Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online
Authors: Michael Burt
Tags: #Intriga, misterio, policial
Entonces tuve un destello de inspiración, descubriendo un medio de aclarar un punto muy delicado, pero vital, sin complicar a Carmel personalmente, por ahora. Thrupp había dicho que todavía no habían identificado en forma definitiva a la muerta. Aunque ignoro el alcance de dicha restricción, era evidente que la verosimilitud de la teoría de la bruja dependía en primer lugar de la identidad de la mujer y de su origen. Si resultaba que procedía de algún punto a millares de millas de distancia y que no tenía ninguna conexión con West Sussex, las probabilidades serían abrumadoras en favor de la teoría del aeroplano. Pero si en cambio se lograba establecer que vivía en las inmediaciones,
y especialmente, demostrar que tenía una relación íntima con Andrea Gilchrist
, en este caso, por absurdo que pareciera, sería esencial considerar si la muerta no era la segunda bruja observada por Carmel en compañía de su hermana durante el viaje de partida de ésta. Evidentemente no era residente de Rootham mismo, pues en ese caso no habría habido dificultad en identificarla. Pero aquella noche habían salido dos brujas, regresando sólo una, Andrea… Por consiguiente, la única persona que quizás podría identificar a la muerta era Andrea. Y mientras no dejaba de advertir que requería sumo tacto lograr este fin, encontré en seguida que existía ya un pretexto perfectamente lógico.
El problema consistía en aplicar este pretexto de manera que, por el momento al menos, ni Thrupp ni Andrea sospechasen un objeto más profundo que el visible en la superficie.
—¿A qué te referías al decir que no han identificado definitivamente a la mujer? —pregunté al cabo de un rato—. ¿Que está demasiado deshecha como para que la reconozcan, o qué?
—No, no. En realidad, su rostro es la única parte del cadáver que no está destrozado. De dondequiera que haya caído, es una casualidad sencillamente asombrosa que haya quedado en la posición en que la hallaron. Yo diría que las probabilidades eran de una en cincuenta millones. Estaba extendida sobre la arista del techo, el estómago contra la arista misma, la cabeza y los brazos de un lado y las piernas del otro. Me imagino que al golpear el borde con el estómago su rostro sufrió poco, comparativamente. ¡Es extraordinario!
—¿Estás seguro de que cayó allí? ¿No es posible que la hayan matado en otro lugar y la hayan dejado luego en el lecho durante la noche?
—Se me ha ocurrido esta posibilidad, pero el doctor no lo cree. Entiendo que conoce su profesión, y su opinión rotunda es que murió a consecuencia de la caída que sufrió. Me ha enseñado ciertos… signos —añadió Thrupp con un estremecimiento involuntario.
—Mike Houghligan no es nada tonto —dije—. En realidad es bastante competente para ser un simple médico rural. ¿No ha encontrado otros signos sugestivos o sospechosos?
—Por ahora, no. Pero esta mañana le he visitado antes de telefonearte, y me ha facilitado datos muy interesantes. Parece que le habían dado alguna bebida poco antes de caer.
—¿Qué quieres decir? ¿Alcohol o drogas?
—Ambas cosas. En realidad, alcohol con alguna droga mezclada, seguramente. Había bebido algún tipo de vino blanco y han encontrado además un hipnótico o narcótico, cuyo nombre no recuerdo, pero que el médico mencionó. Ello sugeriría que la arrojaron del avión en estado de inconsciencia, más bien que haya caído por su propia iniciativa.
Yo gruñí.
—¿Quieres decir asesinato más bien que accidente o suicidio?
—Aparentemente, sí… En cuanto a la identificación, la situación es que el doctor Houghligan mismo y por lo menos dos personas más afirman que
deberían
conocerla, pero ignoran su nombre y tampoco tienen una idea de dónde vive. El rostro les es vagamente familiar, pero nada más. Yo creo que debe vivir en las inmediaciones, pero a cierta distancia, a menos que se haya mantenido muy aislada. Sin embargo, no parece ser el tipo de la reclusa —añadió pensativo.
