Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online
Authors: Michael Burt
Tags: #Intriga, misterio, policial
«… ¿
Qué quiso decir
,
pues
,
San Pablo en este extraño pasaje
? Nada oscuro. Nada místico. Nada oculto. Dijo simplemente lo que pensaba decir. Quiso decir: ¡ALEJANDRO EL CALDERERO ES EL MÁS GRANDE DE LOS CERDOS. QUE DIOS LO CONDENE AL INFIERNO!»
Nos dirigimos al pueblo y yo dejé a mis acompañantes frente al depósito de cadáveres. Luego dejé a mi fiel coche junto a la acera y recorrí a pie el trayecto hasta la oficina de correos. No había estado nunca en la central de teléfonos, pero sabía que tenía acceso a ella por medio de una pequeña puerta en la parte posterior del recinto. Sin hacer caso de la advertencia, que colocada en un lugar bien visible, señalaba a todo el mundo las terribles sanciones impuestas a quien entrase en la central sin autorización, me introduje en ella y con gran alivio me encontré soportando la mirada indignada de Sue Barnes, quien estaba haciendo complicadas combinaciones con conmutadores y cuerdas, frente al impresionante tablero.
Estaba demasiado ocupada para conversar conmigo, pero intentó ahuyentarme con gestos indignados en dirección a la advertencia sobre la puerta. Yo me mantuve firme, empero, y ella debió comprender por mi expresión que no se trataba de una simple visita social. Por fin, desanimado por el tiempo transcurrido y por la interminable sucesión de pequeñas celosías que se cerraban y clavijas que se introducían en sus agujeros, tomé un papel de la mesa y escribí:
Urgente, secreto. Miembro del D.I.C. desea saber quién ha telefoneado Vicaría entre las once y las once y un minuto
. Era el único medio eficaz de comunicarme con Sue, y por otra parte, nunca había imaginado que se telefonease tanto en un pueblo de las dimensiones de Merrington, en vista de lo cual resolví para mis adentros no mostrar nunca más impaciencia frente a la pobre telefonista, abrumada de trabajo.
Sue leyó mi mensaje, levantó las cejas, frunció los labios, y se detuvo en medio de la comunicación que estaba a punto de conectar. Luego hizo un gesto, como recordando la llamada en cuestión y después de mirar el reloj —pues apenas eran las once y quince— movió la cabeza otra vez.
—Está contra el reglamento —dijo severamente—. ¿Quién es este hombre del Departamento de Investigaciones Criminal, y por qué no viene aquí personalmente?
—Es Thrupp, el detective que ha venido para el caso de Bryony Hurst, como recordarás, seguramente —dije yo—. Está muy ocupado y me ha pedido que averigüe esto. Vamos, Sue. La verdad es que estoy muy apurado.
Sue me volvió a mirar con aire de duda, y luego, mientras conectaba a otro par de interlocutores, dijo:
—Muy bien. Pero con seguridad usted ha entendido mal. Nadie ha llamado a la Vicaría, pero en cambio ha habido una llamada
desde
la Vicaría a las once y un minuto, aproximadamente.
—Debo haberme equivocado —dije, tratando de ocultar mi expectativa.
—Una de las muchachas ha llamado a Bollington 2 —siguió diciendo Sue—. ¿Le dice algo este dato?
—Nada.
Mi amiga extendió un brazo y me entregó una vieja guía telefónica, que contenía la nómina de abonados de la zona. Volví las páginas hasta llegar a la letra B y encontré Bollington, una pequeña aldea, o más bien caserío, más pequeño aún que Rootham, situado en un repliegue muy apartado de las mesetas, en dirección diametralmente opuesta. Había allí, sólo tres teléfonos y frente al número dos encontré el siguiente nombre:
Drinkwater, F., Old Pest House
.
—¡Bueno, bueno! —exclamé para mis adentros, y un curioso escalofrío recorrió mi espalda. Mi rostro permaneció impasible, no obstante, y cerré el libro antes de que Sue pudiese satisfacer su justificada curiosidad.
—¿No has oído por casualidad parte de la conversación? —pregunté con cierta vacilación, pues sabía que las telefonistas tienden a ser muy susceptibles respecto a este punto.
—¿Cree usted que tengo tiempo para escuchar conversaciones? —repuso ella en forma violenta al mismo tiempo que en el tablero caían dos persianas más—. A decir verdad, ya que quiere saberlo, he oído una sola palabra… una mala palabra que nunca hubiera creído oír de boca de la hija de un vicario. Ha sido un comentario que ha agregado al decir que estaba ocupada. Estar ocupada no justifica decir malas palabras —terminó diciendo Sue con la indignación de los justos, lo cual me recordó que sus padres eran pilares de la iglesia local.
Yo asentí. Luego, antes de que ella adivinase mi intención, le di dos rápidos besos, uno en la frente, el otro en la punta de la nariz, y murmurando un «¡Gracias, compañera!» salí antes de que pudiese replicar nada. No la ofendí pidiéndole que guardase reserva sobre mi visita a su oficina. Tampoco la hice partícipe de mi reflexión de que, en ciertos círculos, la palabra «ocupado» es uno de los términos del hampa para describir a un detective.
