. No pretendo disculpar nuestra idiosincrasia, sino que la menciono, simplemente.
En cuanto a mí se refiere, diré que mis pocas experiencias de trato superficial con Drinkwater habían tenido más bien el efecto de intensificar mi antipatía hacia él, antipatía que sintiera desde el primer momento en que le vi. En realidad, no había frecuentado mucho su trato, pues se había radicado, no en Merrington mismo, sino en una aldea cercana llamada Bollington, a la cual se llegaba al cabo de dos horas de marcha a través de las mesetas. Hablaré con el espíritu lleno de prejuicios de un inglés, señalando que hallaba el aspecto físico del hombre muy desfavorable, pues era increíblemente apuesto, pero había algo de degenerado en su apostura, y cultivaba patillas de una pulgada y el fino bigotillo que hemos aprendido a relacionar con actores cinematográficos latinos y músicos baratos. Su tez era trigueña, sus labios gruesos y sensuales, y sus ojos alargado tenían la inclinación de los del dios Pan. Tenía una figura esbelta y ágil, y sus ropas le envolvían con una gracia enteramente poco masculina. La historia no dice cómo era la
bête noir
e de Marcial, Sabidius, pero si se parecía algo a Frank Drinkwater, no es fácil comprender cómo fue escrito el Epigrama citado.