—¿No?
—Debe de haber sido bastante casquivana. Es joven, de unos veintiocho años, diría yo, y probablemente muy bonita. De la sociedad o clase media elevada, evidentemente, y gastaba mucho tiempo y dinero en embellecerse. Cabellos con una permanente costosa, maquillaje perfecto en el rostro, uñas de manos y pies bien cuidadas, pintadas de color rojo sangre; y por último, dice el doctor que recientemente habían frotado su cuerpo con alguna loción herbácea, o crema de belleza, o algo semejante, de composición bastante complicada. Es raro que nadie haya denunciado su desaparición, hasta ahora. Uno se pregunta si viviría sola.
—¿Casada?
—No lleva anillo, pero el doctor dice que habitualmente llevaba uno. Me mostró la señal. De cualquier manera, debía estar casada si no lo estaba, según comprobó.
—Comprendo. En ese caso es extraño, como tú dices, que no hayan hecho averiguaciones… Mira, querido Thrupp: el sabio está trabajando. Es obvio que no podrás ir muy lejos hasta que la hayan identificado, hasta que puedas conocer algo de sus antecedentes, además. Lo que necesitas es una persona que conozca bien a toda la vecindad. El doctor es una de estas personas, pero como no ha ido más allá de señalar que su rostro le es vagamente familiar, debemos buscar a alguien más. Y en una región como ésta, tenemos otra persona a quien recurrir.
—¿El párroco?
—Exacto. Aunque en este caso particular, yo te recomendaría su hija mayor, en lugar de él. El vicario es notoriamente distraído, una buena persona, sin duda, pero dicen que es incapaz de recordar el nombre de nadie, y de cualquier manera, no sale mucho. Es viudo con dos hijas, y yo diría que en el aspecto social ellas saben mucho más acerca de la parroquia que el padre. La menor, Carmel, es muy joven todavía, pero Andrea debe tener veinticinco o veintiséis años, y como durante los últimos diez años ha tenido que hacer de ama de casa en todas las funciones sociales de la parroquia, seguramente conoce a todo el mundo.
Con gran alivio de mi parte, Thrupp acogió mi iniciativa con un gesto de aprobación.
—Gracias, Roger. Es una buena idea. Ocupémonos de esto inmediatamente, ¿eh?… Otra cosa —añadió cuando puse en marcha el motor—. Antes de molestar a nadie, quisiera que examinaras tú el cadáver. Tú eres uno de los habitantes más antiguos del pueblo, y existe una remota posibilidad…
—¿Crees que debo hacerlo? —pregunté con cierta vehemencia—. Soy un poco alérgico…
—No necesitas mirar más que su rostro —me aseguró Thrupp—. Y me han dicho ya que no tiene nada de horrible. Te agradecería que te cercioraras de que no la conoces.
Así, pues, al cabo de un rato de marcha nos detuvimos frente al pequeño depósito de cadáveres oculto discretamente detrás de una de las varias empresas de pompas fúnebres de Merrington, y acompañé a mi amigo al interior con más aprensión que entusiasmo. La verdad es que me había dicho la verdad. El rostro de la muerta presentaba muchos cardenales ocasionados por la caída, pero era un rostro, y a pesar de sus manchas descoloridas comprendí por qué Thrupp había dicho que había sido el de una mujer muy bonita. Sus cabellos cortos eran de color castaño oscuro, y su moderno peinado con ondulación permanente había sobrevivido. La cara era ovalada, con un delicado mentón puntiagudo en el que había un hoyuelo. Tenía una nariz corta y recta y labios curvados y algo gruesos.
No sabía quién era. Como dije a Thrupp cuando salimos, me encontraba en una situación muy semejante a la del doctor Houghligan en el sentido de que tenía una vaga impresión de haberla visto con anterioridad, pero no tenía idea de dónde ni cuándo. Quizás era simplemente un tipo de mujer. Tenía, empero, cierta seguridad de que no había residido en Merrington, pues aunque el nuestro es un pueblo grande con una cantidad de aldeas subsidiarias y de pequeños caseríos, creía yo conocer a todos los habitantes, por lo menos de vista.