A fin de proporcionarme un pretexto válido sobre mi ausencia del automóvil, entré en la tienda de tabacos y compré un paquete de cigarrillos
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antes de regresar rápidamente al depósito de cadáveres. No creo ahora que debí molestarme en buscarme ese pretexto, pues aunque Thrupp y Andrea habían salido ya y estaban conversando animadamente junto al automóvil, la hija del vicario no estaba en estado de ánimo ni humor de advertir mi compra. Estaba muy pálida, y la expresión furtiva de sus ojos había desaparecido para dar lugar a una de horror y consternación. Aceptado el hecho de que estuviese sufriendo las consecuencias inevitables del trance de tener que identificar un cadáver, no vacilé en deducir que había reconocido a la muerta.
Con un esfuerzo de voluntad casi sobrehumano contuve mi curiosidad y me obligué a mí mismo a detenerme algo lejos de ellos. Ni siquiera así pude evitar oír buena parte de lo que decían. Aparentemente, Thrupp había anotado ya el nombre y dirección de la víctima, pero dicho nombre le había inspirado algún comentario.
—¿Puella? —le oí murmurar—. Es un nombre bastante raro, ¿no? Nunca lo había oído.
—Yo tampoco —dijo Andrea—. Pero era su nombre.
—Quiere decir niña en latín, si mal no recuerdo —observó el detective—. ¡Qué idea extraña, dar a una persona el nombre de «niña» simplemente.
—No, no se trata de eso —dijo Andrea—. En este caso significa «la niña», algo así como la «única niña en el mundo», y, según Puella misma, tuvo por objeto una especie de… pues, de chiste algo académico, quizás, por parlo de su padre, que era un profesor de Oxford. No es un chiste muy eficaz, en verdad, pero los profesores tienen un extraño concepto del humorismo. A pesar de ello, Puella no es un nombre muy feo. En realidad, yo lo encuentro bonito. Y en cierto modo le venía muy bien.
—¿En qué sentido? —preguntó Thrupp.
—No sé cómo explicarlo. Era muy femenina, si usted comprende qué quiero decir. No encuentro las palabras adecuadas. Pero no tiene importancia. ¿O la tiene? —Andrea estaba nerviosa e impaciente.
—No viene al caso, en realidad —admitió Thrupp, disculpándose—. Puella Stretton, dice usted. ¿A qué se refiere al decir «casada, pero sin marido»? ¿Viuda o divorciada?
—Verdaderamente no estoy muy segura. No le gustaba hablar de ello, de modo que nunca tocamos el tema. Entiendo simplemente que hubo en una época un capitán Stretton, o tal vez fuese un mayor, y que sucedió algo. Lo siento mucho, pero es todo lo que sé.
—Y vivía sola. ¿Enteramente sola?
—Pues… sí, habitualmente.
—¿Lo cual quiere decir…?
—A veces… a veces tenía invitados que se quedaban varios días. Pero habitualmente vivía sola.
—Comprendo —Thrupp se humedeció los labios, conforme a su hábito cuando buscaba palabras adecuadas—, estas visitas… ¿Puede darme alguna idea de quiénes eran? ¿Parientes, amigos, o quizá huéspedes de pago?
—No, no. Creo que Puella tenía mucho dinero. Creo que eran… amigos, simplemente. No puedo decirle mucho acerca de ellos, me temo. Los conocí muy superficialmente. Tal vez pueda recordar uno o dos nombres, aunque se halará sólo de nombres de pila, con seguridad. No puedo darle direcciones ni detalles personales. Nunca llegué a conocer bien a ninguno de ellos. Puella vivía en un lugar tan apartado que yo no iba muy a menudo a su casa, Era una expedición ir a visitarla.
—Lo que yo quería decir —confesó Thrupp—, es algo que quizá usted considere una impertinencia, pero que en realidad tiene mucho que ver con el resto. En general, ¿eran los huéspedes de Mrs. Stretton hombres o mujeres?
Andrea estaba aparentemente agitada, y, en verdad, su aspecto delató mucho más que sus palabras.
—Pues… hombres, mujeres, o… ambos a la vez —repuso algo confundida.
—Bien —por lo visto, Thrupp no consideró necesario insistir sobre ese punto—. ¿Cuándo la vio viva por última vez? —preguntó al cabo de una breve pausa.
Puesto que era evidente que muchas cosas dependerían de su respuesta, y, más aún, de que dicha respuesta fuese verídica o no, la observé cuidadosamente por el rabillo del ojo. Mientras lo hacía, los ojos de ella me sorprendieron, y durante un segundo observé en ellos un resplandor peculiar, que llameaba perceptiblemente debajo de aquel constante velo furtivo indicando una gran agitación. Y en aquel segundo comprendí que estaba a punto de mentir. Pero Andrea contestó con toda calma, después de una pausa normal para reflexionar.
—Hace diez días, creo. Estaba tratando de recordar la fecha exacta, pero no puedo. Todo lo que recuerdo es que al volver a casa estaba lloviendo y que me empapé.
—¿Tenía algún huésped en aquel momento?