—Por otra parte —seguí diciendo, cuando volvimos a mi automóvil—, debes recordar que yo me gano la vida escribiendo, lo cual significa que no salgo tanto ni tan lejos como podría hacerlo si tuviese otra ocupación. Además, ni Barbary ni yo somos lo que podría llamarse miembros prominentes de la sociedad. Barbary frecuenta el pueblo más que yo, debido a que tiene que hacer las compras, pero sigo pensando que en Andrea se encuentra tu mejor probabilidad.
—Muy bien —dijo Thrupp—. Probemos suerte.
Cambié de rumbo y regresamos lentamente por el pueblo. Era imposible conversar mientras no hubiésemos dejado atrás la pequeña plaza, pues además de los rugidos y chirridos de mi fiel coche, el gaitero de brillantes faldas seguía deambulando frente a nuestras únicas tiendas, sus delgadas mejillas hinchadas como un par de pelotas de tenis y sus zumbidos y chillidos en su punto culminante, mientras los fantásticos sonidos de su instrumento profanaban nuestra decente tranquilidad sajona. En secreto, debo confesarlo, no soy por completo contrario a la música de las gaitas como podría exigirlo mi espíritu patriótico, y contra mi conciencia suelo hallar algo noble y alentador en los ritmos escoceses debidamente tocados. Pero aún para mis oídos inexpertos, este gaitero, en particular, no era un ejemplar destacado en su arte y la cacofonía era poco menos que bestial.
—Tal vez te interese saber que lo que toca ahora es «Maggie BcFootle's Farewell to Loch Diddle —gritó Thrupp, cuando doblamos la esquina de Church Street—. ¿O será «The McFuggery's Farewell to Skulduggery?» Son los dos únicos que conoce, de todos modos, y es difícil diferenciar uno de otro.
—¿Cómo lo sabes? —le contesté a gritos—. Tú no eres un robusto escocés, ¿no? —la sola idea de que lo fuera me produjo un indescriptible escalofrío.
—¡No, por favor! Si lo fuera, sería Jefe de Policía a estas alturas —repuso Thrupp sonriendo—. No. Estuve conversando con él hace un rato, mientras te esperaba. Mi instinto policial me impulsó a comprobar si tenía una autorización para armar semejante algarabía, sólo que recordé a tiempo que éste no es mi distrito y que no debo inmiscuirme en la jurisdicción de West Sussex. El pobre hombre está sin trabajo, desde luego. Le he dado un chelín y me ha contado la historia de su vida y los nombres de sus melodías, aunque es posible que no los comprendiera bien. Los escoceses tienen una extraña noción de la gratitud. Parece que cuando invitas a uno a albergarse en tu casa pagan tu hospitalidad componiendo una buena melodía para gaita, donde celebran su partida. Las intenciones serán buenas, no lo dudo, pero no es muy halagador para el dueño de casa.
—Es más barato que dar propina a la servidumbre —le expliqué—. Bueno, hemos llegado…
No olvidaré con facilidad las circunstancias de nuestra llegada a la vicaría.
La vicaría de Merrington, conocida localmente como la nueva vicaría para distinguirla de la vieja, una enorme y lea mansión utilizada en la actualidad como residencia de huéspedes oficiales, es una construcción sorprendente, cuyas características correspondería hallar en alguna lejana avanzada del imperio, más bien que en un pueblo de West Sussex. En efecto, fue construida hace cincuenta o sesenta años por un vicario que había sido antes misionero en el extranjero, y si bien es posible que este buen hombre supiera qué tipo de casa deseaba tener, decididamente no consiguió comunicar sus ideas al constructor, con el resultado de que el edificio es grotesco debido a su mezcla de estilos. Barbary, que tiene un gran don de descripción, lo califica como un cruce de una fábrica de calzado victoriana y taberna de aventureros de los Mares del Sur. Se cuenta asimismo que el difunto Sir Edwin Luytens, al verlo de pronto y sin aviso previo, lanzó un
staccato
de gritos agudos y cayó inmediatamente en un profundo desmayo del cual le revivieron con grandes dificultades. No incomodaré al lector intentando describirlo, aparte de mencionar que toda la casa está elevada sobre el nivel del jardín por medio de cuatro o finco escalones, al final de los cuales hay una ancha galería cubierta que rodea totalmente el edificio. El tiempo ha contribuido a suavizar lo que en una época debió ser un espectáculo horripilante, pero aún hoy dista mucho de ser estético.
Se llega a la casa por un sendero que se curva entre extensiones de césped bordeadas de árboles, hasta llegar a la |puerta principal. Debido a la presencia de un seto de aligustre, ésta sólo es visible en las últimas veinte yardas del trayecto. Pero cuando Thrupp y yo doblamos la última curva, contemplamos de pronto una escena que por poco no hizo que nuestros ojos saltaran de sus órbitas.
En el sector de la galería que sobresale de la puerta principal se estaba registrando la más sangrienta de las riñas entre un obispo muy menudo y un gato muy grande. El prelado —debía de serlo, a juzgar por su flamante calzón corto y sus polainas negras, su cruz pectoral, su cuello púrpura y el curioso sombrero que usaba— llevaba, evidentemente, lo peor en la pelea, o de todos modos luchaba en las condiciones desventajosas de no poder ver a su adversario, el cual, con una astucia infernal, había saltado sobre él de manera inesperada y había hundido sus asesinas garras en las nalgas episcopales. Y puesto que Su Señoría, aunque bajo de estatura, era ancho de cuerpo y visiblemente grueso, el animal tenía suficiente profundidad, por así decir, para satisfacer su sed de guerra. En verdad, lo único que podía hacer el desventurado obispo era girar vertiginosamente sobre su propio eje como un trompo ebrio, con su atacante asido a sus ancas como una monstruosa cola de color gris humo. Sus gritos y anatemas se oían con claridad a pesar del ruido del motor de mi fiel coche, y en su rostro de rasgos más bien clásicos, había algo que recordaba mucho a los primeros mártires cristianos. En el relativo silencio que reinó una vez que hube detenido la marcha le oí vociferar con la máxima capacidad de sus potentes pulmones en algún idioma que supuse hebreo o arameo, ya que no era inglés, latín ni griego. Era imposible establecer con certeza si sus exclamaciones eran sagradas o profanas, pero creo posible aventurar un juicio al respecto.
Esta demostración, totalmente inesperada, de la obra de las garras de Grimalkin
in ess
e me fascinó tanto durante unos instantes, luego de haber detenido mi automóvil, que permanecí clavado en el asiento, boquiabierto y estupefacto. No abrigaba ya dudas, por supuesto, de que aquel formidable cuadrúpedo era la Grimalkin de triste fama, ni de que el sufriente bípedo era el obispo de Bramber, irreverentemente apodado por su rebaño «Ben el Sangriento», a pesar de que no recordaba haber visto a ninguno de los dos contrincantes con anterioridad. Al observarlos en aquel momento, creí comprender cómo se había ganado el obispo su apodo, y, más claramente aún, comprendí, por primera vez en mi vida, qué se entiende por un gato infernal. Había en verdad algo sumamente alegórico o simbólico en aquel espectáculo sanguinario, una reminiscencia del interminable conflicto entre la Iglesia Militante y el Diablo. Reflexioné luego que si la gata Grimalkin no era el familiar de una bruja, merecía serlo desde todo punto de vista. No era sólo la salvaje ferocidad animal con que estaba arañando a su reverenda víctima, sino la expresión de absoluta maldad en sus ojos bestiales, en los cuales era posible ver el fuego sulfuroso del Infierno, que crepitaba y ardía con la más convincente intensidad.