—No. Estuvimos solas. Fui a caballo después del almuerzo, me quedé a tomar el té con ella, y volví a casa a la hora de cenar.
Thrupp hizo un gesto amable y guardó su libreta.
—Le agradezco muchísimo, Miss Gilchrist —dijo cordialmente—. Ha sido una gran ayuda para mí, y lo único que lamento es haber tenido que molestarla con un asunto tan ingrato. Me temo que voy a tener necesidad de hacerlo nuevamente, cuando se me hayan ocurrido otras preguntas, pero por el momento no creo que haya nada más, salvo lo siguiente: ¿Había entre los amigos de Mrs. Stretton alguien que estuviese en la Real Fuerza Aérea? ¿O bien que tuviese algo que ver con la aviación civil?
Los ojos de Andrea se abrieron desmesuradamente, y de pronto se entornaron. Tuve la impresión de que a pesar de su actitud de sinceridad la muchacha estaba tratando, con desesperación, de manejar una situación difícil, pues no sólo pretendía que sus respuestas fuesen convincentes, sino, además, que Thrupp no sospechase de pronto que había en verdad alguna dificultad. Sentía, además, que estaba luchando en gran parte a tientas; que, por ejemplo, la muerte de Puella Stretton había sido una enorme sorpresa para ella y que trataba de ganar tiempo a fin de reflexionar sobre las derivaciones de la tragedia, antes de comprometerse innecesariamente. Parecía que estaba ansiosa por no dar alguna información sobre la muerta que posteriormente tuviese repercusiones desagradables sobre ella misma. Quizás fuese simplemente que Puella había llevado una vida irregular y que Andrea deseaba proteger la reputación de su amiga muerta. También podía ser que una investigación muy detenida de las actividades de Puella pudiese implicar su propia reputación. Carmel, a instancias mías, había admitido en términos generales que las relaciones de su hermana con los hombres no siempre eran tan castas como era de desear. Si ello era verdad, posiblemente Puella Stretton había sido una buena amiga y aliada de Andrea. Desde luego que todo esto eran suposiciones mías, suposiciones implacablemente despiadadas, además. Pero había algo en Andrea que, cuanto más la miraba, sugería que su increíble belleza no era exactamente un reflejo de su naturaleza. Había algo astuto en ella, y sabía jugar con las palabras con mucha mayor destreza que la habitual en la hija de mi vicario. Me pregunté si Thrupp, detrás de aquella actitud tan impasible, estaba formándose la misma impresión.
Estos pensamientos fragmentados pasaron por mi mente en los pocos instantes en que Andrea frunció el ceño para considerar la última pregunta de Thrupp. Su demora en responder fue algo mayor que las anteriores.
—Estaba tratando de recordar un nombre —dijo por fin—. Había un miembro de la Real Fuerza Aérea que vino a visitarla hace unas semanas, pero todo lo que puedo recordar es que Puella le llamaba Bill, y que era comandante de escuadrón. Lo lamento otra vez, no recuerdo el nombre por ahora, aunque es posible que me venga a la memoria más tarde. De cualquier manera, sólo le he tratado una o dos veces.
—Bien —Thrupp hizo un gesto comprensivo—. No se olvide de avisarme si lo recuerda, ¿no? Tal vez sea importante. ¿Fue éste el único hombre, de los que conoció usted en casa de Mrs. Stretton, que tenía relación con la aviación?
—Dentro de lo que puedo saber, sí. ¡Ah! Creo que debo agregar, en caso de que usted imagine otra cosa, que no creo que hubiese nada… nada indebido entre Bill y Puella. Quiero decir que siempre traía a su hermana consigo, una muchacha llamada Rosemary, que según entiendo había ido a la escuela con Puella. No quisiera que usted pensara que…
—Mi estimada Miss Gilchrist, nunca saco conclusiones precipitadas —dijo Thrupp con una sonrisa amistosa—. Mucho menos a conclusiones de ese tipo. Bueno, no necesito detenerla más, por ahora. Me temo que es indispensable su presencia en la investigación sobre las causas de la muerte, pero la informaré acerca de ello oportunamente. Entretanto, permítanos que la llevemos de regreso a la vicaría.
—Por favor, no se moleste —protestó ella—. Tengo que hacer varias cosas en el pueblo; en verdad… no me agrada la perspectiva de una investigación, Mr. Trupp —añadió ansiosamente.
No hay por qué preocuparse —la tranquilizó éste—.
No creo que haga otra cosa que identificar el cadáver, y si lográsemos descubrir alguna otra relación, no deberá hacer ni siquiera eso. Si supiese algo más acerca de sus antecedentes y de su vida antes de venir a esta región… De todos modos, no se preocupe. Trataré de que el médico forense no la moleste demasiado, tanto por usted como por su padre.
—¡Gracias! —dijo Andrea, dirigiendo al detective una sonrisa que podía haber conmovido al hombre más susceptible. Por fin, luego de las expresiones de agradecimiento y de despedida convencionales, la muchacha se dirigió hacia el centro del pueblo, mientras Thrupp y yo subíamos al automóvil.
Para entonces eran ya las doce menos cuarto.